Había tanta gente que era imposible que ella se fijara en alguien concreto.
La vio introducirse por la vieja calle de comercios centenarios, de pensiones baratas, de pequeños escaparates que parecían no haberse renovado nunca. Como en la calle paralela, la del Hospital, había muchos inmigrantes que estaban cambiando el carácter del barrio, y que constantemente se cruzaban ante la visión del policía, pero en ningún momento llegó a perder de vista a la joven. Aquí resultaba mucho más fácil seguirla, porque la calle era recta y estrecha, y además Eva Ostrova no se desviaba. Parecía estar muy segura de adónde iba.
No había notado nada, y seguro que llevaría a su seguidor al sitio donde estaba escondida.
Se detuvo al fin. El policía vio que Eva miraba hacia un balcón de una casa muy modesta, es cuyos muros apenas había descansado nunca un rayo de sol. En aquel balcón había tres cosas: una sillita de las que antes usaban las abuelas para coser, unas macetas y un gato con mirada de talibán. Fijándose mejor, el hombre vio que la mirada del gato iba dirigida a la baranda, junto a la que colgaba una jaula con un canario.
Perfecto. El policía no tuvo la menor duda de que acababa de descubrir el sitio donde se ocultaba Eva Ostrova.
Por si le quedaba alguna sospecha, ella extrajo una llave antigua y abrió la puerta de la casa, pasando al interior. El hombre que la seguía anotó mentalmente el número, revisó los establecimientos que había al lado y comprendió que, por la noche, aquel sería un lugar casi desierto. Para dar una información completa, solo le faltaba inspeccionar el portal.
Observó también que ella no había cerrado del todo la puerta. La había dejado solo entornada.
Perfecto. Un solo vistazo bastaría. Pero antes hizo una breve llamada, tenía que informar de lo que había descubierto.
Después se coló en el edificio.
Y casi tropezó con el gato. Hubiese jurado que era el mismo al que acababa de ver en el balcón.
Pero no, no podía ser. El gato estaba entre los brazos de la muchacha sentada en uno de los peldaños. La muchacha miraba fijamente al hombre que acababa de entrar.
Y le estaba sonriendo.
—¿Su hija…?
La voz de Méndez había sido solo un susurro. Sus ojos que parecían no mirar a ninguna parte se fijaban en las firmas de los cuadros, como si calculase su valor y su tiempo. Estaban posados en los muebles de anticuario, los crucifijos para rezar y las alfombras donde una dama como Mónica cometería el pecado de deslizar sus piernas. Algo que solo duró un segundo, algo que estaba hecho de sedas y piel blanca de mujer, vibró en el sexo de Méndez, aunque el sexo de Méndez ya solo estaba hecho de habitaciones cerradas y mujeres que se habían ido con una sonrisa. Sus ojos acabaron reposando en el rostro de Mónica, por el cual no habían pasado los años o, en todo caso, habían pasado como una caricia.
—Su hija —dijo ella como un eco—. Yo no pude tenerla nunca.
Méndez se dio cuenta de que en la voz de la mujer habían flotado por un momento pedazos de tiempo y ausencia. De pronto ella parecía mirarle con más confianza, a pesar de que en su mirada no habían desaparecido el recelo y esa luz heredada de madres a hijas que da la conciencia de clase.
—No pude tener hijos —continuó Mónica Arrabal con un hilo de voz—, pero a cambio tuve muebles caros, obras de arte y habitaciones vacías. No tengo derecho a quejarme, otras mujeres tienen hijos y no tienen habitaciones. Las obras de caridad me han enseñado muchas cosas que quizá necesitaba aprender.
Hubo un silencio lleno de nostalgias. Mónica lo interrumpió con una pregunta que pretendía dar un giro a la conversación:
—¿Por qué se hizo policía?
Méndez cerró un momento los ojos. Los años… Los años estaban allí, obstaculizando el camino, como la primera pared sobre la que orinó siendo niño. Un escritor al que admiraba había dicho: la patria está en la primera pared donde orinamos de niños. A veces su memoria se perdía, a veces tenía la sensación de no haber hecho nada, porque la vida era una broma, porque todo se convertía inmediatamente en pasado y porque él, después de todo, no era más que un pedazo de sombra en un pedazo de calle, donde pronto no quedaría nada.
—Quizá en algún momento pensé que era hermoso descubrir crímenes, quizá pensé que podía contribuir a que el mundo fuera un poco mejor.
—¿Lo pensó mucho tiempo?
—No, porque realmente no pude investigar ningún crimen. El país iba a cambiar pronto, pero Franco aún vivía y a mí me destinaron a la policía política, es decir, me destinaron a perseguir a los enemigos de usted, señora.
—¿Mis enemigos?
—La burguesía catalana los tenía porque era franquista, hacía negocios, pesaba en el país y sabía perfectamente que había ganado la guerra, por lo cual siempre exigió que le dejaran administrar la paz. Pero no era una derecha feudal, sino más dialogante que las otras, y la comprendí en muchos aspectos, de modo que algo me enseñaron; en cambio yo no creo que les enseñase nada.
Mónica Arrabal le miraba con atención. Había cruzado las piernas con la elegancia que, sin ella saberlo, le habían enseñado otras damas que habían ido creando no solo el
glamour
de la ciudad, sino la nostalgia del tiempo. Detrás de ella y de su silencio estaban el dinero, el espacio para vivir, el tiempo para soñar y, en definitiva, la clase. Méndez, viejo hombre de las esquinas, tú no estás acostumbrado a ver damas que crucen las piernas así.
Continuó:
—Me destinaron a las calles, donde no vi más que hambre, mentira e injusticia. Bueno, también vi esperanza, y por eso me di cuenta de que las calles tenían sus leyes. Mi brillantísimo porvenir dentro de la policía empezó a fabricarse entonces.
—¿Qué quiere decir?
—Me destinaron a detener rojos, es decir, gente que tenía una esperanza o al menos la había tenido. No es elegante decirlo en un sitio como este, señora, pero en las calles la gente se deja matar por una esperanza. Tampoco es elegante decir aquí que no conocí solo a los perseguidos; conocí a sus mujeres, sus hijos y sus perros. La enorme confianza que la policía tiene hoy en mí se empezó a fraguar entonces, porque yo llevaba recados a los hombres y mujeres que había detenido, los visitaba en la cárcel, les procuraba periódicos y les daba noticias de sus hijos. Fue también la época en que conocí a muchas mujeres de la calle. Ellas se ganaban la vida como les era posible y, gracias a ellas, los hombres de la ciudad vaciaban sus frustraciones y olvidaban la miseria de sus vidas. Me di cuenta de que ellas hacían tolerable la mentira de la ciudad, por lo cual merecían al menos una mirada y una mano amiga.
Sin dejar de mirar sus rodillas, Méndez continuó:
—Un perseguidor de comunistas que visita en la cárcel a los comunistas no tiene demasiado porvenir, y por eso digo que ahí empezó a fraguarse mi brillantísima hoja de servicios. Ningún jefe se fió de mí, y por eso pasé a ser una especie de policía inútil e inclasificable; al final ya no me enviaban a detener a nadie.
—Pero con la democracia usted pudo ascender… Digamos que había hecho méritos.
—¿Méritos…? Los nuevos jefes tampoco se fiaron de mí porque había sido policía franquista, y tampoco me preocupé de que alguno de los antiguos detenidos hablara a mi favor. ¿Para qué? Nunca he aspirado a un cargo, y encima soy un policía que no cumple los reglamentos ni cree en las leyes. Si alguien ha violado a una mujer y la ha martirizado, o si alguien ha matado a un niño, yo no tengo piedad e incumplo la ley si es necesario. En los tribunales pasan tantas cosas que yo he llegado a creer en la norma de la calle, o sea, la justicia directa. No es el buen camino, desde luego, como tampoco es buen camino sentir piedad de un delincuente que empieza, mientras los grandes estafadores salen de la cárcel y encima conservan el dinero estafado. Bien… Por eso soy un policía con pasado pero sin futuro. Mis compañeros piden constantemente que me jubile de una vez, incluso pagando ellos la jubilación de su bolsillo.
Mónica Arrabal le miraba fijamente, sin pestañear, y no varió la posición de sus rodillas aun dándose cuenta de que los ojos de Méndez estaban absortos en ellas. Pero quizá eso no era verdad. Méndez estaba también pendiente de los ojos de la mujer, y supo ver en ellos un brillo de inteligencia, supo darse cuenta de que Mónica Arrabal sabía dar vueltas a sus pensamientos.
—Usted está intentando ganarse mi confianza —dijo—. No contaría tantas cosas a una desconocida si no intentara proponerle algo.
—Efectivamente, pienso proponerle algo —reconoció Méndez.
—¿Qué?
—Dos cosas. La primera es que no denuncie a nadie, y menos a cualquier mujer extranjera que pueda estar metida en esto. A los verdaderos criminales no les pasaría nada, mientras que a ella sí.
Al decir esto, Méndez siguió mirando fijamente los ojos de Mónica. Realmente los miró con una fijeza hipnótica. Quería ver si al pronunciar las palabras «mujer extranjera» asomaba a aquellos ojos un fondo de alarma.
Y apareció. Fue un relampagueo, pero apareció.
Méndez no estaba seguro de que Mónica conociera a Eva Ostrova, pero le sobraban motivos para sospecharlo. El policía conocía la ayuda que la caritativa dama prestaba a la Patri y, por tanto, sus visitas al diminuto piso de la calle del Carmen. Era casi inevitable que ambas mujeres tuvieran algún tipo de contacto.
Inmediatamente volvió a aparecer la indiferencia en las facciones de Mónica. Mirando al inspector con una especie de sonrisa desdeñosa, preguntó:
—¿Cuál es la segunda cosa que piensa proponerme?
—Que me explique la relación que tuvo con la hija de Alejandro Ortiz. No se preocupe, nadie la va a acusar de nada, y menos yo. Ningún jefe me haría caso.
—Lo supongo.
—Veo que me va conociendo usted con mucha rapidez.
—La relación que tuve con esa muchacha fue de caridad. Ella pasaba demasiadas horas sola. Su padre trabajaba todo el día como dibujante en una editorial, ganando muy poco, y por las noches, para completar su sueldo, daba clases de tiro con arco. No olvide que la casa donde vivían iba a ser derruida, y por lo tanto los dos necesitaban un nuevo piso donde habitar. Quizá los habrían indemnizado encontrándoles un hueco en el mismo barrio, pero Ortiz se daba cuenta de que su hija no tenía porvenir allí. La pobreza, la falta de trabajo y oportunidades, la inmigración constante… Él quería que la pequeña viviera en un piso mejor, y por eso trabajaba sin descanso. Bueno, quiero decir que la pequeña estaba demasiado tiempo sola.
—¿Cómo la conoció usted?
—Vino un día a la catequesis. Yo ayudo materialmente a muchas niñas, pero también les doy clases de religión.
—¿En una parroquia?
—Generalmente sí.
—Vaya.
—Deduzco que usted no pisa las iglesias, señor Méndez.
—No crea. Yo las estimo porque suelen ser lugares antiguos, silenciosos y nobles.
—No se burle.
—Jamás me burlaré de un sitio donde la gente cree en algo, señora, pero en las calles también se cree.
—Bien… —la mujer hizo un mohín, deseando cortar la conversación—. Supongo que a las antiguas prostitutas les habla usted en los bares, no en las iglesias. Si de vez en cuando les hablara en las iglesias, le saldría más barato. Pero lo que intentaba decirle es que yo creo en la doctrina, tengo una fe y reverencio al Papa. Intento que las mujeres a las que trato tengan alguna esperanza que esté por encima de los terrados de sus casas. La hija de Ortiz aún no era una mujer, pero llegaría a serlo.
—Y usted trató de ayudarla…
—La quise como a la hija que nunca pude tener. No podía adoptarla porque ella tenía un padre, pero de lo contrario lo habría hecho.
—Sin tener ninguna relación con Alejandro Ortiz…
—No tiene ningún derecho a preguntármelo, pero le contestaré; con Alejandro Ortiz quizá hubo admiración de alumna, pero solo eso.
—Permítame entonces que le haga otra pregunta sin pedirle permiso: si usted no tenía relación con el padre, ¿por qué le dio él la llave de su casa?
Mónica apretó los labios un momento, pero al contestar su voz fue de perfecta indiferencia.
—Él no me dio la llave del piso, ni su hija tampoco. Yo la robé.
Ahora el que apretó los labios fue Méndez, y hasta hubo de hacer un esfuerzo para preguntar:
—¿La robó…? ¿Me está confesando un delito?
—Puede acusarme si quiere. Lo tendrá fácil, porque ni siquiera me tomaré la molestia de negarlo. Pero, más que robarla, digamos que la hurté del cajón que Ortiz tenía en la sala de entrenamientos. Se lo dejó abierto cuando salió corriendo después de que le comunicaran la muerte de su hija. Cuando llegó al piso las llaves ya no le hicieron falta porque encontró allí a la policía.
—¿Y cómo ha podido Ortiz entrar en el piso las veces que se ha fugado de la clínica mental? La llave la tenía usted, y la policía había cerrado la puerta.
—También me he preguntado eso, pero la respuesta debe ser muy sencilla. Cuando la policía le sacó del piso, él debió de tomar la llave de su hija. Y ahora hágame otra pregunta, Méndez. Pregúnteme por qué yo he ido a aquella casa. Supongo que, con su corazón de palo, usted no lo entenderá.
El policía obedeció.
—¿Por qué fue usted a aquella casa?
—Porque allí estaba parte de lo que pudo haber sido mi vida, porque allí estaba el fantasma de Miriam. Quise despedirme de ella y decir adiós a muchas cosas de las que no había hablado con nadie, pero no pude.
—¿No pudo?
—No, porque allí estaban sus retratos, porque me di cuenta de que Miriam aún vivía. Me tendí en la cama que había sido suya y donde aún creía encontrar su calor, por ridículo que parezca. Me estaba despidiendo de una niña que solo tuvo soledad y a la que pude haber llenado de vida, me estaba despidiendo de muchos silencios de mujer, pero no sé por qué le explico esto, usted eso no lo entiende.
—Podría intentarlo —susurró él.
—No puede. ¿Usted ha tenido hijos?
—No. Y usted tampoco —dijo cruelmente Méndez.
—Por eso. Porque he visto en mis paredes de mujer sola la hija que no tenía, y luego he visto a esa hija dibujada también en una pared. Y ahora proceda y hágame un atestado por allanamiento de morada, será un brillantísimo servicio.
Méndez hundió un momento la cabeza. Había dicho aquella frase cruel para defenderse de sí mismo, para ahogar en indiferencia la ternura que empezaba a sentir por aquella mujer, pero no lo consiguió del todo. Mónica Arrabal había dejado de tener dinero, joyas, cuadros y alfombras para tener solo un pasillo vacío, un recuerdo y una mirada clavada en la pared. Méndez tuvo como nunca la sensación de la soledad y la sensación del tiempo.