Peores maneras de morir (17 page)

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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

BOOK: Peores maneras de morir
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26

Aquel hombre vestido de negro que se llamaba Méndez dijo educadamente:

—Por favor, apóyese en mí y la acompañaré a la puerta si se siente mal. Estas cosas, así de repente, siempre impresionan.

Por supuesto, se había dado cuenta de que el cadáver tendido sobre la mesa era extraordinariamente parecido a la mujer que acababa de entrar. Naturalmente se dio cuenta de que la turbación de Mónica había sido provocada por eso.

Ella susurró:

—No, gracias. Me… me encuentro bien.

Y posó sus ojos en el cadáver. Mónica Arrabal reconoció que, a primera vista, y sin reparar demasiado en los detalles, cualquiera podía imaginar que el cuerpo tendido sobre la mesa era el suyo. Entendió perfectamente la confusión del comisario.

Pero un examen más atento delataba las lógicas diferencias. Mónica Arrabal puso en aquel examen todo su esfuerzo, toda su dignidad y todo su sentido del horror.

En primer lugar, la mujer tendida allí era bastante más joven que ella. La luz cruda y la trágica tirantez de su rostro no favorecían un análisis sereno, pero aquella chica rondaría los veinte años, y Mónica ya tenía cuarenta. La estatura y las proporciones de su cuerpo eran casi idénticas. En otras circunstancias Mónica habría podido sentir orgullo al pensar que tenía las proporciones de una chica de veinte años. Pero no sintió nada, o en todo caso un frío horror. Que en el mundo hubiese otra mujer muy parecida a ella era en cierto modo lógico, pero encontrarla allí…

Méndez se retiró un paso. Estaba leyendo el estupor en los ojos de Mónica. Vio al comisario de lejos y le hizo un leve saludo con la cabeza.

Otros detalles indicaban la diferencia, y Mónica los analizó uno a uno con toda la frialdad que en aquel momento le fue posible. En primer lugar, las manos de la muerta no estaban tan cuidadas como las suyas; en segundo lugar, la muerta era más delgada, aunque sus curvas eran firmes, bien marcadas y en otro sitio podrían haber parecido casi suntuosas; en tercer lugar, tenía la mandíbula un poco más marcada —quizá a causa de la muerte—, y por último, el pelo de su pubis era un poco más oscuro que el de Mónica Arrabal.

El pelo de su pubis…

Mónica Arrabal tuvo la horrible sensación de que aquel era su coño, y además lo estaba viendo todo el mundo.

Vaciló de nuevo. Y otra vez fue la mano solícita de Méndez la que la ayudó a mantenerse en pie.

—¿La conocía?

—No.

—Pues esa muchacha era casi su doble. ¿De verdad no tenían ningún familiar común?

—Seguro que no.

—Perdone que la moleste. Soy un inspector más bien aburrido llamado Méndez. ¿Me puede dar su nombre?

—Mónica Arrabal.

—Encantado.

Y Méndez se retiró nuevamente un paso, dejando que la mujer siguiese observando, mientras a su vez él miraba sus piernas, largas y flexibles. Las imaginaba con toda su plenitud en una cama, que era donde, según él, tenían que estar siempre las piernas de las mujeres.

Sus ojos casi las tocaron. Sus ojos tenían manos.

Joputa
Méndez.

Salieron. La calle estaba llena de luz, de vehículos, de gente, de hombres que corrían a algún trabajo y mujeres que, según Méndez, tal vez corrían a alguna cita. El sol derramaba un suave calorcillo y el cielo azul ahogaba el recuerdo de las luces crudas del depósito.

Los tres se sentaron en un café cercano, porque era evidente que Mónica necesitaba beber algo para reponerse. El comisario no puso el menor inconveniente en que los acompañara Méndez, cuya expresión tenía algo de serpiente vieja.

Fue el comisario quien explicó:

—No llevaba ninguna documentación, y por lo tanto no sabemos su nombre. Por las huellas dactilares es posible que averigüemos algo, pero llevará algún tiempo. Encontraron su cuerpo hace poco, en Barcelona, en un lugar horrible.

—¿Qué lugar?

—Un contenedor.

Las palabras habían sido pronunciadas en voz baja, pero produjeron una especie de calambre en la garganta de Mónica. Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no derramar sobre la mesa lo que estaba bebiendo.

Méndez había cerrado los ojos. Pensaba en la Patri. Pensaba en el feto que halló en un contenedor. Pensaba en Eva Ostrova buscando allí algo que comer. Pensaba en los ojos perdidos de aquellas mujeres y en el tiempo que se escapaba entre sus dedos como un líquido oscuro.

—¿En qué barrio? —preguntó—. Aunque ya sé que eso tiene poca importancia.

—En la calle Borrell, cerca de las antiguas cocheras de los tranvías. Llevaba pocas horas allí, de modo que hay que suponer que arrojaron el cuerpo por la noche. Antes del amanecer es una calle poco transitada, porque no hay demasiados locales de ocio. —El comisario añadió—: Hay sitios más fáciles en las afueras, de modo que parece un desafío.

—Seguro que los que hicieron eso utilizaron un coche —dijo Méndez—, de modo que los expertos deben estar analizando todas las huellas de neumáticos.

—Claro que sí. Pero no esperamos resultados porque pasó después el camión de la basura. Había humedad, y los neumáticos lo mezclaron todo.

Mónica se atrevió a preguntar con una voz que no parecía la suya:

—¿Cómo… cómo la mataron?

—Para saberlo habrá que esperar al informe forense —dijo el comisario—, pero la primera impresión ocular es brutal. Casi le arrancaron los riñones.

—¿Con un cuchillo?

La voz de Mónica había sido trémula. Su cuerpo se balanceó al borde de la mesa.

—Pues claro, con un cuchillo.

—Ha debido ser una muerte horrible.

Méndez hizo un gesto de asentimiento, olvidándose de la bebida. Pues claro que había sido una muerte horrible. La cara crispada de la desconocida reflejaba, pensó, un dolor que la muerte había ido suavizando y aún suavizaría poco a poco; aquella crispación había hecho más fácil que la confundieran con Mónica, es decir, con otra mujer.

Hubo un momento de silencio. Los rumores de la calle apenas llegaban a través de los cristales del café. Los clientes no hablaban. Por uno de esos fenómenos que se dan a veces, no comentaban nada sobre lo cara que estaba la vida, sobre lo raras que son las mujeres ni sobre lo mal que lo estaba haciendo el gobierno. La calma era tan absoluta que hasta se oyó el tintineo de los vasos.

El comisario dijo:

—Suponemos que la víctima será extranjera porque no llevaba ningún documento, pero eso habrá que averiguarlo.

—Tengo la misma impresión que usted en cuanto a la nacionalidad —susurró Méndez—. También creo que los que mataron a esa chica forman parte de una organización y, por los crímenes que se están sucediendo, parece que están nerviosos.

—En la Brigada de Homicidios me han hablado de su teoría, Méndez. Usted sostiene que hay un tráfico de mujeres con gente de mucha altura, y que las chicas que no se portan bien lo pagan con la vida. A usted debe parecerle que la joven del depósito era una de las que no se portaban bien.

—Y además debían tener un cierto interés en ella; a alguien debía gustarle especialmente. La crueldad en su muerte indica que ese alguien se dejó llevar por la furia.

Mónica Arrabal tembló de nuevo, aunque trató de que no se notase. Por un momento se imaginó prostituida en un país desconocido, se imaginó en una cama extraña —o en cien camas extrañas— y bajo el control de un tirano. Un escalofrío de repugnancia y terror le recorrió la espina dorsal.

El comisario notó su malestar.

—Estás pasando un mal rato y en parte es culpa mía.

—No, no… Es culpa mía. Fui yo la que te pedí que me llevaras a ver ese cadáver.

—De todos modos, es mejor que vuelvas a casa. Yo te acompañaría con mucho gusto, pero he dejado demasiadas cosas pendientes en el despacho. Méndez, tome un taxi y lleve a la señora a su domicilio. No la deje hasta convencerse de que está del todo bien, y si ella necesita alguna ayuda especial, encárguese usted mismo.

Se puso en pie. No pagó.

Méndez hizo un gesto de asentimiento, como un funcionario que está siempre dispuesto a cumplir con su deber. Seguía mirando a Mónica Arrabal, pero ahora no sus piernas, sino sus zapatos.

Con las piernas tan bonitas que tenía Mónica, también eran ganas de perder el tiempo.

El piso de Mónica Arrabal. Rambla Catalunya, planta principal, las ramas de los árboles acariciando la barandilla del balcón, tiendas de lujo, galerías de arte, cafés caros, bicicletas sin permiso y humo de automóviles que, eso sí, llevan marca y están garantizados por dos años.

En el edificio viven dos diseñadores, un modisto reconocido, un fabricante de condones, un mantenido de lujo y una
madame
, o sea, que es una escalera con carácter. La estropean en cierto modo dos médicos y un notario.

El piso es de dimensiones poco habituales en las modernas construcciones, tiene parte delantera y parte posterior, cocina último modelo, tres salones, cinco dormitorios para que una dama como Mónica descanse bien, cuadros impresionistas de un gran valor para que una dama como Mónica hable de arte y tres cuartos de baño para que una dama como Mónica vaya bien servida.

Bueno, ya se sabe que Méndez no lo dice, pero siempre piensa en las damas con braguitas.

También hay varios crucifijos. Y hasta una habitación-oratorio. El piso refleja elegancia, piedad antigua y, desde luego, dinero antiguo.

—Gracias por acompañarme… ¿ha dicho que se llama Méndez?

—Sí, señora, y nunca he cumplido una orden con tanto placer. Espero que usted se encuentre ya bien del todo.

—Sí, gracias a Dios. Creo que ya no necesito nada.

—Tiene usted un piso muy bonito.

—Era de mi marido.

—La felicito. Los maridos de antes solían estar garantizados.

Ella carraspeó suavemente.

—No hace mucho que soy viuda. Por cierto, no he tenido la educación de preguntarle si quiere tomar algo.

—Mi obligación sería contestarle que no, señora, que no quiero tomar nada, pero yo raramente cumplo mis obligaciones. Por eso voy a rogarle que me permita hablar con usted.

Ella pestañeó.

—¿De qué…?

—Quizá de gente que ya no vive, como esa pobre muchacha que acabamos de ver. Quizá de gente que dentro de poco ya no va a vivir. No sé si me permitirá usted pronunciar un nombre.

Mónica se sentó en una de las butacas, cerca del balcón, y le indicó a Méndez que podía sentarse enfrente. Las hojas de los árboles casi rozaban los cristales, como Méndez había notado al entrar, y hasta allí solo llegaban los rumores suaves de la Rambla Catalunya y los tibios rayos de un sol que había sido educado por los organismos municipales. Detrás de la mujer había una estantería con libros de arte en ediciones de lujo: Sainte Cecile d’Albi, Cézanne, Toulouse-Lautrec, Revello de Toro y Klimt. Siempre que pensaba en Klimt, el malvado Méndez pensaba también en mujeres con el culo de oro. Junto al balcón, aunque sin recibir la luz de una manera directa, descansaban unas cuantas orquídeas. A diferencia de la casa de la Patri, no había en aquel balcón ningún gato gandul ni ningún pájaro que cantase a la esperanza.

Ella preguntó educadamente:

—¿Qué nombre?

—Alejandro Ortiz.

Mónica Arrabal, que tenía las piernas cruzadas, las descruzó bruscamente y las volvió a cruzar, pero conservando la elegancia y la precisión de una modelo. Méndez pensó dos cosas: que aquellas piernas figuraban entre las más bonitas que había visto y que la mujer usaba unos zapatos que él ya conocía.

Ella pareció desconcertada solo un instante. Se notó que dudaba entre decir la verdad o simular la ignorancia de una dama viuda que no tiene tratos con hombres. Al fin eligió un camino intermedio.

—No hace mucho asesinaron a su hija —musitó—. Los periódicos hablaron bastante de eso.

—Sí, es verdad.

—Espero que usted no me relacione con ese crimen miserable. Y si en este momento está usted trabajando como policía, quizá me convenga preguntarle si habla usted en sentido oficial.

Méndez sonrió tranquilizadoramente.

—Oh, no, señora, de ninguna manera. Yo solo soy un visitante al que usted puede echar de su casa cuando le parezca. Incluso puedo prometerle que todo lo que usted me diga no llegará a figurar en ningún informe, y si llegase a figurar yo se lo diría a usted antes. Estoy investigando la muerte de aquella muchacha, pero son otros compañeros lo que se ocupan oficialmente del caso.

Mónica pestañeó.

—Oiga, usted es… Bueno, quiero decir que no parece un policía como los otros.

—Quizá es que no lo soy. Y como supongo que preguntará por mí, me permito anticiparle lo que le dirán: soy un viejo polizonte que según mis compañeros ya debería estar retirado, sigo los casos a mi manera, vivo rodeado de libros, doy de comer a los animales extraviados y conversación a las mujeres perdidas, soy experto en vinos baratos y cliente de bares vigilados por la sanidad pública. Siempre he trabajado en barrios populares como el Raval y conozco las casas que van a ser derribadas antes de que aparezcan en las ventanas los esqueletos de los vecinos. No me fío de las damas porque he conocido pocas, y supongo que ninguna dama se fía de mí. Prefiero contarle todo esto antes de que se lo cuenten mis camaradas y antes de que el comisario me prohíba volver a verla. Pero también le digo que se puede fiar de mí y puedo jurarle que no la traicionaré. Nunca he traicionado a nadie, y como es la última virtud que me queda, no quiero perderla.

Ella le escuchaba con atención, con los labios apretados, sin mover un músculo, sin saber cómo reaccionar y seguramente sin saber qué pensar. Pero acabó respondiendo lo que responderían todas las damas:

—Comprenderá que le escucho por cortesía, pero no tengo ninguna obligación de oír sus confidencias ni usted tiene la obligación de oír las mías.

—Me iré de aquí cuando usted me haga un solo gesto, pero tengo la oscura sensación de que en este momento la estoy ayudando. O al menos quizá pueda hacerlo. Usted está viviendo en un mar de dudas que supongo que no la dejan dormir. Por eso fue de noche a la casa de Alejandro Ortiz.

Ahora sí que Mónica pareció del todo desconcertada. Abrió la boca y la volvió a cerrar de golpe, produciendo un chasquido.

—¿Pero… pero qué dice?

—Comprendo, Mónica, que usted pensó que no la veía nadie. En la casa ya no vive más que una sola familia, porque los pisos están tapiados. La casa de al lado también va a ser derribada y solo la habitan unos cuantos fantasmas. Ese sector de la calle está, según a qué horas, muy poco frecuentado. Una mujer vestida discretamente puede pasar desapercibida. Pero, por supuesto, necesita una llave.

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