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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (7 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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Balbució:

—Pero…

Y eso fue todo. La distancia entre la vida y la muerte es una décima de segundo.

La persona que estaba tras él disparó.

Y la terrible brecha no se abrió en la cara de Eva, sino en la nuca del hombre que iba a matarla.

Este no vio la cara que tenía detrás. Ni siquiera pudo imaginarla.

Pero aquella cara también sonreía.

13

—Noticias, Méndez.

Méndez que se vuelve en su mesa de trabajo para ver la cara del jefe. El jefe que tiene la frente perlada de gotas de sudor. La brigada vacía. Seguro que solo queda disponible él, seguro que todo el mundo está en la calle trabajando.

Y encima sigue la crisis. El jefe ya no enarbola un victorioso 898, como en los grandes días, sino un Montecristo del 4, y encima a medio fumar.

—Mal asunto, Méndez. No tengo a nadie. Imagine lo mal que tiene que estar la brigada cuando me acuerdo de usted.

—Yo siempre estoy a favor de la Superioridad.

—Debe acompañar a una patrulla hasta una casa situada cerca de Montcada, en un camino secundario. Es una casa de lujo. Oficialmente la tenía alquilada una empresa cinematográfica. Supongo que es una pantalla. Quiero que por el momento se haga cargo de todos los trámites.

—¿De qué estamos hablando?

—Dos inhumaciones ilegales.

—Lo cual quiere decir dos muertos.

—Quiere decir que esta noche espero un informe suyo. Ahora póngase en movimiento. La patrulla va a salir.

Y Méndez que rueda hacia las afueras de Barcelona, hacia Ciudad Meridiana y sus rascacielos de Chupa-Chups, hacia la antigua fábrica de cemento, las montañas de pinos donde la izquierda militante iba a hacer una paella clandestina los domingos, donde se proclamaba la República al caer la tarde, donde el representante sindical trataba de tocarle el culo a la novia y acababa tocándole el culo a la suegra. Hay caminos de tierra, torrecitas de medio pelo, hechas moneda a moneda y jornal a jornal, hay pájaros que votan por la federación ibérica. Hay, en lo alto de todo, una iglesia que sobresale por entre las montañas y una torre solitaria.

Y de pronto la casa de lujo. No se entiende muy bien qué hace allí. Es un edificio elegante y con pretensiones, que parece encargado por un fugitivo de Hollywood.

—Méndez, es aquí.

Nada de estudios ni equipamientos de rodaje, aunque hay un par de habitaciones grandes, un par de decorados y unas cámaras que no han debido usarse desde que se rodó
La caída del Imperio romano
. Una farsa por si viene una inspección, piensa Méndez. Lo esencial son las habitaciones —más bien celdas—, las puertas de seguridad, las ventanas con cristales blindados, el comedor colectivo y una cocina barata, donde jamás trabajó Paul Bocuse.

Margarita, la inspectora jefe, gruñe:

—Fachada.

Es evidente que allí hay otro negocio muy distinto, un negocio que tiene relación con el tráfico de mujeres. Seguramente el edificio es una casa-refugio, una casa donde las chicas recién llegadas son concentradas antes de ser distribuidas por los lugares donde van a dar dinero. Una especie de centro de reparto, piensa Méndez, acostumbrado a las viejas casas de otro tiempo, sin ninguna organización capitalista —y por tanto sin vínculos con la Unión Europea—, donde el esquema de trabajo lo formaban un funcionario, su mujer y su cuñada.

La inspectora jefe dice:

—Aquí al menos había quince chicas.

Pero ya no hay ninguna. No hay prendas de vestir, no hay objetos personales, no hay ni siquiera ese último perfume que para una mujer sola es el último recuerdo. Tampoco hay coches en ninguna parte. La fuga ha sido rápida, silenciosa, absoluta.

Méndez recorre las habitaciones. Calcula las rutas de huida y llega a la conclusión de que las chicas evacuadas han tenido que acabar saliendo por la Meridiana. Luego se dice a sí mismo que aquella es la parte visible de un gran negocio, de una organización con muchas casas, muchos refugios y muchas chicas. Seguro que no es un negocio local, como los que él ha conocido en su barrio, porque la explotación de un par de mujeres no daría para tanto. Está seguro de que se enfrenta a una potente red internacional.

De pronto le viene a la cabeza la muerte de las dos chicas asesinadas en el Raval.

—¿Cómo empezó todo? —pregunta a la inspectora jefe.

—Unos excursionistas creyeron oír unos disparos. Estaban cerca de la casa y se acercaron por curiosidad, aunque sin avisar a nadie. Entonces vieron algo que les gustó menos.

—¿Qué?

—Unos hombres empezaron a abrir dos fosas en el jardín. La zona estaba oculta por la maleza, pero no pudieron evitar ser vistos. Esta casa era un buen refugio mientras no pasase nada, pero algo desbordó a los que estaban aquí dentro. Por lo visto, fue algo inesperado que los superó. Los dos excursionistas no llegaron a ver nada más, pero les pareció suficiente. Uno de ellos telefoneó a la policía.

Méndez, poco acostumbrado a los espacios abiertos, examinó el gran jardín, la plantación de pinos y el conjunto de matorrales tras los que estaban las dos pequeñas fosas. Un cadáver para cada una. Estaban todavía a medio abrir.

Pero ya estaban los cadáveres.

Uno tenía una bala en la nuca, y el impacto había hecho saltar parte de la tapa craneana. El orificio era de los que, para ser analizados, requieren un estómago como el de Méndez, acostumbrado a los restaurante baratos y las comidas de ocasión.

Pero el otro cadáver tenía algo que llegaba a superar incluso el estómago de Méndez.

El tío era alto, fuerte, un gigante.

El tío tenía un miembro capaz de participar en un concurso de misiles transoceánicos.

Pero Méndez tuvo que cerrar los ojos. El simple mango de madera hizo que crujiesen sus mandíbulas.

Había llegado el momento de ponerse a trabajar, aunque en realidad Méndez tuvo la sensación de que ya estaba trabajando desde tiempo atrás, de que ya llevaba mucho tiempo metido en el caso.

Lo malo era que, si lo decía, nadie iba a creerle.

Margarita, la inspectora jefe, movía a los fotógrafos, los técnicos y los buscadores de huellas. Los forenses ya habían llegado, la zona estaba acordonada y aquel pequeño pedazo de mundo era un caos. De pronto las campanas de una iglesia perdida entre los pinos llamaron a misa. Y todo el espacio pareció hacerse más pequeño e íntimo, todo el aire pareció encogerse.

Méndez empezó a trabajar en el informe. Según su primer criterio, que veía confirmado ahora, aquella era una casa donde se concentraban las chicas llegadas de diferentes partes del mundo, y desde donde eran distribuidas a los centros de explotación. Por las características del edificio, estaban ante una organización de nivel mundial, de las que probablemente explotaban a docenas de muchachas de diversos países. Allí se movía dinero de verdad e influencias de verdad.

Y algo más.

Méndez no podía arrancarse de la cabeza tres cosas: el punzón, el mango de madera y el baño de sangre.

El forense tampoco.

Fue este quien dijo:

—Supongo que querrá ver mi informe, Méndez.

—Creo que ya no me queda nada que ver.

—De todas maneras venga a mi despacho.

El Clínico bajo el sol que despide el día. La escalera de piedra que ya llevan más de un siglo sintiendo el roce de los pies que van al más allá. Los antiguos cristales donde se han ido concentrando millones de miradas que ya no existen. Sobre los pabellones, un rectángulo de cielo donde han sido numeradas todas las almas.

Hay bancos donde las enfermeras reposan su culo y donde los pacientes reposan su último recuerdo. Entre los pabellones hay pasillos donde la gente se mueve poco a poco, como si estuviera en la calle mayor de un pueblo irreal.

Méndez ve en cada puerta una despedida y en cada ventana una mirada de esperanza.

Y el mango de madera. Y el punzón. Y el horror que flota entre las paredes.

—Fue una violación brutal —explica el forense mientras repasa sus notas—. Sin duda la chica estaba encerrada y por algún motivo quisieron castigarla. El que la penetró la embistió como un toro salvaje. No imaginaba lo que iba a encontrar dentro.

—Supongo que ese mango tan corto cabía en la vagina de la muchacha.

—Sí.

—Y no se veía nada más.

—No.

Y el forense preguntó:

—¿Han encontrado a alguna chica?

—¿Por qué?

—Por si es la que hizo esto.

—No, no hemos encontrado a ninguna. Los de la organización deben ser gente con muchos recursos y han conseguido evacuarlas a todas. Tampoco se han podido encontrar documentos. Habrá que seguir investigando.

—Oiga, Méndez.

—¿Qué?

—Si encuentran a esa chica quiero verle la cara.

—¿Por qué?

—No sé. Tal vez quiera ver en una mujer viva la cara de la muerte.

Y empezó a escribir su informe. Méndez pensó que ya era hora de hacer lo mismo. Pero tenía la mirada perdida y había un pensamiento que no le abandonaba.

El informe ya ha sido entregado. Hay centenares de detalles que aún se deben investigar, y Méndez sabe que ha de seguir con ellos, pero su pensamiento está en otra parte, quizá porque él no se borra de la cabeza una idea, una maldita idea.

El bar.

La noche.

La calle.

Y el poeta en trance de desaparición.

Los poetas empiezan a ser valiosos cuando sabes que ya no vas a volver a verlos.

—Este es mi último refugio, Méndez. Aquí, al menos, me dejarán escribir una frase en una servilleta. —Y añade—: Antes de tirarla, claro, debajo de una mesa.

—No se queje. Este es el último refugio para el último recuerdo. ¿Sabe por qué estoy aquí a esta hora?

—Porque va a hacer algo ilegal.

—Sí.

—Ya ha redactado su informe, ya habrá cumplido los trámites y supongo que ahora tendrá encargados otros trabajos.

—Pues claro que sí. Verificar datos. Todo lo que consta en un informe tiene que verificarse luego, pero no sé si podremos hacerlo. Esa maldita banda logró evaporarse sin dejar rastro. Mejor dicho… Han dejado dos grandes pistas, los dos fiambres…

No eran datos que Méndez debiera tener reservados. Todos los medios de comunicación hablaban ya de los dos fiambres, el único rastro que seguramente la banda no habría querido dejar. Un muerto es la mejor fuente de información que existe.

—Por eso quisieron enterrarlos en seguida y en secreto —dijo pensando en voz alta—. Aunque los cuerpos acabaran siendo descubiertos, ganar tiempo les resultaba esencial.

El poeta no preguntó. Méndez sabía que podía pensar en voz alta ante él porque aquel hombre nunca preguntaba nada de lo que había sucedido. A veces, preguntaba sencillamente por las cosas que iban a suceder. Mirando más allá de los cristales del bar, el inspector susurró:

—Hubo una mujer de la que no sé ni su nombre, pero que hizo justicia. No sé calificarla… Pienso que fue a la vez una justicia diabólica y divina. Por supuesto, alguien de la organización trató en seguida de imponer el orden, para lo cual se dispuso a matar a la mujer.

—¿Qué le lleva a pensar eso?

—Primero, la lógica. Esa gentuza necesita ante todo mantener el orden, y por lo tanto no dejan sin respuesta ningún ataque que se les haga. Segundo, el hecho de que haya otro hombre muerto.

—Lo lógico sería que hubiera también una mujer muerta, inspector. El resultado de la venganza.

—Claro que sí. Ese cadáver deberíamos tenerlo también en nuestro poder. La chica del punzón no iba a ser perdonada. E imagino que un hombre se dispuso a matarla inmediatamente.

—¿Y…?

—Lo mataron a él. Tiene en la nuca un orificio que puede servir para un proyecto de obras públicas. Eso quiere decir que, cuando iba a matar a la chica, le volaron la cabeza por detrás. Y eso quiere decir también otra cosa.

—¿Cuál?

—Que dentro de ese grupo tan poderoso y bien organizado existe una guerra interna. Alguien es el jefe, pero quieren sustituirle. Alguien salvó a aquella mujer, la del punzón, tal vez para utilizarla para lograr el control de la banda. Quizá le interese tenerla de su parte desde el primer momento. Esa mujer puede cambiarlo todo.

—¿Por qué?

La mirada de Méndez se perdió en el vacío.

—Porque es una máquina de matar.

Y se puso en pie.

Méndez ya había hecho su trabajo legal. Ahora quería hacer algo ilegal, algo que no contaría a ningún jefe. Méndez quería entrar sin permiso en la casa del Raval donde se había cometido el doble crimen. Y ya era hora de empezar con aquel trabajo.

Salió del bar, anduvo entre las sombras y se encaró a los dos edificios que iban a ser derribados.

Las viejas casas están cargadas de muertos y de historia que nadie cuenta. Y Méndez sabía, como todo el mundo, que los muertos se van y no vuelven.

Pero Méndez sabía también que eso no es del todo verdad. Los muertos se van y dejan de mirar por las ventanas o de espiarnos en la escalera de las que no se ve el final. Pero también es verdad que dejan algo en cada casa, cada uno deja su sombra.

Cuarta parte

Las piernas de una mujer

14

Los actos contrarios a la ley de Méndez comenzaron a partir de entonces, desde que se situó ante las dos casas. Lo primero que hizo fue usar una ganzúa, de la que había llegado a ser un experto. Él explicaba muchas cosas a los detenidos, pero los detenidos también le explicaban cosas a él.

El portalón de la casa que no estaba tapiada del todo resistió apenas un par de minutos. Méndez la abrió silenciosamente y la volvió a cerrar, enfrentándose en la oscuridad a la escalera que había ascendido el asesino de las dos jóvenes.

Era un mundo de fantasmas. Apenas llegaba desde arriba una leve claridad, que hacía destacar las manchas blancas de las puertas cegadas. Todo el edificio recordaba a un inmenso panteón. Méndez se deslizaba por él como una sombra movediza.

Y al fin una puerta que no estaba tapiada: era la del piso donde habían muerto las dos muchachas. Aquella puerta estaba cerrada y además precintada por la policía, pero no suponía ningún obstáculo para Méndez, sobre todo al darse cuenta de que los precintos estaban rotos. Desde la primera investigación habían entrado allí algunas personas, sobre todo las que conservaban las llaves de la casa, quizá el sello de la policía había durado tan solo unas pocas horas.

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