Peores maneras de morir (4 page)

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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

BOOK: Peores maneras de morir
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—La policía ya lo ha mirado antes y lo ha fotografiado —le informó el ayudante del forense— mientras nosotros íbamos desnudando a las chicas y las colocábamos en las mesas. Uno de sus compañeros de Homicidios la ha traducido por encima.

—Es maravilloso. Ahora en la brigada debe de haber gente que hasta sabe chino.

—Ahora en la brigada hay gente que viaja, Méndez. Antes, ustedes no se movían del barrio.

—¿Estaba usted delante cuando ha hecho la traducción?

—Algo he oído. Parece que eso es simplemente el permiso de salida temporal de algo así como un sanatorio mental ucraniano. La fecha es de un año atrás. No lleva retrato, pero sí hay algunos datos, como medidas corporales y el número de una sala. Bueno, es más o menos lo que dijo el traductor. O sea que esta mujer estaba en una institución mental y le dieron un permiso de salida. No parece que sea algo importante.

Méndez pensaba lo contrario, porque aquel documento le pareció interesante. Dijo:

—Para los bastardos que introducen chicas en un país pensando venderlas a una red de prostitución es esencial que ellas no tengan recursos, ni documentos ni relaciones. Si eso es un permiso de salida, no deja de ser un documento.

—Un documento que perjudica a la mujer, Méndez. Si alguien lo traduce podrá ver que es una enferma, o que al menos ha estado sometida a tratamiento. A la autoridad le costará creer a una mujer así, si es que llega a acusar a alguien.

Méndez dejó la bolsa y se acarició la mandíbula pensativamente mientras respiraba el silencio de aquella soledad de muerte. Comprendió que en cierto modo el ayudante del forense tenía razón. Llevar aquel documento podía ser peor que no llevar nada.

—O sea que la muchacha que intentó refugiarse en el piso había estado en un sanatorio mental —dijo—. Apenas puedo traducir su nombre. Me parece que es algo así como Ostrova. Lástima que no lleve foto.

—Debía ser un permiso temporal de salida, Méndez, un documento de poca importancia. De todos modos, sus compañeros ya se han puesto en contacto con la clínica porque la dirección consta en la tarjeta. Rutina.

—Veo que ese permiso también contiene algunos datos personales —dijo—, como por ejemplo la edad: diecisiete años. Era una cría. Y el peso y la estatura.

—También es rutina.

Méndez se encogió de hombros y fue a salir de la pequeña sala, pero cuando estaba en la puerta se volvió. Algo le hizo levantar la nariz como si husmease el aire. Miró al ayudante y susurró:

—La estatura es un dato que nadie puede cambiar —dijo—, por eso está puesto en la ficha. Ahora bien, hay aquí algo que no encaja.

—¿Qué?

—Yo diría que esa chica es un poco más alta de lo que señala la ficha. A ver… Usted ha de tener una cinta métrica.

—Claro.

El ayudante la trajo, e hizo delante de Méndez las mediciones de rutina. Algo seguía sin encajar.

—Buena vista, Méndez. Lo habríamos descubierto quizá dentro de media hora, pero esta chica muerta no es la misma que estuvo en una clínica mental. Esta mide unos centímetros más de lo que señala la ficha, por lo tanto, ni se llama Ostrova ni sabemos nada. De un modo u otro, esta joven que está en la mesa logró hacerse con el documento de otra, pensando que de algo le serviría. Eso significa que la auténtica Ostrova sigue viviendo en algún lugar de la antigua Unión Soviética, en una clínica mental.

—O no.

—¿Qué quiere decir, Méndez?

—Resultará fácil saber si Ostrova sigue en el sanatorio. Mis compañeros telefonearán, y en paz. Pero algo me dice que no sigue allí, algo me dice que ella también escapó, o mejor dicho
la hicieron escapar
para traerla a España. Aquí perdió el documento que hemos visto, o quizá otra chica se lo quitó. La chica que se lo quitó es la que está ahora en la mesa, después de ser asesinada. La otra, la verdadera Ostrova, la que estuvo en una clínica psiquiátrica, se encuentra seguramente en este condenado país.

—O sea, que no logró escapar una, sino dos. A una la mataron para que no descubriese toda la red, y a la otra la estarán buscando. Eso significa que podemos encontrar su cadáver en cualquier sitio.

—O no —susurró Méndez.

El otro le miró de soslayo.

—A veces no acabo de entenderle, Méndez.

—Y a veces es mejor que no me entiendan.

Méndez no explicó lo que pensaba, pero empezaba a formarse una idea, algo confusa, de la situación. Imaginó un grupo de chicas jóvenes que querían formar una pequeña agrupación musical. Quizá no eran buenas del todo o quizá no habían logrado destacar en su país. Y he aquí que alguien les ofrece la oportunidad de una gira por Europa, seguramente empezando por España. Todo perfecto, todo bien preparado para que el mundo real de las chicas coincida con el mundo de sus sueños. Aceptan el viaje, llegan a su destino y entonces se enfrentan a la verdad. Se las recluye, se les roban los pasaportes y se castiga sin contemplaciones a las que no aceptan su destino. Pero todavía hay algo más: las chicas saben que sus familiares pueden ser asesinados si ellas se resisten, porque los traficantes los conocen. Pueden ser asesinados como ellas mismas.

De modo que, en algún lugar de España, seguramente en Barcelona o muy cerca, un grupo de muchachas jóvenes estaban encerradas y sin posibilidad de pedir auxilio a nadie. Pero una de ellas, más valiente o con más suerte, había logrado escapar.

¿Suerte…?

No demasiada. Allí estaba su cadáver para demostrarlo.

Méndez fue de nuevo a la sala de autopsias y allí le dominó un sentimiento que nada tenía que ver con la ley. No había muerto una chica, sino dos. ¿Qué pena merecía el que había hecho aquello? ¿La pena que merecía estaba de verdad en el Código Penal?

Y había algo más. Del grupo de prisioneras, no había escapado una joven, sino dos. Pero la segunda, la que seguramente se llamaba Ostrova, no era como las otras, no era una chica culta y con ambición musical, sino que había sido sacada de un sanatorio mental, quizá de una sección de enfermos peligrosos.

¿Quién era realmente?

¿Dónde estaba ahora?

8

Si Méndez pensaba en una mujer perdida, el hombre que en aquel momento detenía su coche ante la casa pensaba en una mujer que podía dar placer.

Bueno, quizá no era ni una mujer. Más bien una chiquilla.

El hombre pensaba solamente en eso, en el placer, como hacen los verdaderos sabios, los que se dan cuenta de que la vida es irrepetible y corta.

Y es que solo los tontos no apreciarían todos los placeres de aquella dulce tarde. El tiempo era primaveral, suave, y el paisaje mostraba un prado verde, cargado de soledad, un bosquecillo y una casa aislada que parecía sacada de un catálogo para millonarios. El coche, además, era un Jaguar. Puestos a pedirle cosas a la vida, no se podía pedir mucho más.

Pero había más, claro.

Dentro de la casa se encontraba un vigilante.

Se encontraba una chica atada a su cama.

Se encontraban dos tiempos que para el que acababa de llegar solían estar siempre juntos: el tiempo del placer y el tiempo del castigo.

Cerró el coche con un gesto lleno de elegancia. Miró la casa que habían puesto a su disposición.

Bonita mansión, pensó.

Bonita tarde, pensó también.

Bonita tumba.

Bueno, pensó mientras avanzaba hacia la casa, quizá no haría falta llegar a eso.

El recién llegado contempló su aspecto en el reflejo del cristal de una de las ventanas, junto a la puerta. El recién llegado estaba orgulloso de su figura, aunque no eran muchos los que dirían lo mismo: «Demasiado gordo», pensarían las mujeres y los sastres. En efecto, pasaría de los cien kilos, aunque su metro noventa de estatura los disimulaba en parte. También tenía algo de tripa, y eso no podía ocultarse de ninguna manera. Pero todo en él era músculo, fuerza, vitalidad y brutalidad. Cualquier mujer, al verlo, tendría un estremecimiento que quizá sería de placer. Pero no siempre.

Llamó a la puerta según un código que ya conocía muy bien, y le abrió un tipo que parecía su hermano gemelo. También era fuerte y joven, también iba vestido con elegancia y también parecía dispuesto a disfrutar de la vida hasta el límite. Bueno, hasta la mitad del límite, porque le faltaba un ojo.

Sin una palabra, cerró a continuación. La casa, situada en el Maresme, cerca de Premià, era magnífica, era una casa de las que aparecen en las revistas y los reportajes de la tele elaborados para que la gente pase envidia y crea en la vida, aunque sea en la vida de los otros. Los muebles eran también de alta calidad, y de alta calidad era también el silencio.

El que acababa de abrir dijo en ucraniano:

—Hola, Igor, eres puntual.

—Siempre hay que ser puntual en las fiestas. Por cierto, no conocía esta casa.

—Está alquilada a nombre de una compañía cinematográfica. La tenemos desde hace quince días.

—¿Y es segura?

—Completamente, aunque la cambiarán antes de tres meses, cuando empiece a llamar la atención. Si es que la llama. Para la policía, las casas de los ricos son siempre honorables.

Con un gesto le indicó que pasara. Más allá del gran vestíbulo y un lujoso salón, aparecía un pasillo con cuatro puertas. Tras una de ellas oyeron el taconeo de una mujer.

—Es Chris —dijo el que había abierto—. Ha drogado a la chica y luego la ha acompañado al baño. Ya sabes, las mujeres solo hacen sus cosas delante de otras mujeres.

Igor, el gigante, hizo un gesto de contrariedad.

—No me gusta que las chicas estén drogadas —murmuró.

—Ya no lo está. Solo ha sido para que pasara tranquila la primera noche, pero ahora se da cuenta de todo.

—Es que si no se dan cuenta de todo no escarmientan —dijo Igor paternalmente—. Y esta necesita una buena lección.

—Yo se la habría dado muy a gusto.

Palpitaba la envidia en la voz de Pavel, el que había abierto la puerta de la casa. A él le habría gustado tener el cargo de Igor, que consistía fundamentalmente en imponer la disciplina a las chicas que se fugaban, creaban problemas o, sencillamente, se negaban a trabajar. La forma de imponer disciplina era muy sencilla: consistía en una sesión de sexo salvaje donde siempre había un verdugo absoluto y una víctima absoluta. El mejor trabajo del mundo, pensaba Pavel. Pero reconocía que Igor se lo había ganado después de realizar en toda Europa las misiones más peligrosas. Y tenía bien probada su falta absoluta de sentimientos. Además, había otra cosa.

Igor la dijo, después de leer la envidia en los ojos del otro.

—Tú no la tienes como yo —dijo.

Y volvió a pensar que era un buen trabajo. Y una buena casa. Y una buena tarde.

A Pavel, admirando tanta suerte, no se le ocurrió pensar que el otro podía morir. También es de idiotas pensar en la muerte cuando una chica está esperando.

No le hacía ninguna falta saberlo, pero Igor preguntó:

—¿Cómo se llama ella?

—Eva Ostrova, aunque no estamos seguros.

—¿De dónde viene?

—Parece que estaba en una clínica mental. Le dieron un permiso de salida y ya no volvió. Entonces la cazamos.

—¿Y qué ha hecho?

—Huir con una amiga, o quizá con una simple conocida, cuando ya las teníamos a todas juntas en la casa de reunión. A todos nos pareció mentira, porque hasta ese momento se había portado como una santita y sin crear problemas. Para huir, por poco le rompe el cuello al hombre que la vigilaba. Es de esas chicas calladitas, que parecen estar siempre rezando y de repente te dejan sin huevos.

—¿Y ahora cómo está?

—Tranquila. A lo mejor no le vuelve a dar la neura hasta dentro de un mes. Ah… a la amiga que huyó con ella hubo que liquidarla en la calle San Rafael.

—Cuanto más le dé la neura, peor lo va a pasar —susurró Igor mientras se frotaba los nudillos—. ¿Cómo la volvisteis a capturar?

—Como a una idiota. Estaba reventada y dormida en la calle, abrazada a un perro.

Quizá otro hombre, al oír aquello, habría sentido algo, una leve palpitación en sus venas, una debilidad en sus músculos, un remoto dolor que le venía del fondo de los ojos. Igor no sintió nada.

—¿No intentó buscar a la policía? —preguntó.

—Debía de verse completamente perdida en un mundo del que no sabe nada. Además, poco antes de que escapara la habíamos drogado. Estaba agotada.

Igor hizo un gesto de fastidio, aunque la tarde no se presentase mal para él. Llevaba tantos años metido en la cúpula del negocio, en los trabajos más arriesgados, que cada vez entendía menos la ineptitud de los otros. Antes ninguna chica lograba escapar, por la sencilla razón de que las chicas eran el negocio; ahora había tantos imbéciles en la organización que las chicas se les escapaban después de pedirles un cigarrillo y robarles la cartera.

—¿Cuántas lograron huir? —preguntó.

Con un gesto de contrariedad —y en eso era sincero, porque pensaba lo mismo sobre la ineptitud de los otros—, el vigilante de la casa murmuró:

—Nada menos que dos, como he dicho. Una de ellas vagó un par de horas por las calles, supongo que buscando ayuda o algo que la pudiese orientar, pero el miedo pudo más que ella. Sé que eso les ocurre a muchas chicas que nunca han salido de casa y no entienden una palabra. Tuvo la idea de meterse en una casa de la calle San Rafael que está a punto de ser derruida, y llamó a una puerta pensando que Luthier perdería su pista. Luthier era el encargado de seguirla y en realidad no perdió su pista ni un momento. Es uno de los mejores rastreadores que tenemos, pero esta vez cometió un error, o mejor dicho, dos errores. Cuando vio que Luba llamaba a aquella puerta…

—¿Luba era la fugitiva?

—Una de las dos, que por cierto no sabía nada de la fuga de la otra. Bueno, pues cuando Luthier la vio llamar a un sitio concreto, pensó que Luba sabía muy bien adónde iba y que allí podría encontrar ayuda y denunciarlo todo. Entonces perdió los nervios: en esta ocasión Luthier pareció más novato que la chica. Le rasgó la garganta por detrás, sin pensar que la chica valía una fortuna. Pero ese no fue su único error. Por lo que he logrado averiguar, en ese momento se abrió la puerta del piso y se encendió la luz de la escalera. Total, que en el piso estaba una chica sola que no debía saber nada de nada, pero vio la cara de Luthier. Y Luthier volvió a perder los nervios, porque ni un novato lo habría hecho peor. En el propio piso mató a la otra muchacha, y luego escapó como un rayo. Aunque, al menos, por lo que he sabido, no dejó ninguna huella.

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