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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (8 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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Pero Méndez no entró, tenía otro plan. Por una de las aberturas del edificio, que ya estaba medio en ruinas, se deslizó al piso contiguo, cuya puerta estaba cegada. Guiado solo por la penumbra, alcanzó la ventana de un patio interior. Desde esa abertura, y al otro lado del patio, podía ver una ventana frontera. Era la de la habitación de una de las dos muchachas asesinadas, Miriam, la que vivía en la casa.

La luz de la noche, al filtrarse desde lo alto, no habría permitido ver apenas nada, pero Méndez confiaba en las primeras luces del alba.

Y tuvo entonces una sorpresa agradable y otra desagradable. La primera —la que realmente le asombró— fue que la luz de la habitación estuviese encendida. Se veía todo perfectamente, y además allí había alguien.

La segunda sorpresa —o quizá no tanto— era que la habitación no se veía en su totalidad. Por la situación de las dos ventanas, únicamente le era posible ver un ángulo de la habitación vigilada. Ni siquiera encaramándose al alféizar podía ver más.

Pero, aun así, era mejor de lo que esperaba. Distinguía gran parte de una sencilla cama, que sin duda era la utilizada por la muchacha muerta. Concretamente era posible distinguir los pies de esa cama, aunque no la cabecera.

Y también era posible distinguir la pared situada enfrente, o sea, la del fondo de la habitación. En ella había una mesa de escritorio barata, con unos cuadernos y unos libros escolares.

Todo era normal, dentro de su trágica simplicidad. Pero lo que hizo pestañear a Méndez fue la gran cantidad de dibujos que estaban pegados a aquella pared. Eran dibujos del mismo tamaño y que representaban todos la misma cara: la de Miriam, la de la pobre muchacha muerta.

Con sentido de la exactitud, Méndez fue observándolo todo y percibió tres cambios desde que había estado allí, en la primera investigación. El primer cambio era que todo había sido colocado de nuevo en su sitio, con un cuidado exquisito. Aquella era la habitación en su forma original, como si allí no hubiera pasado absolutamente nada.

Un segundo cambio estaba en los dibujos, claro. La primera vez que Méndez vio aquella habitación la pared estaba desnuda, y ahora aparecía cubierta con los retratos de la muchacha. Los dibujos eran iguales, como si hubieran sido realizados durante un periodo de obsesión, pero tenían pequeñas diferencias en el pelo, en el arco de las cejas, en la línea de la boca. Miriam se mostraba en toda su juventud, en toda su belleza, como una auténtica aparición. Claro que eso no habría sido posible si el dibujo no lo hubiera realizado un auténtico artista.

¿Quién? Méndez tuvo la respuesta al notar la tercera diferencia: alguien se había sentado en la cama, porque en esta aparecía una pequeña hendidura. Méndez no podía ver quién era, pero lo vio un momento después.

La parte de la habitación que no podía contemplar abarcaba la puerta de entrada y la cabecera de la cama. Pues bien, saliendo del lado de esta, apareció un hombre que Méndez reconoció en seguida. Era Alejandro Ortiz, el padre de Miriam.

Sin duda él había roto los precintos de la policía y, como debía disponer de la llave del piso, había entrado en la habitación. Aquel era su templo, su santuario, el único almacén de recuerdos y el único rincón válido de su vida, el único lugar del mundo que para él lo significaba todo y del que no le podían echar.

Su mundo estaba allí.

Era lo único que tenía enteramente suyo e intentaba que su hija viviese de nuevo. Estaba llenando materialmente el espacio de dibujos con la cara de la pobre víctima, la estaba reconstruyendo, estaba buscando en el aire lo que quedaba de su vida. Miriam sonreía, Miriam miraba al vacío, contemplaba el aire de la habitación y recobraba la vida en aquel lugar de soledad y sus sueños.

Su padre la estaba haciendo revivir.

Méndez no dejó de asombrarse ante aquella exposición a la vez dulce y patética. Los dibujos eran perfectos, hechos por un verdadero artista, a pesar de que ni la calidad de la luz ni la tensión del momento favorecían la dignidad de la obra. Pero eran unos dibujos magistrales, y Méndez recordó entonces, uniendo todos los detalles del doble crimen, que Alejandro Ortiz era un gran dibujante que había trabajado durante años para alguna editorial, aunque esa no había sido su principal fuente de ingresos.

Méndez se sintió intruso, se sintió avergonzado de haber entrado en aquel mundo secreto. Pero sus recuerdos estaban trazando un esquema de la situación. Recordó que Alejandro Ortiz se dedicaba también a una actividad que habría parecido peculiar a todo el mundo, incluso a un tipo como Méndez: era profesor de tiro con arco. Campeón de España un par de años atrás, daba clases particulares a alumnos que querían destacar en este arte. El policía pensó que aquel era un oficio muy singular, y se preguntó si estaría subvencionado de alguna forma. En todo caso, parecía evidente que Alejandro Ortiz ganaba poco, porque de lo contrario habría encontrado para su hija una vivienda más digna que aquella.

O quizá aquí mandaba la vocación. Quizá Ortiz veía justificada su vida con aquella enseñanza y no con otra cosa; el propio Méndez, si se ponía a pensar en su sueldo, tenía que preguntarse a la fuerza por qué demonios era policía de barrio.

Sus ojos se clavaron en los dibujos de la muerta, en su última sonrisa, su última mirada, su último guiño de muchacha que quiere vivir. Flotaba en el aire una tristeza maciza, un silencio sideral, una soledad de casa donde todo está muerto —porque dentro de poco ni la casa existirá— pero en cuyo aire quieto siempre flotará la mirada de una niña.

Llegó a perder la noción del tiempo absorbido por aquel silencio atravesado por un recuerdo. Se preguntó cuántos muertos flotaban en aquella casa, cuántas miradas que ya no eran de este mundo le contemplaban desde los rincones oscuros.

Méndez, policía de los barrios viejos, había llegado a creer en las sombras. Pensaba que las barandillas conservan el roce de dedos inmateriales, que los tiradores de las puertas guardan un viejo calor y que las paredes tienen huellas.

Vio moverse espasmódicamente la espalda del hombre sentado en la cama.

Alejandro Ortiz estaba llorando.

El rectángulo de luz sobre el patio. La claridad del día que llega desde arriba como una especie de amenaza: todo va a continuar, la vida no tiene la palabra
fin
, como las películas o las novelas.

De forma repentina Alejandro Ortiz se levantó de la cama en que aún estaba sentado y dirigió a los dibujos de su hija una última mirada. Con movimientos lentos salió. O al menos eso supuso el policía, porque desde su punto de observación no podía ver la puerta. Y entonces la habitación totalmente vacía. El silencio que se hace cada vez más espeso y la sensación de soledad que se hace insoportable.

Méndez pensó que se había equivocado, que no descubriría nada en aquella especie de cementerio construido con dos esquinas, pero se mantuvo quieto un tiempo más. Creía que los crímenes dejan algo en el ambiente, dejan una marca, y él la buscaba a través de las sombras.

Entonces algo ocurrió, entonces se produjo el cambio.

Méndez había desviado la atención de la cama porque estaba absorto en los dibujos de la niña. Por eso, y por el hecho de que no veía la puerta, no se dio cuenta de que alguien más acababa de entrar en la habitación. De hecho no se produjo ningún ruido, pero Méndez descubrió atónito cómo, en la parte de la cama que resultaba visible para él, descansaban unas piernas de mujer.

Eran unas piernas firmes y bien torneadas.

Unas piernas llenas de vida que transformaban aquel reino de la muerte.

Méndez parpadeó, porque aquello era lo que menos podía esperar. Todos sus sentidos se pusieron en alerta. De una forma confusa comprendió que, si estaba allí, era porque en el fondo esperaba que algo sucediese, e incluso creyó recordar confusamente que había sentido dentro de sí algo así como una intuición.

Dejó atrás esos pensamientos tan elevados y se puso en movimiento para lograr un mejor ángulo de visión desde la ventana.

Lo primero que pensó fue que tenía que tratarse de una mujer joven. La escultura de sus piernas no habría sido posible en una mujer mayor. Eran unas piernas largas, magníficas, que habrían llenado durante noches los sueños de un onanista.

La segunda conclusión también resultaba casi elemental. Se trataba de una mujer fina y elegante. Los zapatos eran de tacón y calidad, algo evidente incluso para un hombre como Méndez, especialista en rebajas. Por otra parte sus medias tenían aspecto de ser las medias que habría usado una dama en la recepción de una embajada, pero al mismo tiempo tenían algo de voluptuoso, erótico, tentador, tenían algo de sueño prohibido, de promesa de unos muslos que a la fuerza habían de ser grandes, majestuosos, llenos de vida. En esos muslos podían descansar los sueños y el semen secreto de cien muchachos solitarios que no tendrían delante más que una pared y un pensamiento. Pero esos muslos no se veían, el ángulo de la ventana no daba para más. Y algo peor: si la mujer no se levantaba de la cama e iba hacia el lado visible de la habitación, Méndez no le vería jamás el rostro.

Última conclusión: la desconocida era una mujer severa. La longitud de su falda —de estricto color negro— llegaba a tapar casi completamente las rodillas, lo cual no era del todo lógico en un barrio donde muchas mujeres jóvenes vivían de sus piernas. Por lo tanto, ¿de dónde había venido aquella mujer? ¿Qué buscaba? ¿Qué hacía allí?

Eso no lo pudo contestar entonces el policía, por la sencilla razón de que no pasó nada. La mujer estuvo sola y quieta, en la misma posición, durante un largo rato que a Méndez se le hizo interminable, pero que llenó con miles de pensamientos vacíos. Ella parecía esperar algo o a alguien, pero nadie más entró allí, nadie proyectó su sombra ni se produjo un ruido que alterara aquel aire eternamente quieto. Transcurrido ese largo tiempo que Méndez no supo medir, la desconocida se levantó de la cama y salió de la habitación por la puerta que él no podía ver.

Y entonces se dio cuenta de que aquel maldito asunto tenía mil curvas y de que él no había adelantado absolutamente nada.

15

Pero la policía sí que adelantaba. La policía se fijaba en cosas mucho más concretas que Méndez.

El comisario Monterde lo resumió en dos palabras.

—La casa. Una casa deja mil veces más huellas que un muerto, y encima no apesta.

Monterde lo estaba pasando mal. Los precios subían, el IVA subía, los habanos se estaban poniendo a tal nivel que solo podía fumarlos a escondidas el ministro de Hacienda. Los habanos, claro, de alta calidad, como le gustaban a él, plantados por un espía de Fidel Castro y ligados con las tetas por una poetisa cubana. El señor Monterde encendía su habano el lunes, le daba dos chupadas, lo guardaba hasta el domingo y lo contemplaba entre semana.

Pero al menos las investigaciones habían dado un gran paso. Los hombres de Monterde no solo tenían dos fiambres, sino que además tenían una casa.

A Méndez le encargaron la faena más aburrida: tragarse los papelotes del Registro de la Propiedad. Resultó que la casa había sido construida años antes, muchos años antes, por un ricachón franquista que vivía allí con su mujer, pero el edificio era tan grande que podía dormir con dos queridas a la vez sin que la esposa se enterase. De hecho, una de las queridas llegó a ser propietaria del diez por ciento de la finca.

Luego, como todo el mundo sabe, llegaron los años de la decadencia y la ruina de España. La querida del diez por ciento se lo vendió a su abogado —a su vez querido—, que tenía intereses en Marbella, y que lo vendió a su vez a un empresario alemán que lo intercambió con un árabe —querido de su mujer— que quería abrir un hotel. A todo esto, el ricachón español dejó de ser ricachón y español, porque se hizo ciudadano suizo. Como la casa era un problema, la aportó como capital a una sociedad anónima. La sociedad anónima, que estaba domiciliada en Gibraltar, dio las acciones como garantía para un fondo de inversión domiciliado en Andorra. El fondo de inversión fue disuelto y sus bienes pasaron a una liquidadora, que por lo tanto gestionaba la casa y tenía facultades para alquilarla. A partir de aquí se perdía absolutamente la pista, puesto que intervenían contratos privados.

Méndez acabó con la cabeza cuadrada y convencido de que la vida de los ricos es cada vez más difícil. Se alegró de ser pobre y vivir en un pisito lleno de libros frente a las Atarazanas.

—Señor Monterde, por la casa no sacaremos nada. Seguramente una sociedad fantasma la alquiló en documento privado a la comisión liquidadora; estoy seguro de que los de esta sociedad eran los tratantes de blancas.

—No pierda la fe, Méndez. Conociendo el domicilio de la comisión liquidadora, daremos con el documento privado de alquiler.

—Que estará a nombre de una sociedad con nombres falsos.

Méndez sabía que estaba diciendo la verdad, porque se había pasado media vida entre registros y papeles. Con lo sencillas que eran las cosas antes: todas las casas de lujo tenían dueño, y el dueño tenía una querida. Las investigaciones de Méndez y sus compañeros eran mucho más fáciles y siempre resultaban brillantísimas.

Monterde llegó a una conclusión:

—Todo este entramado indica que es una banda internacional importante. Unos chorizos que se dedicaran a explotar a cuatro menores rumanas no habrían podido montar nada parecido a esto. Estamos ante un negocio a escala europea, del cual solo vemos una parte, la parte que se desarrolla en España y quién sabe si el norte de África. Pero estoy seguro de que lo sucedido aquí puede haber sucedido también en Roma, en Estocolmo o en Londres. Y tal vez detrás de todo lo que hemos visto funcione una multinacional brillante, quién sabe si con sede en Moscú.

Méndez se había convencido de que, efectivamente, aquella organización estaba de algún modo ligada a los antiguos países soviéticos. Desde muchos años atrás, el que fuera el país más organizado del mundo se había transformado en el territorio de las multinacionales corruptas. La inmensidad de aquel territorio, las guerras internas, la poca transparencia de los nuevos organismos, la falta de organización social, las compañías fantasmas, la seducción de una vida europea que aparecía como completamente nueva y casi prodigiosa explicaban muchas cosas que de otro modo no habrían tenido lógica.

Durante años y años —pensaba Méndez— el poder de Moscú había creado un imperio económico, científico, militar, industrial e incluso moral, que marcaba y determinaba la vida de millones de seres. De repente, con el fin del comunismo, todo el imperio económico, científico, militar, industrial y hasta moral había sido puesto en venta, había pasado a las manos privadas que pudieron pagarlo. La mayor organización pública del mundo había pasado a convertirse en miles y miles de organizaciones privadas que muchas veces tenían una categoría mundial, pero a las que no se había exigido historia alguna ni moral alguna. La Rusia de los grandes negocios y de los nuevos millonarios creaba también una nueva Europa. No solo había desaparecido una organización férrea, sino también un pasado y toda una historia.

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