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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (3 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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El secretario judicial pregunto:

—¿Y la otra?

—Sin duda no sabía nada. Pienso que, en caso de no abrir, se habría salvado, y pienso que también se habría salvado de no encenderse de pronto la luz de la escalera. El asesino no tenía ninguna necesidad de matarla. Solo lo hizo al comprender que le habían visto la cara.

—¿La luz se puede encender desde el portal? —preguntó el secretario.

—Sí. He visto que hay un interruptor cerca de los timbres, y he comprobado que aún funciona. A la fuerza hubo de encenderla una mujer que iba a entrar. Vamos, ella misma me lo ha dicho, porque fue la que descubrió la tragedia. Es la madre de una chica que se llama Soraya y que se presenta a todos los concursos de la tele. Dice que una vez fue a un casting, pero que se limitaron a tomarle las medidas de las tetas.

El jefe de homicidios gruñó:

—Ha hablado usted con mucha gente, Méndez.

—Es lo único que me dejan hacer.

—Pues a partir de ahora hablará menos. Usted no tendría que estar aquí, Méndez.

—Estaba de servicio en comisaría cuando dieron la alarma. Por eso vine.

—Lo digo porque no quiero que usted investigue este asunto.

Méndez estaba acostumbrado a que no le dejasen investigar nada por el bien de la patria, pero aun así preguntó:

—¿Por qué, jefe?

—Por dos razones. Una es la cuestión de competencia. En esta ciudad hay tantas policías distintas que aún no sabemos a cuál le corresponderá investigar. La segunda razón es que aquí hay dos muchachas muertas.

Méndez desvió la mirada. Era imposible saber lo que pensaba en aquellos momentos, pero el jefe creía saberlo. Gruñó:

—Usted nunca ha perdonado la muerte de un niño o la muerte de una muchacha, Méndez, y mucho menos va a perdonar la muerte de dos.

—¿Qué quiere decir?

—Que no respetará la ley. En la investigación no la respetará.

—La ley dice que el asesino, si lo capturan, observará buena conducta y tendrá todos los beneficios penitenciarios. Calcule usted el tiempo que estará en la cárcel. Él saldrá antes de lo que todos pensamos, y de las muertas no volverá a acordarse nadie. Él tendrá derecho a psicólogos, maestros, asistentes sociales y diversiones educativas, mientras que las muertas solo tendrán unas lápidas, si alguien se molesta en pagarlas. Se ve que los muertos cuestan demasiado dinero.

—Eso es lo que me preocupa de usted, Méndez.

—¿Sí…?

—Sí. Me preocupa que usted no querrá respetar la ley, porque usted no tendrá piedad.

—Al contrario, pienso que tengo demasiada piedad.

—¿Por qué?

—Porque yo sí que pienso en los muertos.

El jefe de homicidios hizo un gesto de impaciencia, con la absoluta sensación de estar perdiendo el tiempo. Gruñó:

—Si es mi brigada la que tiene que investigar el doble crimen, Méndez, usted será apartado del caso. Mejor dicho, le aparto desde ahora, o como dicen los académicos, le aparto desde ya. Celebro que haya venido tan pronto, pero ahora vuelva a su turno de guardia.

—Lástima. Pensaba que me iban a dar un ascenso por mi rapidez en llegar.

—A lo mejor lo tiene por volver a su puesto, aunque lo dudo.

Méndez se deslizó hacia la puerta mientras miraba las paredes agrietadas, las baldosas cubiertas de sangre, la oscuridad de la escalera que aún conservaba el miedo de los niños. Allí se giró.

—Jefe, a lo mejor me da por pensar cuando vuelva a la calle, y a lo peor me da por pensar que este es un asunto de trata de blancas. Imagine que un grupo de muchachas ha sido traído aquí hace poco, y una de ellas ha logrado escapar. Demasiado riesgo para los tratantes.

—De eso nos ocuparemos nosotros, Méndez. Y no quiero que, como otras veces, haga algo por su cuenta.

Méndez hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza y descendió por la escalera, tanteando la barandilla como si esta fuera un ser vivo. Y a lo mejor lo era. Al volver a la calle, vio todos los huecos tapiados y se propuso volver allí. Ya que le habían prohibido investigar, él investigaría, quizá porque tenía el defecto de no olvidar a los muertos. Nunca los olvidaba, y menos si eran muchachas. Nunca.

Méndez salió a la rambla del Raval. Estaba lejos de imaginar que pronto daría con la primera pista, aunque esta no le llevase a ninguna parte y quizá no tuviera ni sentido. Y que esa primera pista consistiría precisamente en unas piernas de mujer.

Tercera parte

La muchacha que llegó de la nada

7

Méndez entendía de piernas de mujer, pero no quería pensar en ellas, o quizá es que se veían menos cada día. Entró en el bar, pintado por última vez en los años cincuenta, y a lo largo de la barra no vio ninguna dama. A las autoridades les había dado un ataque de moral y no las dejaban exhibirse. La ciudad iba perdiendo sus guiños, sus rincones secretos, y los viejos bares del pecado habían sido sustituidos por tiendas donde se vendían productos de régimen.

Bueno, quizá era que Méndez pensaba demasiado en su ciudad. Al fin y al cabo, nada de aquello pasaría a la historia, quizá porque Barcelona siempre ha tenido un millón de historias.

El dueño le dijo desde la barra:

—Tiene usted mala jeta, Méndez.

—Es que hace mala noche, y además me ha dado por pensar.

—Pensar daña el hígado.

—Todo esto está muy vacío —dijo él esquivando el tema.

—El barrio ya no es lo que era, Méndez.

Le sirvió una cerveza pequeña y le dejó pensar. A través de los cristales de la puerta se veía una mujer mora que levantaba un capazo, un perro que buscaba un dueño, un hombre que buscaba un trabajo, un viejo que buscaba algo más difícil: un pedacito de tiempo.

Mientras bebía lentamente, Méndez pensaba en las dos muchachas muertas. Estaba seguro de que una, la que vivía en el piso, estaba muerta por haber visto la cara del asesino, o sea, por pura mala suerte, aunque eso indicaba que el asesino no tenía entrañas. Mala suerte también para él si caía en sus manos, siguió pensando Méndez. En cuanto a la otra muchacha, no le cabía duda de que era rusa, y además una rusa pobre, demasiado pobre y demasiado joven para hacer turismo. Méndez recordaba su piel blanca, más blanca aún en contraste con la sangre.

El viejo mundo de las camas barcelonesas, donde mujeres y clientes tenían una relación casi familiar, se había vuelto ancho e internacional, es decir, se había vuelto más cruel. Se había convertido en una industria que daba casi tanto dinero como la droga, y ante esa industria Méndez se sentía pequeño por primera vez.

Entró el Obama.

Al Obama lo llamaban así porque era negro y estaba lleno de ambición, aunque no tenía nada, excepto una habitación alquilada donde su compañera mulata le daba palizas cada noche.

El Obama ganaba muy poco recortando noticias de prensa para una agencia de colocaciones, además de cribar todos los informes de internet. El Obama, a veces, cobraba pequeñas cantidades por darle informaciones a Méndez.

Fue él quien preguntó:

—Ahora no estamos en temporada turística, pero supongo que siguen llegando grupos de jóvenes.

—Muchos. Cada fin de semana esto se llena de turistas, ya sabe. Pero sí, hay congresos de todo tipo. ¿Algo le ha llamado la atención?

—No sé. Dime si has recortado algo de un congreso juvenil o algo así, en especial dirigido a países del Este. Aunque nadie se fija en eso.

—He recortado una cosa sobre la llegada a Barcelona de dos grupos musicales, uno de ellos ruso. Parece que se podría formar aquí una especie de pequeña orquesta, no sé, y en la agencia piensan que, si alquilan un local, tal vez crearán empleo y nosotros podremos hacer de intermediarios. Pero sobre esas cosas hay montañas de archivos que no acaban sirviendo para nada.

—¿Había alguna dirección?

—¡Qué va! ¿Por qué lo pregunta?

—Puede ser una forma de traer chicas a las que se hacen promesas y hasta se les da alguna seguridad, pero luego acaban sin pasaporte y en una cama.

Méndez abonó su cerveza, dejó una copa pagada para el Obama y fue a la comisaría. Al fin y al cabo, estaba de guardia. Miró en el ordenador —o mejor dicho, pidió a un compañero que lo mirara— las últimas desapariciones denunciadas en el día.

Nada. Nadie buscaba a una chica sin documentación, y encima del Este. Méndez comprendió que no obtendría ninguna pista sobre la joven muerta que no llevaba documentos, y comprendió también que no hallaría su rastro en ningún lugar de la ciudad. Por un momento el pesimismo le dominó y llegó a sentirse definitivamente inútil. Además, solo como estaba, nunca averiguaría nada que valiese la pena.

Volvió entonces a la calle San Rafael, muy cerca del lugar donde se había cometido el doble crimen. La noche se había cerrado y todo estaba en paz. Sin duda los cadáveres ya habrían sido retirados, y los dos edificios tapiados estaban envueltos de silencio. La única huella que quedaba de la tragedia era un novato de la brigada que fingía dormitar en un banco de la rambla, pero hasta el novato acabaría durmiéndose de verdad y tal vez le robarían la cartera.

Miró las dos casas en el silencio sideral de la noche. Antes, a aquella hora, siempre había bares abiertos que vendían una copa y mujeres de piernas largas que vendían a la vez una ilusión y una mentira, pero ahora no había más que sombras. Seguramente la izquierda había dado grandes libertades, pero había quitado todas las pequeñas libertades, incluso la de fumar. Sin mujeres y sin tabaco se vive más años, según el Boletín Oficial. Claro que esto lo pensaba Méndez porque no respetaba nada, y menos la virtud.

Comprobó cosas que ya sabía, como por ejemplo que uno de los edificios estaba ya totalmente tapiado y era inaccesible. Pero el otro conservaba su histórica puerta de vecinos, porque aún quedaban dos familias en ella. La puerta mártir era tan vieja que en su inauguración alguien debió escribir en la madera: «Viva Pi i Margall». La cerradura era tan grande que se podía disparar a través de ella, y debajo había dos cosas, el anuncio de un cerrajero y una pequeña inscripción victoriosa que decía: «Me la tiré». Lástima que no se daba la dirección de la santa.

Méndez examinó por encima la cerradura, y a pesar de todos los consejos, siguió pensando. Seguro que estaba clausurada por la policía la puerta del piso tras la que aparecieron las dos muertas, pero se preguntó si se podría entrar en él por algún otro lado, o al menos ver su interior. La casa, a punto de ser derruida, tenía incontables grietas por las que mirar.

Dejó de pensar, lo cual era una mala señal. Indicaba que Méndez acabaría haciendo algo ilegal, pese a su bien probado respeto a las leyes y a los juramentos propios de su cargo.

Fue entonces a ver los cadáveres. Lo hizo a pie, a través de las calles oscuras y de la Barcelona negra. Méndez, a pie, no se cansaba nunca. Vio gente buscando en los contenedores, durmiendo en los bancos y dando otras pruebas de que el Estado del bienestar no terminaría nunca. También vio mujeres abrazadas a su perro, señal de que tampoco se acabarían la soledad y la piedad.

Bueno, y al fin el depósito de cadáveres. Méndez que siente dolor en los pies porque ha andado mucho, y Méndez que cierra los ojos porque no quiere ver desnudas a las dos muertas.

El auxiliar, en el fondo, se alegra de verle, porque Méndez es al fin y al cabo un ser vivo, o al menos pretende serlo. Y le saluda afectuosamente.

—Mierda, Méndez.

—No podía dormir.

—¿Está a cargo de la investigación?

—No.

—Ya me ha dicho el jefe de Homicidios que si le veía entrar aquí le echara o le ofreciera una mesa en calidad de cadáver. Dígame qué coño quiere.

—Solo echar un vistazo.

—No sacará nada, Méndez, entre otras cosas porque usted no es un científico, sino un animal de la calle. Yo iba a empezar mi trabajo y aún no he sacado ninguna conclusión, o quizá sí: me gustaría hacerle la autopsia al autor de todo esto.

—Supongo que el forense llegará de un momento a otro. Usted solo no puede hacer un informe oficial —dijo Méndez.

—Le estoy esperando. Al forense le gusta trabajar de noche.

—¿Ha sacado las primeras fotografías?

—Claro.

—¿Y la ropa…?

—Está en dos bolsas numeradas en el despacho del jefe. Sus compañeros vendrán de un momento a otro a recogerlas, Méndez, y empezarán los análisis. Parece que los peritos ya han terminado su trabajo en el piso, al menos de momento. Mañana seguro que acabarán de darle la vuelta a todo.

Méndez conocía demasiado bien los procedimientos. Pasó junto a uno de los cadáveres, pero no lo miró. Algo le oprimía la garganta, algo que estaba por encima de su edad y de su tiempo. Luego levantó la mano solemnemente, como si estuviera a punto de prestar el juramento del presidente del gobierno español.

—Lo juro —dijo.

—¿Qué?

—Lo juro todo como los políticos. Luego se hace lo que se hace y se miente lo que se miente. Juro que no me llevaré nada, juro que solo quiero ver lo que llevaban encima esas niñas.

—Es ilegal, Méndez.

—Suelo hacer cosas ilegales.

—Le conozco hace demasiados años para no saber eso, Méndez, pero también sé que nunca ha intentado aprovecharse de nada. Aunque yo estaré delante y me habrá de jurar que es la última vez.

—¿Me creerá?

—Lo haré porque no tendrá tiempo de mentir. Dentro de un mes habrá pasado una de estas tres cosas: o le habrán jubilado, o le habrán echado de la brigada, o se habrá envenenado en su bar de confianza. Pase.

Había un despacho cerrado al otro lado del pasillo, y el ayudante usó su llave. Los dos hombres entraron. Sobre una mesa había una bolsa que aún no estaba precintada, porque tal vez durante la autopsia conviniera depositar alguna prueba más. Méndez vio unas prendas sucias pero de cierta calidad, vio un bolso barato y ningún objeto de aseo, señal de que la fugitiva había tenido que huir a toda prisa. En cuanto a documentos, no había ni rastro de ellos, pero eso era natural. Una muchacha traída a España clandestinamente no podía tener ni documentos ni dinero. Tenía que estar hundida en la soledad y la desesperación.

—En esa bolsa está todo lo de la chica degollada junto a la puerta —dijo el ayudante—. Pero no le permitiré que saque nada.

—Tranquilo, solo quiero mirar.

Méndez mintió a medias. Siguió hurgando entre los pocos objetos personales que habían encontrado y descubrió una pequeña tarjeta —más bien una ficha— que estaba dentro de una funda de plástico. Estaba escrita en algo que le pareció ruso y llevaba impreso un sello de cierto aspecto oficial. Pero Méndez no entendió nada, porque desconocía el idioma.

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