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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (23 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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El informe iba a ser difícil, se dijo, mientras se enfrentaba de nuevo a la calle del Carmen, las puertas de la Biblioteca de Catalunya, la Academia de Medicina, los comercios centenarios y las chilabas de los inmigrantes. No sabía cómo escribir todos los datos sin comprometer a las dos mujeres, y tampoco sabía bien cómo combinarlo todo para que hicieran una buena investigación sobre Robles. Pero lo conseguiría.

Iba hacia Las Ramblas cuando se le ocurrió la idea. Maldita sea, no podían ir a ninguna parte con un gato mamón y un canario dentro de su jaula, y sin embargo los animales no estaban en casa, quizá porque el corazón de la Patri —y quién sabe si el de Eva— se había resistido a abandonarlos. Entonces era evidente que no podían estar lejos.

Solo había una persona a la que pudieran habérselos entregado, y al comprenderlo, Méndez casi se dio una palmada en la frente y fue en línea recta a un callejón donde vivía un tipo que ya había sido investigado por la policía.

Llamó a la puerta.

El mismo tipo le abrió.

Llevaba una serpiente pitón enroscada al cuello. La serpiente pitón estaba dormida, y el tipo casi lo mismo.

—¿Cómo le dejaron conservarla? —preguntó Méndez—. Cualquier noche de estas, la serpiente va a aparecer en la cama de un vecino o en las tetas de una vecina.

—Coño, otra vez la poli.

—Hablé con usted cuando ocurrió lo de la serpiente de coral. Hicieron una investigación en su piso.

—Y menudo jaleo armaron. Ni la paz de los jubilados respetan.

—¿Y cómo le dejaron conservar ese bicho?

—Porque es inofensivo. Se pasa las horas durmiendo debajo del somier.

—¿No tiene ningún bicho más? Hace poco tenía un zoo entero dentro del piso.

—Los animales son mi única compañía. No te engañan, no molestan y no gastan. O gastan muy poco. Pero me hicieron un registro de cojones y han pasado nota al juzgado por lo de la coral, que estaba bien encerrada y no hacía daño a nadie.

—Ya sé. Se la robaron.

—Eso fue lo que declaré. Y todavía no me explico cómo pudieron sacarla de su terrario.

—¿Cuántos vecinos sabían que usted la tenía?

—Yo creo que todos, pero no pensaban que fuera venenosa. Y en realidad no representaba ningún peligro, se lo digo yo. Si no la obligabas a defenderse, no hacía nada. Ah…

—¿Qué?

—Con esta que ve aquí tampoco han sido comprensivos. Me han dicho que se la llevarán en seguida los del zoo.

Méndez prefirió no pensar hasta qué extremos de soledad podía llegar un hombre para no tener más amigos que aquellos. Pero a su manera lo entendió, entendió lo que significan un pasillo, una sola habitación estrecha, un retrete donde no cabes, un cuadro que dejó colgado mamá y un vecino que siempre se está muriendo al otro lado de la puerta. Méndez comprendió lo que era la soledad en tres dimensiones y comprendió también que al menos un animal te espera y te mira a los ojos cuando vuelves al silencio de la casa. Aunque sea una serpiente.

El tipo murmuró:

—Ya me han citado una vez desde el juzgado para que vaya a declarar. No me busque usted más líos.

—No quiero buscarle ningún lío ni llevar más papeles al juzgado, entre otras cosas porque allí no me dejan entrar. Solo le pregunto si alguna vecina le ha dejado dos animales en custodia, sabiendo que usted los cuida.

No necesitó respuesta. Desde el principio del pasillo, bien aposentado sobre las cuatro patas, le estaba mirando el gato mamón. El gato mamón se había dado cuenta de que ya no era más que una especie de
okupa
y trataba de ganarse adeptos para el día de mañana. Avanzó y se frotó contra las piernas de Méndez.

Méndez dijo:

—Espero que no se lo coma la serpiente.

—Pues no crea, ya se han hecho casi amigos.

—¿Y el canario?

—Yo no tengo ni balcón a la calle, ya ve; así que he puesto su jaula en la galería. No llega mucha luz y el pobre, desde que le he puesto ahí, no canta.

—¿Quién le trajo los animales?

—Fue una vecina, la Patri. Me dijo que se iba de viaje y que no tenía otro remedio, que me los traía porque sabía que yo iba a cuidarlos bien.

—Seguro que sí —dijo Méndez—, aunque debe tener cuidado con ese gato porque acabará cayendo sobre el culo de alguna vecina. ¿No le dijo la Patri adónde pensaba ir de viaje?

—No, pero parecía tener mucha prisa. Solo me dio un poco de dinero para los gastos de comida de los animales.

—Buena mujer —susurró el policía.

Y se marchó de allí antes de que a la pitón le diera por cambiar el cuello del vecino por el suyo.

Salió otra vez a la calle, a las aceras rebosantes y los pequeños escaparates en los que se leía la palabra
rebajas
. Salió a la nueva vida multicultural. Iba a ser difícil asimilar toda aquella masa llegada de otros mundos sin que la ciudad perdiera su identidad, aunque Barcelona llevaba siglos tragándolo todo y siempre era ella misma.

Méndez se sentó en una pequeña bodega cerca del Instituto del Teatro, pidió un vino blanco y flojo (su estómago empezaba a no soportar los gloriosos tintos de dieciocho grados y los vinos legionarios con los que se había fabricado la Patria) y dejó que los pensamientos dieran vueltas en torno suyo. Quedó tan absorto que hasta le pareció que en la calle había un muro de silencio.

La conclusión siempre era la misma: las dos mujeres habían huido a toda prisa al darse cuenta de que el refugio de Eva Ostrova había sido descubierto, lo cual equivalía a una condena a muerte. Eso sí, se habían garantizado unas horas de ventaja, todas las horas que el policía traidor tardara en ser descubierto. En realidad, pensaba Méndez, si él no llega a visitar el piso, quizá aquel cerdo habría sido hallado muerto.

Pero el enigma seguía: ¿dónde podían haberse refugiado ahora?, ¿y qué dinero tenían para resistir?

Pensó en pedir ayuda a algunos compañeros que le eran fieles y le debían favores para que bucearan en el control de hoteles y pensiones o en el siempre recurrente mundo del taxi, porque era evidente que ninguna de las dos mujeres tenía coche. Pero los limitados medios de Méndez no llegaban demasiado lejos, y por el momento no podía pedir ninguna ayuda oficialmente, porque eso acabaría poniendo a toda la policía detrás de la Ostrova.

Comprendió entonces algo que, en el fondo, era elemental: el piso de la Patri seguía siendo una referencia de primer orden para la organización que quería acabar con las dos mujeres. Seguro que las buscarían por todas partes, pero sin dejar de vigilar el piso, porque era probable que alguna de las mujeres volviese a él en busca de algo. O en todo caso, los miembros de la organización lo vigilarían para registrarlo por su cuenta cuando la policía se hubiese ido. Tal vez no sería difícil encontrar pistas sobre el paradero de las fugitivas.

De modo que Méndez se dispuso a cumplir con la primera parte de su deber: el informe que le habían encargado. Lo redactó en términos ambiguos por un lado, para que no se pudiese involucrar del todo a las dos mujeres, y en términos muy concretos del otro. En lo referente al policía Robles preguntó por qué motivos se encontraba allí y llamó la atención sobre algunas denuncias que se habían formulado contra él. Seguro que, a poco que rascasen y a poco que se investigara en las cuentas corrientes del policía, aquel tipo no iba a llevar placa nunca más.

Méndez, a veces, aún creía en la justicia.

O quería creer.

33

Fue la propia Mónica Arrabal quien se lo dijo:

—Bueno, sí, he hablado con Eva Ostrova muchas veces, ¿y qué?

Méndez, desde el salón, miraba el ancho corredor, el parqué lujoso del piso, el balcón que daba a la Rambla Catalunya, los árboles que acariciaban los cristales, las piernas opulentas de Mónica.

Claro, ella llevaba siempre la falda muy recogida.

Pero allí estaban las piernas seductoras de Mónica.

—¿En qué piensa, Méndez?

—En que esta vez se ha cambiado de zapatos.

—Tengo para elegir.

Otra vez el leve desdén, la mirada distante, el orgullo oculto de la mujer rica.

—¿Cuántas veces ha venido a verme, Méndez?

—Unas cuantas.

—Ni que yo fuera una sospechosa.

Méndez paseó otra vez la mirada por el salón. Qué diferencia con el piso diminuto de la Patri, con la luz gastada y la escalera comida por los años; qué diferencia con el piso miserable donde un hombre no encontraba más compañía que la de una serpiente pitón. Qué diferencia entre el mundo habitual de Méndez y esto, que era la riqueza.

Ella preguntó con amabilidad:

—He sido muy descortés al no ofrecerle nada. ¿Quiere tomar algo?

—Los médicos me lo han prohibido —dijo hipócritamente Méndez—. Solo me permiten tónicas, jarabes, zumos y otras bebidas mariconas.

—No le permito que hable como cuando hace servicios de esquina, Méndez.

—Perdóneme.

Los ojos de Méndez recorrieron otra vez el salón, los almohadones, las alfombras de seda virgen, los cuadros de las paredes. Ningún jefe de la policía creyó jamás en Méndez ni creyó que se fijara en nada, pero Méndez se fijaba en todo, quizá porque pensaba que las paredes hablan. Y a veces nos dicen cosas con su silencio. A Méndez le llamó la atención la ausencia de un cuadro de Juan Gris que había visto en anteriores visitas. Él lo recordaba especialmente porque no le gustaba Juan Gris.

¿Por qué ya no estaba allí ese cuadro?

Méndez siempre se hacía preguntas pero algunas se quedaban colgando en el aire.

El silencio reflexivo del policía se vio interrumpido por la voz de Mónica Arrabal, esta vez más decidida y resuelta que nunca:

—En los últimos días me ha visitado varias veces, Méndez, fingiendo que me quería tener al tanto de la marcha de las investigaciones, pero en realidad estábamos jugando al gato y al ratón. Usted sabía que yo protegía especialmente a la Patri al margen de la caridad parroquial, y por lo tanto podía deducir que había hablado con Eva Ostrova. Usted sospechaba, con motivo, que Eva, al fin y al cabo una chica comida por la soledad, acabaría haciéndome confidencias.

Méndez prefirió ser sincero.

—Sí —dijo—. Pienso que lo que sé de Eva Ostrova es muy poco al lado de lo que sabe usted, y las visitas de cortesía las he hecho con la esperanza de que usted hablara.

—Muy bien. Entonces acabemos con la comedia y sobre todo acabemos con el miedo —dijo ella apretando los labios.

—Cierto. Sobre todo acabemos con el miedo.

Hubo un brusco silencio en el salón, un temblor en la luz que penetraba por los balcones, como si la luz también supiera cosas.

—Le prometí desde el primer momento que nada de lo que me contara tendría valor oficial —dijo Méndez—. ¿Estoy faltando a mi deber? Seguramente sí, pero es que usted y yo estamos pensando lo mismo. Sabemos que Eva Ostrova ha hecho lo que ha hecho, pero creemos que es justo.

—Y no queremos que vaya a la cárcel —dijo ella retorciéndose los dedos.

—En el fondo pensamos lo mismo —dijo Méndez—, pero durante un tiempo hemos estado jugando al juego de los inocentes. Usted se reservaba lo suyo y yo lo mío. Más vale que hablemos claro de una vez, puesto que compartimos objetivos.

—¿Qué quiere exactamente usted, Méndez?

—Acabar con esa maldita banda. Vengar a la hija de Alejandro Ortiz. Vengar a la chica que murió con ella. Salvar a todas las mujeres que están utilizando como esclavas. Evitar que esa organización vaya más lejos aún… Quiero todo eso y quiero además que Eva Ostrova no sea la única que pague.

Mónica le miraba fijamente. Ahora la tensión de sus manos se había trasladado a sus piernas, que parecían rígidas. Intentó sonreír, pero no pudo.

—Es verdad que, después de hablar con Eva, pienso lo mismo que usted, pero no me atrevo a creerlo —la frase se extinguió en el silencio como un fósforo en la noche.

—El único honor que me queda —susurró el policía— es el de guardar mi palabra.

—No le he oído mencionar ni una vez la palabra
ley
.

—La ley no es siempre la justicia. Y en este caso la ley no nos servirá de nada.

—Méndez, si alguna vez esto se usa contra Eva Ostrova o la pobre mujer que la ayuda, juro que usted me lo pagará. Puede parecerle ridículo, pero juro que lo pagará.

—Puede estar tranquila. No le puedo dar mi palabra de caballero porque seguramente no lo soy, pero le doy algo que en la calle vale más, le doy mi palabra de hijo de puta.

Ella cerró los ojos incómoda ante ese tipo de vocabulario al que no estaba acostumbrada.

—Bien…

—Eva es una muchacha que ha aprendido algo de castellano y supongo que algunas palabras de catalán, pero en conjunto muy poco. Explíqueme cómo se entendieron.

—En francés. Lo aprendió en la clínica mental gracias a una compañera.

—O sea, que pudieron hablar con cierta naturalidad…

—Sí.

—Cuénteme todo lo que le dijo.

Ella habló sin reservarse nada. Contó a Méndez todo lo que sabía sobre Eva Ostrova, todas las conversaciones que habían tenido junto al diminuto balcón, sin que la Patri entendiera sus palabras.

Méndez asintió con un movimiento de cabeza.

—Aproximadamente es lo mismo que sabía yo —dijo—. Ya era hora de que obrásemos conjuntamente.

—Sé algo más —susurró Mónica—. Eva Ostrova es más peligrosa de lo que parece. Ya no cree en nada, o mejor dicho, solo cree en la venganza.

—Lo entiendo muy bien.

—De niña fue violada. En la clínica mental supongo que fue violada y en España ha sido violada. No ha encontrado más amigos que una vieja desvalida como la Patri y un perro abandonado junto al que durmió toda una noche. Es como una pobre bestia que muerde para que no la maten. Si en un momento hace falta sentir piedad, ella no tendrá piedad. Además…

—¿Además qué…?

—Todos nacemos con una historia a las espaldas y la suya está llena de antepasados que vivieron episodios de crueldad: el exterminio de poblaciones enteras cuando los alemanes fueron los amos de Ucrania y las inevitables reacciones de venganza que despertaron. Si le sirve de ejemplo, le diré que a Eva, en lugar de contarle cuentos infantiles, le relataban cómo colgaban vivos de ganchos de carniceros a los alemanes que tanto los habían hecho sufrir hasta verlos morir. Su idea del ser humano es muy diferente a la suya o a la mía. No es extraño que acabara en una clínica mental —Mónica hizo una pausa para tragar saliva—. En un mundo donde no hay piedad, ella tampoco tendrá nunca piedad.

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