Peores maneras de morir (27 page)

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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

BOOK: Peores maneras de morir
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—La señora Mónica Arrabal.

El delegado estaba reunido con el obispo de Barcelona, un contable y uno de los impulsores de las obras de caridad. A los pies de los ventanales, bajo una luz gris que parecía comida por el tiempo, se extendía la gran plaza que pronto se llenaría de tenderetes navideños. En el palacio parecían acumularse más que nunca el peso de los años y la indiferencia de la ciudad.

El obispo —para ella sería siempre el obispo, a pesar de sus otras dignidades— dejó que Mónica le besara el anillo.

—La estábamos esperando, señora.

Mónica Arrabal vestía de negro, con discreta elegancia. El negro sienta bien a las señoras llenitas, dicen los entendidos, pero seguro que el obispo no lo pensó. El delegado de Cáritas, el contable y el promotor de obras piadosas se pusieron atentamente en pie para saludarla. El promotor de obras piadosas había estado varias veces allí y se llamaba Muller.

—Bienvenida, señora.

Muller sí que pensó cosas. Los ojos de Muller estaban fijos en la falda negra de Mónica, en su pliegue, la línea de unión de sus piernas, su pubis secreto. Los ojos de Muller perforaban el aire y lograban atravesar la ropa.

Fue el obispo quien dijo:

—En esta ciudad no hace más que crecer la miseria. Personalmente quizá nunca había conocido una situación así.

—Hasta hace poco los hijos no se podían marchar de casa de sus padres porque no tenían trabajo o no ganaban bastante, pero ahora los que se fueron tienen que volver junto con su mujer y sus hijos —explicó el delegado de Cáritas— porque han perdido su piso, lo han perdido todo. El fracaso del sistema económico es total. Ya no sabemos cómo mantener una estructura de ayuda eficaz.

Y se produjo un denso silencio, mientras todos examinaban los papeles que tenían sobre la mesa y parecían concentrados en las cifras. Bueno, quizá todos no. Los ojos de Muller continuaban clavados en Mónica, que ahora se había sentado. No existían su falda, sus piernas ni su pubis secreto, pero existían sus ojos. Muller los estaba comparando con los de otra mujer.

Con los ojos de una mujer muerta.

—Tampoco podemos decir que funcione la justicia —continuó el religioso—. Como hay tantas viviendas asaltadas por los
okupas
, y los jueces tardan tanto en echarlos, he oído decir que hay bandas especializadas a las que se paga para que los desalojen con violencia. Es decir, con un delito se soluciona otro. Gran parte de nuestros fondos van a parar a los que no tienen casa, pero no damos abasto. Y encima la gente tiene cada vez menos dinero para ser solidaria. No podemos hacer milagros.

Mónica Arrabal susurró:

—Hay mucha gente desesperada.

No se daba cuenta de que Muller la observaba como si no hubiera nadie más en torno a la mesa. Aquellos ojos seguían atravesando la piel de sus labios como antes habían atravesado la tela de su falda.

Comparaba aquellos labios con los de la otra, con los de la mujer muerta. O quizá era imposible compararlos. Pensaba en los besos de Mónica, unos besos puramente imaginarios, porque ella tenía los labios cerrados y quietos. En cambio la otra los había movido, pero a la fuerza, porque Muller había necesitado abrírselos con sus dedos. Y los había besado con rabia, para demostrar su dominio total, mientras la otra mujer gemía. Muller recordaba ahora, en aquel silencio, que la mujer tenía la lengua demasiado seca.

El obispo intentó concretar el tema de la reunión.

—Las cifras que me han presentado son cálculos generales pero puedo hacerme una perfecta idea de la situación.

Muller ni siquiera le oyó. La presencia de Mónica allí, a un paso de distancia, le llenaba la memoria con la otra mujer, tan parecida que parecía su hermana gemela. Pero no tenía la clase y la elegancia de Mónica, claro que no. La elegancia y la clase se transmiten de generación en generación, no vienen de la nada. Además, la otra mujer se había comportado como una perra, no había hecho más que defenderse cuando él se comportaba con delicadeza y solo quería amarla.

Quería amarla porque era igual que Mónica, porque era el doble de Mónica. Porque poseerla era poseer a Mónica.

Una sensación de rabia y frustración deformaba sus labios. La verdadera Mónica Arrabal estaba allí, como una estatua intocable.

El administrador de Cáritas estaba diciendo:

—El paro no disminuye, a pesar de todo, y ya no sé qué pensar. A veces tengo la sensación de que no se hace realmente nada.

Los pensamientos de Muller iban en otra dirección. Se preguntó por qué le obsesionaba aquella mujer, teniendo tantas a su disposición, pero en el primer instante supo ya que para eso no había respuesta. Quizá ansiaba dominar a aquella mujer que no estaba a su alcance, que le mantenía a distancia sutilmente, como si ni siquiera mereciese su atención.

Se sorprendió diciendo con voz tensa, casi con rabia:

—Examinemos esas cuentas.

Pero esa tarde, mientras la luz gris —y tal vez bendecida— de las ventanas los envolvía a todos, Muller era incapaz de centrarse en el momento. Se sentía intranquilo por su organización que ahora estaba en peligro. El negocio requería discreción y paz, mientras que últimamente algunos de sus hombres estaban perdiendo el control. Quizá en otros países, sobre todo en el Este de Europa, eso no habría resultado tan inoportuno, pero en España la situación se iba poniendo difícil. Aunque no hubiera pruebas concretas contra él, Muller sabía que al menor descuido podía verse comprometido.

Dijo de una manera general:

—Veo que a nuestros comedores sociales viene muchísima gente. A veces parece como si hubiese ocurrido una catástrofe.

Hablaba sin prestar atención a sus propias palabras. El estado del país se complicaba, pero ¿y qué? Las instituciones de caridad eran para él una tapadera y nada más.

Se hizo más dura la mueca de sus labios.

Ahora tenía una enemiga con la que no habría contado jamás, una desgraciada como Eva Ostrova, sacada del fondo de la calle.

Pero ¿dónde estaba Eva Ostrova? ¿Dónde había logrado esconderse? Sus hombres controlaban pensiones y hoteles pero era una presa escurridiza. Se la había tragado la tierra. Una fuerte desazón se fue apoderando de él. Por primera vez en muchos años se dio cuenta de que pisaba terreno pantanoso.

—Nuestros fondos están disminuyendo día a día —dijo para volver a la normalidad del diálogo.

—Nunca habíamos tenido tantas demandas —comentó con desaliento el delegado.

Ahora fue Mónica la que susurró:

—Me da por pensar que en muchos aspectos hemos vuelto al siglo XIX, después de tantos muertos, de tantas luchas obreras e incluso una guerra civil. Esto se parece mucho al capitalismo puro de la época de Dickens: el patrono fija el precio que le conviene, sin ninguna traba, y el dilema para el trabajador es solo este: «Lo tomas o lo dejas». Normalmente debe tomarlo, porque no hay nada más. Por lo que sé, muchos empresarios tampoco pagan, o pagan tal vez al cabo de seis meses.

Todos la miraron con cierta sorpresa contenida, porque una mujer como Mónica, centrada en ejercer la caridad, no daba la sensación de que se hubiera dedicado nunca a las teorías sociales. Pero se sorprendieron más cuando ella añadió:

—Es curioso, pero cuando el comunismo tenía cierta fuerza europea, es decir, una fuerza militar, cuando existía la URSS, el capitalismo puro tenía enfrente un enemigo al que debía superar moralmente, tenía una amenaza. Y a pesar de que tengo poca experiencia, recuerdo perfectamente que de aquí surgió una nueva forma de capitalismo, el «capitalismo con rostro humano», que incluso dio lugar a una nueva forma de vida en Europa. Pero ahora ya no hay enemigo visible, ya no hay ninguna nueva moral que combatir, y el capitalismo no necesita cambiar de rostro. Me temo que esto marcará la vida de todos los que estamos reunidos aquí, como está marcando la vida de al menos una generación de trabajadores.

Los presentes la habían escuchado con atención, en un silencio que podía palparse. Pero quizá para centrar la atención en el asunto que realmente los había congregado allí, el obispo retomó el discurso:

—Lo indiscutible es que este país necesita una auténtica regeneración moral, porque se han evaporado muchos principios, y quizá todos debamos reflexionar sobre esto. Quizá la Iglesia deba hacer oír su voz, aunque no todo el mundo está dispuesto a escucharla. Pero la regeneración moral del país, la vuelta a unos principios, es esencial. Sin eso estaremos condenados siempre a repasar como hoy una serie de cifras lastimosas.

Mónica casi interrumpió al obispo al decir:

—En época de crisis, cuando la sociedad necesita un cambio, debemos observar con recelo, o al menos con sentido crítico, a los que tratan de imponer nuevos principios morales. Porque en este complicado país, el que ha impuesto muchas veces esos principios no ha sido otro que el ejército.

Hubo otro momento de silencio incómodo. Sin duda, Mónica era una mujer con más registros de los que ellos habían imaginado.

El delegado de Cáritas rompió aquella breve pausa replicando:

—Ahora en España ya no hay ejército, señora Arrabal. Estamos sometidos a otros mandos fuera del país y nos dedicamos a lo que se llaman «misiones humanitarias». En el sentido clásico en el que lo hemos entendido siempre, no hay ejército.

Mónica objetó:

—Tampoco hay pueblo.

—¿Qué quiere decir?

—En épocas que no me gusta recordar había sindicatos y organizaciones obreras dotadas de una fuerza efectiva en la calle. Ahora no hay nada. Este es ya un pueblo de indiferentes, de desilusionados, de amorales que no creen en nada y se dejan dominar. Hay calles, sí; pero no hay pueblo.

Todos la miraban con cierta admiración, pero en especial Muller.

La deseó con más fuerza que nunca, con la rabia de un solitario, con la obsesión de un adolescente. En ese momento se preguntó cómo llevaría Mónica su ropa interior, con la muda precisión de un fetichista. Un pensamiento fugitivo cruzó su mente: cómo reaccionaría Mónica en caso de ser violada. Quizá cuando sucediese aquello —porque sucedería— sería una lucha de orgullos más que una lucha de sexos.

Muller logró al fin concentrarse en las listas de números.

Los números, los números… Bueno, al fin y al cabo aquello eran ayudas miserables para gente que no tenía nada, gente que no sabría hacer un negocio jamás. Él, en cambio, sí que había aprendido a crear grandes beneficios pensando únicamente en algo tan elemental como la ley de la oferta y la demanda. Si hay demanda de mercancías, se transportan de un sitio a otro; si hay demanda de obreros, se los cambia incluso de país. Si hay demanda de mujeres, ¿por qué no ponerlas a disposición de los consumidores? ¿Qué son las mujeres sino la mercancía esencial, y por lo tanto la más cotizada en el mercado más internacional que existe, que es el mercado del sexo?

Su organización necesitaba con urgencia uno o dos inmuebles nuevos. Pronto llegaría una nueva expedición de chicas a las que habría que acomodar y había tenido que desalojar varias de sus casas por la intervención de la policía, y en parte también por la intervención de aquella maldita Eva Ostrova. Había que moverse y buscar con urgencia otras sedes y ese tipo de trabajo solo lo podía hacer una de las personas que él conocía. Era una agente inmobiliaria rápida, inteligente y discreta: Lorena Suárez.

Muller apretó los labios y subrayó unas cifras para fingir que aquello le interesaba de verdad.

Fue la propia Mónica la que se dio cuenta de que marcaba algunos datos y preguntó con una sonrisa:

—¿Algo le ha llamado la atención?

Contempló la sonrisa mansa de la mujer que deseaba de forma enfermiza. Ahora la tenía allí al lado, su cuerpo era real, no una imagen proyectada en una pared.

—Todo en realidad…

Y otra vez aquella sonrisa llena de dulzura. La figura de Mónica Arrabal moviéndose por las calles de la ciudad sin saberse observada, sin ser consciente de que está siendo grabada mientras cumple con sus obras de caridad. Y de pronto una idea que salta como una luz de emergencia en el cerebro de Muller. Una alarma que agita toda su mente y que, como un vendaval, arrasa con todo para dejar al descubierto una nueva realidad.

Mientras observaba a Mónica, recordó que ella también conocía a Lorena Suárez, que ambas coincidían en numerosos actos sociales a los que él mismo acudía. Y recordó también un detalle al que hasta ahora no había sabido darle la importancia que merecía.

La luz de emergencia se hizo más intensa.

Mónica atendía personalmente a muchas personas necesitadas, algunas de ellas en el edificio donde sus hombres habían localizado a Eva Ostrova antes de que esta consiguiera escapar.

Cómo no lo había relacionado antes.

Todas las alertas se dispararon.

Alguien debió de proporcionarle dinero y ayuda a aquella maldita Eva Ostrova, sin dinero, sin papeles y sin apenas conocimiento del idioma. Alguien que tuviera un alma piadosa, recursos y contactos tan prácticos como Lorena Suárez, capaz de encontrar una vivienda de forma rápida y sin dejar demasiados rastros.

El estómago de Muller se contrajo hasta convertirse en una bola de acero.

Ya tenía a las personas que buscaba. Ahora solo hacía falta presionarlas convenientemente.

40

Otro hombre pensaba en aquel momento en una agente inmobiliaria llamada Lorena Suárez, aunque lo pensaba por motivos muy distintos. Ese hombre se llamaba Méndez y era muy conocido en las calles del Raval y de la Ciudad Vieja, aunque no precisamente porque le fuesen a nombrar director general de alguna cosa. Por el porvenir de Méndez nadie habría apostado ni una caña de cerveza.

Pero él seguía trabajando de la única forma que sabía, que era patearse las calles. Por sus jefes conocía que se habían iniciado investigaciones sobre determinados gestores especializados en extranjería, pero sin ninguna base sólida. Solo hubo dos interrogatorios, y en seguida se movilizaron muchos más abogados que sospechosos. Méndez sabía que, yendo en línea recta, la policía no conseguiría nada. Y seguramente él tampoco.

Pero de momento era el único que podía dar con el paradero de Eva Ostrova, o al menos iba a intentarlo. Conocía el nombre de la gestora inmobiliaria que a altas horas de la madrugada le había procurado a Mónica Arrabal un piso o una casa, y esa gestora era Lorena Suárez. En ella estaba la clave de todo.

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