—Hágame un informe, Méndez.
Méndez ni siquiera contesta, Méndez sigue teniendo en los ojos un reflejo que los otros no adivinan, pero el jefe sabe que es el reflejo de la muerte.
—Quizá necesita que hablemos, Méndez.
Hace frío. Más allá de la ventana negra, los tejados de Barcelona empiezan a clarear. Méndez ni se entera, Méndez se encoge como si no tuviera fuerzas.
El señor Monterde comprende que necesita animarle un poco, y lo hace con su proverbial educación:
—Me cago en la puta, Méndez.
—Me cago en la puta, señor Monterde.
Y los dos se miran a los ojos. El diálogo entre caballeros, el contacto humano ha sido al fin restablecido.
—Un coche patrulla lo ha traído aquí, Méndez, desde aquella casa del parque Cervantes. Estaba usted como paralizado, como si se hubiese fumado una tonelada de grifa, digo yo, como si hubiese tenido que hacer una mamada en Las Ramblas.
Méndez eleva los ojos y le mira, mientras la vida va llegando de nuevo a su cara. Ya se va sintiendo en su sitio otra vez, ya se va animando con aquel diálogo entre dos personas cultas.
—Hostia, señor Monterde.
—Hostia, Méndez.
—Necesito preguntarle unas cosas porque a veces tengo la sensación de que no me acuerdo de nada.
—Usted nunca se acuerda de nada, pero pregunte, pregunte.
—¿Dónde está Porcel?
—Porcel escapó. Tenía una moto aparcada junto a la casa. Se ha perdido su pista.
—Dígame qué pasará cuando le pesquen.
—Volverá a la cárcel, Méndez, donde cuidarán de él. Tendrá dinero para el economato, porque sus jefes procurarán que no le falte de nada. Si pide que le pongan en la celda a un travesti joven puede que lo consiga fácilmente. De vez en cuando tendrá derecho a una mujer. No se le sancionará nunca, porque será un preso modelo. Asistirá a clases de rehabilitación. No se hablará con los presos pobres de la cárcel, a los que pagará por pequeños servicios. Y dentro de un tiempo pedirá otro permiso penitenciario. No sé si se lo darán, pero él puede pedirlo.
—Todo eso.
—Todo eso, Méndez.
Las manos que tiemblan otra vez.
—Señor Monterde…
—¿Sí…?
—Dígame dónde está ahora la chica a la que él mató, la mujer encontrada en la escalera.
—Le están haciendo la autopsia.
—Ella en una mesa de autopsias y su asesino bien tranquilo… Me cago en la hostia, señor Monterde.
—Me cago en la hostia, Méndez.
—Menos mal que usted y yo somos personas bien educadas.
—Sí, menos mal.
Y otra vez el silencio, otra vez los diálogos en sordina de la comisaría, otra vez la ventana negra y al otro lado la ciudad que se despierta.
—No me gustan sus ojos, Méndez. Dígame de una puñetera vez lo que está pensando. O mejor dicho, quizá se lo diré yo. Usted está pensando en saltarse la ley.
Méndez no cambia su mirada. Con gran esfuerzo aprieta los labios. Sus dientes rechinan poco a poco.
—No es justo…
—No, no es justo.
—No es justo que a ese cabrón le espere una celda calentita. Y menos justo es todavía que un día vuelva a la calle. Porque volverá.
—Tampoco es justo que usted piense en matarle, Méndez. Usted es un servidor de la ley.
—Las calles también tienen su ley. No todo el mundo tiene derecho a estar en ellas. Deje que yo actúe a mi manera.
—Maldita sea, Méndez, deje de pensar en las leyes de la jodida calle.
Otra vez la mirada perdida, otra vez algo que está solo en los ojos de Méndez y por lo tanto está más allá de sus palabras. Y su voz que apenas susurra:
—Le pido que me conteste a una última pregunta.
—A ver.
—En aquel piso estaba Porcel, que ha huido. Estaba una pobre muchacha que no pudo escapar. Estaba también una agente inmobiliaria que se llama Lorena Suárez. Dígame dónde se encuentra ahora.
—Está en mi despacho, donde hemos hablado largo y tendido. Va a irse.
—¿Irse?
—Ella no es una acusada, sino una víctima, Méndez. Estaba en su casa y la atacaron. No ha cometido ningún delito, de modo que ojo, Méndez.
—¿Ojo por qué?
—Porque usted va a decirme que quiere hablar con ella. Y repito que mucho ojo. No se lo puedo negar, pero tenga cuidado. No es una acusada, y además su padre era un ilustre compañero que murió en acto de servicio. Como la ofenda en algo, Méndez, se va a acordar. Porque encima todavía no está claro por qué diablos se encontraba usted en aquella casa.
—A lo mejor iba a alquilar el piso.
—No me joda, Méndez. Además, estoy hasta las pelotas de sus sistemas.
—Deme un margen de confianza, solo un pequeño margen de confianza. Luego se lo aclararé todo, pero permita que hable con esa mujer.
—Tiene quince minutos antes de que un coche patrulla la acompañe al hospital, donde le harán una revisión y le darán tranquilizantes. Y se va a acordar si le dice una sola palabra que la moleste.
—Tranquilo. Solo quiero saber si van a subir o bajar los precios de los pisos.
Méndez que se levanta y va al despacho. Méndez que encuentra a Lorena sentada en una silla, frente a la mesa del jefe, con las piernas cruzadas. Méndez, maldito seas, pensando que Lorena Suárez es una mujer bonita.
Lorena Suárez que levanta los ojos y le ve cerrando la puerta.
—Hijo de puta.
—No trataré de defenderme.
—Salga inmediatamente de aquí o llamaré al comisario.
La voz silbante de la mujer, los labios que se aprietan en una mueca odiosa, el dedo que señala la puerta.
—Precisamente tengo permiso del comisario para hablarle, Lorena, pero solo le ocuparé unos minutos, los suficientes para pedirle perdón otra vez. Cuando estaba seguro de que iba a morir, ya lo hice. Cuando estoy seguro de que va a morir otro, vuelvo a hacerlo.
La mirada desconcertada de Lorena, los ojos cargados de sueño que ya no saben si mirarle.
—¿Quién es el otro que ha de morir?
—Porcel.
—¿Dónde está ahora?
—Ha huido. Supongo que tratará de volver a Portugal, pero dudo que lo consiga. Y tanto si está en Portugal como en Barcelona, en cuanto le ponga el ojo encima le aplicaré la ley de la calle. —Los dientes de Méndez rechinan mientras añade—: Y esta vez no será una bala perdida.
—Méndez…
—¿Sí?
—Mátelo.
Hay un silencio cargado de sombras, un silencio de dos personas que se entienden sin mirarse. Los dos se dan cuenta repentinamente de que un abismo los separa, pero algo los une, y ese algo es el odio y es la calle.
—Necesito que me ayude, Lorena, necesito algo que solo nosotros debemos saber. Luego quizá no me vea más, pero ayúdeme solo esta vez.
—Recuerde que alguien tiene que morir, Méndez.
—Quizá es lo único que recuerdo.
—¿Qué quiere saber?
—Ante todo, si le ha dado alguna información al comisario Monterde. Nombres y todo eso. Y especialmente por qué un asesino como Porcel estaba en su casa.
—No le he dicho nada.
—¿No hay ninguna declaración?
—Ninguna. Le he dicho que quizá Porcel tenía alguna cuenta pendiente con la pobre mujer a la que mató, y que entró en la casa por eso. No he hablado de que yo tuviera la menor relación con los jefes de Porcel, no he dicho que él pudo haber venido a preguntarme algo.
—Bien… Es una manera de no buscarse compromisos inútiles.
—Algo aprendí en la calle.
—Y no seré yo quien lo eche todo a rodar, Lorena. Nada de lo que me diga volverá a salir por mi boca, pero ahora necesito saberlo para poder actuar. Dígame de qué conoce a Mónica Arrabal.
—De reuniones sociales, simplemente. De sitios donde se reúne gente de dinero y habla de las cosas bonitas que ocurren en la ciudad. Porque en la ciudad también ocurren cosas bonitas, aunque usted no lo sepa.
—Ella sabía que usted era una agente inmobiliaria de grandes recursos; ella sabía que en caso de mucha urgencia, en el caso de necesitar un sitio para esconder a alguien, podía acudir a usted. ¿Me equivoco?
—No.
—¿Acudió a usted?
—Sí.
Los nudillos de Méndez produjeron un crujido. Sus ojos dejaron de mirar a la mujer para mirar a la ventana negra del despacho, pero ahora sus ojos eran los de una esfinge, los ojos de Méndez no parecían hechos con pedazos de vida, sino con pedazos de tiempo.
—No sé si Mónica le habló de las personas a las que quería ocultar, pero en todo caso se lo diré yo: eran una mujer ya anciana y una muchacha. ¿Les proporcionó usted alojamiento?
—Sí.
La voz de la mujer era metálica, seca. Tampoco le miraba. Los nudillos del policía crujieron otra vez.
—¿Lo sabe alguien más? —preguntó.
—No —respondió ella con la misma voz fría—. No he hablado con nadie, y con el comisario ni siquiera lo hemos mencionado.
—¿Se da cuenta de que Porcel entró en su casa para intentar averiguarlo?
Hay un silencio más espeso que los anteriores, un silencio que se desliza como un reptil por debajo de las puertas y se aplasta contra la ventana negra, donde empiezan a dibujarse las sombras de la ciudad.
Los dientes de Méndez chirrían un momento mientras susurra:
—Porcel va a morir, y eso lo sabe hasta su madre, pero en este momento aún está vivo. Lo que no pudo arrancarle a usted tratará de arrancárselo a la única mujer del mundo que también lo sabe.
La voz de Lorena Suárez se hace, de repente, débil y temblorosa.
—Ya sé a qué mujer se refiere, Méndez.
—Pues claro que sí. Me refiero a Mónica Arrabal. Solo a ella.
El teléfono suena en la cabecera de la cama mientras en la habitación flota una luz incierta y frágil. En el aire vibra la respiración de un animal aún joven y fuerte, de una mujer cuyas curvas están quietas bajo las ropas, pero marcando una vida secreta en la penumbra de la cama.
Mónica Arrabal despierta al tercer timbrazo. Sin tener aún conciencia de lo que ocurre, oye aquella voz un poco crispada que parece llegar del otro lado de la ciudad. Y es verdad, porque es una voz que llega del otro lado de la noche.
—Mónica, soy el inspector Méndez. Siento molestarla a esta hora, pero no lo haría si no fuera muy importante.
—¿Méndez…? ¿Qué pasa?
—Supongo que está usted sola y tiene bien cerrado su piso.
—Pues… pues claro que sí.
—Entonces no pierda un minuto. Meta cuatro cosas en una maleta, tome su documentación y su tarjeta de crédito y vaya a un hotel que no esté demasiado cerca de su casa.
—Pero… Pero ¿qué ocurre?
—Maldita sea, Mónica, no me haga preguntas y muévase. En cualquier momento, quizá dentro de unos minutos, alguien puede venir para sacarle información, y con ese interrogatorio llegará la muerte. En cuando sepan lo que les interesa, la matarán. No lo piense ni un momento. ¿Puede usted estar fuera de casa en diez minutos?
—Supongo que sí.
—Pues que no sean once.
Y Méndez cuelga. Mientras en el otro lado de la ciudad sigue mirando una ventana negra tras la que se insinúan ya las primeras siluetas de las casas. Los párpados se le caen de sueño y siente las piernas como si fueran de otro, porque apenas le obedecen, pero su cerebro sigue despierto, en su cerebro se han encendido diez bombillas a la vez. Piensa que quizá debió haberle pedido al jefe algo más sencillo, como por ejemplo, que hiciera estacionar un coche patrulla al lado de la casa de Mónica, pero tendría que haberle dado muchas explicaciones y no puede hacerlo antes de terminar el interrogatorio de Lorena Suárez. Tarde o temprano tendrá que decirlo todo, pero necesita una cosa elemental; saberlo todo.
Por el momento, Méndez tiene la sensación de que se ha movido a tiempo. Está seguro de que Porcel —o cualquier otro sicario— visitará el piso de la mujer, pero ahora sabe que lo encontrará vacío.
En efecto, Mónica Arrabal salta de la cama. No lleva más que una bata que se ciñe a su silueta, y debajo su cuerpo está desnudo. Hay en cada uno de sus movimientos una fuerza felina, una suavidad de animal vibrante, que está estallando de vida.
No es la única.
En la penumbra del dormitorio, otro cuerpo se mueve también. Unos músculos que parecían dormidos crujen como en un combate. Una figura alta y fuerte se yergue cerca de la cama.
Ella apenas vuelve la cabeza.
—Lo siento —dice.
Aquella figura alta y fuerte —la de Alejandro Ortiz— se mueve junto a la ventana.
La alumna
Méndez se siente más tranquilo después de colgar el teléfono. Al menos sabe que no sorprenderán a Mónica como antes sorprendieron a Lorena Suárez. Y vuelve a mirar a la mujer, que sigue sentada con las piernas cruzadas, y vuelve a pensar —maldita sea tu estampa, Méndez— que esas piernas son bonitas.
Ella susurra:
—Ha hecho bien al ponerla en guardia en seguida. No se podía perder tiempo.
—Espero que ella no lo pierda ahora. Pero sigamos hablando, Lorena. Todavía nos queda una montaña de cosas por aclarar.
—Antes vuelva a jurar una cosa.
—¿Cuál?
—Que Porcel va a morir.
Los labios de Méndez se tuercen en una mueca. Es una mueca llena de dureza que han visto pocas veces en los despachos, pero que en cambio han visto muchas veces en la calle.
—Procuraré que no vaya a la cárcel. No quiero que la ley proteja a un tipo así, no quiero que la ley que no ha protegido a la víctima proteja al asesino.
—Quizá por eso se sienten tan seguros esos hijos de perra, porque saben que nadie les va a hacer nada. Y quizá por eso no han tenido miedo a hacer lo que han hecho, quizá por eso han contratado a un asesino sin entrañas.
Los labios de Méndez vuelven a plegarse, pero ahora, por contraste, su sonrisa es casi dulce. Susurra:
—Apreciaba a la chica que mataron, ¿verdad?
Lorena baja la cabeza.
Los labios de Méndez vuelven a formar una línea dura y seca.
—Lorena…
—¿Qué?
—El comisario me ha dicho que solo tengo quince minutos para hablar contigo y que no te dirija un solo insulto.
Ella alza los párpados, como sorprendida por el repentino tuteo y por la dureza de aquella mirada, pero se limita a preguntar:
—¿Y…?
—Voy a obedecer en lo de los quince minutos, pero en lo otro no. Y voy a decirte que tu madre se merece el mayor respeto, pero tú eres una hija de puta.