Peores maneras de morir (32 page)

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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

BOOK: Peores maneras de morir
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—Sí.

—Y me pediste quedarte aquí una noche.

Él susurró:

—Como en otro tiempo.

Hablaban mecánicamente, como reviviendo sensaciones ahogadas por el paso de los años. La sala, el dormitorio donde Ortiz descansaba, la luz que los envolvía a los dos y, al fondo, muy al fondo, como saliendo de una época que alguna vez existió, el gemido ahogado de un hombre.

Esa era la vieja escena grabada en la memoria de Mónica, un recuerdo que era como una mancha en un espejo. Los dos volvían a existir ahora en la fotografía de un tiempo que ya se había ido.

—Parece como si hubiéramos vuelto al pasado —susurró Mónica.

Él también parecía preparado para salir, pero sus ojos reflejaron sorpresa al ver a Mónica como si se dispusiera a marcharse.

Ahora no se oía a nadie gemir al fondo del piso. El silencio que los envolvía era tan intenso que tenían la sensación de estar fabricándolo ellos mismos.

—A veces tengo la sensación de que aquello no existió nunca.

—Para mí sí que existió; quizá fue la época más importante de mi vida.

Ella se dejó caer en una de las butacas y cruzó las piernas con su elegancia habitual. Sabía que tenía que salir de allí con urgencia, pero de pronto el tiempo parecía no existir, de pronto solo existían ellos dos, quietos en la vieja foto.

—¿Cuánto tiempo cuidaste a mi marido?

—La fase aguda duró dos semanas.

—Es curioso… Confundo los días y me doy cuenta de que se me borran cosas de la memoria, pero al mismo tiempo me parece estar viviéndolo otra vez, sobre todo ahora, cuando te he visto aquí.

—De eso hace dos años.

Alejandro Ortiz apoyó los brazos en el respaldo de otra butaca situada frente a ella y la miró fijamente. Visto así, a la luz leve que entraba por el balcón, parecía más joven, y sus ojos estaban tan quietos como si la figura de Mónica Arrabal llenara para él todo el universo.

—Mi marido no quiso morir en el hospital —dijo con un hilo de voz—, sin más visión que una pared blanca ante la que también habían muerto otros. Por eso me pidió morir en casa.

Más allá del balcón se oía el rumor de los primeros coches, las primeras voces de la gente que iba al trabajo y los mil susurros dispersos de la ciudad que cada mañana te obligaba a fabricar vida.

Mónica casi sonrió con amargura al decir:

—Pero yo empezaba a estar agotada y no podía cuidarle todas las noches. Además, no podía levantarlo, ni siquiera cambiarlo de postura. Hacía falta un hombre para atenderle.

Otra vez el silencio de los dos, otra vez la fotografía antigua y la soledad antigua.

—Y me contrataste a mí —dijo él.

—Bueno, en realidad fuiste tú el que se ofreció… —recordó con cierta nostalgia—. Entonces empezabas a darme clases de tiro con arco. Dijiste que podías ayudarme por muy poco dinero.

—Ese dinero era importante para mí —dijo él con un amago de sonrisa, como si se disculpase—. La editorial en la que trabajaba como dibujante acababa de cerrar, dejándome a deber todo un año. Solo contaba con las clases de tiro, y eso significaba muy poco. Además tenía una hija.

—Sin embargo, a mí me pediste muy poco dinero a cambio de tu labor, menos de lo que yo consideraba justo.

—No lo pensé.

—¿No lo pensaste? Me costó convencerte para que aceptaras un poco más, y encima no faltabas ninguna noche. Muchas veces, en este largo tiempo que ha transcurrido, he pensando que no me porté bien contigo.

Él se encogió de hombros levemente mientras en sus labios flotaba algo parecido a una sonrisa muy lejana, mientras de repente los dos quedaban envueltos otra vez por la vieja fotografía, quietos en un tiempo que aún parecía flotar entre aquellas paredes.

—Quizá el dinero no me importaba tanto —susurró él—, quizá tuve otra compensación.

Y volvió la espalda, yendo hacia el balcón. Fuera, más allá de las ramas desnudas de los árboles, la Rambla Catalunya se iba animando, se producían los primeros embotellamientos en los cruces y la gente caminaba aprisa, impulsada por sus propios relojes, pero en el interior de la habitación todo eran recuerdos, todo estaba envuelto en un tiempo propio que los dos habían vivido como un secreto.

Y él susurró:

—No necesitas preguntarme cuál era esa compensación. Los dos lo sabíamos, Mónica.

48

Mientras Méndez salía en dirección a la casa de Mónica Arrabal en el centro de la ciudad, un hombre trabajaba intensamente a bastante distancia de allí, en una avenida donde Barcelona parece una ciudad ancha, luminosa y rodeada de zonas verdes.

Muchos años antes, en 1952, fue la única zona lo bastante risueña y despoblada para que en ella se celebraran los actos del Congreso Eucarístico, con la pompa de los acontecimientos que marcan época. A partir de entonces, la ancha avenida que lleva hasta la cruz de Pedralbes se pobló de edificios señoriales, pisos de lujo y jardincillos privados adonde las angustias de la ciudad trabajadora no iban a llegar nunca. La Diagonal también empezó a poblarse, nacieron hoteles dedicados a la buena vida y facultades universitarias dedicadas a la buena esperanza. Más abajo se alzó el impresionante campo del Barcelona, que, a pesar de tener más de medio siglo, se sigue llamando Camp Nou, quizá porque los goles no envejecen nunca. Antes de llegar al campo y al edificio de la Maternidad, nació una avenida donde por las noches reinaba el olvido y se situaban las lenguas de travestis que tampoco querían envejecer nunca.

El hombre que trabajaba intensamente tenía su despacho —o al menos uno de ellos— en el mejor sitio de la avenida que lleva a la cruz de Pedralbes, un sitio decente donde a aquella hora tenían el buen gusto de no moverse ni las mujeres de la limpieza. El despacho no estaba en un piso, sino en un
loft
con jardín interior y tres ambientes diferenciados. Muller no vivía allí, sino que en ese
loft
estaba domiciliada una de sus sociedades, en las que trabajaban de una forma fija un equipo de contables. Pero esa madrugada, cuando el silencio imperaba en aquella parte de la ciudad, el único contable era él mismo.

Aunque estrictamente Muller no se dedicaba a llevar las cuentas. Estas estaban en una red de ordenadores que se comunicaban desde Rangún a Madrid y desde Madrid a Barcelona, Moscú y Buenos Aires. Él se limitaba a comprobar datos al menos una vez al día, pero ahora tenía que hacer algo más urgente.

Estaba tomando notas para el cambio de domicilio social de varias de sus empresas. Quería desembarazarse de muchas vinculaciones con España y trasladarlas, por el momento, a Marruecos y Gibraltar. Luego haría otros cambios, pero ahora eso era lo más urgente. Y unos cambios así significaban mucho trabajo.

A la mañana siguiente hablaría con dos de sus abogados de confianza, y los documentos, una vez comprobados, irían al notario. Pero ahora estaba absorto en aquel trabajo, completamente solo en el local. Su móvil sonó. Una voz seca, con un leve acento portugués, le dijo:

—Ya estoy aquí.

Muller oprimió dos botones situados a un lado de la mesa. Uno era para desconectar la alarma; el otro, para abrir automáticamente la puerta blindada que daba a la calle.

El hombre que entró tenía motivos para hablar con acento portugués. Vivía casi todo el año en Lisboa y estaba en Barcelona provisionalmente, muy a pesar suyo.

Muller le miró mientras el otro se sentaba en el lado opuesto de la mesa.

—Has llegado muy puntual, Porcel.

—Usted me lo pidió.

—No has venido en taxi, supongo.

—Llevo los suficientes años de trabajo para saber que un taxi es una huella, porque siempre acaba apareciendo el conductor que te trajo. He venido en la moto que robé yo mismo en la calle Pelayo. Seguro que ya han hecho la denuncia, pero a estas horas todavía no me buscarán.

Muller le miró atentamente, concentrando en sus ojos toda la capacidad de análisis de la que era capaz. Acostumbrado a tratar con gente de altura, Muller se sentía incómodo, pero debía reconocer que, en aquel momento crítico, Porcel era el hombre más preparado con el que podía contar, después de que hubieran sido eliminados varios de sus agentes más eficaces. Claro que solo podía contar con Porcel durante unas horas más, de lo contrario, acabarían atrapándolo. Desde que llegara de Lisboa en coche, había estado haciendo demasiadas cosas. A aquellas horas, la mitad de la policía barcelonesa lo debía andar buscando.

Como si adivinara aquellos pensamientos, Porcel dijo:

—Llevo demasiado tiempo en Barcelona, pero tengo la ventaja de que aquí no me conoce nadie. Todo lo he hecho rápido y según las viejas normas: llegar, dar un golpe instantáneo y desaparecer antes de que te identifiquen. Aunque no es prudente estar más de veinticuatro horas en una misma ciudad. A partir de ese tiempo, dejas pistas en todas partes.

—¿Dónde está tu moto?

—Junto a la Facultad de Derecho. Hay otras muchas allí, pero conviene que la saque inmediatamente y la deje en otro lado de la ciudad.

—¿Y el casco?

—Lo he traído en el coche desde Lisboa. Siempre está en mi bolsa de mano.

—¿Dónde está el coche?

A Muller le gustaba precisar todos los detalles, y aun así no siempre había hecho las cosas bien. Pero le tranquilizó oír a Porcel:

—Lo he dejado en el aeropuerto. Hay miles allí, y a estas horas nadie investigará todavía, pero si por alguna razón lo localizan, pensarán que voy a tomar un avión y seguirán de momento una pista falsa.

Muller le siguió mirando con fijeza. Sí, no contaba en ese momento con ningún sicario tan eficaz como Porcel. Nacido en Angola, había sido mercenario en todas las guerras africanas, desde Sierra Leona al Congo y desde el Congo a Ruanda, Liberia y Somalia. Experto en toda clase de armas, hombre fiel mientras se le pagase, había aprendido una cosa en su intensa vida: matas a una mujer o un hombre y nacen otros, de modo que no se rompe ningún equilibrio, no tiene importancia. Violas a una chiquilla y parirá otra chiquilla que servirá para ser violada a su vez. La vida y la dignidad humana no existen, son elementos que se liquidan e inmediatamente se olvidan, porque son sustituidos por otros.

Un hombre así servía rápido y bien. A Muller no le gustaba trabajar con hijos de puta como Porcel, pero él necesitaba a los hijos de puta.

—El negocio se ha puesto difícil —dijo con suavidad—, y no debería ser así. Este es un mundo de gente que cena bien, hace buenos tratos y los termina en la cama, con chicas que seguramente no encontrará en otro sitio. Es un oficio de dinero rápido, gente que sabe vivir y policías y jueces que saben cobrar. Además España sigue siendo un país donde las cartas de recomendación valen. Pero últimamente hemos perdido algo los papeles.

Porcel no dijo una palabra, pero miró significativamente su reloj. Quería saber cuanto antes por qué le había llamado.

—La fuga de una de nuestras chicas siempre es grave —continuó Muller con parsimonia—, en parte porque cada una de ellas significa mucho dinero, y encima porque cada una trae detrás una investigación que puede acabar mal. Pero esta es una etapa transitoria y en seguida recuperaremos la normalidad. Nos hemos encontrado con un peligro que no esperábamos, y hay que acabar con él. Este es un mundo donde hay que tratar con mujeres y es normal que el peligro venga de ellas. Una de ellas tenía un cargo de confianza dentro del negocio e intentó quitármelo.

—¿Quién?

—Chris. Seguro que tú la conoces.

Hubo un gesto de asentimiento en el rostro de Porcel, pero nada más. No cambió de posición al otro lado de la mesa.

—Chris contó con la ayuda inesperada de otra mujer —prosiguió Muller—, la más peligrosa con la que me he encontrado en mi vida. Es una fiera rabiosa, es una loca. De hecho, en su país estuvo en una clínica mental. Se ha vengado terriblemente de alguno de mis hombres y se vengará de mí. Mientras ella viva, yo tengo muchos números para estar muerto.

—¿Por eso me hizo venir?

—Sí. Tú eres en este momento el mejor hombre que tengo. A los que te hacían competencia, no los puedo llamar.

—¿Por qué?

—Han muerto. Esa mujer de la que te hablo ha acabado con ellos. Y mejor que no sepas qué aspecto tenían sus cadáveres.

Porcel no sintió miedo ante aquellas palabras. Sintió excitación. Inclinándose sobre la mesa, preguntó:

—¿Esa mujer se llama Eva Ostrova?

—Sí.

—Ahora lo entiendo todo. Usted me hizo venir para que yo le sacara su dirección a aquella agente inmobiliaria que vive cerca del parque Cervantes.

—Sí, pero fracasaste.

—No imaginaba que pudiera estar con otra mujer. No imaginaba que podía intervenir ese cabrón llamado Méndez.

Todo el cuerpo de Porcel se había tensado. Pero Muller pareció quitar dramatismo a la situación dando un leve manotazo al aire.

—Tienes que rematar el trabajo. Por eso estás todavía aquí.

—¿Qué he de hacer? En todo caso ha de ser algo rápido. Y además, por supuesto, necesitaré dinero.

—Lo tendrás, no te preocupes. No saldrás de aquí sin él, y además seré generoso. En cuanto a las transferencias que siempre te he hecho, las seguirás recibiendo normalmente.

—Las cosas siempre han funcionado bien. No tengo motivo de queja.

—Y seguirán funcionando bien, por descontado. Ahora necesito que no falles.

—Y no fallaré. Lo único que pido es que no perdamos tiempo.

—Por eso estás aquí a estas horas. La información que necesito es la misma que tenía que haberte dado Lorena Suárez: la dirección de la vivienda que alquiló. Pero como Lorena Suárez ya no te la va a dar, se la sacarás a otra mujer, la que acudió a Lorena en busca de un piso.

Porcel entendió perfectamente. Miró su reloj como calculando el tiempo.

—¿Hasta dónde puedo llegar? —preguntó.

Notó una vacilación en los ojos de Muller, pero solo eso. Una vacilación que solo duró unos segundos. A continuación, dijo con indiferencia fingida:

—Esa mujer me interesaba, pero ya ha dejado de hacerlo. Han ocurrido demasiadas cosas en poco tiempo. Lo que busco es la información, una vez que la tengas, asegúrate de que no puede avisar a nadie ni hablar con nadie.

—Comprendo.

Muller sacó un papel de uno de sus bolsillos y dijo mientras se lo tendía a Porcel:

—Aprende bien esto.

El asesino leyó con atención las dos direcciones anotadas. Una correspondía a un edificio de Rambla Catalunya; la otra, a la casi contigua calle Diputación.

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