Por lo tanto no hizo nada para defenderse. Además, la voz de la chica cambió y se hizo chirriante y metálica. Era asombroso, de pronto parecía la voz de una máquina.
—Deja tu arma y las llaves en el suelo del coche.
A Luthier no le quedaba más remedio que obedecer. Su instinto le dijo que la muchacha iba a disparar, y además no se veía a nadie capaz de ayudarle.
Dejó su pistola, una Tokarev, en los pies del asiento del acompañante. Luego la misma voz helada dijo:
—Ponte en pie y sal poco a poco. No hagas un solo movimiento brusco. Me estoy corriendo de gusto pensando en volarte la cabeza.
Aquel lenguaje acabó de convencer a Luthier de que aquello era real. Pero mientras obedeciese ganaría tiempo y podría recibir ayuda. Casi suspiró con alivio cuando ella ordenó:
—Métete en el maletero.
Incluso un gigante como Luthier cabía, con las piernas dobladas, en el maletero de un E320. Obedeció porque pensó que aquello no iba a durar mucho. La chica necesitaba estar loca si pensaba en llegar a alguna parte.
La desconocida hizo otra cosa extraña mientras se disponía a cerrar la puerta del maletero: dejó caer dentro, casi entre las piernas de Luthier, un bolso abierto.
Luthier no entendía nada.
La oscuridad y el silencio más hermético se hicieron en torno suyo. La insonorización del Mercedes era perfecta. Luthier tuvo un momento la sensación de haber desaparecido del mundo real, de haber llegado a otro planeta.
Lo que estaba ocurriendo no tenía sentido pero sus posibilidades de salvación, se dijo, seguían siendo altas. Luthier gritó un par de veces aunque en seguida desistió. Comprendió que con el aparcamiento vacío nadie iba a oírle, al menos, de momento.
La desconocida de las gafas negras estaba loca del todo. Era imposible saber lo que pretendía.
Y de pronto Luthier sintió algo que no esperaba, algo que no entendía.
Algo muy suave se le había metido en la pernera del pantalón y estaba subiendo hasta su rodilla derecha.
Algo muy suave y elástico. Algo que reptaba en silencio como… como…
Incluso el cerebro en blanco de Luthier lo comprendió.
¡Una serpiente!
Los cerebros amenazados piensan con más rapidez. A veces los cerebros no comprenden, pero adivinan. Luthier se dio cuenta con horror de que la serpiente tenía que haber salido del bolso abierto de la muchacha. Por eso ella lo había dejado allí.
Pero no solo existió ese terrible pensamiento, no solo saltaron de pronto el asco y la angustia. Luthier se dio cuenta de algo más: la serpiente era pequeña, muy pequeña. Y si se trataba de una serpiente muy pequeña, podía ser una coral. Pensó en la coral amazónica (él se había movido lo suficiente por el mundo para saberlo), la serpiente más hermosa y más venenosa del mundo. Una sola mordedura equivalía a la muerte sin remedio. Ni aun administrándole suero en media hora podrían salvarle. Si la serpiente le mordía estaba perdido, perdido.
Un aullido de horror partió de su boca dejando por un instante su mente en blanco.
La serpiente, reptando y subiendo por los pantalones, había llegado a… a…
La mordedura se hincó hasta el fondo en uno de sus testículos. La sintió en la médula, el corazón, los ojos, en el fondo de la sangre.
Le pareció notar como el veneno, igual que una gelatina suave, subía por sus arterias.
De pronto algo suave se le metió sobre la lengua.
Sintió en la misma garganta los colores de la coral, los colores más hermosos y más letales del mundo.
No pudo ni lanzar un nuevo aullido porque la serpiente se le había metido dentro de la boca.
Las noticias llegan pronto a todas partes, sobre todo si están relacionadas con el peligro o con la misma muerte. A la Brigada de Homicidios donde trabajaba Méndez llegaron dos, una que estaba relacionada con la muerte y otra con el peligro.
Fue la jefa de grupo la que lo comentó con las palabras más académicas:
—Coño, Méndez.
—Coño, Margarita.
—Tú habías hecho investigaciones sobre dos muchachas que murieron apuñaladas en la calle de San Rafael. Dijiste que era un asunto de trata de blancas.
Méndez asintió con un ligero gesto de cabeza.
Por sus recuerdos habían pasado las noches, las puertas tapiadas, los bares solitarios, las piernas quietas de una mujer desconocida, pero nada de eso se notó en su rostro de piedra.
Margarita continuó:
—Nos comunica la policía local que ha aparecido el cadáver de un tipo que podría estar relacionado con el caso. Seguro que a ti también te suena el nombre.
—A veces me acuerdo de las cosas —dijo Méndez—. ¿Cuál es ese nombre?
—Suena a un ucraniano muy complicado, pero en las fichas lo conocemos como Luthier.
Los ojos de Méndez se entrecerraron, fueron otra vez como dos chispitas negras.
—He pensado muchas veces en él —dijo—, a veces le rezo por las noches.
—Ha aparecido su cuerpo en un camino rural del Ampurdán. Le habían pasado por encima las ruedas de un coche.
—Espero que los neumáticos fueran bien anchos, que le pasaran por encima muy poco a poco y que él se diera cuenta —dijo caritativamente el inspector.
—Lo siento, pero no debió enterarse de nada. El forense tiene la impresión de que las ruedas le pasaron por encima cuando ya estaba muerto. Es decir, alguien lo abandonó allí fingiendo un atropello.
—O sea, que había muerto de otra cosa.
Margarita le pasó una hoja de papel donde estaba impreso un rostro.
Méndez lo miró fingiendo piedad. En efecto, parecía como si solo le faltase rezar por él.
—Esta cara es espantosa —dijo.
—Sí… Podría decirse que murió de miedo. Debió de sufrir lo suyo antes de palmarla.
—Pobre hombre. Descanse en paz.
Seguían apareciendo datos en la pantalla del ordenador. La jefa de grupo dijo:
—Parece que el forense también estaba extrañado, y le hizo sobre el terreno un examen a fondo. Pudo ver una cosa muy extraña. Luthier había muerto sujetándose los testículos, y en ellos aparecía una mordedura.
—Matar a un tío mordiéndole los huevos es un sistema que yo no conocía —dijo Méndez con su habitual caridad cristiana.
—Todavía no hemos llegado a eso, Méndez, pero seguro que llegaremos. El forense dice que la mordedura era de una serpiente pequeña, y el dato está confirmado por algo que me niego a creer.
—Si no lo crees tú, nadie va a creerlo.
Margarita prosiguió su relato:
—El muerto tenía la mitad de una serpiente en la boca. La había partido con los dientes. La otra mitad estaba fuera.
Hubo en la Brigada un silencio pesado, ominoso, que venía de la incredulidad. La jefa de grupo sintió que por su frente se deslizaba una gotita de sudor. Los ojos de Méndez se hicieron más pequeños y duros.
—No sigas —dijo—. Solo me falta llorar.
—La serpiente era una coral, la más venenosa que existe, según tengo entendido, más venenosa aún que la mamba negra. Lo que nadie puede entender es cómo llegó hasta allí. Es sencillamente asombroso.
Y se hizo otra vez el silencio, un silencio pesado y agorero. Margarita, que llevaba falda corta, sintió un estremecimiento al tener la sensación de que una cosa suave y fina se le deslizaba hacia arriba por las piernas.
Pero no entendía nada, y de momento Méndez tampoco.
Hasta que llegó la segunda noticia, una noticia que estaba relacionada con el peligro, aunque todavía no con la muerte.
—Esto habrá que pasarlo a otro departamento —dijo la voz aburrida del agente que estaba ante el ordenador—. Yo diría que es cosa de la Urbana.
—¿Qué pasa?
—Una denuncia de una especie de loco que vive en la calle del Carmen. Un tío peligroso de esos que se dedican a la cría de animales peligrosos, en este caso serpientes. También hace falta tener jeta.
Méndez alzó la cabeza al oír mencionar la calle del Carmen, porque pensó inmediatamente en la Patri y su nueva hija, pero nada en su rostro cambió. Sus ojos estaban tan quietos como siempre. Además, el agente no pudo seguir con su explicación, porque le interrumpió la jefa de grupo, que parecía obsesionada por el ucraniano que había tenido una muerte tan placentera.
—Lo han hecho muy mal —dijo—. Los que le pasaron las ruedas de un coche en el Ampurdán, sean quienes sean. Lo han hecho muy mal. Fingieron un atropello cuando cualquier forense se daría cuenta de que al tipejo lo había matado una serpiente.
—Cualquier forense no. Lo de la serpiente no es muy habitual.
—Quizá esos cabrones no lo acabaron de creer tampoco. Y perdieron los nervios… Han dejado huellas de neumáticos por todas partes. No se puede hacer peor… Voy a pedir que me envíen en seguida los resultados del análisis de las ruedas.
—Sí, es muy probable que perdieran los nervios —dijo Méndez—, pero estoy seguro de que detrás de la muerte de ese
joputa
hay algo más. El
joputa
estaba relacionado con la trata de blancas.
El viejo policía de barrio dijo eso por puro instinto profesional, pero en realidad él estaba atento a otra cosa. Él estaba atento solamente a lo que acababa de oír sobre la calle del Carmen.
—Explícame mejor lo de la serpiente —le pidió al agente que acababa de dar la noticia.
—No hay mucho que contar… Un loco que tenía en su piso varias serpientes, una de ellas venenosa. El comunicado dice que era una coral. Yo no entiendo mucho, pero aquí dice que no hay otra tan venenosa. Vete a saber si ese loco sabía lo que tenía en su casa.
Otro agente dijo:
—En muchas casas de Barcelona hay terrarios completos. Yo creo que hay quien tiene hasta cocodrilos en la bañera.
Méndez insistió:
—A ver, explícame lo que pasó con ese bicho.
—El hombre ha denunciado que se le escapó, y por eso la Guardia Urbana está buscando el bicho. Menuda faena les espera y menuda cabronada. Algún vecino debe tener la serpiente debajo de la almohada.
—¿Dice en qué lado de la calle pasó? —pregunto Méndez estirando el cuello.
—El comunicado no da todavía el número exacto, pero por lo que parece la Urbana está buscando el bicho en un pasaje y la cocina de un restaurante que hay al fondo de la calle. Los expertos consideran probable que se haya ocultado allí.
Méndez había situado inmediatamente el lugar. Conocía el pasaje, conocía la cocina situada al fondo, conocía… conocía que a poca distancia estaba el piso de la Patri.
Y el piso de Eva Ostrova.
Los otros no lo notaron, pero él sintió una sacudida en el fondo de los ojos.
—Ese tipo no perdió la serpiente. Se la robó alguien que conocía la casa y que quizá había leído lo suficiente para saber cómo manipularla y llevarla hasta el Ampurdán…
Calló de pronto. Todas las miradas estaban fijas en él. Méndez no quería decir nada más, pero en seguida saltó la pregunta:
—A ver… ¿una serpiente que se esfuma en la calle del Carmen de Barcelona aparece en un camino comarcal del Ampurdán? ¿La misma serpiente?
—Por lo que yo deduzco, sí —susurró Méndez—. Alguien la transportó hasta allí.
—Y hasta parece como si tú supieras quién es… —dijo en voz baja la jefa.
Méndez susurró:
—No sé nada. Imaginaciones mías.
—Tú ya tienes la cabeza hecha polvo, Méndez.
—Eso piensan todos mis superiores —susurró el policía—. Por lo tanto, ha de ser verdad.
Y simuló hundirse en el estudio de otros asuntos. Un instante después parecía haber olvidado el caso, porque el trabajo en la brigada continuaba, pero un buen observador se habría dado cuenta de que sus manos estaban demasiado quietas, de que sus ojos tenían una sombra siniestra. Y es que su cabeza estallaba. Sus pensamientos volaban por encima del plano de la ciudad.
La casa de la Patri.
Un vecino lunático, como hay tantos. Una vecina extranjera recién llegada y con un atractivo especial a la que muestra con orgullo su terrario. Unas manos muy especiales que saben manejar hasta los hilos de la muerte. Una serpiente que desaparece.
Y una muchacha que la transporta largos kilómetros de distancia. Tal vez no fue difícil hacerlo dentro de un maletín o un bolso. Pero acercarse a una banda tan peligrosa, dominar a un gigante como Luthier, conocer sus movimientos, huir… Méndez se hizo una sola pregunta dramática, una pregunta que por un momento no tenía respuesta. La pregunta podía resumirse en una sola palabra… ¿cómo?
Las piernas. Las piernas que avanzan por el estrecho pasillo, sobre unos tacones de gran señora, de gran modelo, de gran
vedette
. Por el momento son solo unos tacones de gran dama. Méndez habría reconocido en seguida esas piernas, porque él es un mal nacido que sirve para esas cosas, pero no habría reconocido nada más. La dama avanza por el estrecho pasillo, pues; deja a su izquierda un dormitorio, y alcanza el comedor de la casa, la única habitación relativamente bien iluminada, donde hay un balcón, una persiana, un rayo de sol y una vecina del otro lado de la calle. Hay también un canario que canta a la libertad perdida y un gato que cualquier día va a matarse porque siempre está sobre la barandilla. Pero por el momento el gato no se ha matado y desde su sitio mira al canario con ojos de talibán.
Más allá está el balcón. Y una silla como la que las abuelas empleaban antes para zurcir. Y sentada en la sillita está una niña.
¿Una niña…?
Mónica Arrabal la analiza bien, o al menos trata de hacerlo. La niña empieza a ser ya una mujer hermosa, tiene buenas curvas y también algo de gimnasta temible, de atleta que puede desnucarte mientras te besa.
La Patri (¡ay, estas piernas!), que ha abierto a Mónica y la ha acompañado desde la puerta del piso, dice:
—Aquí está Eva. Sale poco, por lo de no tener papeles, pero ya ha hecho amistades. Es increíble cómo adelanta con el idioma.
La Patri añade con humildad:
—Claro que eso se lo debe mucho a usted. Usted la ha visitado casi cada día y le ha enseñado muchas cosas.
Como si quisiera darle la razón, Eva Ostrova se mueve un poco en la silla y murmura en casi perfecto castellano:
—Buenas tardes, Mónica. Me alegro de verte.
La dama se sienta junto al balcón, de cara a lo que queda de luz, de cara a la barandilla, de cara al pájaro que no conoce la libertad y de cara al gato que no se muere nunca. De cara a los ojos quietos de Eva Ostrova.