Méndez revisó no solo los archivos oficiales, sino sus recuerdos y sus notas. Pasó horas revisando lugares y nombres.
En primer lugar estaba la fuga de Eva Ostrova. Después de que esta acabase con Igor de una forma tan terrible, alguien de la banda habría decidido ejecutarla inmediatamente. ¿Y por qué no lo había conseguido? Probablemente porque alguien que también estaba en la organización la había salvado en el último segundo, es decir, había matado al que la iba a matar.
¿Y quién podía ser ese «alguien»? Seguramente la misma persona que luego había ayudado a Eva, dándole detalles sobre cómo encontrar a Luthier, y además proporcionándole un arma. Pero a partir de ahí surgía para Méndez la inevitable pregunta: ¿quién?
Estudió todos los datos que tenía. Siempre que resolvía un caso, Méndez tomaba notas, recordaba caras y oía otra vez palabras a las que los archivos de la policía no habían dado demasiada importancia. Su trabajo en las calles, en los pisos, su amistad con los confidentes y su memoria, llena de nostalgias inútiles, hacían que Méndez tuviera un archivo paralelo, a menudo superfluo, pero, en ocasiones, lleno de pistas valiosas.
Claro que todo ese trabajo, pensó, podía ahorrárselo deteniendo a Eva Ostrova e interrogándola. Pero algo en su interior se negaba a hundir para siempre a una muchacha que no había hecho más que sufrir desde que nació. Eva Ostrova padecería la vergüenza pública de un jurado popular, sería condenada a veinte años de cárcel y la banda la perseguiría entre rejas hasta acabar matándola. Y todos aquellos tipos a quienes Eva acusase acabarían siendo, como mucho, expulsados de España.
Ese era el camino marcado por la ley, pero Méndez no estaba dispuesto a seguirlo de ninguna manera.
Otro procedimiento que le ahorraría mucho trabajo consistiría en visitar a Eva Ostrova, decirle que quería ayudarla y pedirle simplemente que le contara la verdad. Pero ese procedimiento, como todos los que son demasiado sencillos, no le llevaría al éxito.
En primer lugar, lo más natural del mundo era que Eva no se fiara de un policía. En segundo lugar, todo aquello, de un modo u otro, podría acabar involucrando a una desdichada como la Patri, que al fin y al cabo le había dado refugio clandestinamente. En tercer lugar, Eva Ostrova era un pobre animal acorralado que no tenía más remedio que reventar mordiendo, y esa clase de personas difícilmente dicen la verdad. Y había aún dos cosas más. Quizá Eva no conocía a la persona que la había salvado, o en el caso de conocerla tal vez había llegado a un pacto con ella. Por lo tanto, no daría su nombre.
Todos estos pensamientos daban vueltas en el cerebro de Méndez mientras repasaba sus fichas y sus recuerdos. Decidió que iba a seguir un plan personal y que, de entrada, no haría aún más difícil la vida de las víctimas.
Las viejas fichas le llevaron a la figura de Muller, pero Muller era inalcanzable. Tenía negocios, intereses, complicidades y acuerdos con grandes firmas de abogados y grandes bancos. Las sociedades más o menos claras de las que formaba parte no cabían en el Registro Mercantil. Aun así había tenido procesos y problemas, pero de todos los casos había salido limpio. Y cuando de un caso has salido limpio, sueles salir limpio de todos los otros casos que se te parezcan.
Por lo tanto, Méndez siguió con su trabajo. Otra de las cosas que hizo fue telefonear a un compañero que ahora estaba destinado a Girona. Le preguntó si había algo nuevo con el club de carretera.
—Nada. Sigue con su actividad, y además con éxito. El viernes y el sábado pasados hubo lleno, a pesar de que han cambiado a todas las chicas.
—¿Todas? ¿No queda ninguna de las antiguas?
—Coño, Méndez, tú mismo estuviste aquí y lo comprobaste. No queda ni la encargada, una alemana que no soltaba palabra. Todas las nuevas que han venido tienen papeles que les sirven aunque sea de momento. Las otras han desaparecido, supongo que por miedo a que alguna se vaya de las lengua.
—Pero puede que estén trabajando por la misma zona. ¿Has observado algo?
—Ni rastro. Como comprenderás, las chicas que se ven son las de la carretera, pero esas no son las que antes estaban en el club. Esas habrán salido de España, estarán moviendo el culo en el otro lado del país o las habrán encerrado de momento. Lo del encierro es lo peor para ellas, porque las tratan mal. Ayer mismo apareció una chica apaleada y sangrando por todas partes, sin duda para darle una lección. Después de curarla la interrogamos, pero no dijo una palabra.
Méndez dio las gracias y colgó.
Todo coincidía con lo que desde el principio había estado esperando.
No le quedaba más remedio que seguir hurgando entre sus fichas y sus recuerdos.
Repasó página por página los procesos contra Muller, buscando las declaraciones de los testigos. La mayoría había hecho declaraciones favorables al acusado. En contra no se había atrevido a hacerlas casi nadie.
Buscó a través de eso las ramificaciones de la banda. Le fue relativamente fácil distinguir a los que habían hablado bien de Muller porque no le conocían, pero tenían relaciones comerciales con él. Los abogados los habían citado con habilidad porque podían dar del acusado una imagen de negociante formal, que de ningún modo podía ser acusado de un delito. Le fue más difícil distinguir a testaferros y socios que querían ante todo salvar el negocio. Y le resultó casi imposible hacer una lista de los matones de la banda, sencillamente porque solo uno había comparecido como testigo, y la defensa lo recusó.
Le llamaron la atención, por supuesto, las mujeres que habían acudido a declarar. Todas ellas eran extranjeras, todas habían necesitado un traductor y todas eran bonitas y jóvenes. Méndez llegó a la conclusión de que trabajaban en la organización de Muller y estaban amenazadas si no decían exactamente lo que se les había ordenado decir.
Había una sola excepción en aquel conjunto de chicas extranjeras: una española llamada Mabel, que había pasado parte de su vida en Alemania, y que dio toda clase de detalles favorables sobre Muller. Méndez llegó a la conclusión de que le conocía muy bien, tanto que debía de formar parte de su círculo más íntimo, y seguramente controlaba parte del negocio. Otras testigos se habían referido a ella llamándola «Chris», o sea, que usaba más de un nombre.
¿Podía ser esa la mujer ambiciosa que intentaba hacerse con el control del negocio? ¿Podía ser ella la que estaba atacando a la gente de Muller por mediación de Eva Ostrova? ¿La que la había ayudado?
Méndez recordó bien el nombre. De momento, pensó, no podía hacer más.
Esta vez fue la vida quien tomó la iniciativa. La tomó en forma de muerte, de muerte envuelta en el cuerpo de una mujer.
Mónica Arrabal había pasado días de auténtica pesadilla preguntándose cuál era su deber. El deseo de ayudar a Eva y no perjudicar a la Patri se veía a veces anulado por el pensamiento de que, con su silencio, estaba colaborando con una actividad criminal. ¿Cuántas muertes más se cometerían si ella no hablaba? ¿Qué destino reservaba ella a Eva Ostrova si guardaba silencio?
Además, los pensamientos de Mónica venían marcados por algo que desde siempre había dirigido su vida: la religión. ¿Podía una católica de verdad ser cómplice silenciosa de una serie de asesinatos? Después de una vida dedicada a la piedad, ¿no estaba cometiendo el peor de los pecados, lo que la llevaría a la perdición eterna?
Como otras muchas veces había hecho cuando la vida le planteaba un dilema, resolvió ir a hablar con su confesor. Por supuesto, Mónica no le dio detalles, pero sí le dijo que estaba ocultando la identidad de la autora de un crimen, y que ese crimen podía ir seguido de otros. Le dijo también que su duda era terrible, porque no quería perjudicar a la autora.
El dictamen del confesor fue tajante: «Cumple con tu deber y habla. Cada uno ha de ser responsable de sus pecados, y los pensamientos de las criaturas humanas no son nada ante la ley de Dios».
Puesto que la ley de Dios estaba por encima de la piedad humana, Mónica tuvo que optar por el camino tal vez más correcto, pero también más doloroso. Intentó olvidar todo lo que sentía por la joven y todo lo que sentía por la Patri, intentó arrinconar todas aquellas dudas que no la dejaban dormir. Eso sí, hizo un repaso mental de todos los policías a los que aún conocía (en vida de su marido había tenido la oportunidad de relacionarse con muchos) para que Eva fuese bien tratada desde el primer momento.
Recordó el nombre de un comisario que trabajaba en Extranjería, precisamente el departamento al que debía de corresponder el caso de Eva Ostrova.
Telefoneó a su domicilio particular —el único número que conocía— y allí le facilitaron el de la comisaría, donde le resultó sencillo localizar a la persona que buscaba.
—¿Comisario Sanz…?
—Soy su ayudante. ¿De parte de quién?
—Mónica Arrabal. Se trata de una llamada personal.
—Le paso.
Pero, para asombro de la mujer, la voz que sonó al otro lado del hilo reflejaba una sorpresa casi absoluta.
—¿Mónica…? ¿Eres tú?
—Sí, soy yo. Es verdad que hace mucho tiempo que no hablamos, pero por tu voz parece como si te estuviera llamando desde el otro mundo.
—Es que… Bueno, me alegra mucho que me llames después de tanto tiempo, pero justo ahora me disponía a marcar tu número.
—Pues sí que es una coincidencia… Desde que murió mi marido no hablábamos… ¿Y por qué ibas a llamarme?
—Quería asegurarme de que estabas bien, de que no te había pasado nada…
Mónica entendía cada vez menos lo que estaba ocurriendo.
—¿Y por qué había de pasarme algo?
La voz al otro lado del hilo carraspeó y durante unos segundos solo los unió un silencio espeso.
—Mónica… sabes que te conozco desde hace tiempo y te aprecio. Iba a llamarte porque acabo de tener un susto de los que no se olvidan. La verdad, por un momento creí que…
—¿Qué?
—Que habías muerto.
El auricular tembló entre los dedos de Mónica Arrabal.
—¿Muerto…? —balbució.
—Sí. Yo mismo he visto… tu cadáver.
—¿Qué estás diciendo? —exclamó Mónica pasando del asombro a la estupefacción.
—No sabes el alivio que siento al hablar contigo. Ha sido tan desagradable… Si aceptas venir a cenar un día a casa, te lo contaré todo. Mi mujer estará encantada de saludarte.
—No sé qué decir… Por supuesto, me encantará cenar con vosotros, pero necesito que me cuentes ahora mismo sin rodeos lo que ha ocurrido. Compréndelo… No es normal que una llame a un amigo y este le diga que acaba de ver su cadáver.
—Quizá debí decírtelo de otro modo.
—Basta con que me digas la verdad.
—Mira… Ahora, después de hablar contigo, me doy cuenta de que quizá no tiene tanta importancia.
—¿No tiene importancia mi cadáver?
—Ha sido una simple casualidad… Pero, en fin, comprendo que debo explicártelo todo.
—Y ahora mismo, te lo ruego.
—Bueno, verás…
—¿Qué? —no pudo evitar increpar Mónica llevada por la impaciencia.
—Ha aparecido un cadáver. Con franqueza, al primer golpe de vista creía que era el tuyo.
—Pero ¿qué dices?
—No llevaba documentación y todavía no hemos podido cotejar sus huellas. De ahí la confusión, una confusión puramente visual. Lo siento.
—¿Cuándo has visto tú ese cadáver?
—No hace ni media hora.
Mónica apretó con angustia el aparato.
—Necesito ver ese cadáver.
—Pero…
—No me quitaré de encima la extraña sensación que me han provocado tus palabras hasta que no lo vea con mis propios ojos. Estará en el Depósito Judicial, supongo.
—Pues claro. Hasta que empiecen los trámites y le hagan la autopsia.
—Entonces necesito que me hagas un favor… No tengo ningún derecho a pedírtelo, lo comprendo, pero tampoco tú tienes derecho a dejarme así. Además, lo hago en nombre de la amistad de tantos años… Por favor, acompáñame a ver ese cuerpo.
—Mónica…
—¿Qué?
—Es una impresión que te marcará para siempre, y nadie tiene derecho a hacerte eso.
—No soy una niña. Además, prefiero pasar por eso a quedarme como estoy.
—Bueno, no sé qué decir… Al fin y al cabo, muchas jóvenes estudiantes de medicina van a verlo y tocarlo. Pero no me culpes para nada del mal rato que vas a pasar.
Mónica susurró con su voz más suave:
—Insisto… Ya que hemos empezado este asunto, vamos a terminarlo.
—De acuerdo… Paso a recogerte por tu casa dentro de media hora. Será un alivio verte viva.
Y el policía añadió en voz muy baja.
—No me gustan las mujeres muertas.
El Depósito Judicial. Los cadáveres todavía vestidos. La luz cruda de los focos formando una barrera que no te atreves a pasar. El frío que se ha ido pegando a las paredes y desde hace tiempo espera tu llegada.
Todo eso detuvo a Mónica Arrabal apenas le abrieron la puerta.
—Allí, al fondo —dijo el comisario.
Mónica vio la mesa. Sintió la lengua seca, sintió la luz blanca metiéndose hasta el fondo de sus ojos.
Era la única mesa y el único cadáver al que de momento ya habían quitado la ropa. Mónica Arrabal intentó reunir fuerzas, intentó dar un paso y llegar hasta allí. Con los ojos entrecerrados se atrevió a mirar hacia el punto que le indicaban.
Vio a la muerta. Pero también vio a un hombre vivo que estaba en pie junto a ella. Era relativamente alto, de facciones duras, aún poco comidas por los años. Vestía de negro.
El comisario susurró:
—Cada vez que entra una mujer muerta en el depósito, lo tenemos aquí. Está obsesionado por un caso que tampoco va a tener solución. Es el inspector Méndez.
Mónica Arrabal apenas le miró, porque sus ojos quietos estaban fijos en el cadáver. Sus piernas se negaron a avanzar y todos sus músculos se pusieron rígidos, como los cuerpos que esperaban el examen final. Aunque intentó controlar esa impresión, el asombro y el horror se unieron para cortarle la respiración. Sintió que le abandonaban las fuerzas. No podía creerlo, pero allí, en la mesa… estaba desnudo su propio cuerpo.
Ella era la muerta.
Sus rodillas vacilaron del todo, sintió vértigo y estuvo a punto de desplomarse. Una mano la sujetó en el último segundo, impidiéndole caer.
La mano era la de Méndez.
Mónica casi se apoyó en él mientras una sensación extraña, casi incomprensible, la invadía. Juraría que aquel hombre la había estado mirando con fijeza desde el principio, pero no mirando su cara, sino sus piernas.