Peores maneras de morir (18 page)

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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

BOOK: Peores maneras de morir
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El desconcierto de Mónica Arrabal aumentó. Sus labios estaban plegados, formando una línea recta y fina. Sus ojos estaban muy quietos, se habían vuelto casi opacos y daban una gran sensación de dureza. Méndez se dio cuenta de que Mónica Arrabal, en determinados aspectos, podía ser una mujer de piedra.

Ella susurró con desafío:

—¿Cómo sabe usted eso?

—Yo mismo la vi.

—¿En la calle?

—No. En la cama.

Todo el cuerpo de Mónica se contrajo bruscamente, y vaciló la pierna que tenía montada sobre a otra.

Su cara cambió de color en un instante. Se hizo blanca como las orquídeas, su boca se transformó como nunca en una línea recta y seca.

Dijo con voz tensa:

—Márchese.

—Como mande, señora.

Y Méndez se puso en pie, pero no fue todavía hacia la puerta. Sabía que una dama como Mónica no dejaría sin respuesta una alusión a la cama. Esperó un instante con los párpados caídos, como si pidiese perdón.

Y, naturalmente, Mónica no dejó aquello sin respuesta. Dijo con un soplo de voz:

—Dudo que sepa lo que significa, pero yo soy una viuda que no se mete en la cama con nadie. Y si usted imagina que me ha visto en la cama, le aconsejo que vaya al médico. Buenos días.

—Mis compañeros también me piden que vaya al médico o directamente a pompas fúnebres. Pero temo no haberme explicado bien. Yo la vi en la cama, señora, pero sola, y además, si he de ser sincero, confieso que no le vi la cara.

Ella, que ya había iniciado un paso hacia la puerta, se detuvo en seco.

—Entonces… ¿cómo sabe que era yo?

—Por las piernas.

—¿Qué dice…?

—Sus piernas son difíciles de olvidar y además yo tengo buena memoria para las medidas y las proporciones, quizá porque las calles enseñan a ver a las mujeres que pasan. Pero aun así no estaría seguro si no llevara usted los mismos zapatos.

Mónica se defendió con un orgullo inconsciente, con algo que podía definirse como orgullo de clase:

—Tengo muchos.

—Pues claro que sí, pero por alguna razón estos le gustan más que los otros. Tenga la bondad de escucharme, Mónica, porque le prometo que estoy intentando ayudarla. Deje que nos sentemos otra vez y sigamos hablando.

Ella estaba tensa, quizá a causa del estupor, pero hizo un gesto distinguido, de buena anfitriona, y le señaló otra vez la butaca a Méndez.

—Dudo que me esté ayudando, pero siga hablando, si es que usted ha hablado con señoras alguna vez.

—Me hace usted el honor al suponer que sí. Y ahora permita que le describa la habitación donde la vi, permita que le hable de dónde estaba situada la ventana y de los dibujos que cubrían una de las paredes. Los dibujos que Alejandro Ortiz había hecho de la cara de su hija muerta.

Mónica Arrabal estaba ya completamente vencida por el asombro. Méndez le describió entonces las dos casas tapiadas, la situación de la rendija por la que se podía ver el patio interior, la ubicación de la cama y la observación —puramente profesional, insistió— que él había hecho aquella noche. Ella le escuchaba con la cara lívida, pero atentamente y sin pestañear siquiera.

Solo su instinto de defensa la obligó a susurrar, tal como esperaba Méndez:

—Imagino que de esto no ha hablado usted con nadie…

—Con nadie. Primero porque es usted una señora. Segundo porque su casa está llena de crucifijos y tercero porque yo fui un hombre digno alguna vez. Lo he hablado solo con usted para tener el derecho de hacerle algunas preguntas.

—Algo me dice que está usted faltando a su deber.

—Yo siempre falto a mi deber, señora, quizá porque a veces creo en la gente y nunca creo en la ley.

—Entonces, y si me he de fiar de usted, pregunte.

—¿Qué relación tiene con Alejandro Ortiz? Si es una relación sentimental no hace falta que me conteste ni me dé detalles. Puede guardar silencio.

Ella apretó apenas los labios.

—Puedo contárselo.

—Entonces hágalo.

—La vida de una señora de la buena sociedad es aburrida. Ir de compras, aunque a mí no me gusta demasiado, hacer obras de caridad, conocer los mejores restaurantes, asistir a exposiciones y conferencias, salir con las amigas, ir al cine y hablar con el director de tu caja de ahorros. Bueno, en este caso es una directora.

—Conozco vidas peores —dijo Méndez.

—Yo también. Por eso hago obras de caridad.

—Por medio de la Iglesia.

Méndez sonrió amablemente, aunque no estuvo demasiado seguro de que la sonrisa le saliera bien.

—De todo esto deduzco que le sobra algún tiempo. A otras mujeres no, pero a usted sí.

—Me sobra tiempo. Las mujeres de hoy se han liberado y no tienen tiempo ni para pensar en su liberación. Peor para ellas. Eso me hizo pensar que podría perfeccionar un deporte que aprendí de niña.

Hizo una breve pausa y añadió:

—Mi familia no era tan rica como la de mi marido, pero me daba lujos, como por ejemplo aprender a montar a caballo, ser socia de un club de tenis y aprender a tirar con arco.

—Y Alejandro Ortiz es profesor de tiro con arco —susurró Méndez.

—Todo un campeón. Por eso daba clases a gente… vamos a llamarla distinguida, que quería diferenciarse en algo. Hacer lo que hace todo el mundo no da clase, no da tono; en los deportes minoritarios está la distinción, y por eso Ortiz daba clase a una serie de mujeres distinguidas.

—Damas liberadas de verdad, no como las otras. Las otras no hacen más que hablar de lo libres que son.

—A veces, Méndez, tengo la sensación de que se está burlando de algo.

—Yo no me burlo de nada. Al contrario, pienso que es bueno que las personas tengan sueños y hablen de ellos, aunque no los realicen jamás. Incluso, a veces, algún domingo por la tarde, hay personas que creen haberlos realizado. Bien… Me acaba usted de aclarar su relación con Alejandro Ortiz: él era su profesor de tiro con arco.

—Sí.

—¿Esa era su única relación?

—Podría no contestarle, pero le diré que era nuestra única relación.

—¿Entonces por qué fue a su casa?

Los ojos de Mónica Arrabal se posaron en él cargados de dureza, cargados de la larga historia de mujeres ricas que a lo largo de los años se habían sentado en butacas tan cómodas como la de Mónica y habían aprendido a cruzar las piernas tan bien como las cruzaba ella. Pero eso sí, su mirada no era insultante, era una mirada que llegaba desde arriba y también desde el fondo de la larga historia.

Mónica Arrabal contestó con un hilo de voz:

—Fui por su hija.

27

Todo hombre tiene fijación por un determinado tipo de mujer. Esa fijación la siente en el fondo de su intimidad y seguramente marca su vida, pero lo más probable es que no sepa explicarla.

Tampoco hace falta.

En realidad las cosas que marcan la vida, como lo más profundo del sexo, no pueden explicarse nunca.

El apartamento estaba en el viejo Sarrià, en un bloque moderno que rompía la armonía de la calle, pero desde cuyas ventanas se distinguían a lo lejos los horizontes de la ciudad, y desde cerca el milagro de unas palmeras que según el ayuntamiento eran zona verde y aumentaban la contribución, y según los poetas tendían sus ramas para que entre ellas se confesase la luna.

Claro que nunca se supuso que en aquellos apartamentos tan caros viviese un poeta.

El interior era moderno y lujoso, pero carente de intimidad. Todo, en cierto modo, parecía provisional. Daba la sensación de ser uno de esos apartamentos donde uno no piensa pasar la vida, pero que ocupa mientras los negocios no le obliguen a venderlo a toda prisa y marcharse a otro sitio. Además, y aunque los registros de la propiedad tienen vocación de ser eternos, aquel apartamento parecía haberse colado en ellos como un intruso. No pertenecía a su ocupante, sino a una sociedad domiciliada en Luxemburgo y que había sido inscrita en España dos semanas antes.

El hombre que ocupaba aquel apartamento también estaba inscrito en numerosas sociedades, no todas en el mismo país y no en todas con el mismo nombre. Tenía cuatro pasaportes, tres de ellos falsos, pero estaba registrado en el censo como ciudadano de Barcelona, después de haber hecho varios intentos infructuosos para ser ciudadano de Andorra.

El apartamento reflejaba dinero, pero no reflejaba clase. La vieja burguesía barcelonesa había ido acumulando cuadros, obras de arte, muebles de anticuario, cajas fuertes en las que guardó su dinero el abuelo y camas barrocas en las que derramó sus lágrimas la abuela. Había conservado los años, los estucados, los espejos ya un poco amarillentos donde se escondía la cara de mamá y hasta algunas alfombras persas tan finas que parecían hechas con pubis de niñas. Había coleccionado en sus casas firmas de arquitecto y actas de notarios, caricias de gata sabia y hasta salones con luz de otoño. Todo eso daba clase, y en la vieja Barcelona había una vieja burguesía que guardaba los años y los apellidos en una cajita llena de recuerdos. En el carísimo apartamento de Muller, que ahora se acercó a una de las ventanas, no había clase alguna: todo era útil, costoso, fabricado en serie dos meses atrás y comprado por catálogo. De todos modos, el apartamento de Muller era eficaz y cómodo, mientras no suelen ser tan confortables los pisos de la vieja burguesía, donde los antepasados tienen reservado un asiento.

El proyector era uno de los objetos más caros y ocupaba en el apartamento un espacio principal. Muller lo puso en funcionamiento y una figura se movió sobre la pantalla, mientras se deslizaba por las calles de Barcelona. La figura era siempre la misma y correspondía a una mujer: Mónica Arrabal. Mónica había sido grabada cuando salía de su casa, cuando atravesaba una calle, cuando subía a un taxi y en la estrechez del asiento mostraba las piernas. Mónica omnipresente, Mónica deslizando su joven madurez por las calles de una Barcelona que quizá, en el fondo, no la conocía.

Aquella filmación no era casual ni barata. Muller había tenido que ocupar a uno de sus hombres en seguir a Mónica y obtener de ella todas las imágenes posibles, como habría hecho un detective. Ninguna de las escenas, por supuesto, era provocativa, ni siquiera aquellas en que la mujer, al subir al vehículo, mostraba una pequeña parte de sus piernas. Mónica era tan dama en las calles de su ciudad como en las salas del Obispado, donde Muller intentaba verla siempre que le era posible.

No existe ninguna regla sobre la atracción sexual que puede ofrecer una mujer, y probablemente esa regla no existirá nunca. Y es que la atracción sexual de una mujer no reside muchas veces en ella, sino en los recuerdos, los hábitos, las frustraciones y hasta los vicios que duermen en los cerebros de los hombres.

A Muller, para el que tantas mujeres eran fáciles, le estaba ocurriendo algo semejante. Mónica le gustaba para la cama, para la violencia de la cama y hasta para la humillación de la cama precisamente porque era una dama y nadie podía someterla al poder de su sexo, precisamente porque era religiosa y altiva y nadie podía darle órdenes mientras la tenía debajo.

Muller no se había enamorado de ella ni albergaba hacia ella el menor sentimiento: simplemente la consideraba un objeto sexual y en su cuerpo hallaba secretos y deseos que quizá estaba guardando desde sus días de niño.

Apagó el proyector, y la figura de Mónica dejó de moverse sobre las calles de una ciudad que había pasado a ser suya. Con ellos, desapareció la poca magia que podía haber en aquel apartamento funcional, donde por unos instantes habían convivido las imágenes con sus sueños secretos. Muller cerró los ojos, pero los sueños siguieron. Mónica desnudándose, Mónica tensándose las medias, Mónica obedeciendo órdenes y poniéndose de rodillas en la cama.

Mónica no podía saber que en el interior del cerebro de Muller se estaba construyendo su vida.

Muller hizo un gesto de rabia mientras se dirigía a una de las grandes ventanas del apartamento y trataba de dominarse. Él no podía ser un hombre que se dejara mandar por los nervios, no podía ser un hombre barato. Hizo un esfuerzo por organizar su mente e idear unos planes de acción inmediatos que le distrajeran de su obsesión.

Lo primero que hizo fue resolver un asunto pendiente que empezaba a correr mucha prisa. Uno de los puntos más importantes de su trabajo eran las relaciones públicas y las amistades con el poder, de modo que se puso a escribir a mano tres tarjetones felicitando a personas que estaban en el poder: una de esas personas era un juez; la otra, un diplomático, y la tercera, un comisario de policía. Contar con sus teléfonos en algunas ocasiones podía salvar, tal vez, situaciones imposibles.

Pero este ejercicio, que cuidaba con el mayor esmero, no le calmó. Con los puños apretados por la tensión, se acercó de nuevo a una de las grandes cristaleras y contempló el paisaje urbano que se extendía a sus pies. Desde que se había convertido en una ciudad democrática, Barcelona había cambiado tanto que a veces tenía la sensación de no conocerla. Las antiguas calles del norte, las que ahora formaban Nou Barris, llenas de casuchas, desagües y barrancos, donde los vecinos tuvieron que construir sus propias cloacas trabajando los domingos, contaban ahora con paseos apacibles, monumentos y plazas donde se oían los rumores del agua. Los sucesivos alcaldes habían gastado más dinero en los barrios pobres que en los barrios ricos, y de aquí que a él le resultaran extraños algunos lugares. En compensación, muchos rincones de la Ciudad Vieja, llenos de inmigrantes, ya no eran conocidos ni por sus antiguos vecinos, que al abrir la puerta ya no se encontraban con el culo de una chica del Paralelo, sino con el culo de un moro. Pero esos no eran temas que de verdad interesasen a Muller, y solo ocupaban su mente para alejar la obsesión que había llegado a sentir por Mónica.

Todas las mujeres nacen iguales y mueren iguales, había leído una vez, de modo que no valen tanto la pena, pero en el camino de esas mujeres está el cerebro de los hombres.

Muller se encogió de hombros. Estaba intentando calmarse, pero su irritación no desaparecía.

Llamaron a la puerta. Muller consultó su reloj y se dio cuenta de que era la hora exacta en que tenía concertada la entrevista. Desde tiempo atrás, daba por teléfono solo algunas órdenes en clave, pero nunca mantenía conversaciones profesionales que, por precaución, le gustaba mantener cara a cara.

El hombre que entró en su apartamento era un japonés que parecía un luchador de sumo. Era joven. Muller conocía su edad exacta —treinta años—, pero los kilos y el volumen hacían que esa edad fuera indefinible. Iba bien afeitado y peinado, vestía con una cierta elegancia y tenía un aspecto honorable, el cual, además, se correspondía con su negocio, pues Huko era importador de coches.

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