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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (29 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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—He dicho que necesito ir al baño o me lo haré encima. Además, no recuerdo todas las direcciones. He de consultar mis notas.

Porcel volvió a sacar su revólver, con una helada sonrisa en los labios. Quería demostrar que estaba dispuesto a todo. De cualquier modo, hubo de reconocer que el argumento de consultar las notas le pareció razonable. Dibujó un movimiento circular con su arma.

—De acuerdo. Vais a ir al baño las dos, y yo estaré en la puerta.

Las dos mujeres salieron poco a poco de la cama —no parecían tener fuerza para nada más— y se pusieron en pie. Avanzaron hacia él completamente desnudas.

Los ojos de Porcel brillaron un momento, y otra vez volvió a sentir aquella excitación que necesitaba dominar. Un pensamiento fugaz le atravesó: llevaba años sin hacerlo con dos mujeres. Pero en seguida sus pensamientos se cortaron y sus músculos adquirieron la tirantez de un perfecto profesional. Su voz casi fue plácida al decir:

—Puede que hasta sea bonito.

Los dos cuerpos que atraviesan la puerta, casi rozando el cañón del revólver. Porcel se ha hecho a un lado, pero tiene el dedo doblado sobre el gatillo. Ve un distribuidor a medio iluminar al que se abren dos puertas. Una de ellas debe ser la del cuarto de baño, porque el resquicio permite ver las baldosas.

Lorena está tratando de ganar tiempo, piensa, pero no le servirá de nada. Curiosamente, su paso elástico y firme parece indicar que está más tranquila que nunca. Susurra al pasar:

—Hijo de puta, me necesitas viva.

Y abre la puerta del cuarto de baño, recibiendo el impacto de la luz blanca, la grifería color plata vieja, las baldosas color cielo, el secador color ámbar, la ventana negra. Porcel, con el revólver preparado, sabe que nunca olvidará el impacto de aquella luz. Porcel tiende el revólver mientras Lorena —ella es la primera— va a sentarse en la taza. Porcel se dispone a oír, con una media sonrisa, el ruido del chorrito al chocar contra la porcelana blanca del inodoro. Pero Porcel no oye eso, Porcel oye la voz casi untuosa de Méndez que pregunta:

—¿Molesto…?

41

Porcel no entiende nada, Porcel cree que está sufriendo una alucinación y que toda la casa da vueltas en torno suyo. Porcel tampoco puede pensar nada, y lo único que se le ocurre es una maldición barata, una maldición para la que ni siquiera tiene que pensar:

—¡Hijo de puta!

El revólver se alzó instantáneamente y el dedo fue a cerrarse sobre el gatillo, pero para eso necesitó unas décimas de segundo. Y no las tuvo. Méndez le sonreía beatíficamente y le encañonaba ya con un Colt que parecía llenar medio cuarto de baño. Si el otro se movía, haría volar su cabeza.

Y todo eso sentado tranquilamente en un borde de la bañera. Solo le faltaba a Méndez estar sentado en la taza del váter.

Las dos mujeres estaban lívidas, sobre todo Lorena Suárez, la que habría debido llamarse Lorena Vez. Pero más lívido estaba Porcel.

Méndez, con el Colt apoyado en una rodilla, murmuró:

—Vigilaba esta casa, pero, claro, no podía vigilar todo el día y toda la noche. Me he ido al oscurecer y me ha sustituido un compañero al que se lo he pedido como favor personal. Le estaba haciendo el relevo cuando has entrado tú.

Y añadió con un gesto de pena:

—Lástima que ese compañero sea casi de mi edad y haya tenido que irse. Con el frío de la noche ha pillado reúma.

Porcel no podía saber si eso era verdad o era una burla, pero en todo caso la muerte estaba allí, la muerte estaba en la derecha de Méndez, y eso le despabiló del todo. Fingiendo una calma que no sentía, murmuró:

—¿Por qué haces esto?

—Para proteger a Lorena, ya ves qué cosas, le debo un favor.

—¿Y qué vas a hacer ahora?

—Llamar a un coche patrulla para que venga a cepillarte el capullo. En comisaría lo vas a contar todo. Quién te envía, quién te paga y qué es lo que buscas. Tengo diez o doce motivos legales para detenerte, entre ellos el de allanamiento de morada y el de amenazas de muerte, de modo que vas a venir conmigo y mañana por la mañana llamas a un abogado. Mientras tanto, para la celda, te buscaré un compañero bien maricón para que te entretenga. Conozco un par de moros que la tienen así de larga.

Era el peor lenguaje de Méndez, el más rabioso, el de las calles más bajas, y eso indicaba que hervía de odio por dentro. Un solo motivo, por pequeño que fuese, y era capaz de disparar.

Porcel lo notó. Sabía las suficientes cosas de Méndez para comprender que un expediente más y un porvenir más que negro le importaban un pepino. En todo caso, los problemas de Méndez ya no los vería, porque él estaría muerto. Pudo susurrar con un hilo de voz:

—Yo solo quería hablar con Lorena, pero ha resultado que estaba con otra.

—Es el signo de los tiempos, pequeño cabrón. Los hombres ya no les gustamos a las mujeres. Y ahora suelta ese petardo y ponte de rodillas y con las manos en la nuca. Vamos a ver si resistes una buena patada en los huevos.

Porcel supo que había fracasado, que le harían hablar, que sus jefes no se lo perdonarían… y aquello también podía ser la muerte.

Fue instintivo, fue algo que no pensó, porque en ese caso tampoco lo habría hecho, pero se dio cuenta de que tenía al lado a Lorena Suárez. En efecto, las dos mujeres desnudas habían quedado como petrificadas en la puerta del baño. Lorena casi tapaba a Porcel, sin entender lo que ocurría, sin ver otra cosa que la cara de Méndez, el hombre al que más odiaba en el mundo.

Fue un solo movimiento, un giro sobre sus propios talones. De pronto Lorena estaba delante de Porcel, cubriéndole con su cuerpo, y con el revólver de este clavado en la nuca.

Méndez también reaccionó instintivamente. Fue a disparar. La rabia le retorcía hasta el vientre. Pero en menos de una décima de segundo comprendió que si disparaba corría el riesgo de matar a Lorena.

Era el único riesgo en el mundo que no podía correr.

Había matado al padre por una bala que se elevó demasiado.

No podía matar a la hija.

Y el dedo quedó quieto sobre el gatillo mientras hasta los ojos le dolían a causa de la mueca de su cara.

Porcel se parapetó todavía más tras el cuerpo de la mujer desnuda, mientras sus palabras salían con rabia:

—Sé que estoy en busca y captura y que me encerraréis para siempre… Sé que alguien me puede matar antes para que no hable, pero eso no va a ocurrir… Eres tú el que va a soltar el petardo, Méndez.

Los dientes del policía chirriaron, pero comprendió que no tenía más remedio que obedecer.

—Tíralo a los pies de la mujer —ordenó Porcel.

Aquel cañón de artillería naval que era el Colt 1912 produjo un estruendo al chocar contra el suelo.

Porcel fue bajando su cuerpo poco a poco, flexionando las rodillas, pero al mismo tiempo bajando el cañón de su revólver por la columna vertebral de Lorena Suárez. Ella debió de sentir cómo la muerte le acariciaba nervio a nervio, vértebra a vértebra, igual que una lengua negra.

El revólver de Méndez pasó a los dedos de la izquierda de Porcel. Este se levantó con la fuerza de sus rodillas, sin desviarse ni un milímetro, sin que el cañón se apartase de las vértebras de la mujer.

Y entonces susurró:

—No me importa matar a un policía como tú, Méndez. No va a pasar nada, no me van a poner más pena por eso.

Méndez supo que era verdad. En sus tiempos, a Porcel le habría caído la pena de muerte, y ante eso cualquiera sentía respeto, pero ahora las cosas eran distintas. De la cárcel se sale. Más miedo le daban a Porcel sus propios jefes, que podían despellejarlo para que no hablase.

De modo que dijo:

—Adiós, Méndez.

Y Méndez dijo:

—Nunca pensé que moriría junto a dos mujeres desnudas.

42

En efecto, Méndez no lo había pensado nunca. Ahora pensaba otras cosas, por ejemplo, estuvo a punto de decirle a Porcel que no fuera un capullo, y que cuando entrara en una casa no dejase la puerta entornada para no hacer ruido. Por ejemplo, estuvo a punto de preguntarle a Porcel cuánto había cobrado su madre por el último polvo. Por ejemplo, estuvo a punto de pedirle perdón a Lorena.

Bueno, esto último lo hizo.

Sabiendo que eran sus últimas palabras, Méndez susurró:

—Nunca quise matar a tu padre. Te juro que se me desvió la bala.

Lorena no contestó. Su cara era de piedra. Pero hubo algo en sus labios, hubo un temblor, una palpitación, la sombra de un recuerdo que estaba pasando por su piel y no por su cabeza.

Méndez susurró:

—Perdón.

Y entonces el gesto rabioso de Porcel. El dedo sobre el gatillo. La maldición.

Y la bala.

La bala se empotró junto a la ventana, escasamente a dos centímetros de la cabeza de Méndez. Y no fue porque Porcel hubiese fallado el tiro. Fue porque la compañera de Lorena le dio un codazo mientras saltaba hacia el pasillo. Apenas un leve movimiento, un impacto que desvió el revólver. La muerte depende de un segundo, y ese segundo falló. La mujer que le había salvado la vida a Méndez giró sobre sí misma, resbaló mientras sus manos bailaban sobre la pared y acabó cayendo al suelo.

Un rugido de Porcel. Otro relampagueo en las baldosas. Otra bala.

Pero Méndez ya no estaba allí. Méndez se había lanzado hacia la pared del fondo con la desesperación del que se ve muerto. Vio el revólver, el cuerpo petrificado de Lorena que estaba a punto de caer. Todo como en una película irreal, como algo que no sucedía de verdad, como un pedazo de nada.

Hubo un instante que no existió, un segundo en que la vida y la muerte se juntaron.

Porcel, al fin y al cabo un profesional, comprendió que con la segunda bala había terminado su oportunidad. Los dos disparos habrían atronado en la casa, y no podía saber si Méndez llevaba otra arma. O huía en ese momento o podía quedarse allí para siempre, con los ojos abiertos y la boca tensa.

De modo que tiró rabiosamente del pelo a la mujer que había caído a tierra. Con un solo impulso la arrastró hacia el distribuidor. En menos de un parpadeo Méndez los había perdido a los dos de vista.

Con un rugido, se lanzó hacia la puerta. No llevaba ningún arma escondida, mientras que su enemigo disponía de dos bocas de fuego, pero a Méndez no le importó morir. Sintió que tropezaba con las paredes, que rodaba sobre sí mismo, que se deslizaba por el suelo como un muñeco roto. Lo que Méndez había hecho de joven no lo pudo hacer de viejo. Tropezó con la asombrada Lorena Suárez y estuvo a punto de que ella rodara por el suelo también.

Todo era como un sueño maldito. Las puertas. El corto pasillo que daba a la salida del piso. Otra ventana negra.

Méndez se había puesto en pie, aunque una de las rodillas estuvo a punto de fallarle. Con un salto alcanzó la puerta del piso, y de pronto se vio envuelto en la luz espectral del vestíbulo.

El ascensor. La escalera. La sensación de que todo es una pesadilla y de que la rabia no te deja respirar.

El ascensor bajaba. Sin duda estaba en el descansillo cuando Porcel salió arrastrando a la mujer, y el fugitivo lo había aprovechado. Ahora debía estar llegando casi a la salida del edificio.

Quedaba la escalera, claro. La escalera… Para las piernas de Méndez significaba una eternidad, era como el Muro de Berlín. Cuando él consiguiese llegar abajo, del otro no quedaría ni rastro.

Y fue verdad. El ascensor se detuvo en el vestíbulo principal mientras Méndez iniciaba el descenso del primer tramo y daba una especie de salto al vacío. Descendió como un loco y con una velocidad de la que ya no se veía capaz. Pero mientras tanto su enemigo ya había llegado abajo.

Porcel, que llevaba una de las armas remetida entre la camisa y el pantalón, abrió las puertas con una mano y con la otra dio un brutal empujón a la mujer, sin soltarle el pelo. Ella fue a gritar pero estaba tan aterrorizada que apenas un gemido escapó de su garganta.

Y los dos vieron el vestíbulo vacío, y más allá de la puerta, a través de los cristales, vieron la luz tenebrosa del parque. Los disparos habían provocado alarma, claro, justo ahora empezaban a abrirse las puertas de algunos pisos. Porcel volvió a tirar de la mujer porque sabía que ella era su defensa, que le serviría de escudo.

Pero la mujer se resistió. Era joven y fuerte. Puso una de sus piernas desnudas entre las rodillas de Porcel, le hizo perder el equilibrio y el sicario tuvo que apoyarse en la pared para no rodar hasta la puerta. Sus dientes chirriaron de odio.

Aquella mujer era ya un estorbo. La vio de rodillas a su lado, espectralmente desnuda, estallando de vida en sus curvas mientras una luz incierta parecía colgar del espacio. La mujer intentó defenderse una vez más pero un golpe con el cañón del revólver pareció hundirle la frente. Ella cayó hacia atrás con la sensación de que su cabeza estallaba. Quedó ante el hombre vencida, desplomada, sin fuerzas, mientras a sus ojos asomaba una mirada de súplica.

Los ojos de Porcel destilaban odio y miedo. Su cobardía le hizo pensar que aquella mujer aún podía taparle la salida. Tendió el revólver hacia su frente, mientras de su garganta escapaba un jadeo de rabia.

La mujer caída alzó las manos como implorando. Ahora, de repente, parecía una niña.

Y los ojos de Porcel que siguen vibrando de odio y de miedo, sus manos que tiemblan, su boca que de pronto se tuerce en una mueca inhumana y sardónica.

Y la boca de la mujer que implora otra vez, inútilmente.

—No voy a tener más condena por esto. Mis saludos, maldita.

Méndez oyó el disparo desde arriba, el disparo que resonó en las entrañas de la casa.

43

Méndez solo veía la ventana negra. Detrás estaba la ciudad, estaban las calles, los coches, el ruido, los hombres que buscaban trabajo, las nenas que estrenaban tetas, pero Méndez solo veía la ventana negra.

Sentado en un ángulo de la comisaría parecía estar asistiendo a su propio velatorio.

Un agente le dijo:

—Le están temblando las manos, Méndez.

Y otro:

—Se le ha caído la cartera al suelo.

Quizá Méndez ni los oyó, quizá Méndez llevaba una hora allí sin enterarse de nada, con los ojos hipnotizados.

Y de pronto el jefe, el señor Monterde. El señor Monterde que fuma el último puro de la noche o el primero del día, no lo sabe bien. El señor Monterde que conoce lo bastante a Méndez para saber que está tan quieto porque se ha cargado de odio.

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