Lorena casi se levanta de la silla, que casi vibra. Y la mano de Méndez, que de pronto es una mano de hierro, la obliga a sentarse otra vez.
—Digamos la verdad de una puñetera vez, Lorena.
Ella que intenta revolverse, saltar hacia la puerta, pero la mano de hierro la sujeta otra vez, palpita en ella una fuerza que la mujer no ha conocido nunca. Y entonces la mujer comprende que Méndez ha practicado en las calles muchas detenciones a la brava. Con la boca entreabierta, se vuelve a sentar.
—Digo que vamos a hablar de la puñetera verdad.
—¿Qué verdad?
—Primera parte: tu agencia inmobiliaria subió en seguida por dos razones. La primera es que eres buena.
—Supongo que sí.
—La segunda razón es que tuviste como clientes desde el primer momento a unos tíos muy especiales. No discutían los precios y pagaban bien y al contado, pero tenías que proporcionarles sitios donde nadie molestara a nadie, por decirlo de algún modo. Sitios que, además, podían comprar hoy y vender mañana, según fueran las circunstancias, y a ser posible ganando dinero. Para eso hacía falta una agente muy hábil, de toda confianza y con un amplio catálogo en su cartera.
—¿Y qué?
—Me pregunto si sabías a qué se dedicaban tus clientes, amiga mía.
—A aprovechar el mercado.
—Sí, esa es la única norma que rige hoy en día y me temo que ha regido siempre: el mercado. Si una cosa no tiene mercado es mala, si una cosa tiene mercado es buena. No te critico, entre otras cosas porque los viejos como yo no tienen mercado. Pero dime si sabías a qué se dedicaban esos tipos.
—No.
La palabra ha sonado como un corte seco. Méndez tiene una crispación, porque intuye que Lorena está diciendo la verdad. Muchos años de interrogatorios le han enseñado algo, pero Méndez no tiene por qué creerle. Susurra:
—Con tanto movimiento, ¿no sospechabas nada?
—Sospechaba que era un negocio clandestino, pero hay muchos así en todo el país, y nadie se preocupa. Muchas sociedades fantasma cambian de domicilio y país continuamente. Además, un día pregunté y me dieron una explicación.
—¿Qué explicación?
—Que traían técnicos para trabajos eventuales y necesitaban alojarlos. Comprendí que era un negocio de inmigración ilegal, pero eso ocurre en todo el mundo.
Méndez afirmó con un ligerísimo movimiento de cabeza, mientras cerraba los ojos para que ella no viese su expresión de duda. «Técnicos para trabajos eventuales…». Era una forma de decir mujeres para la cama. Pero podía ser verdad, aunque eso no le sirviera de nada. Siguió preguntando:
—¿Ellos sabían que conocías a Mónica Arrabal?
—Era fácil. Podrían habernos visto juntas en muchas reuniones.
—Para todos los negocios de compra y venta, ¿con quién tratabas?
Los dedos de Lorena Suárez temblaban, sus piernas no podían estar quietas, su pecho subía y bajaba al compás de la angustiosa respiración.
—Méndez, estoy poniendo en peligro mi vida.
—Te podría decir que debiste pensarlo antes, pero lo que te voy a decir es otra cosa: no vas a morir tú, sino que va a morir el hombre al que tú y yo hemos condenado. Pero para eso necesito que me ayudes. Dime con quién tratabas.
—Con el dueño de varias multinacionales. Es un hombre importante y muy bien considerado. En Barcelona, Madrid y otras capitales españolas lo tienen en muy alta estima.
—Quizá por esa razón viva en España, pudiendo vivir en París, Roma o Moscú. Y quizá porque este es un país de inmigración muy fácil. Pero dime su nombre.
—Muller.
Méndez no pudo bajar los párpados. Brillaron otra vez las bolitas de acero que había en el fondo de sus ojos.
Los ficheros policiales no son siempre exactos y no siempre se conservan enteros, pero suelen servir para muchas cosas. Muller ya había tenido problemas al estar relacionado de algún modo con la trata de blancas, pero sin ninguna consecuencia legal. Al contrario, era un ciudadano intachable. Ya se había preocupado él de tener contactos, de figurar en los círculos de caridad, de contar con las mayores amistades oficiales. Méndez sabía bien que esa clase de tipos siempre llevaban en el bolsillo la carta de recomendación de algún presidente.
Volvió a apretar los labios en una mueca y se preguntó qué iba a ocurrir si, con las pruebas que tenía ahora, intentaba detener a Muller. ¿Qué iba a pasar…? Pues no iba a pasar absolutamente nada. Muller sería absuelto. En cambio Eva Ostrova, si era hallada, iría a la cárcel. Y en la cárcel siempre encontraría una mano caritativa que la ahorcase en su propia celda.
Quién sabe si la misma mano caritativa acabaría con la pobre vida de la Patri.
—¿En qué está pensando, Méndez?
Lorena le miraba con atención, casi con miedo. Fue entonces cuando Méndez se dio cuenta de que su cara debía ser algo así como la cara de la muerte.
—Estoy pensando que no tengo pruebas contra Muller. Lo único que puedo probar ahora es que era cliente de tu inmobiliaria.
Hizo una pausa, y sus dos bolas de acero se volvieron a clavar en los ojos de Lorena Suárez.
—También pienso —añadió— que he de llevar a la tumba de tu amiga dos cosas, un ramo de flores y un último recuerdo, el certificado de defunción de Porcel.
Apretó los puños. En el crujido de sus nudillos hubo algo de seco y siniestro.
—Y ahora hablemos claramente, Lorena.
—¿De qué?
Méndez se había puesto en pie. Llegó hasta la mesa, luego se volvió para clavar nuevamente los ojos en ella.
—Tú has debido gastar bastante de lo que tu padre robó, pero seguro que conservas una parte. Te ganas bien la vida y te la seguirás ganando, por lo que vas a hacer una cosa, devolverás poco a poco ese dinero. Honrarás al hombre que te dio su apellido. Dejarás de ser una hija de puta.
Fueron los dientes de Lorena los que rechinaron entonces. Se removió inquieta y miró a Méndez como si no le comprendiera, pero Méndez supo muy bien que le había comprendido.
Y entonces la voz de la mujer sonó cortante.
—No se lo devolveré a los bancos. Ellos han robado más que nadie.
—Es verdad, pero no te pido que devuelvas el dinero a los bancos. En las calles hay gente que lo va a distribuir mejor, que sabrá ser justa donde a nadie le importa ser injusto.
Se produjo entonces un silencio, un vacío, como si por la habitación se deslizase un pedazo de nada. Los labios de Lorena temblaban, pero seguía mirando a Méndez. Y Méndez supo instintivamente que había algo nuevo en aquellos ojos, que la mujer pensaba en el cadáver de su amiga, que pensaba en las calles estrechas que hacía años habían quedado lejos de su mundo, y que por fin le había comprendido.
De pronto, la figura de Lorena parecía haber adquirido fuerza, ya no era solo una mujer postrada en una silla.
—Méndez… —susurró—. ¿Qué pasará si lo hago?
—Que habrás nacido otra vez y mucha gente nacerá contigo.
—Méndez… ¿Qué pasará si de ahora en adelante llevo flores a dos tumbas?
—Que dos hombres te lo agradecerán.
Lorena sonrió apenas antes de preguntar:
—Méndez… ¿Qué pasará si te digo que tú también eres un hijo de puta?
Méndez estaba al menos seguro de una cosa: él había pasado un tiempo con Lorena Suárez porque lo consideraba necesario, pero de ningún modo ese tiempo estaba perdido. Antes había avisado a Mónica, y por lo menos a Mónica no la iban a atrapar desprevenida.
Pero ahora tenía que ponerse en movimiento.
Cada minuto contaba.
En el silencio del despacho, ya sin la presencia de Lorena y ante la ventana lechosa de la que parecían emerger los edificios y los ruidos de la ciudad, Méndez recordó una oración, no supo bien por qué. A veces Méndez recordaba oraciones, como recordaba las sombras de las calles y el paso de los muertos. Claro que esta era una vieja oración musulmana, Méndez había tenido la desgracia de ver muertos de todas las razas.
«Te hemos creado de la tierra y a la tierra vuelves, y de ella volveremos a levantarte una segunda vez».
Quizá es la oración de unos padres ante la tumba de un hijo. Méndez no lo sabe, pero piensa en Lorena Suárez, piensa en el que debió ser su padre, el que al fin y al cabo le dio su apellido, y que al fin descansará de una vez. Piensa en el compañero que será rescatado de la tumba.
Méndez cierra los ojos. Bueno, quizá sería mejor no tener recuerdos.
En ese momento suena su móvil. Es raro, a Méndez nadie le llama al móvil, y su aparato está tan sin usar que cualquier día van a venderlo como nuevo en un mercado de barrio, para que al fin alguien lo use, para que un hombre solitario llame a su amante solitaria (quien fingirá su soledad aunque esté con otro). A lo mejor el teléfono de Méndez termina en la entrepierna de una viuda; qué buen final sería ese.
—Siento despertarle, Méndez.
—No me despierta, estoy trabajando.
—Será la primera vez.
—A todo ha de acostumbrarse uno. Dígame, Gálvez.
Ha reconocido su voz. Gálvez es el forense, o mejor dicho, el ayudante de forense que bastantes veces le ha hecho favores, permitiéndole hurgar en el depósito de cadáveres. La última fue cuando en las mesas estaban los cuerpos de la hija de Ortiz y la otra muchacha asesinada cuando trataba de refugiarse en su casa.
Méndez recuerda perfectamente la escena.
A Méndez aún le parece estar allí, mirando los cuerpos, pero cortando su respiración para no respirar los pedazos de sus almas.
—Yo también estoy trabajando, Méndez. No termino. Ahora resulta que en Barcelona se han ido estableciendo las bandas latinas.
—Ya. ¿Y qué?
—Me traen continuamente muchachos muertos a navajazos.
—Al menos podrá hacer el informe en un cuarto de hora. Todo fácil.
—No crea. Me he entretenido demasiado con uno y la madrugada se me ha echado encima. ¿Quiere que le diga una cosa? Me voy a quedar hasta el relevo de la mañana. Estoy mejor con los muertos que con los vivos. Pero no le llamo por eso, Méndez.
—¿Pues por qué?
—Primero para joderle. Pero ya que no lo he conseguido, voy a por la segunda. La última vez que nos vimos estaba en la mesa el cuerpo de aquella chica rusa, la que mataron en la calle San Rafael, junto a la chica que vivía en la casa. Seguro que lo recuerda.
El aparato parece temblar un momento en la mano de Méndez. Y el forense sigue:
—Aquella pobre muchacha rusa llevaba un solo documento, una especie de permiso de salida del manicomio a nombre de una tal Eva Ostrova. Pero usted medió el cuerpo y llegó a la conclusión de que esa no era la verdadera Eva Ostrova. Seguro que también recuerda eso.
—Claro que lo recuerdo.
—Bueno, ayer se llevaron el cuerpo. No lo reclamaba nadie, como era de esperar. Yo hice el parte y lo entregué. Es la rutina, pero quería que lo supiera.
—¿Y ha ido a… la fosa común?
Otra vez la mano de Méndez tiembla, otra vez tiene la amarga sensación que tanto le ha dominado en secreto, la sensación del olvido eterno. Otra vez le parece que en el aire de la ciudad flotan los pequeños pedazos de las almas.
Se avergüenza por un momento. Un hombre sano tendría que pensar en los culos de las mujeres vivas, no en las almas de las mujeres muertas. Pero él no es un hombre sano y a veces tampoco quiere serlo.
El forense aclara:
—No, no ha ido a la fosa común, por si el juez llegara a pedir una exhumación. No es probable, pero puede ocurrir. El cuerpo de Eva Ostrova estará en un nicho por dos años. Ah… No he querido meterme en líos buscando nombres. El cuerpo tenía una identificación, y ya está. Quería que lo supiera.
—Es verdad… Para qué meterse en líos. No habría acabado nunca.
—Bueno, eso es todo… Siempre me ha gustado tenerle al corriente de las cosas, Méndez.
—Gracias.
—Váyase a dormir de una puñetera vez.
—No puedo. Tengo un lío con una tía que está la mar de buena.
—Eso es imposible. Todos los líos que tiene usted son con putas antiguas, viudas de un coronel de artillería y que ahora viven en un geriátrico.
— Qué más quisiera yo. Ya ni las viudas de los coroneles me aguantan.
—Pero ahora tiene los huevos de decir que le espera una tía buena.
—Sí, y encima es verdad.
—Tómese un reconstituyente, Méndez.
—Lo haré. Gracias otra vez.
Y Méndez cuelga, mientras mira como desorientado en torno suyo, dándose cuenta de que ya clarea el día. Es verdad lo que le ha dicho al forense, tiene que ir a ver cuanto antes a una mujer que se llama Mónica Arrabal. Esa mujer corre peligro de muerte porque irán a por ella. Méndez tiene que correr cuanto antes a su piso y tratar de protegerla. Luego volverá a hablar a solas con Lorena Suárez.
Sale tan aprisa que casi olvida por completo que han enterrado el cuerpo de una pobre muchacha con el nombre de Eva Ostrova. Así todos se han ahorrado trámites y líos. Después de todo, si hay un cadáver y hay un nombre, ¿para qué buscar más?
Méndez sale de estampida, con el miedo de encontrar otra muerta.
Mónica Arrabal se había puesto en movimiento tras recibir el aviso de Méndez. Había dispuesto en una bolsa de mano las cosas más indispensables y se había arreglado un poco. Un automatizado gesto de coquetería que no pudo evitar. Pasó a la sala principal, sobre la que ya se proyectaban las primeras luces del amanecer. Las ramas de los árboles, junto al balcón, brillaban a causa de unas finísimas gotas de lluvia.
En la sala esperaba Alejandro Ortiz. Al fondo, se distinguía la puerta abierta de un dormitorio auxiliar, con la cama hecha, pero conservando las huellas de un cuerpo. Sin duda el hombre había descansado allí. También en aquel dormitorio empezaba a penetrar una luz incierta.
Los dos se miraron en silencio. Los ojos de la mujer temblaron un instante mientras en ellos quedaba marcada, como en una fotografía antigua y gris, una escena de otro tiempo de la que no se hablaba nunca. Ella entrando en el salón, envuelta también en la luz gris del amanecer —pero el amanecer de una vida anterior—, y Alejandro Ortiz saliendo de aquel mismo dormitorio y mirándola como ahora, los dos envueltos en la luz del alba.
Fue él quien habló:
—Gracias por dejarme pasar aquí la noche. Cuando me dieron el alta ayer por la tarde lo primero que hice fue venir a verte.
—Me dijiste que el juez te llamaría para interrogarte.