Antonio Muro no estaba en el piso porque estaba en la cárcel. Justamente lo había detenido Méndez.
Pero los perros no tenían la culpa. Ellos eran la única amistad y la única compañía de Antonio Muro, ladrón especializado en el viejo arte de las cajas fuertes, pero cada vez con menos trabajo, porque ahora los robos se hacen a la brava. Méndez le había jurado: «No te preocupes, al menos tus perros no morirán». Luego, como todas las semanas, pagó a una vecina un sueldo para que los atendiera por las mañanas.
Entonces Méndez aún no sabía nada de la muchacha fugitiva en una ciudad desconocida, como un perro perdido en las calles que no ha visto nunca. No sabía nada de aquella figura gris que aún podía parecer una niña.
Y eso que casi se había cruzado con ella.
El hombre que había de matarla también acababa de cruzarse con ella.
Sus ojos pestañearon cuando la vio acercarse al enorme edificio gris de El Corte Inglés en la plaza Catalunya. Ahora se le ocurrirá entrar, pensó, y eso significaba que todo podía estar perdido. Pero la muchacha no entró, señal evidente de que su cerebro ya estaba colapsado por el miedo. Como los perros perdidos que dan vueltas continuamente, lo olisquean todo y pierden su sentido de la orientación, la muchacha que estaba a pocos metros de él vacilaba ante todo, desconfiaba de la gente, de las calles desconocidas, de la oscuridad que empezaba a envolverla, de los rótulos que no entendía, de los escaparates y las caras sin sentido. Su cerebro ya no funcionaba, solo funcionaban sus pies.
El hombre que había de matarla sonrió interiormente al ver que ella invertía su camino y descendía ahora hacia Las Ramblas, hacia el barrio viejo, donde sin embargo era fácil perderla. Él mismo le hubiera dado algunos consejos muy sencillos para salir de la situación: «Entra en los almacenes y abrázate a un agente de seguridad o déjate caer al suelo y no te muevas hasta que llegue la policía».
Era evidente que la fugitiva no estaba en situación de pensar, pero comprendió, sin embargo, que la muchacha acabaría tomando una decisión razonable, de modo que el tiempo iba contra él. Le convenía acabar con el trabajo.
Ahora la iniciativa tenía que tomarla él. Y pronto.
Casi la rozó cuando los dos eran engullidos por el gentío de Las Ramblas.
Cerca de allí, en las profundidades de la Ciudad Vieja, había otra muchacha que estaba dominada por el miedo, aunque nada temía de la muerte.
Tenía miedo porque el edificio entero estaba casi totalmente vacío. De sus diez pisos, solo dos tenían presencia humana, conservaban una cama, una radio de la que llegaba un hilo de voz y una ventana por la que entraba un rayo de luz. Las demás viviendas estaban tapiadas y, vacías de aliento humano, eran el terreno de las sombras, los crujidos que no vienen de ninguna parte, los cuadros olvidados en las paredes, los visillos y los fantasmas.
La vieja calle San Rafael quedó un día cortada por la rambla del Raval, a la que de pronto llegaron unos árboles llenos de sorpresa, unas sillas de café, unos camareros marroquíes y unos culos de mujer que ansiaban descansar en paz. Las fuerzas vivas de la ciudad cerraron y derribaron los hotelitos donde había cortinas históricas, parejas clandestinas, espejos amarillentos y camas republicanas. Algunos hombres se detenían aún allí, ante el espacio vacío, pensaban en el tiempo y las mujeres que se habían ido, dibujaban en el aire las habitaciones que ya no existían y acababan maldiciendo lo único que les quedaba, que era la memoria.
Por eso muchas casas cercanas a la rambla del Raval habían sido derribadas tiempo atrás y otras seguirían cayendo, como, por ejemplo, el edificio en que aguardaba la muchacha, oyendo los crujidos de la escalera.
Bueno, hay que decir que los bloques a punto de desaparecer eran dos, no solamente uno. Las fuerzas vivas de la ciudad seguían su trabajo ampliando espacios, es decir, fabricando esperanzas y matando recuerdos en el barrio viejo. De los dos edificios, uno ya estaba completamente tapiado, desde las entradas de la calle a las barandas del tejado, o sea que nada faltaba para que llegase una máquina y lo convirtiera en polvo. El otro, el contiguo, aún mantenía presencia humana en dos pisos, de modo que muchas puertas estaban tapiadas también, pero la puerta de la calle aún podía abrirse para permitir el acceso a los vecinos supervivientes al progreso. Las autoridades, con su fuerza y paciencia inmemorial, esperaban que ambos bloques quedaran del todo vacíos para derribarlos juntos.
La muchacha miró el reloj del comedor, también inmemorial, y calculó que aún quedaban dos horas para que volviese su padre. Como los patios interiores ya estaban hundidos en las sombras, su miedo no hizo más que crecer y crecer. Los adultos olvidan —aunque también lo recuerden alguna vez—, pero los niños saben que hay casas que vienen del fondo del tiempo, acunan a sus muertos y hablan con sus fantasmas.
No te separes un metro de ella, no la pierdas de vista, no dejes que se cruce entre los dos un maldito paseante de Las Ramblas. Mientras seguía a la muchacha, el hombre que había de matarla tenía todos los músculos tensos, como un animal a punto de saltar. Si ella se volvía una sola vez podría verlo, pero eso no significaba nada: un paseante más. Lo malo era si se volvía dos veces y lo veía de nuevo. Entonces sería capaz de reconocer el rostro de la amenaza y ponerse a gritar.
No sucedió nada de eso. «Ella siente horror y se ve perdida porque no sabe dónde está y desconfía de todo…». Claro que eso duraría poco, pero el hombre podía estar seguro mientras la muchacha se enfrentara a la desorientación.
La calle Hospital. La muchacha ha entrado en ella porque la puede controlar mejor, porque no hay tanta gente como en Las Ramblas. Mira a un lado y otro, buscando algo que la salve y que no sabe qué es. En ese momento vuelve la cabeza.
El hombre, el hombre demasiado cerca.
Pero eso aún no significa nada, no significa que la hayan descubierto y la estén siguiendo. Aprieta el paso, vuelve a mirar a un lado y otro, calcula el espacio que la separa de la primera esquina y decide que allí se volverá otra vez.
Lo hace. Hay un relampagueo de escaparates a media luz, puertas cerradas, rótulos incomprensibles y viejos que parecen estar en la calle desde antes del nacimiento de esta. Entonces vuelve a ver al hombre.
Es el mismo y sigue estando muy cerca. Sin duda la sigue. La han descubierto, saben dónde está, acabarán con ella.
El miedo puede más que su vergüenza, y echa a correr. Entrará en una tienda aunque no sepa qué decir, gritará, hará algo. Entonces ve una calle a la que se accede por un arco y se desvía hacia allí.
Vuelve la cabeza de nuevo, está a punto de lanzar un grito.
Y nada. El hombre ha desaparecido. Nadie la mira, nadie se fija en ella, de modo que todo hubo de ser producto de su miedo. Se detiene y respira ansiosamente mientras sus piernas parecen ceder. Poco a poco va recobrando el ritmo normal de respiración, intenta reflexionar y piensa que, de todos modos, ha de asegurarse. En esta calle hay menos gente, pero piensa que, si puede ocultarse en algún sitio unos minutos, los que la sigan perderán su pista.
Si es que la siguen.
La calle es tranquila, aunque parece un túnel. Hay tiendas pequeñas, portales sin luz, hombres que llevan turbante, como en una escena irreal de la
kasbah
. Pero más abajo hay más luces, parece que exista una rambla.
Y entonces ve los dos edificios. Uno está completamente tapiado, es como un búnker que cierra el paisaje. El otro también está tapiado en parte, pero conserva el portal de la calle.
La puerta está entornada.
Y la muchacha entra.
Desde arriba se oye el estampido del enorme portalón —casi doscientos años de servicio— cuando alguien lo cierra después de entrar. Desde el piso donde está sola, la muchacha piensa automáticamente. «La Soraya». La Soraya es la hija de los únicos vecinos que quedan, aparte de ella, y siempre baja la bolsa de la basura a la misma hora para llevarla al contenedor. Sus padres están en el paro y es posible que no coman más de una vez al día, pero por nombres imperiales que no quede. «Soraya». Lo malo es que mientras va al contenedor deja abierta la puerta de la calle, y solo la cierra cuando regresa. Un día va a pasar algo, porque se colará un
okupa
.
Silencio.
Unos pasos que suben la escalera. Luego otra puerta. Todo en paz. El maullido de un gato —seguramente imperial— se pierde por el hueco de la escalera.
La muchacha se encoge en el diván que ya está carcomido por los años. Bueno, y qué, se convertirá en ceniza cuando derriben la casa. No oye nada más. Abre la luz y le parece que no está tan sola, que todo cambia. Va a encender la televisión y piensa que debió hacerlo mucho antes. Para qué está la tele si no para hacerte compañía.
Oye entonces que alguien oprime el timbre de la puerta, al tiempo que la aporrea con sus manos. Qué extraño, no ha oído subir a nadie. Pero el que llama está desesperado y quiere entrar como sea.
La muchacha abre. No entiende nada, pero al menos su miedo ha desaparecido, porque intuye que ha de ayudar a alguien. Ve de pronto el dibujo confuso de la escalera, ve la oscuridad, ve una sombra que se mueve.
Algo cae de pronto sobre ella. La muchacha grita mientras cae al suelo. No se ha dado cuenta aún de que tiene encima el cuerpo de una muerta.
Las calles de los perros perdidos
Sangre. La sensación de la sangre es lo primero que la horroriza y la ahoga, porque la nota en el interior de su boca. La muchacha aún no comprende nada, pero se da cuenta de que tiene encima el cuerpo de otra muchacha como ella, un cuerpo que se desangra por una espantosa brecha en el cuello. Intenta quitársela de encima e intuye que hay algo más allá, pero sigue sin entender nada. Intenta chillar y no puede, porque la sangre ha llegado hasta su garganta.
Un estertor.
En la escalera se mueve algo, las tinieblas palpitan y de pronto tienen vida. La muchacha hunde la cabeza en el cuerpo que ha caído sobre ella porque su instinto le dice que le conviene no ver, no ver, no ver…
La luz de la escalera se enciende bruscamente. Alguien ha oído algo: quizá la emperatriz Soraya, que subía poco antes. La figura del hombre queda entonces dibujada en el umbral: su alta estatura, su figura joven, su mirada gris, su cuchillo rojo.
Ella lo ha visto, aunque vuelve a cerrar los ojos. Llena de desesperación tensa los músculos, se saca de encima el cadáver, trata de saltar y lo consigue. Llega al otro lado de la habitación, al comedor donde ella vio la primera luz, reconoció la voz de su madre y tocó la jaula de un pájaro.
Nada malo le puede pasar allí, nada, nada, nada… Choca con el reloj que ella conoció cuando aún avanzaba a gatas, y que entonces le parecía tan enorme. Trata de sujetar el reloj y lanzarlo hacia atrás con todas sus fuerzas. Atrás están las sombras, está un jadeo animal, está el hombre.
No ve nada más. El cuchillo se hunde en su espalda. Lanza apenas un gemido mientras las rodillas resbalan sobre la pared. Y entonces, de repente, suenan las campanadas del reloj, pero ella no llega a contarlas.
—Eran casi las nueve de la noche —dijo Méndez—. El reloj recibió un trastazo de la hostia y quedó parado a esa hora.
En el pequeño piso —sin duda alzado antes de la Primera República— estaban el forense, el juez, el secretario del juez, dos expertos en huellas, el jefe de homicidios, Méndez y una puta que a veces hacía esquina junto al portal, y que conocía a todo el mundo. Fue ella la que dijo:
—Y pensar que ya no existe la pena de muerte.
Méndez pensaba lo mismo, pero se calló, porque de lo contrario el jefe de homicidios le hubiera echado de allí por inconstitucional. Méndez casi siempre estaba de acuerdo con las mujeres de la calle.
Llegó un fotógrafo de la policía, el cual casi tropezó con el primer cadáver, que estaba cruzado en la entrada del piso. El fotógrafo dijo:
—Hostia.
Pero lo dijo como una oración.
El jefe de homicidios fue hasta el fondo del piso y luego regresó. Pudo ver que había un comedor muy pequeñito, que daba a una galería pequeñita y a un cielo pequeñito. Un cuarto de baño limpio, pero que parecía un rincón aprovechado donde apenas cabían una ducha y un culo. Un dormitorio de hombre, a juzgar por la ropa del armario, y un dormitorio de mujer joven, a juzgar también por las prendas de ropa. El hombre no estaba, pero la mujer joven sí. Tenía que ser una de las muertas.
Todo el piso olía a limpio, a cuidado y a vida definitiva (a ilusión de padres que miran a una niña en su cuna), pese a que algunas paredes ya tenían grietas.
Masculló:
—La madre que los parió.
Pero también lo dijo como si rezase.
Méndez se inclinó sobre la primera muerta, la que casi estaba cruzada en la puerta.
—No es del barrio —dijo—. No la había visto nunca por aquí.
—Usted no ha visto una mujer joven desde los Juegos Olímpicos del 92, Méndez —dijo el jefe de homicidios—, desde que se rompió dos costillas aquella atleta ucraniana que no pudo saltar porque tenía demasiado culo. No sé en qué se funda para decir que esta chica no era del barrio. Ahora al barrio llegan chicas hasta de Bangladesh, pero la lástima es que no tienen buen culo. Por eso no se fija.
Fue una frase desafortunada. El fotógrafo estaba rezando de verdad y no era momento para hablar de culos.
—Fíjese en las etiquetas de su ropa —dijo Méndez—. Es ropa rusa.
El policía dio una vuelta, esquivando los charcos de sangre, y examinó a la otra muerta, la que estaba junto a la pared, como si hubiese tratado de huir y cuyos ojos muy abiertos parecían mirar al techo.
Hasta Méndez sintió que debía rezar.
—A esta la conocía —dijo—. Se llamaba Miriam, y era la última vecina de esta casa. Vivía con su padre, y los dos sabían que los iban a echar fuera de un momento a otro, pero algo los hacía aguantar hasta el fin. No sé, supongo que serían los recuerdos. Pienso que Miriam estaba sola en el piso cuando alguien llamó. Pienso que debía ser la otra chica, la que está junto a la puerta, la que lleva ropa rusa. Sigo pensando…
—Lo cual es muy raro en usted —dijo el jefe—. No piense tanto.
—… En fin, imagino, aunque ya no pienso, que a esa el asesino la perseguía desde la calle. Por supuesto, la puerta de abajo está cerrada, pero tal vez alguien debió dejarla abierta en un descuido. La chica entró porque debía estar aterrorizada por algo. Posiblemente alguien la perseguía, y ella imaginó que así perderían su pista. Subió por la escalera a oscuras y llamó a la única puerta que no vio tapiada. Pero el asesino la había seguido y llegó a tiempo. Le bastó con un tajo en la garganta.