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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

Pietr el Letón (14 page)

BOOK: Pietr el Letón
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Y en su rostro reapareció la preocupación. El despacho del juez estaba azul por el humo de la pipa. Maigret se sentía allí como en su casa, sentado en la esquina del escritorio.

—¡Creo que lo mejor será que me vaya cuanto antes a Fécamp! —suspiró al fin—. Dentro de una hora sale un tren.

—¡Feo asunto! —concluyó Monsieur Coméliau apartando la carpeta del caso.

El comisario estaba sumido en la contemplación del humo que lo rodeaba. Sólo el chisporroteo de la pipa turbaba, o mejor dicho acompañaba, el silencio.

—¡Mire esa foto! —dijo de repente.

Le mostraba la de Pskov, con el aguilón blanco de la casa del sastre, la polea debajo del tejado, la pequeña escalinata, la madre sentada, el padre atento a su pose, los dos chiquillos con el cuello marinero.

—¡Es en Rusia! He tenido que consultar un atlas. ¡No está lejos del Báltico! Allí hay varios pequeños países: Estonia, Letonia, Lituania… Después, rodeándolos, Polonia y Rusia. Las fronteras no acaban de coincidir con las razas. A veces, entre aldea y aldea, cambia el idioma. Y, para complicarlo más, los judíos, diseminados en todas partes, forman de todos modos un pueblo al margen. ¡Súmele a eso los comunistas, que luchan en las fronteras! Y, en fin, los ejércitos de los ultranacionalistas… La gente vive de los pinos de los bosques. Los pobres son más pobres que en cualquier otro lugar. Mueren de hambre y de frío. Unos intelectuales defienden la cultura alemana, otros la cultura eslava, y algunos, en fin, el terruño y los antiguos dialectos. Hay campesinos con cara de lapones o de calmucos, luego unos grandes diablos rubios, y, para terminar, todo un mestizaje de judíos que comen ajo y que matan a los animales de manera diferente que los demás. —Maigret recobró la fotografía de las manos del juez, que la había mirado sin gran interés—. ¡Qué niños tan raros! —se limitó a decir. Devolviéndola al magistrado, el comisario preguntó—: ¿Puede decirme a cuál de los dos busco?

Todavía quedaban tres cuartos de hora para la salida del tren. Monsieur Coméliau examinó sucesivamente al muchacho que parecía desafiar el objetivo y a su hermano, que lo miraba como pidiéndole consejo.

—¡Fotos así son terriblemente elocuentes! —continuaba Maigret—. Uno se pregunta cómo los padres y los profesores que los conocieron no adivinaron de golpe el destino de los personajes. Fíjese en el padre: lo mataron una noche de disturbios, mientras luchaban en las calles los nacionalistas y los comunistas. El no comulgaba ni con unos ni con otros: había salido de su casa para comprar pan. Por la mayor de las casualidades, me pasó la información el propietario del Roi de Sicile, que es oriundo de Pskov. La madre aún no ha muerto, sigue viviendo en la misma casa. El domingo se pone el vestido tradicional, con el alto gorro que cubre los dos lados de la cara. Los niños… —Se calló un instante—. Mortimer —prosiguió con otra voz— nació en una granja de Ohioy empezó vendiendo cordones en San Francisco. Anna Gorskin, natural de Odessa, pasó su juventud en Vilna. Mistress Mortimer, en fin, es una escocesa cuya familia emigró a Florida cuando ella era una niña. Todos coinciden a la sombra de Notre-Dame, en París, y mi padre era guarda de caza de una de las más antiguas fincas del Loira. —Consultó de nuevo la hora y señaló en el retrato al chico que miraba a su hermano con admiración—. ¡Ahora tengo que atrapar a ese muchacho!

Vació la pipa en la carbonera y, con un gesto maquinal, estuvo a punto de cargar la estufa.

Instantes después, el juez Coméliau comentaba a su escribano, mientras limpiaba sus gafas de montura de oro:

—¿No le parece que Maigret ha cambiado? Lo he notado, ¿cómo le diría?, un poco nervioso, no sé. —Buscó inútilmente la palabra, y zanjó—: ¿Qué diablos vienen a hacer entre nosotros todos esos extranjeros? —Después, tras recuperar con un gesto brusco la carpeta del caso Mortimer, dictó—: Tome nota: «En el año mil novecientos…».

Si el inspector Dufour se hallaba en el mismo hueco en que Maigret había esperado la salida del hombre de la gabardina en una mañana tormentosa, es que sólo había ese recoveco en la calle empinada que, tras comunicar las pocas casas situadas al pie del acantilado, se convertía en sendero y acababa por esfumarse en la hierba rasa.

Dufour llevaba polainas negras, un chaquetón con trabillas y una gorra de marinero, como todo el mundo lleva en Fécamp, y que debió de comprar a su llegada.

—¿Cómo va? —preguntó Maigret acercándosele en la oscuridad.

—Todo bien, jefe.

Eso asustó un poco al comisario.

—¿Qué significa «todo bien»?

—El hombre no ha entrado ni salido. Si llegó antes que yo a Fécamp y entró en la casa, sigue estando allí.

—Cuénteme al detalle todo lo que ha ocurrido.

—¡En la mañana de ayer, nada! La sirvienta fue a la compra. Por la tarde, vino a relevarme el agente Bornier. No entró ni salió nadie durante toda la noche. A las diez, las luces se apagaron.

—¿Y después?

—Esta mañana he vuelto a mi puesto, mientras Bornier iba a acostarse. Vendrá a reemplazarme. A eso de las nueve, como la víspera, la sirvienta se fue al mercado. Hace una media hora, la señora joven salió. No tardará en volver. Supongo que ha ido de visita.

Maigret no dijo nada. Se daba cuenta de que en aquella vigilancia algo no funcionaba. Pero ¿cuántos hombres harían falta para un control realmente riguroso?

Sólo para vigilar la casa, se necesitarían tres centinelas. ¡Y un policía para seguir los pasos de la sirvienta, y otro detrás de la «señora joven», como decía Dufour!

—¿Hace una media hora que se fue?

—Sí. ¡Mire! Ahí está Bornier. Es mi hora de cenar. Desde la mañana, sólo he comido un bocadillo y tengo los pies helados.

—Váyase.

El agente Bornier, que era muy joven, se estrenaba en la Brigada Móvil.

—He visto a Madame Swaan —dijo.

—¿Dónde? ¿Cuándo?

—En el muelle, ahora mismo. Se dirigía al malecón de abajo.

—¿Iba sola?

—Completamente sola. He estado a punto de seguirla, pero después he pensado que Dufour me esperaba. Como el malecón no conduce a ningún lugar, no puede ir muy lejos.

—¿Cómo iba vestida?

—Un abrigo oscuro. No me he fijado.

—¿Puedo irme? —preguntó Dufour.

—Ya se lo he dicho.

—Si hay algo, avíseme, ¿eh? Basta con llamar tres veces al timbre de la puerta del hotel.

¡Menuda idiotez! Maigret apenas le prestaba atención. Ordenó a Bornier:

—Quédate aquí.

Y, de repente, se dirigió a la casa de Swaan y casi arrancó la campanilla de la verja. Vio luz en la planta baja, en la habitación que sabía que era el comedor.

Pasados cinco minutos, como no había aparecido nadie, saltó el muro, que era bajo, llegó a la puerta y golpeó con el puño.

Una voz asustada gimió desde dentro:

—¿Quién es?

Y, al mismo tiempo, se oían unos gritos de niños.

—¡Policía! ¡Abra!

Un titubeo. Unos pasos.

—¡Abra inmediatamente!

El pasillo estaba oscuro. Al entrar, Maigret distinguió la mancha que creaba en la oscuridad el delantal de la sirvienta.

—¿Madame Swaan?

En aquel momento, se abrió una puerta y vio a la niña que había entrevisto con motivo de su primera visita.

La sirvienta no se movía. Con la espalda pegada a la pared, se la veía inmovilizada por el miedo.

—¿A quién te has encontrado esta mañana?

—Se lo juro, señor policía. —Se deshacía en lágrimas—. Se lo juro, yo…

—¿A Monsieur Swaan?

—¡No! Verá. Era, bueno, el cuñado de la señora. Me ha pedido que le entregara una carta a mi ama.

—¿Dónde estaba?

—Delante de la carnicería. Me esperaba.

—¿Ya te había hecho encargos parecidos?

—No, nunca, jamás lo había visto fuera de la casa.

—¿Y sabes dónde se ha citado con Madame Swaan?

—¡No sé nada! La señora ha estado nerviosa todo el día. Ella también me ha hecho preguntas. Quería saber cómo estaba él. Le he dicho la verdad, que tenía el aspecto de un hombre que va a ocasionar una desgracia. Cuando se me acercó, me dio miedo.

Maigret salió de repente, sin cerrar la puerta.

El hombre de la roca

El agente Bornier, recién ingresado en el servicio, se emocionó muchísimo al ver a su jefe pasar corriendo delante de él, rozarle sin decirle nada, mientras la puerta de la casa permanecía abierta.

Lo llamó dos veces:

—¡Comisario! ¡Comisario!

Maigret no se volvió. Sólo unos instantes después, al llegar a la Rue d'Etretat, por la que circulaban algunos transeúntes, aminoró el paso, giró a la derecha, chapoteó en el barro de los muelles y se dirigió, de nuevo a la carrera, hacia el malecón.

Todavía no había recorrido cien metros en esa dirección cuando descubrió una figura femenina. Torció para pasar cerca de ella. En un muelle, un barco pesquero estaba descargando, con una lámpara de carburo colgada de los obenques.

Se paró, a fin de permitir que la mujer alcanzara el círculo luminoso, y vio el rostro convulso de Madame Swaan. Tenía los ojos extraviados y caminaba con pasos rápidos y torpes, como si hubiera errado a través de las marismas sin caer en ellas de milagro.

El comisario estuvo a punto de abordarla, y llegó a dar unos pasos hacia ella. Pero descubrió delante de él el malecón desierto, larga línea negra en la sombra, con la espuma de las olas a ambos lados.

Se precipitó en esa dirección. Más allá del barco pesquero, no se veía ni un alma. Las luces verde y roja del paso del canal perforaban la noche. El faro, instalado sobre las rocas, iluminaba cada quince segundos una gran extensión de mar y arrojaba sus rayos, como un relámpago, sobre el acantilado de abajo, que nacía y moría, fantasmagórico.

Maigret tropezó con los noray de amarre; luego se metió por una pasarela levantada sobre pilotes en la que se vio envuelto por el estruendo de las olas.

Sus ojos escrutaban la oscuridad. Oyó la sirena de un barco que quería salir de la esclusa.

Frente al él, el mar, indiferenciado y ruidoso. Detrás, la ciudad, sus tiendas, sus adoquines grasientos.

Caminaba de prisa, se paraba de vez en cuando y miraba a su alrededor con creciente angustia.

No conocía el terreno, y dio un rodeo en busca de un atajo. La pasarela sobre pilotes lo conducía al pie de un semáforo donde había tres bolas negras, que contó sin darse cuenta.

Un poco más allá, se asomó sobre el parapeto, por encima de las grandes masas de espuma blanca que se estiraban entre las rocas sobresalientes.

Su sombrero voló. Lo persiguió, pero no pudo impedir que cayera al mar.

Las gaviotas lanzaban gritos penetrantes y a veces un ala blanca se perfilaba en el cielo.

¿No había acudido nadie a la cita con Madame Swaan? ¿Acaso su compañero había tenido tiempo de alejarse? ¿Acaso estaba muerto?

Maigret no podía quedarse quieto: estaba convencido de que era cosa de segundos.

Alcanzó la luz verde y dio la vuelta a las viguetas de hierro que la sostenían.

¡Nadie! Y las olas, una tras otra, chocaban contra el dique, erguidas, tropezando, escapando en un amplio vacío blancuzco para regresar en un nuevo impulso.

El rumor intermitente de roce de los cantos rodados entre sí. El edificio apenas distinguible del casino vacío.

Maigret buscaba a un hombre.

Dio media vuelta, deambuló por la playa, entre piedras que, en la oscuridad, parecían monstruosos tubérculos.

Estaba a la misma altura que las olas. Recibía sus salpicaduras en la cara.

Entonces se dio cuenta de que había bajamar y que el malecón estaba rodeado de un cinturón de rocas negras entre las que el agua burbujeaba.

Descubrió al hombre por puro milagro. Al principio, se le apareció como algo inanimado, como una sombra indiferenciada entre otras sombras.

Miró con atención. Estaba en la última roca, allí donde la ola alzaba su cresta más poderosa antes de caer y convertirse en vapor de agua.

Allí había algo vivo.

Para alcanzarlo, Maigret tuvo que deslizarse entre los pilotes que sostenían la pasarela que había recorrido minutos antes.

La superficie que pisaba estaba recubierta de algas. Las suelas resbalaban. Se oía un rumor múltiple, como la huida de centenares de cangrejos, el estallido de unas burbujas o de unas bayas marinas y el temblor imperceptible de los mejillones incrustados a media altura de los tablones.

En cierto momento Maigret perdió pie y su pierna se hundió hasta la rodilla en un charco de agua.

Ya no veía al hombre, pero iba en la buena dirección.

El otro debió de llegar a la roca cuando la marea estaba aún más baja, porque el comisario se vio repentinamente frenado por un agujero de dos metros de anchura. Tanteó el fondo con el pie, y estuvo a punto de hundirse.

Al final, se colgó de los contrafuertes de los pilotes.

Hay momentos en que es mejor que nadie lo vea a uno. Se intentan gestos para los que no se está preparado. Y al principio uno se equivoca, como un mal acróbata. Pero, por decirlo de algún modo, se avanza a fuerza de inercia. Uno cae y se levanta. Se debate sin prestigio, sin belleza.

Maigret se hizo un corte en la mejilla, y luego fue incapaz de decir si había sido cayendo de bruces sobre las rocas o rozando algún clavo hundido en los tablones.

Volvió a ver al hombre, aunque lo dudó, porque su inmovilidad lo llevaba a parecerse a una de esas piedras que, de lejos, adoptan forma humana.

Un poco más allá, el agua chapoteó entre sus piernas. No era un marinero.

Avanzó con precipitación involuntaria.

Y al fin alcanzó las mismas rocas en las que estaba el hombre. Lo vio un metro más abajo. A diez o quince pasos de él.

Sin pensar en sacar su revólver, caminó de puntillas mientras el terreno se lo permitió, y aun así hizo rodar unas piedras cuyo ruido se confundió con el de la bajamar.

Luego, de repente, sin transición, saltó sobre la silueta inmóvil, le agarró el cuello en un brazo y lo derribó hacia atrás.

Ambos estuvieron a punto de caerse y verse arrastrados por una ola más fuerte que las demás que rompía en aquel lugar. Si no ocurrió así, fue por casualidad.

Si hubiera intentado diez veces el mismo ejercicio, diez veces le habría salido mal.

El hombre, que no había visto a su agresor, se debatía como una anguila. Con la cabeza aprisionada, movía todo su cuerpo con una agilidad que, en aquellas circunstancias, adquiría proporciones inhumanas.

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