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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

Pietr el Letón (9 page)

BOOK: Pietr el Letón
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Llamó a la puerta del Pickwick's Bar y le abrió una mujer de la limpieza.

Como había supuesto, el personal, instalado a lo largo de las mesas puestas en fila, cenaba. Se veían restos de pollo, de perdiz, de pasteles, todo lo que la clientela no había consumido. Treinta cabezas se volvieron hacia el comisario.

—¿Hace mucho que se ha ido José?

—Claro. Inmediatamente después de que…

Pero el jefe de personal reconoció al comisario, pues él mismo le había servido, y dio un codazo al que hablaba.

Maigret se desenmascaró.

—¡Su dirección! Y exacta, ¿eh? Si no, lo pasará mal.

—Yo no la sé. Sólo el dueño…

—¿Dónde está?

—En su casa de campo, en La Varenne.

—Déme el registro.

—Pero…

—¡Silencio!

Fingieron buscar en los cajones de un pequeño escritorio instalado detrás de la tarima de la orquesta. Maigret apartó a todos y encontró inmediatamente el registro, en el que leyó: «José Latourie, Rue Lepic, 71».

Salió como había entrado, pesadamente, mientras los empleados, bastante inquietos, reanudaban la cena.

Estaba a dos pasos de la Rue Lepic. Pero el número 71 se hallaba en la parte superior de la calle en cuesta. Tuvo que detenerse dos veces porque le faltaba el aliento.

Llegó por fin a la puerta de un hotelucho parecido al Hôtel Beauséjour, pero más sórdido aún, y llamó. La puerta se abrió automáticamente. Llamó a un ojo de buey y un portero acabó por levantarse de su cama.

—¿José Latourie?

El portero consultó el tablero instalado en la cabecera de su catre.

—¡No ha vuelto! Su llave está aquí.

—¡Démela! Policía.

—Pero…

—¡Rápido!

La verdad es que, esa noche, nadie se le resistió. Y, sin embargo, no mostraba su severidad ni su rigidez habituales. Pero es posible que se percibiera confusamente algo todavía peor.

—¿Qué piso?

—¡Cuarto!

La habitación, larga y estrecha, olía a cerrado. La cama estaba sin hacer. José, como la mayoría de sus semejantes, debió de permanecer acostado hasta las cuatro de la tarde, hora a partir de la cual en los hoteles se niegan a limpiar las habitaciones.

Un viejo pijama, gastado en el cuello y en los codos, yacía arrojado sobre las sábanas. En el suelo había un par de mocasines que, con el contrafuerte roto y la suela agujereada, servían de pantuflas.

En una bolsa de viaje, de falso cuero, sólo había algunos periódicos viejos y un raído pantalón negro.

Encima del lavabo, una pastilla de jabón, un frasco con ungüento, unas aspirinas y un tubo de veronal.

En el suelo, un pedazo de papel hecho una bola, que Maigret recogió y desplegó cuidadosamente. No necesitó olisquearlo para adivinar que había contenido heroína.

Un cuarto de hora después, el comisario, que había registrado todos los rincones, descubrió un agujero en la tapicería de la única butaca que había en la habitación, introdujo el dedo y extrajo, uno tras otro, once saquitos de la misma droga, cada uno de ellos de un gramo.

Los puso en su cartera y bajó la escalera. En la Place Blanche se acercó a un policía, le dio instrucciones y el agente fue a instalarse en las cercanías del 71.

Maigret se acordaba del joven de pelo negro: un gigoló con poca salud, de mirada insegura, que, por nerviosismo, había tropezado con su mesa al pasar cerca de él cuando regresó de su cita con Moretto.

Una vez dado el golpe, no se había atrevido a volver a su casa, prefiriendo abandonar sus cuatro trapos y los once saquitos de droga que significaban, sin embargo, a precio de minorista, algo más de mil francos.

Se dejaría atrapar cualquier día, porque carecía de agallas y debía de andar espoleado por el miedo.

Pepito poseía más sangre fría. Posiblemente, a estas horas esperara en una estación la salida del primer tren. O quizá se había internado en la periferia o, simplemente, había cambiado de barrio y de hotel.

Maigret paró un taxi y estuvo a punto de dar la dirección del Majestic. Pero calculó que allí todavía no habrían terminado. En otras palabras, Torrence seguía en la habitación.

—Quai des Orfevres…

Al pasar al lado de Jean, comprendió que éste ya estaba al corriente y desvió la cabeza como un culpable.

No se ocupó de su fuego. No se quitó la chaqueta ni el cuello postizo.

Durante dos horas permaneció inmóvil, con los codos sobre el escritorio, y ya amanecía cuando se le ocurrió leer un papel que debieron de dejarle en el transcurso de la noche.

«Al comisario Maigret. Urgente.

»Un hombre vestido de etiqueta ha entrado alrededor de las once y media en el Hôtel Roi de Sicile y ha permanecido allí diez minutos. Se ha ido en limusina. El ruso no ha salido».

Maigret no se inmutó. Y todas las noticias llegaron de golpe. La primera fue una llamada de la comisaría del barrio de Courcelles.

«Un tal José Latourie, bailarín de cabaret, ha sido hallado muerto cerca de la verja del Parc Monceau. Muestra lesiones producidas por tres cuchilladas. No le han robado la cartera. Se desconoce cuándo y en qué circunstancias se ha cometido el crimen».

¡Maigret no lo ignoraba! Imaginó, inmediatamente, a Pepito Moretto siguiendo al joven, a su salida del Pickwick's, viéndolo demasiado nervioso y capaz de traicionar, asesinándolo sin tomarse siquiera el esfuerzo de quitarle la cartera y los documentos de identidad, ¿tal vez a modo de desafío?

«¿Cree usted que, a partir de él, puede llegar hasta nosotros? ¡Ahí lo tiene!», parecía decir.

Las ocho y media. Al teléfono, la voz del director del Majestic.

¿El comisario Maigret?… ¡Es increíble, inaudito! ¡Hace unos minutos han llamado de la
suite
número diecisiete!… ¡De la diecisiete! ¿Se acuerda? Aquel que…

—Oswald Oppenheim, sí. ¿Y qué?

He hecho subir a un camarero. Oppenheim, acostado como si no hubiera pasado nada, ha reclamado su desayuno.

El regreso de Oswald Oppenheim

Maigret acababa de pasar dos horas inmóvil. Cuando quiso levantarse, casi no pudo mover los brazos y tuvo que llamar a Jean para que lo ayudara a ponerse el abrigo.

—Pídame un taxi.

Minutos después entraba en la consulta del doctor Lecourbe, en la Rue Monsieur-le-Prince. Seis clientes aguardaban en la sala de espera, pero lo hicieron entrar en la casa y, tan pronto como el gabinete de consulta quedó libre, el médico lo recibió.

Tardó una hora en salir. Llevaba el torso mucho más tieso. Bajo los ojos, las ojeras eran tan profundas que habían modificado su mirada, como si lo hubieran maquillado.

—¡Rue du Roi-de-Sicile! Ya le diré dónde tiene que pararse.

De lejos, vio a sus dos inspectores haciendo la ronda delante del hotelucho. Bajó del coche y se les unió.

—¿No lo han visto salir?

—No. Uno de los dos ha estado siempre de guardia.

—¿Quiénes han salido del hotel?

—Un ancianito achacoso, después dos jóvenes, luego una mujer de unos treinta años.

—¿El viejo llevaba barba?

—Sí.

Los abandonó sin decir palabra, subió la estrecha escalera y pasó delante de la garita. Un instante después, empujó la puerta de la habitación 32. Le contestó una voz de mujer en un idioma desconocido. La puerta cedió y vio a Anna Gorskin, semidesnuda, que salía de la cama.

—¿Y tu amante? —preguntó. Hablaba de dientes afuera, como un hombre apresurado, sin tomarse el trabajo de registrar el lugar.

Anna Gorskin gritó:

—¡Salga! No tiene derecho…

Pero, flemático, recogió del suelo la gabardina que ya conocía. Parecía buscar algo más. Al pie de la cama, descubrió el pantalón grisáceo de Fiódor Yuróvich.

En cambio, no se veían zapatos de hombre en toda la habitación.

La joven judía se puso la bata mientras lo fulminaba con una mirada rabiosa.

—Usted se cree que porque somos extranjeros…

No le dio tiempo a que montara en cólera. Salió, tranquilamente; cerró la puerta, y ella volvió a abrirla antes de que él hubiera bajado un piso. En el rellano, ella se limitó a jadear, sin pronunciar palabra. Asomada por encima de la barandilla, lo siguió con los ojos y de repente, incapaz de retenerse, experimentando la necesidad lacerante de hacer algo, le escupió.

El gargajo cayó con un ruido sordo a pocos centímetros del comisario.

El inspector Dufour le preguntó:

—¿Qué tal?

—Vigila a la mujer. Ella no podrá disfrazarse de anciano achacoso.

—¿Quiere decir que…?

¡No! ¡No quería decir nada! No tenía ganas de iniciar una discusión. Subió de nuevo al taxi.

—Al Majestic.

El inspector, desconsolado, humillado, lo vio alejarse.

—¡Haz lo que puedas! —le gritó Maigret.

No tenía ganas de hacer sufrir a su compañero. Si éste se había dejado engañar, no era culpa suya. ¿Acaso él, Maigret, no había dejado que mataran a Torrence?

El director lo esperaba en la puerta, lo que era una actitud nueva.

—¡Al fin!… Tiene que comprenderme. Yo ya no sé qué debo hacer. Han venido a buscar a su…, su amigo. Me han asegurado que los periódicos no dirán nada. Pero «el otro» está ahí, ¿lo oye? ¡Está ahí!

—¿Nadie lo ha visto entrar?

—¡Nadie! Eso es justamente lo que… ¡Oiga! Como le conté por teléfono, llamó. Cuando el camarero se presentó, le pidió un café. Estaba en la cama.

—¿Y Mortimer?

—¿Cree usted que existe alguna relación? ¡No puede ser! Es un hombre muy conocido. Ministros y banqueros lo han visitado en este mismo hotel.

—¿Qué hace Oppenheim?

—Acaba de darse un baño. Creo que está vistiéndose.

—¿Y Mortimer?

—Los Mortimer todavía no han llamado. Duermen.

—Déme las señas de Pepito Moretto.

—Sí. Ya me lo han contado. Personalmente, yo no lo he visto nunca. Quiero decir que no me he fijado en él. ¡Tenemos tanto personal! Pero me he informado. Es un hombre bajito, moreno de piel, de pelo negro, fornido, que no decía nada en todo el día.

Maigret lo anotó en una hoja suelta, la metió en un sobre y escribió la dirección de la oficina de su jefe. Junto con las huellas dactilares, que sin duda habían sido halladas en la habitación donde había muerto Torrence, habría suficiente.

—Haga llevar esto a la Prefectura.

—Sí, señor comisario. —El director se volvía suave como un guante, porque se daba cuenta de que los acontecimientos podían alcanzar dimensiones desastrosas—. ¿Qué piensa hacer?

Pero el comisario ya se alejaba, torpe y desmañado, y se instalaba en el centro del vestíbulo, como los visitantes en las iglesias antiguas cuando intentan adivinar, sin la ayuda del sacristán, todo lo que contienen de curioso.

Un rayo de sol doraba todo el vestíbulo del Majestic.

A las nueve de la mañana, el vestíbulo estaba casi desierto. Unos pocos viajeros desayunaban en mesas aisladas mientras leían la prensa.

Maigret acabó por dejarse caer en un sillón de bejuco, cerca del surtidor que, por alguna razón, ese día no funcionaba. Los peces rojos, en el pilón de cerámica, permanecían obstinadamente inmóviles y sólo sus bocas se abrían y se cerraban en el vacío.

Eso le recordó al comisario la boca abierta de Torrence. Y debió de sentirse muy impresionado, porque se revolvió mucho en su sillón hasta encontrar una posición cómoda.

Circulaban unos cuantos mozos del hotel. Maigret los seguía con la mirada, sabiendo que en cualquier momento podía sonar un disparo.

La partida entablada había alcanzado su punto álgido.

Que Maigret hubiera descubierto la identidad de Oppenheim, alias Pietr el Letón, no significaba mucho, y el policía no arriesgaba gran cosa.

El Letón casi no se ocultaba, desafiaba a la Sûreté, convencido de que no tenían ningún cargo contra él.

Como prueba, ahí estaba ese rosario de telegramas que seguía estrechamente su pista, de Cracovia a Bremen, de Bremen a Amsterdam, de Amsterdam a Bruselas y a París.

Pero ¡apareció un cadáver en el
Etoile du Nord
! Y, sobre todo, Maigret había hecho un descubrimiento: unas relaciones de índole inesperada entre el Letón y Mister Mortimer. Y ese descubrimiento era capital.

Pietr era un delincuente que se confesaba delincuente y que se limitaba a decir a la policía internacional: «¡A ver si me atrapáis
in fraganti!
».

¡Mortimer era para el mundo entero, una persona honrada!

Sólo dos seres podían haber adivinado los lazos Pietr-Mortimer.

¡Y aquella misma noche asesinaban a Torrence y Maigret recibía un disparo en la Rue Fontaine!

Un tercer personaje, desamparado, y que sin duda no sabía casi nada, aunque podía servir de base a una nueva investigación, quedaba suprimido: José Latourie, bailarín de cabaret.

Ahora bien, Mortimer y el Letón, confiados sin duda en esta triple ejecución, habían recuperado su lugar. Estaban arriba, en sus lujosas habitaciones, daban órdenes por teléfono a todo el servicio de un gran hotel, se bañaban, desayunaban, se vestían.

Maigret, a solas, los esperaba, incómodo en un sillón de bejuco, con un lado del pecho tieso y lacerante, y el brazo derecho casi inmovilizado por un dolor sordo.

Tenía autoridad para detenerlos. Pero sabía que no serviría de nada. Como máximo, encontraría algunas pruebas contra Pietr el Letón, también llamado Fiódor Yuróvich, Oswald Oppenheim y muchos nombres más, incluido quizás el de Olaf Swaan.

Pero ¿y las pruebas contra Mortimer, el conocido millonario norteamericano? Una hora después de su detención, protestaría la embajada de Estados Unidos. Los bancos franceses y las compañías financieras e industriales de las que era administrador pondrían a los políticos en marcha…

¿Qué pruebas? ¿Qué indicios? ¿Que había desaparecido durante unas horas siguiendo al Letón?

¿Que había cenado en el Pickwick's y que su mujer había bailado con José Latourie?

¿Que un inspector de policía lo había visto entrar en un sórdido hotel llamado Roi de Sicile?

¡Todo eso quedaría reducido a nada! Habría que acabar por presentar excusas, por dar satisfacción a Estados Unidos, tomar medidas, destituir a Maigret, por lo menos de puertas afuera.

¡Torrence había muerto!

Debió de atravesar ese mismo vestíbulo, sobre una camilla, con los primeros resplandores del alba. ¡A menos que, preocupado por no imponer un espectáculo penoso a algún cliente madrugador, el director hubiera conseguido que el traslado se hiciera por la salida de servicio!

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