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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

Pietr el Letón (6 page)

BOOK: Pietr el Letón
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En ese mismo instante, Maigret notó que alguien lo observaba desde el oscuro hueco de la escalera. Se volvió rápidamente y unos diez escalones por encima de él, vio brillar un ojo.

—¿Qué habitación?

—La treinta y dos.

Hojeó el registro y leyó:

—Fiódor Yuróvich, veintiocho años, natural de Vilna, peón, y Anna Gorskin, veinticinco años, natural de Odessa, sin profesión.

El judío había vuelto a su silla y comía como un hombre con la conciencia tranquila. Maigret tamborileó el cristal. El dueño del hotel se levantó lentamente, a disgusto.

—¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?

—Más o menos tres años.

—¿Y Anna Gorskin?

—Estaba en el hotel antes que él. Puede que cuatro años y medio.

—¿De qué viven?

—Ya lo ha leído. Él es obrero.

—¡No me diga! —exclamó Maigret en un tono que bastó para cambiar la actitud de su interlocutor.

—El resto no es cosa mía, ¿verdad? —contestó—. Paga regularmente. Va, viene, y no es mi oficio seguirlo.

—¿Recibe visitas?

—¡A veces! Escuche, tengo más de sesenta huéspedes y es imposible vigilarlos a todos. ¡Mientras no hagan nada malo! Además, ya que usted es de la Policía, debe de conocer la casa. Mis registros siempre han estado en orden. El brigada Vermouillet puede decírselo, él viene cada semana.

Maigret se volvió de repente y ordenó:

—¡Baje, Anna Gorskin!

Hubo un leve rumor en la escalera, y después unos pasos. Finalmente, una mujer penetró en el rayo de luz.

Aparentaba, más de los veinticinco años que constaban en el registro. Eso se debía sin duda a su raza. Como muchas judías de su edad, se había abotargado, sin perder, no obstante, cierta belleza. Los ojos, muy oscuros, con la córnea extraordinariamente transparente y brillante, eran excepcionales.

Pero el resto de su persona mostraba una negligencia que estropeaba esa impresión. Los cabellos negros, sucios y despeinados, le caían en espesos mechones sobre el cuello. Vestía una vieja bata que se entreabría y dejaba al descubierto su ropa interior.

Llevaba las medias enrolladas encima de las rodillas, demasiado gruesas.

—¿Qué hacía en la escalera?

—Estoy en mi casa.

Maigret percibió inmediatamente con qué tipo de mujer se enfrentaba. Apasionada, descarada, buscaba pelea. A la menor ocasión, provocaría un escándalo, alborotaría a todo el vecindario, lanzaría gritos agudos y las acusaciones más inverosímiles.

¿Tal vez porque se sentía invulnerable? En cualquier caso, miraba al enemigo con expresión desafiante.

—Más le valdría ir a cuidar a su amante.

—Eso es cosa mía.

El dueño del hotel, detrás de su ventanilla, balanceaba de izquierda a derecha y viceversa un rostro triste y reprobador, pero sus ojos reían.

—¿Cuándo se fue Fiódor?

—Anoche, a las once.

¡Mentía! ¡Era evidente! Pero de nada habría servido atacarla frontalmente. O, en tal caso, había que agarrarla decididamente por los hombros y llevarla a la comisaría.

—¿Dónde trabaja él?

—Donde le da la gana.

Y su pecho temblaba debajo de la bata mal ceñida. Su boca adoptaba un rictus maligno, despreciativo.

—¿Qué tiene la policía contra Fiódor?

Maigret prefirió exclamar en voz baja:

—Lárguese.

—¡Cuando yo quiera! No tengo por qué recibir órdenes de usted.

¿Qué sentido tenía contestar, crear un incidente grotesco que sólo serviría para perjudicar la investigación?

Maigret cerró el registro y se lo devolvió al dueño.

—En regla, ¿verdad? —dijo éste, que había indicado a la joven que se callara. Pero ella siguió allí hasta el final, con los brazos en jarras, medio cuerpo iluminado por la luz que desprendía la garita y medio en la sombra.

El comisario la miró de nuevo. Ella sostuvo la mirada y sintió la necesidad de rezongar:

—¡Oh, no crea que me asusta!

Él se encogió de hombros y bajó la escalera, rozando con el cuerpo las paredes mugrientas.

En el pasillo, tropezó con dos polacos sin cuello postizo que desviaron la cabeza al verlo. La calle estaba mojada los adoquines lanzaban reflejos.

En todos los rincones, en las menores manchas de oscuridad, en los callejones sin salida, en los pasadizos, se adivinaba un hormigueo mano, una vida solapada y vergonzante. Las sombras rozaban las paredes. Los tenderos vendían productos de los que los franceses ignoran incluso el nombre.

A menos de cien metros, la Rue de Rivoli y la Rue Saint-Antoine, anchas, con sus tranvías, sus escaparates, sus guardias municipales…

Maigret paró a un chico orejudo que corría y lo asió por el hombro.

—Ve a la Place Saint-Paul a buscar a un policía.

Pero el muchacho lo miró con ojos asustados y contestó algo incomprensible. ¡No sabía una palabra de francés!

El comisario llamó a un mendigo.

—Toma, un franco, y vete a entregar esta nota al poli de la Place Saint-Paul.

El vagabundo obedeció. Diez minutos después, llegaba un agente uniformado.

—Telefonee a la Policía Judicial para que me manden inmediatamente a un inspector… Dufour, si es posible.

Siguió rondando la calle durante media hora larga. Entraron algunas personas en el hotel y otras salieron. Pero la luz de la segunda ventana a la izquierda del tercer piso seguía encendida.

Anna Gorskin apareció en el umbral de la puerta. Se había puesto un abrigo verdoso sobre la bata. Iba sin sombrero y, pese a la lluvia, calzaba unas sandalias rojas de satén.

Cruzó la calle chapoteando. Maigret se ocultó en la oscuridad.

La vio entrar en una tienda, de la que salió minutos después con una infinidad de paquetitos blancos y dos botellas en los brazos, y se metió en el hotel.

Al fin llegó el inspector Dufour. Tenía treinta y cinco años y hablaba con suficiente corrección tres idiomas, lo que le hacía valioso pese a su manía de complicar las historias más sencillas.

Conseguía convertir un vulgar caso de robo con fractura o un hurto en un drama misterioso en el que acababa por perder la cabeza.

Pero en una misión precisa, como una vigilancia o un seguimiento, era de lo más adecuado gracias a la tenacidad poco común que lo caracterizaba.

Maigret le dio las señas de Fiódor Yuróvich y de su fulana.

—Voy a mandarte un compañero. Si uno de los dos individuos sale, tú le sigues, pero es preciso que siempre se quede alguien de guardia aquí. ¿De acuerdo?

—¿Es el caso del
Etoile du Nord
? Una historia de la Mafia ¿verdad?

El comisario prefirió irse. Un cuarto de hora después, llegaba al Quai des Orfèvres, mandaba un compañero a Dufour y se inclinaba sobre su estufa maldiciendo a Jean, que no había conseguido ponerla al rojo vivo.

Su abrigo, empapado, colgaba completamente tieso del perchero y conservaba la forma de sus hombros.

—¿Ha llamado mi mujer?

—Esta mañana. Le hemos dicho que estaba de viaje.

Ya estaba acostumbrada. Maigret sabía que podía regresar a casa y que ella se limitaría a besarlo, remover sus cacerolas sobre el fuego y servirle un plato de un aromático estofado. Como máximo, y sólo cuando él estuviera en la mesa, se permitiría contemplarlo con la barbilla entre las manos y preguntarle: «¿Todo bien?». Tanto al mediodía como a las cinco, él encontraría la comida preparada.

—¿Y Torrence?… —preguntó a Jean.

—Llamó a las siete de la mañana.

—¿Desde el Majestic?

—No sé. Preguntó si usted se había ido.

—¿Y después?

—Volvió a llamar a las cinco y diez de la tarde. Me pidió que le dijera a usted que lo esperaba.

Maigret sólo había comido un arenque en todo el día. Permaneció unos minutos de pie delante de la estufa, que comenzaba a ronronear, pues el comisario tenía una habilidad excepcional para hacer arder los carbones más refractarios.

Después se dirigió pesadamente al armarito empotrado donde había un lavamanos de porcelana, una toalla, un espejo y una maleta. Sacó la maleta y la abrió en medio del despacho; se desnudó, se puso ropa interior limpia y un traje seco, y pasó su mano titubeante por la barbilla sin afeitar.

—¡Bah!

Lanzó al fuego, que ardía estupendamente, una mirada de deseo y acercó dos sillas a la estufa, en las que dispuso con cuidado las prendas mojadas. Sobre el escritorio quedaba un bocadillo de la noche anterior y lo devoró de pie, dispuesto a irse. Era una pena que ya no quedara cerveza. Sentía la garganta un poco seca.

—Si llega cualquier cosa para mí, estoy en el Majestic —le dijo a Jean—. Que me llamen allí.

Y finalmente se dejó caer en el asiento de un taxi.

Tercer entreacto

Maigret no encontró a Torrence en el vestíbulo, sino en una habitación del primer piso, sentado ante una excelente cena. El brigada esbozó un guiño.

—¡Ha sido el director! —explicó—. Prefiere verme aquí que abajo. Casi me ha suplicado que aceptara esta habitación y las opíparas comidas que ha ordenado que me sirvieran. —Hablaba en voz baja. Señaló una puerta—. Los Mortimer-Levingston están al lado.

—¿Mortimer ha vuelto?

—A eso de las seis de la madrugada, empapado, salpicado de barro, furioso, con el traje completamente manchado de tiza o de cal.

—¿Qué dijo?

—Nada. Intentó subir a su habitación pasando desapercibido. Pero le anunciaron que su mujer le esperaba en el bar. ¡Y era cierto! Había acabado por invitar a una pareja de brasileños. El bar tuvo que seguir abierto sólo para ellos. Estaba borracha como una cuba.

—¿Y entonces?

—Se puso pálido. Apretó los labios. Dirigió a los dos brasileños un seco saludo, y después tomó a su mujer por el brazo y se la llevó sin decir palabra. Creo que ella durmió hasta las cuatro de la tarde. No hubo un solo ruido en la habitación hasta entonces. Después oí unos murmullos. Mortimer telefoneó para pedir que le subieran la prensa.

—Espero que no hablen del caso.

—¡Nada! Han respetado la consigna. Sólo una notita anunciando que ha sido descubierto un cadáver en el
Etoile du Nord
y que la policía cree que se trata de un suicidio.

—¿Y luego?

—Les subieron unos zumos de limón. A las seis Mortimer dio un paseíto por el vestíbulo, pasó dos o tres veces cerca de mí con cara de preocupación. Mandó unos telegramas cifrados a su banco de Nueva York y a su secretario, que lleva algunos días en Londres.

—¿Eso es todo?

—Ahora acaban de cenar. Ostras, pollo asado y ensalada. Me tienen al corriente de todo. El director está tan contento de tenerme aquí encerrado que se desvive por ser agradable. Y hace un momento ha venido a anunciarme que los Mortimer tienen unas entradas para el Gymnase.
La epopeya
, cuatro actos, de no sé quién.

—¿Y la
suite
del Letón?

—¡Nada! No ha entrado nadie. He cerrado la puerta con llave y he colocado una bolita de cera en la cerradura, para que no se pueda entrar sin que yo lo sepa.

Maigret había agarrado una pata de pollo y la devoraba sin la menor vergüenza, mientras buscaba inútilmente una estufa. Acabó por sentarse sobre el radiador, y preguntó:

—¿Tiene algo para beber?

Torrence le sirvió una copa de un excelente Mácon blanco y él bebió ávidamente. En ese mismo instante, llamaron a la puerta y entró un botones con aires de conspirador.

—El director me ruega que le diga que Mister y Mistress Mortimer han pedido su coche.

Maigret lanzó una mirada a la mesa, todavía llena de comida, parecida a la mirada contrita que, en su despacho, había dirigido a la estufa.

—Ya voy yo —dijo contrariado—. Siga aquí, Torrence.

Se arregló un poco ante el espejo, se limpió los labios y la barbilla. Inmediatamente después subió a un taxi y esperó a que los Mortimer-Levingston ocuparan su limusina.

No tardaron en aparecer, él con un abrigo negro que le cubría el traje y ella envuelta en pieles, como la víspera.

Debía de estar cansada, porque su marido la sostenía discretamente con una mano. La limusina arrancó en un suspiro.

Maigret, que ignoraba que hubiera un estreno en el Gymnase, estuvo a punto de no poder entrar. Unos guardias municipales protegían el acceso a la marquesina. Los curiosos, pese a la lluvia, contemplaban cómo los asistentes al estreno bajaban de los coches.

El comisario tuvo que preguntar por el encargado y recorrer los pasillos, en los que desentonaba porque era el único que vestía de calle.

El encargado estaba excitadísimo y gesticulaba.

—Desearía poder complacerle. Pero ¡usted es la vigésima persona que me pide un «rinconcito»! ¡Ya no queda ni un asiento libre! ¡Además, ni siquiera viste de etiqueta! —Lo llamaban de todas partes—. ¡Ya ve! ¡Póngase en mi lugar!

Maigret acabó por quedarse de pie apoyado en una puerta, entre las acomodadoras y los vendedores de programas.

Los Mortimer-Levingston estaban en un palco. Había en él seis personas, entre ellas una princesa y un ministro. Entraba y salía gente. Se besaban las manos. Intercambiaban sonrisas.

Se alzó el telón sobre un jardín soleado. Los «chist» de rigor. Murmullos. Pasos. Y finalmente la voz de un actor, todavía insegura, que se afirmaría poco a poco creando la atmósfera.

Seguía llegando gente rezagada. Y se reanudaban los «chist». Una risita de mujer estalló en alguna parte.

Mortimer parecía, más que nunca, un gran señor. El traje le sentaba maravillosamente. El plastrón blanco hacía resaltar el tono marfil de su piel.

¿Vio a Maigret? ¿No lo vio? Una acomodadora trajo una banqueta al comisario, que tuvo que compartir con una mujer gorda vestida de seda negra que resultó ser la madre de una actriz.

Primer, segundo entreacto. Idas y venidas en los palcos. Una exaltación artificial. Intercambio de saludos entre el patio de butacas y el piso principal.

En los pasillos, en el vestíbulo, e incluso en las escaleras, un rumor de colmena en ebullición. Nombres susurrados, nombres de maharajás, financieros, hombres de Estado, artistas.

Mortimer abandonó tres veces su palco, apareció en el proscenio, después se lo vio en el patio de butacas, y también charló con un antiguo presidente del Consejo cuya risa sonora se oía a veinte filas de distancia.

Final del tercer acto. Flores en el escenario. Una ovación a una actriz flacucha. El estruendo de los asientos levantados, la marejada de los pies sobre el parquet.

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