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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

Pietr el Letón (4 page)

BOOK: Pietr el Letón
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Bajaron, uno tras otro, por la interminable escalera de caracol.

El experto, con un guardapolvo negro, a solas, contempló para su deleite personal las pruebas que acababa de revelar y comenzó a numerarlas.

En el patio, donde hacía un frío glacial, los dos policías se separaron.

—Si tiene que abandonar el Majestic por cualquier razón, ¡llame a alguno de los nuestros para que lo sustituya! —recomendó el comisario—. En caso de necesidad llamaré allí.

Volvió a su despacho y atizó la estufa hasta partir la rejilla.

El segundo oficial del
Seeteufel

La estación de La Bréauté, en la que, a las siete y media de la mañana, el comisario Maigret abadandonó la gran línea París-Le Havre, le ofreció un sabor anticipado de Fécamp.

En la cantina, mal iluminada y con las paredes sucias, sobre un mostrador se enmohecían unos cuantos pasteles secos y tres plátanos y cinco naranjas intentaban formar una pirámide.

Ahí se notaba más violentamente la tormenta. Llovía a cántaros. Para desplazarse de un andén a otro, había que hundirse en el barro hasta las rodillas.

Luego, un horrible trenecillo, compuesto con vagones de desecho. Granjas mal dibujadas en la descolorida madrugada, medio borradas por la trama de la lluvia.

¡Fécamp! Un compacto olor a bacalao y arenque. Montones de barriles. Mástiles detrás de las locomotoras. Una sirena mugía en algún lugar.

—¿El Muelle de los Belgas?

Todo recto. Bastaba con caminar por charcos viscosos y relucientes de escamas de pescado y donde se pudrían sus vísceras.

El fotógrafo era al mismo tiempo tendero y vendedor de periódicos. Vendía chubasqueros, chaquetones rojos de tela encerada, sogas de cáñamo y postales de felicitación de Año Nuevo.

El hombre, delgaducho y pálido, llamó a su mujer en su ayuda en cuanto oyó pronunciar la palabra «policía». Y ella, una hermosa normanda, miró a Maigret a los ojos, como para provocarlo.

—¿Podrían decirme qué foto ha contenido este sobre?

Fue largo. Hubo que arrancarle, una tras otra, las palabras al fotógrafo, y pensar por él.

Para empezar, el retrato tenía por lo menos ocho años, porque el fotógrafo llevaba ocho años sin hacer fotos de esa clase. Se había comprado una nueva cámara formato tarjeta postal.

¿Quién había podido hacerse fotografiar ocho años antes? Monsieur Moutet tardó un cuarto de hora en recordar que conservaba un álbum con ejemplares de todos los retratos realizados por él.

Su mujer fue a buscar el álbum. Entretanto, entraban y salían marineros. Unos niños compraron una bolsita de caramelos. En el exterior, los aparejos de los barcos chirriaban. Se oía e que volteaba los guijarros a lo largo del dique.

Maigret hojeó el álbum y precisó:

—Una joven de cabellos castaños, muy finos.

Fue suficiente.

—¡Madame Swaan! —exclamó el fotógrafo.

Y encontró el retrato inmediatamente. Había sido la única vez en que había dispuesto de un modelo presentable.

La mujer era bonita. Aparentaba veinte años. La foto encajaba exactamente en el sobre.

—¿Quién es?

—Sigue viviendo en Fécamp. Pero ahora posee una casa en la ladera del acantilado, a cinco minutos del casino.

—¿Casada?

—No lo estaba entonces. Trabajaba de cajera en el Hôtel du Chemin de Fer.

—¿El que está delante de la estación?

—Sí, usted ha tenido que verlo al pasar. Ella se quedó huérfana de muy pequeña. Nació en un pueblecito de los alrededores, Les Loges, ¿lo conoce?… Así fue como conoció a un viajero que se alojaba en el hotel, un extranjero. Se casaron. Actualmente vive en la casa con sus dos hijos y una sirvienta.

—¿Monsieur Swaan no vive en Fécamp?

Hubo un silencio, un intercambio de miradas entre el fotógrafo y su esposa. Fue la mujer la que habló.

—Ya que usted es de la policía, es mejor decírselo todo, ¿no? Además, de cualquier modo se enteraría. Y, en fin, no son más que rumores… Monsieur Swaan no está casi nunca en Fécamp. Cuando viene, sólo es por unos pocos días. A veces, ni siquiera por un día. Llegó poco después de la guerra, cuando estábamos reorganizando la pesca en Terranova, que hubo que abandonar durante cinco años. Decía que quería estudiar el tema e invertir dinero en los negocios que se montaban. Dijo que era noruego Se llama Olaf Los pescadores de arenque, que a veces llegan hasta Noruega, comentan que allí hay mucha gente que se llama así.

»El caso es que circuló el rumor de que, en realidad, era un alemán que se dedicaba al espionaje. Por eso, cuando se casó, dejamos de relacionarnos con su mujer. Después supimos que era marino, que navegaba como segundo oficial a bordo de un buque mercante alemán, y por este motivo venía tan poco. Acabamos por olvidarnos de él, pero las personas como nosotros siguen un poco suspicaces.

—¿Dice que tenían hijos?

—Dos: una niña de tres años y un bebé de pocos meses.

Maigret separó el retrato del álbum y se hizo dibujar la casa. Era un poco temprano para presentarse allí.

Entró en un café del puerto y allí, mientras esperaba durante dos horas, oyó discutir a los marineros sobre la pesca del arenque, que estaba en su apogeo. A lo largo del muelle había alineados cinco barcos de pesca negros. Descargaban el pescado en grandes toneles y, a pesar de la tormenta, la atmósfera estaba infestada.

Para llegar a la casa, recorrió el dique desierto y rodeó el casino, que estaba cerrado y en cuyas paredes todavía podían verse los carteles del verano anterior.

Al fin, subió por un camino empinado que arrancaba al pie del acantilado. A uno y otro lado se alzaban las verjas de las casas.

La que él buscaba era de ladrillos rojos, de tamaño mediano y confortable. Se notaba que en verano el jardín, con senderos de gravilla blanca, era cuidado con esmero. Desde las ventanas, la vista debía de llegar muy lejos.

Llamó. Un dogo danés, sin ladrar, pero no por ello con aspecto menos feroz, acudió a husmearlo a través de la reja. Al segundo timbrazo apareció una sirvienta que, tras encerrar al perro en la perrera, preguntó:

—¿Qué desea?

Tenía el acento de la región.

—Querría ver a Monsieur Swaan, por favor.

Pareció titubear.

—No sé si el señor está… Voy a preguntar.

No había abierto la verja. Seguía lloviendo torrencialmente. Maigret estaba empapado.

Vio cómo la muchacha subía los peldaños y desaparecía en la casa. A continuación, en una ventana se movió una cortina. Poco después, la joven regresaba.

—El señor no llegará antes de varias semanas. Está en Bremen.

—En tal caso, desearía hablar con Madame Swaan.

Ella titubeó de nuevo y acabó por abrir la verja.

—La señora no está arreglada. Tendrá usted que esperar.

Chorreando agua por todas partes, fue conducido a un pulcro salón, con cortinas blancas y el parquet encerado.

Los muebles, nuevos, eran idénticos a los que puede encontrarse en cualquier interior pequeñoburgués. Parecían de buena calidad, de un estilo que en 1900 se denominaba moderno.

De roble claro. Flores en un jarrón de cerámica «artística» en el centro de la mesa. Tapetes de encaje inglés.

Encima de un velador, en cambio, un magnífico samovar de plata cincelada que por sí solo valía más que todo el resto del mobiliario.

Maigret oyó ruidos procedentes de algún lugar del primer piso. En otra parte, detrás de una de las paredes de la planta baja, lloraba un bebé y otra voz murmuraba algo en un tono apagado y monótono, como para consolarle.

Al fin unos pasos afelpados, un deslizamiento en el pasillo. Se abrió la puerta. Y el comisario Maigret se encontró en presencia de una joven que se había vestido apresuradamente para recibirlo.

Era de estatura media, más bien regordeta, y en su bonita cara grave se leía una vaga inquietud.

De todos modos sonrió y comentó:

—¿Cómo no se ha sentado usted?

Del abrigo de Maigret, de su pantalón y de sus zapatos caían hilos de agua sobre el suelo encerado, formando pequeños charcos.

Así no podía sentarse en los sillones de terciopelo verde claro del salón.

—¿Madame Swaan, supongo?

—Sí, señor.

Ella lo miró con aire interrogante.

—Disculpe que la moleste. Se trata de una mera formalidad. Verá, pertenezco a la policía de control de extranjeros, estamos efectuando en este momento un censo.

Ella no dijo nada. No parecía ni más inquieta ni más tranquila.

—Creo que Monsieur Swaan es sueco, ¿no es cierto?

—Perdón, noruego, pero para un francés es igual. Yo misma, al principio…

—¿Es oficial de Marina?

—Navega en calidad de segundo oficial a bordo del
Seeteufel
, de Bremen.

—Eso es. Así que trabaja para una compañía alemana.

Ella se sonrojó levemente.

—El armador es alemán, sí. Por lo menos en el papel.

—¿Qué quiere decir?

—No creo que sea necesario ocultárselo… Usted sabe sin duda que, desde la guerra, la Marina Mercante atraviesa una gran crisis. En este mismo lugar pueden citarle capitanes que por falta de contratos se ven obligados a embarcar como segundos o como terceros oficiales. Otros pescan en Terranova y en el Mar del Norte. —Hablaba con cierta precipitación, pero su voz era dulce y equilibrada—. Mi marido no quiso firmar un contrato para el Pacífico, donde hay más trabajo, porque habría podido regresar a Europa sólo cada dos años. Unos norteamericanos, poco después de nuestra boda, armaron el
Seeteufel
bajo el nombre de un armador alemán. Y, precisamente, Olaf vino a Fécamp para ver si aquí había otros barcos parecidos en venta… Ahora ya me entiende. Se trataba de hacer contrabando de alcohol en Estados Unidos. Se fundaron grandes compañías, con capital norteamericano. Tienen su sede en Francia, en Holanda o en Alemania. Mi marido trabaja en realidad para una de estas compañías. El
Seeteufel
hace lo que ellos llaman la «Ruta del Ron». Así que no tiene nada que ver con Alemania.

—¿Está embarcado en este momento? —preguntó Maigret, sin apartar los ojos de la bonita cara que tenía algo de sincero, e incluso a veces de conmovedor.

—No lo creo. Debe usted entender que los viajes no son tan regulares como los de los barcos de pasajeros. Pero yo siempre intento calcular más o menos la posición del
Seeteufel
. Ahora debe de estar en Bremen, o a punto de llegar.

—Y usted, ¿ha ido ya a Noruega?

—¡Jamás! No he salido prácticamente de Normandía. Sólo dos o tres veces, para cortas estancias en París.

—¿Con su marido?

—Sí… Entre otras, nuestro viaje de novios.

—Es rubio, ¿verdad?

—Sí, ¿por qué me lo pregunta?

—¿Con un bigotito claro, cortado a flor de labios?

—Sí. Puedo incluso enseñarle una foto suya. Abrió una puerta y salió. Maigret la oyó moverse por la habitación contigua.

Estuvo ausente más tiempo de lo lógico. Y, en la casa, se oía abrir y cerrar puertas, idas y venidas poco explicables.

Al fin reapareció, un poco turbada, titubeante.

—Discúlpeme —dijo—. No consigo encontrar la foto. Con los niños, la casa está siempre en desorden.

—Una pregunta más. ¿A cuántas personas ha dado usted esta fotografía?

Mostró la prueba que el fotógrafo le había entregado. Madame Swaan, roja como un tomate, tartamudeó:

—No entiendo.

—Su marido posee sin duda una copia.

—Sí. Éramos novios cuando…

—¿Ningún otro hombre posee esta foto? Estaba al borde de las lágrimas. Sus labios tenían un temblor que delataba su alteración.

—Ninguno.

—Muchas gracias, señora.

Al salir, una niña se metió en el vestíbulo. Maigret no tuvo necesidad de estudiar sus rasgos. ¡Era el vivo retrato de Pietr el Letón!

—¡Olga! —gritó la madre, empujando a la niña hacia una puerta entreabierta.

El comisario estaba de nuevo fuera, en la lluvia, en la borrasca.

—Hasta la vista, Madame Swaan.

La vio un instante más en el resquicio de la puerta, y tuvo la sensación de dejar desamparada a aquella mujer a la que había sorprendido en su casa, en la tibieza de su hogar.

Y había otras huellas, sutiles, indefinibles, pero sustentadas en la angustia, en los ojos de la joven madre que cerraba la puerta.

El ruso borracho

Hay cosas que no se proclaman, que harían sonreír si se pregonaran, y que, sin embargo, exigen cierta clase de heroísmo.

Maigret no había dormido. Desde las cinco y media hasta las ocho había sido zarandeado en unos compartimentos llenos de corrientes de aire.

Desde La Bréauté, estaba empapado. Ahora, sus zapatos escupían agua sucia a cada paso, el sombrero hongo había perdido la forma y el abrigo y la chaqueta del traje chorreaban.

El viento le pegaba la lluvia al cuerpo como a bofetadas. La calle estaba desierta. Un simple camino empinado, entre los muros de los jardines. En medio bajaba un torrente.

Permaneció largo rato inmóvil. Hasta su pipa, en el bolsillo, estaba mojada. Imposible ocultarse en las proximidades de la casa. Todo lo que podía hacer era pegarse al máximo contra un muro y esperar.

Si alguien pasara, lo vería y se giraría. Es posible que tuviera que permanecer allí horas y horas. No existía prueba alguna de que hubiera un hombre en la casa. Y, si lo había, ¿sentiría la necesidad de salir?

De todos modos, Maigret, malhumorado, llenando de tabaco su pipa mojada, se hundió cuanto pudo en una vaga oquedad.

No era un lugar para un oficial de la Policía judicial. Tarea de principiante, como máximo. Entre los veintidós y los treinta años, había montado centenares de guardias semejantes.

Pasó las mil y una para encender un fósforo. El rascador de la caja se deshilachaba. Prendían como por milagro. Si uno de esos fósforos no hubiera acabado por arder, ¿se habría marchado?

Desde el huequecito no veía nada, sólo un muro bajo y la verja pintada de verde de la casa. Tenía los pies en unos espinos. Una corriente de aire se deslizaba a lo largo de su nuca.

Fécamp quedaba a sus pies, pero no podía ver la ciudad. Sólo oía el estruendo del mar y, de vez en cuando, el grito de una sirena o la carrera de un auto.

Llevaba media hora montando guardia cuando una mujer con aspecto de cocinera subió la cuesta cargada con una cesta de víveres. No vio a Maigret hasta el momento de pasar por su lado. La enorme silueta, inmóvil contra un muro, en la calle azotada por el viento, la asustó hasta el punto de echar a correr.

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