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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

Pietr el Letón (2 page)

BOOK: Pietr el Letón
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Idéntica descripción. Idéntico bigotito rubio, cortado en forma de cepillo de dientes, bajo una nariz pronunciada. Idénticas cejas claras y ralas. Idénticas pupilas de color gris verdoso.

¡En otras palabras, Pietr el Letón!

Maigret no podía moverse en el exiguo lavabo, donde el grifo, que se habían olvidado de cerrar, seguía manando y un chorro de vapor escapaba por una junta mal soldada.

Tenía las piernas contra el cadáver. Le alzó el torso, y vio, en el pecho, sobre la camisa y la chaqueta del traje, huellas de quemaduras provocadas por un disparo a bocajarro.

Formaba una gran mancha negruzca, en la que la sangre mezclaba su púrpura violácea.

Un detalle sorprendió al comisario. Por casualidad, se fijó en uno de los pies. Estaba ladeado, retorcido como todo el cuerpo, que debieron de empujar para cerrar la puerta.

Era un zapato negro muy vulgar, barato, con medias suelas. El tacón estaba gastado por un lado y, en medio de la suela, se veía un agujero redondo, lentamente excavado por el desgaste.

Llegó el comisario de la estación, con galones, muy seguro de sí, y preguntó desde el andén:

—¿Qué pasa?… ¿Un crimen? ¿Un suicidio? No toquen nada hasta que llegue el juez, ¿eh? ¡Cuidado, yo soy el responsable!

A Maigret le resultó dificilísimo salir del lavabo, pues había quedado atrapado entre las piernas del muerto. Con un gesto rápido, profesional, le palpó los bolsillos y comprobó que estaban vacíos, completamente vacíos.

Bajó del vagón, con la pipa apagada, el sombrero ladeado y una mancha de sangre en la manga.

—¡Vaya!, Maigret. ¿Qué cree usted…?

—¡Nada! Siga.

—Un suicidio, ¿verdad?

—Si le parece… ¿Ha telefoneado al juzgado?

—Tan pronto como me han avisado.

Una voz atronaba en el altavoz. Unas cuantas personas, que se habían dado cuenta de que ocurría algo anormal, miraban de lejos el tren vacío y al grupo inmóvil al lado del estribo del coche 5.

Maigret dejó a todos plantados, salió de la estación y llamó a un taxi.

—¡Al Majestic!

La tormenta arreciaba. Recorrían las calles violentos torbellinos, entre los que los transeúntes andaban como borrachos. Una teja cayó en algún lugar, sobre la acera. Los autobuses corrían.

Los Campos Elíseos se habían convertido en una pista casi desierta. Comenzaban a caer gotas de, agua. Un portero del Majestic se precipitó hacia el taxi con su enorme paraguas rojo.

—¡Policía!… ¿Acaba de llegar un viajero del
Etoile du Nord
?

El portero cerró su paraguas de golpe.

—¡Ha llegado uno, sí!

—Abrigo verde, bigote rubio…

—Eso es, pregunte en recepción.

La gente se apresuraba para escapar del aguacero. Maigret entró en el hotel justo a tiempo de evitar unos goterones grandes como nueces y fríos como el hielo.

Detrás del mostrador de caoba, los empleados e intérpretes eran tan elegantes y correctos como el portero.

—Policía. ¿Un viajero con un abrigo verde, bigotito rubio…?

—En la diecisiete. Están subiendo su equipaje.

El amigo de los millonarios

La presencia de Maigret en el Majestic provocaba, fatalmente, cierta hostilidad. Era, de algún modo, como una mole que la atmósfera se negaba a asimilar.

No es que se pareciera a los policías popularizados por las caricaturas. No llevaba bigotes ni zapatos de suelas gruesas. Su traje era de una lana bastante fina, y de buen corte. Y, en fin, se afeitaba cada mañana y tenía las manos cuidadas.

Pero la osamenta era plebeya. Era enorme y huesudo. Unos duros músculos se adivinaban debajo de la chaqueta y no tardaban en deformar sus pantalones más nuevos.

Tenía, sobre todo, una manera muy personal de plantarse en cualquier lugar que no dejaba de disgustar a muchos de sus propios colegas.

Se trataba de algo más que seguridad, y sin embargo no era orgullo. Llegaba como una mole compacta, y a partir de ahí parecía como si todo tuviera que romperse contra esa mole, tanto si él avanzaba como si permanecía quieto sobre las piernas un poco abiertas.

La pipa seguía anclada en la mandíbula. No se la quitaba aunque estuviera en el Majestic.

¿Acaso, en el fondo, se trataba de un deseo de mostrarse vulgar? ¿O tal vez era confianza en sí mismo?

Con su recio abrigo negro de cuello de terciopelo, era imposible que no llamara inmediatamente la atención en el vestíbulo iluminado, donde los elegantes clientes se movían entre oleadas de perfumes, risas agudas, susurros y saludos ceremoniosos de un personal vestido de punta en blanco.

Maigret no se inmutaba. Permanecía al margen del movimiento. La música de jazz, que le llegaba del
dancing
del sótano, chocaba con una barrera impermeable.

Mientras subía los primeros peldaños de la escalera, el ascensorista lo llamó: quería hacerle tomar el ascensor. Pero él ni se volvió.

En el primer piso, alguien le preguntó:

—¿Busca a…?

El sonido no parecía llegarle. Miraba los pasillos adornados al infinito, hasta el mareo, con alfombras rojas. Siguió subiendo.

En el segundo, con las manos en los bolsillos, descifró los números sobre las tablillas de bronce. La puerta de la 17 estaba abierta. Los mozos de equipaje, con chaleco a rayas, entraban las maletas.

El viajero se había quitado el abrigo; muy esbelto, muy delgado, con un traje de hilo, fumaba un cigarrillo con boquilla de cartón mientras daba instrucciones.

La 17 no era una habitación, sino una
suite
: tenía salón, escritorio, dormitorio y cuarto de baño. Las puertas se abrían al rincón de dos pasillos, allí donde, como un banco en una plaza, habían instalado un vasto diván circular.

Maigret se sentó en él, justo frente a la puerta abierta; estiró las piernas y se desabrochó el abrigo.

Pietr el Letón lo vio, pero siguió dando órdenes sin manifestar sorpresa ni disgusto. Cuando los mozos terminaron de colocar las maletas y las bolsas sobre los soportes, él mismo acudió a cerrar la puerta, no sin dejarla un instante entreabierta para observar al comisario.

Maigret dispuso de tiempo para fumar tres pipas y despedir a dos empleados y a una doncella que se acercaron a él para preguntarle qué esperaba.

Al dar las ocho, Pietr el Letón salió de su habitación, aún más esbelto y limpio que antes, con un esmoquin de corte severo que delataba a un gran sastre inglés.

No llevaba sombrero. Sus cabellos, muy rubios y muy cortos, comenzaban a clarear. Arrancaban en la parte superior de la cabeza, descubriendo una frente un poco huidiza y dejando adivinar una línea de piel rosada en el centro del cráneo.

Sus manos eran largas y pálidas. En el anular izquierdo llevaba un pesado anillo de platino adornado con un diamante.

Seguía fumando un cigarrillo ruso con boquilla de cartón. Pasó muy cerca de Maigret, se detuvo un instante y lo miró como si le sedujera la idea de dirigirle la palabra; sin embargo, se encaminó hacia el ascensor con aire preocupado.

Diez minutos más tarde se instalaba en el comedor, en la mesa de Mister y Mistress Mortimer-Levingston, que eran el centro de atención.

Mistress Mortimer llevaba en el cuello un millón de francos en perlas.

El día anterior, su marido había sacado de apuros a una de las mayores empresas francesas de fabricación de automóviles, de la que se había reservado, evidentemente, la mayoría de las acciones.

Los tres conversaban con animación. Pietr el Letón hablaba mucho, con voz discreta, inclinándose un poco. Se lo veía absolutamente a sus anchas, natural, desenvuelto, pese a la sombría silueta de Maigret que podía distinguir en el vestíbulo, a través de los ventanales.

El comisario reclamó en recepción la lista de clientes. En el lugar donde el Letón había firmado leyó sin sorpresa: «Oswald Oppenheim, procedente de Bremen, armador».

Ni la menor duda de que poseía pasaportes en regla y documentos completos en los que figuraba ese nombre, de la misma manera que los tenía con otros nombres.

Tampoco la menor duda de que ya había coincidido con el matrimonio Mortimer-Levingston en otras ciudades, en Berlín, Varsovia, Londres o Nueva York.

¿Acaso no se hallaba en París para reunirse con ellos y realizar una de aquellas colosales estafas en que se había especializado?

Su ficha, que Maigret llevaba en el bolsillo, decía:

«Individuo extremadamente hábil y peligroso, de nacionalidad indeterminada, pero de origen nórdico. Se le supone letón o estonio, habla normalmente el ruso, el francés, el inglés y el alemán.

»Muy instruido, se sospecha que es el jefe de una poderosa banda internacional que practica principalmente estafas.

»Esta banda ha sido localizada sucesivamente en París, Amsterdam (caso Van Heuvel), Berna (caso de los Armadores Reunidos), Varsovia (caso Lipmann) y en ciudades europeas donde sus actividades han sido menos claramente identificadas.

»Al parecer, los cómplices de Pietr el Letón pertenecen sobre todo a la raza anglosajona. Uno de los que habían sido vistos con mayor frecuencia en su compañía, y que había sido identificado por presentar un cheque falsificado en la Banca Federal de Berna, murió durante su detención. Se hacía pasar por un tal mayor Howard, de la American Legion, pero fue identificado como un antiguo contrabandista de alcohol de Nueva York, conocido en Estados Unidos bajo el apodo de
Gordo
Fred.

»Pietr el Letón ha sido detenido dos veces. La primera, en Wiesbaden, por estafa de medio millón de marcos en perjuicio de un negociante de Munich, y la segunda en Madrid por un asunto similar cuya víctima era un alto personaje de la corte de España.

»En las dos ocasiones utilizó la misma táctica. Ya detenido, sostuvo una conversación con su víctima, a la que afirmó que los fondos robados estaban en lugar seguro y que su arresto no le permitiría recuperarlos.

»En ambas ocasiones, la denuncia fue retirada y los denunciantes verosímilmente indemnizados.

»Desde entonces, jamás ha sido atrapado en flagrante delito.

»Contactos probables con la banda Maronnetti (falsificadores de moneda y documentos oficiales) y con la banda de Colonia (llamada de
los perforadores de muros
)».

Además, entre las policías europeas se rumoreaba que Pietr el Letón, jefe y «cajero» de una o varias bandas, debía de estar en posesión de algunos millones de francos, dispersos en distintos bancos y bajo nombres diferentes, cuando no invertidos en negocios industriales.

El Letón sonreía finamente mientras escuchaba a Mistress Mortimer, que le contaba una historia, y su blanca mano desgranaba unas suntuosas uvas.

—¡Disculpe, señor! ¿Podría concederme un instante, por favor?

Maigret se dirigía a Mister Mortimer, en el vestíbulo del Majestic, mientras Pietr el Letón, así como la norteamericana, regresaban a sus habitaciones.

Mortimer no tenía en absoluto el aire deportivo de los norteamericanos. Pertenecía más bien al tipo latino. Era alto y delgado. Tenía la cabeza muy pequeña, coronada por cabellos negros separados por una raya.

Parecía eternamente cansado. Tenía los párpados fatigados y ojeras. Llevaba, por otra parte, una vida agotadora: debía encontrar siempre el modo de exhibirse en Deauville, Miami, el Lido, París, Cannes y Berlín, de alcanzar su yate en cualquier lugar, de tratar un negocio en cualquier capital europea y de arbitrar los más importantes combates de boxeo en Nueva York o California.

Examinó a Maigret con aires de gran señor.

—¿Usted es…? —dejó caer, sin mover los labios.

—Comisario Maigret, Primera Brigada Móvil.

Mortimer frunció levemente las cejas y permaneció un instante inclinado, como si no estuviera decidido a concederle más de un segundo.

—¿Sabe usted que acaba de cenar con Pietr el Letón? —le advirtió el comisario.

—¿Es todo lo que tiene que decirme?

Maigret no se inmutó. Eran, más o menos, las palabras que esperaba.

Volvió a ponerse la pipa entre los dientes —pues se había dignado quitársela para hablar con el millonario— y murmuró:

—¡Eso es todo!

Se lo veía satisfecho de sí mismo. Mortimer se alejó, glacial, y entró en el ascensor.

Era un poco más de las nueve y media. La orquesta que había amenizado la cena dejaba su sitio al jazz. Llegaba gente de fuera.

Maigret no había cenado. Siguió de pie en el centro del vestíbulo, sin manifestar impaciencia alguna. El director del hotel, desde lejos, no cesaba de dirigirle miradas inquietas y malhumoradas. Los miembros más humildes del personal, al pasar cerca de él, adoptaban un aspecto huraño y casi se esforzaban por empujarlo.

El Majestic no lo digería. Maigret se obstinaba en crear una gran mancha negra, inmóvil, entre los dorados, las luces, el vaivén de los trajes de noche, los abrigos de pieles, las siluetas perfumadas y chispeantes.

Mistress Mortimer fue la primera en salir del ascensor. Había cambiado de traje. Rodeaba sus hombros desnudos con una capa de lamé forrada de armiño.

Pareció asombrada de no encontrar a quien esperaba, y comenzó a caminar, golpeando el suelo rítmicamente con sus altos tacones dorados.

De repente, se paró ante el mostrador de caoba donde estaban los empleados y los intérpretes, y les dijo unas palabras. Un empleado pulsó un botón rojo y descolgó un teléfono.

Luego hizo un gesto de asombro y llamó a un botones, que se precipitó al ascensor.

Mistress Mortimer estaba visiblemente inquieta. A través de la puerta acristalada podía distinguirse, al borde de la acera, las líneas suaves de una limusina norteamericana.

El botones regresó y habló con el empleado. Este, a su vez, dirigió la palabra a Mistress Mortimer, que protestó. Pareció decirle: «¡Es imposible!».

Entonces Maigret subió la escalera, se detuvo ante la 17 y llamó a la puerta. Como presumía, después del tejemaneje al que acababa de asistir, no recibió respuesta.

Abrió y vio el salón vacío. En la habitación, el esmoquin de Pietr el Letón estaba arrojado con descuido sobre la cama. Había una maleta-portatrajes abierta. Los zapatos de charol reposaban sobre la alfombra alejados entre sí.

Llegó el director, murmurando:

—¿Ya está usted aquí?

—¿Qué? Desaparecido, ¿verdad? Y Levingston también, ¿no es así?

—No hay por qué dramatizar. Ninguno de los dos está en su habitación, pero sin duda los encontraremos en algún lugar del hotel.

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