Read Pietr el Letón Online

Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

Pietr el Letón (3 page)

BOOK: Pietr el Letón
4.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Cuántas salidas hay?

—Tres. La de los Campos Elíseos, la dejes Arcades, y por último la puerta de servicio, que da a la Rue de Ponthieu.

—¿Hay un vigilante? ¡Llámelo!

El director llamó por teléfono; estaba furioso. Se irritó con un telefonista porque no lo entendía. La mirada que mantenía fija sobre Maigret era completamente hostil.

—¿Qué significan estas desapariciones? —preguntó mientras esperaba la llegada del vigilante de servicio, que estaba en una pequeña garita acristalada.

—Nada, o casi nada, como usted dice.

—Confío en que no se trate de un…, de un…

La palabra crimen, pesadilla de los hoteleros de todo el mundo, desde los humildes propietarios de un hotelucho hasta los directores de los hoteles de lujo, no le cabía en la garganta.

—Ahora lo sabremos.

Apareció Mistress Mortimer y preguntó:

—¿Se sabe algo?

El director se inclinó hacia ella y balbuceó unas palabras.

Al final del pasillo asomó la silueta de un viejecito, con la barba sucia y el traje mal cortado, que no encajaba con la categoría del hotel.

Era evidente que su función era permanecer entre bastidores, de otro modo también él hubiera tenido un bonito uniforme y lo habrían afeitado cada mañana.

—¿Ha visto salir as alguien?

—¿Cuándo?

—Hace unos minutos.

—Creo que alguien de las cocinas. No he prestado atención… Un hombre con gorra…

—¿Pequeño, rubio? —intervino Maigret.

—Sí, creo que sí… No me he fijado… El hombre iba con prisa…

—¿Nadie más?

—No lo sé. He salido un momento hasta la esquina para comprar
L'Intransigeant
.

Mistress Mortimer perdió los estribos.

—¿Entonces, así es como busca usted? —exclamó dirigiéndose a Maigret—. Acaban de decirme que es usted de la policía. Mi marido quizás ha sido asesinado. ¿A qué espera usted?

¡En la mirada que dejó caer sobre ella estaba todo Maigret! ¡Qué calma! ¡Qué indiferencia! ¡Como si sólo hubiera oído el zumbido de una mosca! Como si tuviera delante de sí un objeto trivial.

Ella no estaba acostumbrada a que la miraran de esa manera. Se mordió los labios, su piel enrojeció bajo el maquillaje y golpeó impaciente el suelo con el pie.

Él seguía mirándola.

Entonces, ya sin fuerzas, o tal vez sin saber qué hacer, la mujer sufrió un ataque de nervios.

El mechón de pelo

Era casi moche cuando Maigret llegó al Quai des Orfèvres. La tormenta estaba en su apogeo. El viento zarandeaba con violencia los árboles del muelle y unas olitas chapoteaban alrededor del barquito utilizado como lavadero.

Los locales de la Policía Judicial estaban prácticamente desiertos, pero Jean seguía en su lugar, en el vestíbulo que daba paso a los pasillos bordeados por un gran número de oficinas vacías.

Del cuerpo de guardia llegaban murmullos. Más adelante, de vez en cuando, debajo de una puerta, un hilo de luz: algún comisario o algún inspector proseguía una investigación. En el patio, uno de los autos de la Prefectura petardeaba.

—¿Ha regresado Torrence? —preguntó Maigret.

—Vuelve dentro de un instante.

—¿Mi estufa?

—Hacía tanto calor que he tenido que entreabrir la ventana. ¡Las paredes chorreaban agua!

—Encárgame unas cervezas y unos bocadillos. ¡Que no sean de pan de molde, eh! —Empujó una puerta y llamó—: ¡Torrence!

Y el brigada Torrence lo siguió a su despacho. Antes de abandonar la Gare du Nord, Maigret le había telefoneado para que prosiguiera la investigación en aquel lugar.

El comisario tenía cuarenta y cinco años. Torrence sólo treinta. Pero ya había en él algo macizo que lo convertía en una reproducción ligeramente reducida de Maigret.

Habían trabajado juntos en varias investigaciones sin pronunciar una sola palabra inútil.

El comisario se quitó el abrigo, la chaqueta y se aflojó la corbata. De espaldas al fuego, dejóvque el calor le penetrara un rato antes de preguntar:

—¿Qué tal?

—El juzgado ha sido avisado urgentemente. Identidad Judicial ha tomado fotos, pero no ha conseguido descubrir huellas dactilares. Salvo las de la víctima, claro, pero no corresponden a ninguna ficha dactiloscópica.

—Si no recuerdo mal, el Servicio no posee la ficha del Letón.

—Sólo su «retrato por palabras».

—O sea, que nada demuestra que el muerto no es Pietr el Letón.

—¡Pero tampoco nada demuestra que sea él!

Maigret había sacado su pipa y una petaca de tabaco que sólo contenía un poco de polvo marrón. Con un gesto automático, Torrence le ofreció un paquete de picadura abierto.

Hubo un silencio. El tabaco chisporroteó. Después se oyeron unos ruidos de pasos y de vasos que chocaban entre sí detrás de la puerta. Torrence abrió.

Entró un camarero de la Brasserie Dauphine y dejó sobre la mesa una bandeja con seis cervezas y cuatro gruesos bocadillos.

—¿Bastará? —preguntó el chico al descubrir que Maigret no estaba solo.

—Sí. —Sin dejar de fumar, el comisario comenzó a comer y beber, no sin haber acercado un vaso de cerveza al brigada—. ¿Qué decía?

—He interrogado a todo el personal del tren. Se sabe con seguridad que hubo un viajero sin billete. ¡El muerto o el asesino! Se supone que subió en Bruselas, por el otro lado de la vía. Es más fácil ocultarse en un vagón Pullmann que en otro, gracias al gran espacio reservado a las maletas encada coche. El Letón tomó el té entre Bruselas y la frontera mientras hojeaba un montón de periódicos ingleses y franceses, algunos de ellos financieros. Entre Maubeuge y Saint-Quentin, se dirigió al lavabo. El camarero lo recuerda bien porque, al pasar a su lado, le dijo: «Sírvame después un whisky».

—¿Y al poco volvió a ocupar su sitio?

—Un cuarto de hora después estaba sentado delante de su whisky. Sin embargo, el camarero no lo había visto regresar.

—¿Nadie intentó ir después al lavabo?

—¡Sí! Una viajera trató de abrir la puerta, pero la cerradura no funcionaba. Al llegar a París un empleado consiguió forzarla y descubrió que el mecanismo había sido obstruido con limaduras.

—¿Nadie había visto hasta entonces al segundo Pietr?

—¡Nadie! Si no, habría llamado la atención, porque vestía un traje raído, y no suelen verse en los trenes de lujo.

—¿La bala?

—Disparada a bocajarro. Revólver automático de seis milímetros. El disparo ocasionó una quemadura tal que el médico cree que habría bastado para matar.

—¿Signos de lucha?

—¡Ni el más mínimo! Los bolsillos vacíos.

—Ya lo sé.

—Bueno, de todos modos he encontrado esto en un bolsillito interior del chaleco, cerrado por un botón.

Y Torrence sacó de su cartera un sobrecito de papel de seda en el que se transparentaba un mechón de cabellos castaños.

—Démelo… —Maigret no paraba de comer y beber—. ¿Cabellos de mujer, de niño?

—El médico forense supone que de mujer. Le he dejado unos cuantos y me ha prometido examinarlos a fondo.

—¿La autopsia?

—A las diez ya estaba terminada. Edad probable, treinta y tres años. Estatura, uno sesenta y ocho. Ninguna tara hereditaria. Sin embargo, un riñón en basta estado haría suponer era alcohólico. El estómago todavía contenía té y alimentos a medio digerir, que ha sido imposible analizar inmediatamente. Trabajarán en ello mañana. Terminadas las investigaciones, el cuerpo, depositado en el Instituto de Medicina Legal, será conservado en hielo.

Maigret se secó los labios, fue a ocupar su lugar favorito delante de la estufa y tendió una mano en la que Torrence colocó, como por reflejo, su paquete de picadura.

—Por mi parte —dijo entonces el comisario—, he visto a Pietr, o al que lo suplanta, instalarse en el Majestic y cenar en compañía de los Mortimer-Levingston, con los que parecía tener una cita.

—¿Los millonarios?

—¡Sí! Después de la comida, Pietr volvió a su
suite
. Yo me acerqué al norteamericano y le advertí. Mortimer subió a su vez. Sin duda habían proyectado salir los tres, porque Mistress Mortimer bajó al poco, ataviada para la velada. Diez minutos después, se descubrió que los dos hombres habían desaparecido. El Letón cambió su esmoquin por un traje más discreto y se puso una gorra; el vigilante debió de tomarle por un pinche de las cocinas. Mister Mortimer, por su parte, desapareció como iba, en traje de etiqueta.

Torrence no dijo nada. Y, durante el largo silencio que siguió, se oyeron claramente los ruidos del vendaval que hacía temblar los cristales y el ronquido de la estufa.

—¿Equipajes? —preguntó finalmente Torrence.

—Vistos. ¡Nada! Trajes, ropa interior… Toda la parafernalia de un viajero muy rico. Pero ni un solo papel. La Mortimer insiste en que su marido ha sido asesinado.

Una campana sonó en alguna parte. Maigret abrió el cajón de su escritorio, donde, por la tarde, había metido los telegramas referentes a Pietr el Letón.

Después miró el mapa. Su dedo dibujó la línea Cracovia-Bremen-Amsterdam-Bruselas-París. En los alrededores de Saint-Quentin, el tiempo de una parada: un muerto. En París, parón brusco de la línea. Dos hombres desaparecen en plenos Campos Elíseos. Sólo quedaba un equipaje en una
suite
y, claro está, Mistress Mortimer, tan vacía de ideas como la maleta-portatrajes del Letón en el centro de su
suite
.

La pipa de Maigret despedía un gorgoteo tan enervante que el comisario sacó un manojo de plumas de pollo de un cajón, limpió el tubo, abrió la estufa y arrojó en su interior las plumas sucias.

Había cuatro vasos de cerveza vacíos, empañados de una densa espuma. Un hombre salió de uno de los despachos vecinos, cerró la puerta con llave y se alejó por el pasillo.

—¡Uno que ha terminado! —observó Torrence—. Es Lucas. Esta noche ha detenido a dos traficantes de drogas, gracias a un hijo de papá que se ha tragado el anzuelo.

Maigret atizó el fuego y se incorporó con la cara enrojecida. Maquinalmente, tomó el sobrecito de papel de seda, del que sacó los cabellos y los miró a contraluz. Después se plantó de nuevo ante el mapa, donde la línea invisible que representaba el viaje del Letón trazaba claramente una curva, casi un semicírculo.

¿Por qué, de Cracovia, subir hasta Bremen, antes de bajar a París?

Conservaba el sobrecito de papel de seda en la mano.

—Ha contenido un retrato —murmuró.

Era, en efecto, uno de esos sobrecitos que utilizan los fotógrafos para meter las copias que entregan al cliente.

Pero de un formato que ya sólo circula en el campo y en las pequeñas ciudades de provincia y que antes recibía el nombre de «formato álbum».

La foto que debió de contener el sobrecito tuvo que ser del tamaño de la mitad de una tarjeta postal, y el papel, una fina lámina de color marfil y brillante.

—¿Queda alguien en el laboratorio? —preguntó de repente el comisario.

—¡Supongo! Deben de estar trabajando en el asunto del tren, revelando negativos.

Sólo quedaba un vaso lleno en la mesa. Maigret lo vació de un trago y se puso la chaqueta.

—¿Me acompaña? Esos retratos suelen llevar el nombre y las señas del fotógrafo grabados o en relieve.

Torrence lo entendió. Se metieron por un laberinto de corredores y escaleras, y deambularon por los desvanes del Palacio de Justicia hasta llegar al laboratorio de Identidad Judicial.

Un experto en fotografía asió el papel, lo palpó, pareció incluso husmeado. Después se instaló debajo de un potente proyector e hizo rodar hacia sí un apocalíptico aparato instalado sobre un carrito.

El principio es simple: una hoja de papel blanco, expuesta durante cierto tiempo al contacto de una hoja impresa o cubierta de escritura con tinta, acaba por impregnarse de los caracteres que figuran en la segunda hoja.

El resultado es invisible para la mirada humana. Pero la fotografía revela esta impregnación.

En el laboratorio había una estufa, de modo que inevitablemente Maigret se instaló a su lado. Así estuvo durante cerca de una hora, fumando su pipa, mientras Torrence seguía al experto en sus idas y venidas.

Al fin se entreabrió la puerta de una cámara oscura. Una voz anunció:

—¡Ya está!

—¿Y bien?

—El retrato estaba firmado: «Léon Moutet, fotógrafo artístico. Muelle de los Belgas, Fécamp».

Sólo un profesional podía leer en la placa apenas impresionada en la que Torrence, por ejemplo, distinguía nada más que unas sombras indiferenciadas.

—¿Quieren ver las fotos del cadáver? —preguntó de buen humor el especialista—. ¡Son magníficas! ¡Y no será porque en el lavabo del vagón hubiera mucho espacio! Imagínense, tuvimos que colgar la cámara del techo.

—¿Tiene usted línea con la ciudad? —exclamó Maigret señalando el aparato telefónico.

—Sí. La telefonista se va hacia las nueve, y entonces me dejan una línea directa.

El comisario llamó al Majestic y uno de los intérpretes atendió su llamada.

—¿Ha regresado Mister Mortimer?

—Voy a informarme, señor. ¿Con quién tengo el honor?

—¡Policía!

—No ha vuelto.

—¿El señor Oswald Oppenheim tampoco?

—Tampoco.

—¿Qué hace Mistress Mortimer?

Silencio.

—Le pregunto qué hace Mistres Mortimer.

—Pues… creo que está en el bar.

—Quiere decir que está borracha, ¿no?

—Ha tomado unos cuantos cócteles, sí. Dice que no subirá a su
suite
hasta que vuelva su marido. ¿Puedo…?

—¿Qué?

—¡Oiga! Aquí el director… —dijo otra voz—. ¿Tiene noticias? ¿Cree que este asunto aparecerá en la prensa?

Maigret, cínicamente, colgó. Para complacer al experto del laboratorio, echó una mirada a las pruebas colgadas sobre los secaderos, todavía húmedas y relucientes.

Al mismo tiempo, hablaba con Torrence:

—Usted, instálese en el Majestc. Y, sobre todo, no inquiete al director.

—¿Y usted, jefe?

—Me voy a mi despacho. Sale un tren para Fécamp a las cinco y media. No vale la pena que vuelva a mi casa y despierte a mi mujer. Ah, la
brâsserie
todavía debe de estar abierta. Al pasar, pídame una cerveza.

—¿Sólo una? —preguntó Torrence, con aire inocente.

—¡Como le parezca, hombre! El camarero es lo bastante listo como para entender que son tres o cuatro. Que le añada unos cuantos bocadillos.

BOOK: Pietr el Letón
4.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Hexes and Hemlines by Juliet Blackwell
Time Thief: A Time Thief Novel by MacAlister, Katie
Passionate Bid by Tierney O'Malley
Against the Sky by Kat Martin
My Billionaire Cowboy: A BWWM Western Romance by Esther Banks, BWWM Romance Dot Com
The Gold Masters by Norman Russell