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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

Pietr el Letón (5 page)

BOOK: Pietr el Letón
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Trabajaba sin duda en una de las casas de arriba, al final de la cuesta. Minutos después, apareció un hombre en la esquina, observó a Maigret de lejos, se le sumó una mujer, y después los dos se metieron en su casa.

La situación era ridícula. El comisario sabía que las posibilidades de que su molesta espera sirviera para algo eran escasas.

Y sin embargo aguantó, movido por una vaga impresión, algo que ni siquiera hubiera podido llamar un presentimiento.

Era más bien una teoría propia y, aunque jamás la había desarrollado, permanecía imprecisa en su mente y la denominaba para sus adentros «teoría de la fisura».

En cualquier malhechor, en cualquier delincuente, hay un hombre. Pero también hay, y sobre todo, un jugador un adversario que generalmente ataca, y éste es el que la policía intenta ver.

¿Se ha cometido un crimen o un delito cualquiera? La lucha se enzarza en torno a unos datos más o menos objetivos. Una o varias incógnitas, que la razón intenta resolver.

Maigret actuaba como los demás. Como ellos, también utilizaba los extraordinarios instrumentos que los Bertillon, los Reiss, los Locard han puesto en manos de la policía y que constituyen una verdadera ciencia.

Pero buscaba, esperaba, acechaba sobre todo la «fisura». En otras palabras, el momento en que, detrás del jugador, aparece el hombre.

En el Majestic, había tenido ante sí al jugador.

Aquí presentía otra cosa. La casa apacible y ordenada no formaba parte de los accesorios de la lucha entablada por Pietr el Letón. La mujer, sobre todo, y los niños entrevistos u oídos pertenecían a otro orden material y moral.

Y por ese motivo esperaba, aunque de mal humor, pues le gustaba demasiado su gran estufa de hierro colado y su despacho, con las cervezas espumeantes sobre la mesa, como para no sentirse desdichado bajo esta pegajosa tormenta.

Cuando había iniciado la guardia, eran poco más de las diez. A las doce y media unos pasos hicieron rechinar la gravilla de un sendero, una verja se abrió con movimientos precisos y rápidos, y una silueta se perfiló a diez metros del comisario.

El terreno no le permitía retroceder. Así que permaneció allí, inmóvil, inerte más bien, plantado sobre sus piernas, que los pantalones empapados esculpían en anchos planos.

El hombre que salía de la casa vestía una corta gabardina con cinturón, de la que había quitado el cuello gastado. Llevaba una gorra gris en la cabeza.

Esta indumentaria lo hacía parecer muy joven. Con las manos en los bolsillos, los hombros encogidos y temblorosos a causa del brusco cambio de temperatura, bajó la cuesta.

Tuvo que pasar a menos de un metro del comisario. Fue el momento que eligió para aminorar el paso, sacar del bolsillo un paquete de cigarrillos y encender uno.

¡Como si sintiera la necesidad de colocar su rostro a plena luz y permitir al policía que lo examinara!

Maigret lo dejó dar unos pasos más y después comenzó a seguirlo con las cejas fruncidas. Llevaba la pipa apagada. Toda su persona emanaba a la vez descontento y una impaciente voluntad de comprender.

¡Porque el hombre de la gabardina se parecía al Letón y no se parecía! Idéntica estatura: alrededor de un metro sesenta y nueve. En último término, se le podía atribuir la misma edad, aunque, vestido como iba, pareciera tener más bien veintiséis que treinta y dos años.

Nada impedía que fuera el original del «retrato por palabras» que Maigret se sabía de memoria y cuyo texto guardaba en el bolsillo.

Y, sin embargo, esa otro hombre. Los ojos, por ejemplo, tenían una expresión más borrosa, nostálgica. Su gris era más claro, como si la lluvia hubiera diluido las pupilas.

El bigotito rubio ya no tenía la forma de cepillo de dientes. Pero no era sólo eso lo que lo cambiaba.

Otros detalles sorprendían a Maigret. Su indumentaria no recordaba en nada la de un oficial de la Marina Mercante. Ni siquiera armonizaba con la ciudad, con la vida burguesa y acomodada que respiraba.

Los zapatos estaban gastados y los tacones torcidos. Como el hombre llevaba los bordes del pantalón doblados a causa del barro, el comisario vio unos calcetines de algodón gris descoloridos, torpemente remendados.

La gabardina estaba cubierta de múltiples manchas. El conjunto respondía a un tipo que Maigret conocía bien, el de vagabundo europeo, procedente del Este casi siempre, que se aloja en los peores hoteles de paso de París, duerme en ocasiones en las estaciones rara vez va a las provincias y viaja en tercera clase o, sin pagar, en los estribos y en los trenes de mercancías.

Esta sospecha se confirmó minutos después. A decir verdad, Fécamp no cuenta con tugurios. De todos modos, detrás del puerto hay dos o tres tabernas sórdidas que frecuentan más gustosamente los marineros que los pescadores del lugar.

A diez metros de estos establecimientos hay un café correcto, limpio y luminoso.

El hombre de la gabardina pasó por delante del café sin detenerse, entró con toda naturalidad en la más turbia de las tabernas y se acodó sobre el mostrador de estaño con un gesto que no podía engañar a Maigret.

Era un gesto familiar, simple y canalla. Por más que el comisario hubiera querido imitarlo, no lo habría conseguido.

Entró a su vez. El hombre había pedido un sucedáneo de absenta y seguía allí, sin decir nada, con los ojos vacíos, indiferente a Maigret, de pie a su lado.

Por una abertura del traje, el policía entrevió un fragmento de ropa interior de un color dudoso. ¡Y eso tampoco se imita! La camisa y el cuello postizo, reducido al estado de un cordón, habían sido llevados días y días, por no decir semanas. Había dormido con ellos, ¡y Dios sabría dónde! ¡Había sudado dentro de ellos! ¡Había caído la lluvia!

El traje no carecía de elegancia, pero mostraba los mismos estigmas que el hombre, proclamaba el mismo crapuloso vagabundeo.

—¡Otro!

El vaso estaba encargado lo llenó y luego sirvió un
fil-en-six
a Maigret.

—¿Qué tal?… De nuevo por aquí, ¿eh?

El de la gabardina no contestó, se bebió el contenido de un trago, tal como había bebido el primero, y, dejando el vaso sobre el mostrador, indicó que se lo llenaran de nuevo.

—¿Quiere comer algo? Tengo unos arenques en vinagre.

Maigret había zigzagueado hacia una estufita a la que ofrecía la espalda, reluciente como un paraguas mojado. El dueño no se desanimaba. Después de un guiño al comisario, siguió dirigiéndose al cliente de la gabardina:

—¡A propósito! La semana pasada entró un compatriota suyo, un ruso de Arjánguelsh. Iba a bordo de un tres palos sueco que tuvo que hacer escala en el puerto a causa de la tormenta. ¡Le puedo jurar que apenas tuvo tiempo de emborracharse! Tenían un trabajo de mil demonios. Las velas desgarradas, dos vergas rotas y todo lo que pueda imaginar.

El otro, que iba ya por su cuarto sucedáneo de absenta, bebía con aplicación. El tabernero llenaba el vaso a medida que se vaciaba y cada vez dirigía una mirada cómplice a Maigret.

—En cuanto al capitán Swaan, no ha vuelto desde la última vez que los vi a los dos.

El comisario se sobresaltó. El hombre de la gabardina, que acababa de beberse sin agua el contenido de un quinto vaso, se acercó a la estufa con paso inseguro, tropezó con Maigret y ofreció sus manos al calor.

—Déme un arenque… —dijo.

Tenía un acento bastante marcado, un acento ruso, por lo que el policía podía juzgar.

Ahí estaban, uno junto al otro, uno contra el otro, por decirlo de algún modo. En varias ocasiones, el hombre se pasó la mano por la cara y sus ojos se volvían cada vez más turbios.

—¿Mi vaso? —protestó.

Hubo que ponérselo en la mano. Sin dejar de beber, miró a Maigret y esbozó una mueca de asco.

¡No cabía ningún error sobre esa expresión! Además, como para remachar aún más su sentimiento, arrojó el vaso al suelo, se agarró al respaldo de una silla y masculló algo en un idioma extranjero.

El dueño, un poco preocupado, se las arregló para pasar al lado de Maigret y le dijo, creyendo hablar muy bajo, pero de tal manera que el ruso no podía perder ni una de sus palabras:

—¡Ni caso! Siempre está igual…

El hombre soltó una risa inarticulada de borracho. Se dejó caer sobre la silla, aferró su cabeza con ambas manos y permaneció inmóvil hasta el momento en que el dueño le metió entre los codos, sobre la mesa, un plato con un arenque escabechado.

El tabernero le sacudió el hombro.

—¡Coma! Le sentará bien.

El otro siguió riendo. Era más bien un amargo carraspeo. Se volvió para buscar a Maigret con la mirada, lo examinó con descaro y empujó al suelo el plato con el arenque.

—¡A beber!

El dueño alzó los brazos al cielo y gruñó como una excusa:

—¡Estos rusos…!

E hizo girar el dedo índice sobre su sien.

Maigret se había echado hacia atrás el sombrero hongo. Sus ropas despedían un vaho gris. Bebía su segundo
fil-en-six
.

—¡Sírvame un arenque! —dijo.

Estaba acompañándolo de un pedazo de pan cuando el ruso se levantó, con las piernas flojas, miró a su alrededor como sin saber qué hacer y rió por tercera vez, contemplando a Maigret.

Después cayó ante el mostrador, agarró un vaso de la estantería y sacó una botella de la cubeta de estaño donde se refrescaba en agua fría.

Se sirvió él mismo sin mirar lo que tomaba y bebió haciendo chasquear la lengua.

Por último, sacó del bolsillo un billete de cien francos.

—¿Es suficiente, estúpido? —preguntó al tabernero.

Arrojó el billete al aire. El dueño tuvo que pescarlo entre los platos sucios.

El ruso intentó tirar del picaporte de la puerta, que no se abría. Estuvo a punto de producirse una pelea, porque el tabernero quería ayudar a su cliente y éste lo rechazaba a codazos.

La gabardina se esfumó finalmente en medio de la bruma y la lluvia, a lo largo del muelle, en dirección a la estación.

—¡Vaya número! —suspiró el dueño, dirigiéndose a Maigret mientras éste le pagaba sus consumiciones.

—¿Viene a menudo?

—De vez en cuando. Una vez pasó la noche aquí, echado en el banco donde usted está sentado… ¡Es ruso! Me lo dijeron unos marineros rusos que estaban un día en Fécamp al mismo tiempo que él. Parece que es muy instruido. ¿Se ha fijado en sus manos?

—¿No cree que se parece al capitán Swann?

—¡Ah!, lo conoce… ¡Claro! Aunque no hasta el punto de confundirlos entre sí. ¡Pero, vaya, durante mucho tiempo pensé que eran hermanos!

La silueta
beige
desapareció en una esquina. Maigret aceleró el paso.

Alcanzó al ruso en el momento en que entraba en la sala de espera de tercera clase de la estación; una vez allí, se desplomó sobre un banco, aferrándose de nuevo la cabeza con ambas manos.

Una hora después, estaban instalados en el mismo compartimento, en compañía de un ganadero de Yvetot que no paraba de contarle a Maigret chistes en dialecto normando mientras, de vez en cuando, le soltaba unos codazos para que se fijara en el tercer viajero.

El ruso, que resbalaba insensiblemente, acabó por desplomarse en el asiento, pálido, con la cabeza doblada sobre el pecho y la boca entreabierta, apestando a alcohol.

Au Roi de Sicile

A partir de La Bréauté, donde se despertó, el ruso ya no durmió más. La verdad es que el expreso Le Havre-París iba atestado. Maigret y su acompañante se quedaron en un pasillo, cada uno plantado delante de una portezuela, viendo desfilar un paisaje confuso que la noche roía poco a poco.

El hombre de la gabardina no se preocupó ni una sola vez del policía. En la Gare Saint-Lazare ni siquiera intentó aprovechar el tumulto para escabullirse.

Al contrario, descendió lentamente la gran escalinata; descubrió que su paquete de cigarrillos estaba empapado, compró otro en el puesto de tabaco de la estación y estuvo a punto de entrar en la cantina.

No obstante, cambiando de opinión, empezó a caminar arrastrando los pies, dando la penosa imagen de quien expresa, una completa indiferencia, uno de esos desánimos que ya no permiten la menor reacción.

El Ayuntamiento queda lejos de Saint Lazare. Hay que cruzar todo el centro de la ciudad y, entre las seis y las siete de la tarde, los transeúntes asoman a oleadas en las aceras y los coches circulan por las calles a un ritmo tan sostenido como el de la sangre en las arterias.

Los hombros escuálidos, el impermeable ceñido a la cintura, manchado de barro, de grasa, los zapatos con los tacones torcidos, caminaba en medio de las luces, del movimiento, empujado, bamboleado, sin detenerse ni girarse.

Tomó el camino más corto, por la Rue du 4-Septembre y a través de Les Halles, lo que demostraba que estaba acostumbrado a hacerlo.

Alcanzó el gueto de París, cuyo núcleo es la Rue des Rosiers, y pasó rozando las tiendas con inscripciones en yidish, carnicerías
kosher
y escaparates de panes ácimos.

En una esquina, cerca de un pasillo largo y oscuro que parecía un túnel, una mujer quiso tomarlo del brazo, pero ella, sin duda impresionada, lo soltó sin que él dijera una palabra.

Al fin desembocó en la Rue du Roi-de-Sicile, irregular, bordeada de callejones sin salida, pasadizos, patios hormigueantes, medio barrio judío, ya medio colonia polaca, y, al cabo de doscientos metros, se metió en el pasillo de un hotel.

Unos azulejos anunciaban: «AU ROI DE SICILE».

Debajo se leían inscripciones en hebreo, en polaco y en otros idiomas incomprensibles, probablemente también en ruso.

Al lado, en un solar, se alzaban los restos de un edificio que había sido apuntalado con vigas.

Seguía lloviendo. Pero el viento no penetraba hasta aquel pasaje.

Maigret oyó el ruido de una ventana que se cerraba bruscamente en el tercer piso del hotel. Titubeó tan poco como el ruso y entró.

Ninguna puerta en el pasillo. Una escalera. En el entresuelo, una especie de garita acristalada, comía una familia judía.

El comisario llamó y, en lugar de abrirse la puerta, se levantó el cristal de una ventanilla. Se escapó un olor rancio. El judío llevaba un gorro negro en la cabeza. Su obesa mujer siguió comiendo.

—¿Qué pasa?

—¡Policía! ¿Cómo se llama el huésped que acaba de entrar?

El hombre masculló algo en su idioma, sacó de un cajón un registro mugriento y sin decir palabra lo empujó a través de la ventanilla.

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