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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

Pietr el Letón (7 page)

BOOK: Pietr el Letón
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Cuando Maigret levantó la mirada hacia el palco de los norteamericanos, Mister Mortimer había desaparecido.

El cuarto y último acto iba a empezar. Era el momento en que los que disponían de alguna justificación invadían los bastidores y los camerinos de actores y actrices. Otros asaltaban los guardarropas. Se preocupaban por los coches y los taxis.

Maigret perdió diez minutos largos buscando por el interior del teatro. Después, sin sombrero y sin abrigo, tuvo que informarse fuera, interrogar a los gendarmes, a un empleado del teatro y a los guardias municipales.

Al fin se enteró de que el coche de los Mortimer acababa de salir. Le enseñaron el lugar donde había estacionado, frente a un bar frecuentado por revendedores de entradas.

El auto se había dirigido hacia la Porte Saint-Martin. El norteamericano no había pasado por el guardarropa.

En la calle, había grupos de espectadores tomando el aire en cualquier lugar donde pudieran estar al amparo de la lluvia.

El comisario, con las manos en los bolsillos y un humor de perros, fumó una pipa. Sonó el timbre. La gente precipitó al interior del teatro. Incluso los guardias municipales desaparecieron para presenciar el último acto.

Los bulevares mostraban el aspecto descuidado de las once de la noche. Al contraluz de las farolas, las estrías de lluvia se veían menos densas. Un cine vomitó su público, apagó sus luces y cerró sus puertas después de que guardaran los paneles de anuncios.

Un grupo de personas esperaba un autobús debajo de un semáforo. Cuando llegó, se desencadenó una discusión porque carecían de números de espera. Intervino un agente de policía, que tuvo un altercado, incluso mucho tiempo después de que el vehículo hubiera arrancado, con un indignado señor gordo.

Al fin una limusina se deslizó sobre el asfalto. La portezuela se abrió en el mismo momento en que frenaba. Mortimer, de etiqueta, con la cabeza desnuda, subió ágilmente la escalinata y se introdujo en la luz cálida de los pasillos.

Maigret miró al chófer: un norteamericano ciento por ciento, con cara de cemento y mandíbulas prominentes, inmóvil en su asiento, como petrificado por su uniforme.

Dentro del teatro, el comisario se limitó a entreabrir una de las puertas acolchadas. Mortimer estaba de pie en el fondo de su palco. Un actor sarcástico lanzaba frases cortantes. Caía el telón. Flores. Crepitaban los aplausos.

La avalancha hacia la salida. ¡Más «chist»! El actor anunció el nombre del autor y fue a buscarlo a un palco del proscenio para acompañarlo al centro del escenario.

Mortimer besaba manos, estrechaba otras, daba cien francos de propina a la acomodadora para que le trajera los abrigos.

Su mujer estaba pálida y ojerosa. Cuando los dos estuvieron en el coche, hubo un momento de indecisión.

La pareja discutía. Mistress Mortimer, nerviosa, protestaba. Su marido encendió un cigarrillo y apagó su encendedor con un ademán colérico.

Al fin, habló por la trompetilla y el coche arrancó, seguido por el taxi de Maigret.

Eran las doce y media de la noche. La Rue La Fayette. Las columnas blancuzcas de La Trinité rodeadas de andamios. La Rue de Clichy.

La limusina se detuvo en la Rue Fontaine, delante del Pickwick's Bar. Portero de azul y dorados. Guardarropa. Colgadura roja levantada y bocanada de tango.

Maigret entró a su vez y se quedó cerca de la puerta, en una mesa que debía de estar siempre vacía, porque recibía todas las corrientes de aire.

Los Mortimer se habían instalado cerca del escenario. El norteamericano, tras consultar la carta, encargó el menú. Un bailarín profesional se inclinó ante su mujer.

Ella bailó. Mortimer la observó con sorprendente insistencia. Ella intercambió algunas frases con su pareja, pero no miró ni una sola vez hacia la esquina donde se encontraba Maigret.

En el local, entre los trajes de noche, había unos cuantos extranjeros vestidos de calle.

El comisario despidió con un gesto a una profesional que quería sentarse a su mesa. Colocaron delante de él, sin consultárselo, una botella de
champagne
.

Colgaban serpentinas por doquier. Volaban bolas de confeti. Maigret recibió una de ellas en las narices y echó una mirada feroz a la vieja que se la había arrojado.

Mistress Mortimer volvió a su asiento. El bailarín, después de pasear sin rumbo por la pista, se dirigía hacia la salida encendiendo un cigarrillo.

De repente, levantó la colgadura de terciopelo rojo y desapareció. Pasaron unos tres minutos antes de que a Maigret se le ocurriera salir a mirar al exterior.

El bailarín no estaba en la calle.

El resto fue largo y aburrido. Los Mortimer-Levingston cenaron copiosamente: caviar, trufas al
champagne
, langosta a la americana y queso.

Mistress Mortimer ya no bailaba.

Maigret, a quien le horrorizaba el
champagne
, lo bebía a sorbitos para calmar la sed. Le pusieron sobre la mesa unas almendras tostadas que tuvo la desdicha de picotear y que le dieron una sed implacable.

Consultó la hora en su reloj: las dos.

El cabaret se vaciaba. Una bailarina ejecutaba su número en medio de la indiferencia más absoluta. Un extranjero borracho, con tres mujeres sentadas a su mesa, hacía más ruido que todos los demás clientes juntos.

El bailarín, que sólo había estado fuera unos quince minutos, invitó a bailar a unas cuantas damas más. Pero ahora se había terminado. Se percibía el cansancio.

Mistress Mortimer tenía la tez plomiza y los párpados azulados.

Su marido hizo señas a un empleado del local. Les trajeron las pieles, el abrigo y la chistera.

Maigret tuvo la impresión de que el bailarín, que ahora hablaba con el saxofonista, lo miraba de una manera ansiosa.

Llamó al
maître
, que se hizo esperar. Perdió algunos minutos.

Cuando al fin el comisario consiguió salir, el coche de los norteamericanos doblaba la esquina de la Rue Notre-Dame-de-Lorette. Junto a la acera había una media docena de taxis libres.

Se dirigió a uno de ellos.

Sonó un disparo y Maigret se llevó la mano al pecho, miró a su alrededor, no vio nada, pero oyó unos pasos que se alejaban por la Rue Pigalle.

Recorrió unos metros más, como arrastrado por la inercia. Acudió el portero y lo sostuvo. Algunas personas salieron del Pickwick's para ver lo que ocurría. Entre ellas, Maigret distinguió la figura crispada del bailarín.

Maigret ya no juega

Los taxistas nocturnos de Montmartre entienden las cosas a medias palabras, y a veces incluso sin ellas.

En el momento en que sonó el disparo, uno de los que estacionaban delante del Pickwick's Bar se disponía a abrir la portezuela de su coche para que entrara Maigret. No conocía su identidad. ¿Adivinó, por el aspecto, que se trataba de un policía?

Los parroquianos del bar de enfrente acudieron corriendo. En pocos instantes, se congregaría una multitud alrededor del herido. Entonces el hombre, en un abrir y cerrar de ojos, ayudó al portero, que sostenía al comisario pero sin saber qué hacer. Y, menos de medio minuto después, el coche se alejó. Maigret estaba recostado en el asiento.

El coche corrió así durante unos diez minutos y se paró en una calle desierta. El taxista bajó, abrió la portezuela y vio a su cliente sentado casi normalmente y con una mano bajo la chaqueta.

—Ya veo que no es nada, como suponía. ¿Dónde tengo que llevarlo?

De todos modos, el rostro de Maigret parecía un poco alterado, y precisamente porque la herida era superficial. La carne de su pecho estaba desgarrada. La bala le había rozado una costilla y había salido cerca del omóplato.

—Prefectura de Policía.

El taxista masculló algo confuso. Durante el trayecto, el comisario cambió de opinión.

—Al Majestic. Déjeme en la entrada de servicio, Rue de Ponthieu.

Se había puesto el pañuelo, apelotonado como una bola, sobre la herida, y comprobó que la sangre cesaba de manar.

A medida que se acercaba al corazón de París, su semblante expresaba menos dolor y mayor preocupación.

El conductor quiso ayudarlo a bajar del taxi. Maigret lo apartó con un gesto y se dirigió al hotel con paso firme. En un estrecho pasillo, descubrió detrás de la ventanilla al soñoliento portero.

—¿No ha ocurrido nada?

—¿Qué quiere decir?

Hacía frío. Maigret retrocedió para pagar al taxista, que protestó porque, pese a la hazaña que acababa de realizar, sólo recibía cien francos.

La figura de Maigret, en el estado en que se hallaba, impresionaba. Su mano, bajo la chaqueta del traje, seguía oprimiendo el pecho con el pañuelo. Levantaba un hombro más que el otro y, pese a todo, tomaba la precaución de ahorrar fuerzas. Se sentía un poco vacío. A veces tenía la impresión de flotar, y debía hacer un gran esfuerzo para reponerse, para recuperar la nitidez de sus percepciones y de sus gestos.

Subió por una escalera de hierro, abrió una puerta, encontró un corredor, se perdió por un laberinto, salió a otra escalera, idéntica a la primera pero con otro número.

Vagaba por la zona reservada al servicio del hotel. Por suerte, encontró en algún rincón a un cocinero con un gorro blanco que, petrificado de miedo, lo vio acercarse.

—Lléveme al primer piso… Cerca de la habitación de Mister Mortimer.

Pero, en primer lugar, el cocinero no sabía el nombre de los clientes. Después, estaba asustado por la visión de los cinco regueros de sangre que Maigret había dejado sobre su rostro al pasarse la mano.

Lo aterrorizaba esta especie de gigante en la red de los angostos pasillos de servicio, con un abrigo negro echado sobre los hombros, con las mangas flotantes y la mano obstinadamente apretada sobre su pecho, deformando la chaqueta y el chaleco.

—¡Policía! —se impacientó Maigret.

Sentía que lo invadían amenazas de vértigo. La herida le ardía, y además parecía que la atravesaran largas agujas.

El cocinero acabó por ponerse en marcha, sin girarse. Poco después, los pies de Maigret pisaron alfombras. Dedujo que había abandonado los pasadizos del servicio y que se hallaba en el hotel. Miró los números de las habitaciones. Se hallaba en el lado impar.

Descubrió finalmente a un empleado que se asustó al verlo.

—¿La habitación de Mortimer?

—Abajo. Pero usted…

Bajó una escalera y, durante ese tiempo, entre el personal se extendió el rumor de que un hombre extraño, herido, fantasmal, erraba por el edificio.

Se apoyó un instante en la pared, y dejó en ella una mancha de sangre mientras tres gotitas de un rojo muy oscuro caían sobre la alfombra.

Acabó por localizar la
suite
de los Mortimer y, al lado, la puerta de la habitación en que se había instalado Torrence. Alcanzó esta puerta, caminando un poco de lado, la empujó.

—¡Torrence!

La habitación estaba iluminada. La mesa seguía llena de alimentos y botellas.

Las espesas cejas de Maigret se fruncieron. No veía a su colega. En cambio, percibía en la atmósfera un tufo como a hospital.

Dio unos pasos, siempre como si flotara. Y de repente se paró ante un sofá.

Asomaba un pie calzado con un zapato negro.

Tuvo que intentarlo varias veces. Apenas retiraba la mano de la herida, la sangre comenzaba a manar con alarmante abundancia.

Acabó por agarrar una servilleta que estaba sobre la mesa y por colocarla debajo de su chaleco, cuya hebilla estrechó con fuerza. El olor que reinaba en la habitación lo mareaba.

Con gestos blandos, levantó un extremo del sofá e hizo girar el mueble sobre dos patas.

Lo que esperaba: Torrence yacía allí, acurrucado, con un brazo retorcido, como si le hubieran roto los miembros para meterlo en un espacio tan pequeño.

Un apósito le cubría la parte inferior de la cara, pero no estaba atado. Maigret se arrodilló.

Todos sus movimientos eran pausados, incluso muy lentos, a causa sin duda de su propio estado. Su mano titubeó en palpar el pecho. Y, cuando hubo alcanzado el corazón, el comisario se inmovilizó, permaneció ahí, quieto sobre la alfombra, con la mirada fija en su compañero.

¡Torrence estaba muerto! La boca de Maigret, insensiblemente, se retorció. Cerró con fuerza el puño. Y mientras sus pupilas se turbaban, exclamó, en el silencio de la habitación cerrada, una terrible blasfemia.

Hubiera podido resultar grotesco. ¡No! ¡Era terrible! ¡Era trágico! ¡Era espantoso!

La cara de Maigret se había endurecido. No lloraba. Debía de resultarle imposible. Pero había en ella tal rabia, tal dolor, y al mismo tiempo tal asombro en sus facciones, que su expresión lindaba con el embotamiento.

Torrence tenía treinta años. Y llevaba cinco trabajando prácticamente sólo con el comisario.

Tenía la boca abierta, como si hubiera hecho un esfuerzo desesperado por atrapar una bocanada de aire.

En el piso superior, un huésped se sacaba los zapatos justo encima del muerto.

Maigret miró a su alrededor como buscando a un enemigo. Respiraba ruidosamente.

Así transcurrieron unos minutos, y cuando el policía se levantó, era porque sentía los progresos de un solapado desgaste en su organismo.

Se dirigió a la ventana, la abrió, vio la calzada vacía de los Campos Elíseos. Dejó que por un instante la brisa le refrescara la cara y después fue a buscar el apósito que había quitado del rostro de Torrence.

Era una servilleta adamascada, con el monograma del Majestic. Todavía desprendía un apagado tufo a cloroformo. Maigret seguía en pie, con la mente en blanco, ocupada únicamente por algunos pensamientos informes que entrechocaban en ese vacío con dolorosas resonancias.

Una vez más, al igual que había hecho en los pasillos, apoyó la espalda contra la pared y sintió un brusco reblandecimiento de todos los músculos de la cara. Pareció envejecido, desanimado. ¿Es posible que, en ese momento, estuviera a punto de sollozar? Pero era demasiado grande, demasiado grueso, de una materia demasiado dura.

El sofá, ladeado, rozaba la mesa todavía sin recoger y donde, en un plato, entre huesos de pollo, seguían unas colillas.

El comisario acercó la mano al teléfono. Pero no llegó a tocarlo, chasqueó rabiosamente los dedos, regresó al cadáver y se quedó mirándolo fijamente.

Con una mueca de ironía y amargura pensó en los reglamentos, en los del juzgado, en las formalidades, en las precauciones que debían tomarse.

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