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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

Pietr el Letón (16 page)

BOOK: Pietr el Letón
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—Se llamaba Berthe. —Un silencio. La nuez del Letón se hinchaba. Al fin, estalló—: ¡Entonces sí que tuve ganas de llegar a ser
algo
! Ella era cajera del hotel donde yo me alojaba. Me veía regresar borracho cada día. Y me reñía. Era muy joven, pero seria. Para mí, evocaba una casa, niños. Una noche en que me sermoneó y que yo no estaba demasiado borracho, lloré en sus brazos y creo que juré que me convertiría en otro hombre. Habría mantenido mi palabra, sin duda. ¡Todo me daba asco! ¡Estaba harto de arrastrarme! Eso duró cerca de un mes. ¡Vaya! ¡Qué estúpido! El domingo, los dos asistíamos a los conciertos públicos. Era otoño. Paseábamos por el puerto, donde contemplábamos los barcos. No hablábamos de amor. Ella decía que era mi amiga. Pero yo sabía perfectamente que un día…

»¡Sí! Un día, mi hermano volvió. Me necesitaba inmediatamente. Traía un maletín lleno de cheques para falsificar. ¡Quién sabe de dónde los había sacado! Los había de todos los grandes bancos del mundo. Por esa época, se había convertido en oficial de Marina y se hacía llamar Olaf Swaan. Se instaló en mi hotel. Mientras yo, durante varias semanas (¡porque se trataba de un trabajo delicado!), falsificaba cheques, él recorría los puertos de la costa para comprar barcos. Porque su nuevo negocio funcionaba. Me había explicado que había llegado a un acuerdo con uno de los más importantes financieros norteamericanos, que sólo debía de desempeñar, evidentemente, un papel oculto en la combinación. Se trataba de reunir a todas las grandes bandas internacionales bajo un único mando. Ya habrían llegado a un acuerdo con los contrabandistas de alcohol. Necesitaban barcos de pequeño tonelaje para el contrabando.

»¿Vale la pena que le cuente el resto? Pietr me había quitado la bebida para obligarme a trabajar. Yo vivía encerrado en mi habitación, rodeado de lupas de relojero, ácidos, plumas, tintas de todo tipo e incluso una imprenta portátil… Un día, entré bruscamente en la habitación de mi hermano. Berthe estaba en sus brazos. —Aferró nerviosamente la botella, que ya sólo contenía un dedo de ron, y se lo bebió de un trago—. ¡Me fui! —Terminó con una extraña voz—. No podía hacer otra cosa. Me fui… Tomé un tren. ¡Caí en la Rue du Roi-de-Sicile, borracho como una cuba, enfermo de muerte!

La familia de Hans

—Al parecer, yo sólo soy capaz de inspirar piedad a las mujeres. Cuando me desperté, una joven judía se esmeraba en cuidarme. ¡Y ella también se empeñó en impedirme que bebiera! ¡Me trató como a un niño, igual que la otra! —Rió. Tenía los ojos empañados. Era fatigoso seguir todos sus desplazamientos, sus cambios de expresión—. Sólo que ésta aguantó. En cuanto a Pietr… Sin duda por algo somos gemelos y contamos, pese a todo, con algunas cosas comunes. Ya le dije que habría podido casarse con una alemana de la alta sociedad. Pues bien, ¡no! Poco después, cuando Berthe había cambiado de empleo y trabajaba en Fécamp, se casó con ella. Pero no le contó la verdad. ¡Yo lo entiendo! La necesidad, vea usted, de un rinconcito propio, tranquilo. ¡Tuvo hijos!

Parecía que esto ya fuera demasiado. La voz se rompió. El comisario vio que asomaban auténticas lágrimas en los ojos del Letón, aunque se secaron inmediatamente, como si los párpados le ardieran en exceso.

—Esta misma mañana, ella todavía creía que estaba casada con un auténtico capitán de Marina. De vez en cuando él pasaba dos días o un mes con ella, junto a los niños… Yo, durante ese tiempo, no conseguía librarme de la otra, de Anna. ¡Será muy inteligente quien adivine por qué me amaba! Pero la verdad es que Anna me amaba. Y yo la trataba como había sido tratado toda mi vida por mi hermano. La insultaba. La humillaba incesantemente. Cuando me emborrachaba, ella lloraba. ¡Y yo bebía adrede! Llegué a tomar opio y toda clase de porquerías. ¡Adrede! Después me ponía enfermo y ella me cuidaba durante semanas. Porque eso me destrozaba… —Mostraba su cuerpo con repugnancia. Suplicó—: ¿No podría pedir que subieran algo de bebida?

Maigret sólo titubeó un instante y gritó desde el rellano:

—¡Ron!

El Letón no le dio las gracias.

De vez en cuando me escapaba, venía a Fécamp, merodeaba alrededor de la casa en que Berthe se había instalado. La recuerdo empujando el cochecito de su primer bebé… Pietr se había visto obligado a decirle que yo era su hermano, a causa de nuestro parecido… Un día, se me ocurrió otra idea. Ya cuando éramos niños me las ingeniaba para imitar los gestos de Pietr, ¡lo admiraba tanto! En fin, estaba tan quemado por tantos pensamientos turbios que un día me vestí como él, y vine aquí. La sirvienta no se enteró de nada. Pero, en el momento en que me disponía a entrar, llegó el chiquillo y gritó: "Papá". ¡No soy más que un imbécil! ¡Me escapé! Pero el caso es que no podía quitármelo de la cabeza.

»Muy de vez en cuando, Pietr me citaba. Necesitaba falsificaciones. ¡Y yo las hacía! ¿Por qué? Lo odiaba, y sin embargo soportaba su autoridad. El movía millones, frecuentaba los hoteles de lujo, los salones. En dos ocasiones lo atraparon, y las dos salió bien librado. Jamás me codeé con los miembros de su organización, pero usted debe de adivinarla, al igual que yo. Mientras había estado solo, o con un puñado de cómplices, sólo había intentado asuntos de mediana envergadura. Pero Mortimer, al que conocí hace muy poco, se fijó en él. Mi hermano tenía habilidad, descaro, y puede decirse que era un genio. El otro ponía la cara y una sólida reputación en el mundo entero. Pietr se dedicaba a reunir a los grandes estafadores bajo su autoridad, organizaba los golpes. Mortimer era el banquero del asunto. Aunque todo eso me daba igual. Como auguraba mi hermano cuando no era más que un estudiante en Tartu, yo era un fracasado. Y, al igual que todos los fracasados, bebía, pasando de un período de depresión a otro de exaltación.

»Sólo había un salvavidas que flotara, y todavía ahora me pregunto el porqué, en medio de tantos remolinos, y se debió sin duda a que fue la única vez en que vislumbré una posibilidad de felicidad: Berthe. Tuve la desgracia de venir aquí el mes pasado. Berthe me dio consejos. Y añadió: "¿Por qué no sigues el ejemplo de tu hermano?". Entonces se me ocurrió bruscamente una idea. No entendí por qué no lo había pensado antes. ¡Yo podía ser el propio Pietr siempre que quisiera! Unos días después, él me escribió que llegaba a Francia y que me necesitaría. Fui a esperarlo a Bruselas. Subí al tren por el lado opuesto al andén y me oculté detrás de las maletas hasta que lo vi levantarse para ir al lavabo. Llegué allí antes que él. ¡Y lo maté! Acababa de beberme un litro de ginebra belga. Lo más duro fue desnudarlo y ponerle mi ropa.

Bebió apresuradamente, con una avidez que Maigret jamás había imaginado.

—Con ocasión de su primera entrevista, en el Majestic, ¿Mortimer sospechó algo?

—Creo que sí. Pero era una sospecha muy vaga. En aquel momento, yo sólo pensaba en una cosa: volver a ver a Berthe. Quería confesarle la verdad. Hablando con exactitud, yo no tenía remordimientos, pero, aun así, me sentía incapaz de aprovecharme de mi crimen. En la maleta de Pietr había todo tipo de trajes. Me vestí de vagabundo, como suelo hacer. Salí del hotel por detrás. Me di cuenta de que Mortimer me seguía y durante dos horas me esforcé en despistarlo. Luego tomé un taxi y vine a Fécamp.

»Cuando llegué, Berthe no entendió nada, me acosó con preguntas, ¡y yo ya no tuve el valor de confesarle todo! Llegó usted. Lo vi por la ventana. Le conté a Berthe que me perseguían por robo y le pedí que me salvara. Cuando usted se marchó, ella me dijo: "¡Ahora, vete! Estás deshonrando la casa de tu hermano". ¡Perfecto! ¡Eso fue lo que dijo! ¡Y me fui! Y usted y yo regresamos a París.

»Allí me esperaba Anna. Una escena, ¡claro está! ¡Lágrimas! A medianoche llegó Mortimer, que, esta vez, lo había entendido todo, y me amenazó de muerte si no ocupaba definitivamente el puesto de Pietr. Para él era una cuestión capital. Mi hermano era su único punto de contacto con las bandas. Sin Pietr, carecía de poder sobre ellas… Majestic, de nuevo. ¡Y usted siguiéndome! Yo oía hablar de un inspector muerto. Y lo veía a usted completamente tieso debajo de su traje.

»No puede usted imaginar hasta qué punto me asqueaba la vida ante la idea de estar condenado a interpretar constantemente el papel de mi hermano… ¿Se acuerda de la taberna? ¿Y de la foto que usted dejó caer? Con motivo de la visita de Mortimer al Roi de Sicile, Anna había protestado. Se sentía perjudicada con el arreglo. Comprendió que mi nuevo papel me alejaría de ella. Aquella noche, en mi habitación del Majestic, me encontré una maleta y una carta.

—Un traje de confección gris y una nota de Anna anunciándole que se disponía a matar a Mortimer y citándole a usted en algún lugar.

El humo había espesado la atmósfera, que era más cálida. Los perfiles de los objetos se difuminaban.

—Usted vino aquí para matar a Berthe —articuló Maigret.

Su compañero bebía. Vació su vaso antes de contestar, aguantándose en la chimenea:

—¡Para terminar con todo el mundo! ¡Y conmigo mismo! ¡Ya estoy harto de todo! Y me rondaba una idea como las que mi hermano llamaba «ideas de ruso»: morir con Berthe, el uno en brazos del otro. —Se calló y, después, con voz alterada—: ¡Qué tontería! Hace falta un litro de alcohol para imaginar esas ideas. Había un policía a la puerta. Se me había ido la borrachera. Di vueltas y vueltas. Esta mañana entregué a la sirvienta una nota citando a mi cuñada en el malecón de abajo y especificando que, si no traía ella misma un poco de dinero, me prenderían. Innoble, ¿no es cierto? Pero ella acudió.

Entonces, de repente, con los dos codos sobre el mármol de la chimenea, comenzó a sollozar, no como un hombre, sino como un niño. Y con voz entrecortada por el llanto, prosiguió:

—¡No tuve valor! Estábamos a oscuras. El mar rugía. Y en su rostro había inquietud… Se lo conté todo. ¡Todo! ¡Hasta el crimen! Sí, con el cambio de ropa en el estrecho espacio del lavabo, en el tren. Después, como ella se puso como una loca, le juré que no era cierto. ¡Espere! ¡El crimen no! Negué que Pietr era un canalla. Le grité que lo había inventado para vengarme. Debió de creerlo.
Esas cosas siempre se creen
. Dejó caer al suelo el bolso con el dinero que había traído. Y me dijo… ¡No! No pudo decir nada. —Alzó la cabeza, volvió hacia Maigret una cara convulsa, intentó caminar, pero se tambaleó y tuvo que agarrarse a la chimenea—. ¡Pásame la botella, tú! —Y en este «tú» había un tosco afecto—. ¡Oye! Dame un momento esa foto, ya sabes.

Maigret sacó el retrato de Berthe de su bolsillo. Fue el único error que cometió en este caso: el de creer que, en aquel instante, la joven dominaba los pensamientos de Hans.

—No, la otra…

¡La de los dos niños con el cuello de marinero bordado!

El Letón la contempló como un alucinado. El comisario la veía al revés, pero percibía la admiración del más rubio de los chicos por su hermano.

—¡Me han traído mi revólver junto con mi traje! —dijo de repente Hans con una voz neutra, sin acento, mirando a su alrededor.

Maigret estaba de color púrpura. Señaló torpemente la cama, donde estaba el suyo.

Entonces el Letón se despegó de la chimenea. Ya no se tambaleó. Debía de estar recurriendo a toda su energía.

Pasó a menos de un metro del comisario. Los dos vestían bata. Habían compartido las botellas de ron.

Todavía se veían las dos sillas frente a frente, al lado del anafe.

Sus miradas se cruzaron. Maigret no tenía el valor de desviar la cabeza. Confiaba en una pausa.

Pero Hans siguió completamente rígido, se sentó en el borde de la cama, cuyos muelles chirriaron.

Quedaba un poco de ron en la segunda botella. El comisario la agarró. El gollete sonó en el vaso.

Bebió lentamente. ¿O más bien fingía beber? Por un momento, dejó de respirar.

Al fin un disparo. Se bebió de un trago el contenido del vaso.

Esto tuvo la siguiente traducción en lenguaje administrativo:

«El ** de noviembre de 19**, a las diez de la noche, el llamado Hans Johannson, nacido en Pskov, Rusia, súbdito estonio, sin profesión, domiciliado en París, Rue du Roi-de-Sicile, después de haberse confesado culpable del asesinato de su hermano Pietr Johannson, cometido en el tren llamado
Etoile du Nord
, el ** de noviembre del mismo año, se suicidó de un disparo en la boca poco después de que fuera detenido, en Fécamp, por el comisario Maigret, de la Primera Brigada Móvil.

»El proyectil, del calibre 6 mm, después de atravesar la bóveda del paladar, se alojó en el cerebro. La muerte fue instantánea.

»El cuerpo ha sido trasladado para todos los efectos útiles al Instituto de Medicina Legal, que ha entregado un recibo».

El herido

Los enfermeros se fueron, no sin que antes Madame Maigret les ofreciera una copa del licor de endrinas que ella misma preparaba cuando, en verano, pasaba las vacaciones en el pueblo de Alsacia en que había nacido.

Cerrada la puerta, y mientras los pasos se apagaban en la escalera, ella entró en el dormitorio, tapizado de papel con ramilletes de rosas.

Maigret, algo fatigado, con unas leves ojeras alrededor de los ojos, estaba tendido en la enorme cama en la que destacaba un edredón de seda rojo.

—¿Te ha dolido? —preguntó su mujer, mientras ordenaba la habitación.

—No demasiado.

—¿Puedes comer?

—Un poco.

—Pensar que te ha operado el mismo cirujano que a los reyes, a personas como Clemenceau, como Courteline…

Abrió la ventana para sacudir una alfombrilla en la que un enfermero había dejado huellas de pasos. Después se fue a la cocina, cambió una cacerola de lugar y retiró la tapa para ponerla de lado.

—Dime, Maigret… —dijo al volver.

—¿Sí? —replicó él.

—¿Tú te crees esa historia de un crimen pasional?

—¿A qué te refieres?

—A la joven judía, esa Anna Gorskin a la que juzgan esta mañana. Una mujer de la Rue du Roide-Sicile, que pretende que estaba enamorada de Mortimer y que lo mató por celos.

—¡Ah! ¿Es hoy?

—Nadie se cree eso.

—¡Bah! La vida es tan complicada… Tendrías que subirme un poco la almohada.

—¿La absolverán?

—¡Absuelven a tantos!

—Eso es precisamente lo que te digo. ¿No estaba mezclada en tu caso?

—Vagamente —suspiró.

Madame Maigret se encogió de hombros.

—¡Realmente, no compensa ser la mujer de un oficial de la Policía Judicial! —Pero lo decía sonriendo—. Cuando ocurre algo —añadió—, siempre me entero por la portera. ¡Tiene un sobrino periodista!

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