Después de la muerte de mi madre, casi instantáneamente, mi padre se deslizó fuera de nuestro alcance. Oía cosas, blancas como susurros. Cuando su mente estaba sintonizada a la frecuencia de los fantasmas, su boca se convertía en un cable retorcido. En una visita, un domingo otoñal alrededor de un año después de la muerte de mi madre y dos años antes de la suya propia, le observé desde la ventana de la cocina mientras Naomi preparaba un té. Estaba sentado en el patio; el libro que no había estado leyendo cayó sobre el césped. Alguien en el barrio estaba quemando rastrojos. Pensé en el aire fresco y con olor a humo sobre su piel recién afeitada, una piel que llevaba años sin tocar. Qué extraño que este recuerdo se haya convertido en algo hermoso. Mi padre solo en el jardín, perdido en la soledad por la ausencia de su esposa. Sujetaba la chaqueta en el regazo como un niño al que se le pide que sujete algo sin saber por qué. El rastro de la belleza siento ahora que es esto: quizá por primera vez en una larga vida mi padre estaba experimentando el placer de recordar un tiempo más feliz. Estaba sentado tan quieto que ni siquiera los pájaros le temían, lanzándose en picado desde las ramas recién peladas, planeando a un soplo por encima de la hierba a su alrededor. Sabían que él no estaba allí. En su rostro esa expresión que reconozco ahora de todas aquellas tardes de domingo en que nos sentábamos juntos.
La última noche de mi padre. Sujetando el pitido del auricular contra la oreja, esperando que Naomi llegara al hospital. Siempre asociaré el pitido del teléfono con el horizonte mecánico de la muerte, con la ausencia de latidos. Me di cuenta de que llevaba toda la vida equivocado con respecto a él, pensando que deseaba la muerte, que la estaba esperando. ¿Cómo es posible que no lo supiera nunca, que nunca lo adivinara? La verdad crece en nosotros de manera gradual, como un músico que toca la misma pieza una y otra vez hasta que de pronto la escucha por primera vez.
Una tarde de marzo, alrededor de dos meses después de que se muriera mi padre, estaba revisando los armarios y los bolsillos, y la cómoda de mi padre.
Había dejado la limpieza de su dormitorio para el final. En el bote humectativo, que él nunca utilizaba para puros, en un sobre, una única fotografía. Pensamos en las fotos como si fueran el pasado capturado. Pero algunas fotos son como el ADN. En ellas puede uno leer todo su futuro. Mi padre es un hombre tan joven que apenas le reconozco. Está posando delante de un piano, un bebé en la curva del brazo. Su otra mano coloca la cara de una niña pequeña hacia la cámara. Tiene unos tres o cuatro años y se agarra a su pierna. La mujer que se yergue a su lado es mi madre. Si es posible hablar sin hacer ningún ruido ni alterar los músculos de la cara… ése es el aspecto que tienen mis padres. En el reverso flota una fecha con letra de araña, junio, 1941, y dos nombres. Hanna. Paul. Miré las dos caras de la fotografía durante mucho rato antes de comprender que hubo una hija; y un hijo nacido justo antes de la lucha. Cuando obligaron a mi madre a entrar en el gueto, a los veinticuatro años, sus pechos lloraban leche.
Traje a casa la fotografía para enseñársela a Naomi. Estaba en la cocina. Ocurrió en un instante. Al sacar la fotografía del sobre, antes de haber pronunciado una sola palabra de explicación, Naomi dijo: «Es tan triste, es tan terrible». Entonces vio la conmoción que me producían sus palabras y dejó de limpiar los platos sobre el cubo de la basura.
Mis padres, expertos en secretos, me resguardaron del más importante hasta su último aliento. Pero, con un golpe maestro, mi madre decidió contárselo a Naomi. La hija que añoraba. Mi madre adivinaba que mi mujer no mencionaría fácilmente algo tan doloroso, pero sabía que si se la confiaba a Naomi, llegaría un momento en que se sabría la verdad. Naomi sabía cuánto me dolía su intimidad con mis padres. Pero no sabía que estaba guardando un secreto.
Aun así, yo la culpé.
La intimidad es la verdadera profundidad de un matrimonio, el lugar invadido por la historia de mi madre.
El pasado es energía desesperada, viva, un campo eléctrico. Elige un único momento, una oportunidad tan doméstica que no sabemos que la hemos perdido, un momento que nos atropella desde atrás y cambia todo lo que le sigue.
Mis padres debieron de hacerse una promesa mutua, que mi madre respetó casi hasta el final.
Naomi me explicó otra cosa que yo nunca supe. Mis padres rezaban para que el nacimiento de su tercer hijo pasara inadvertido. Esperaban que si no me daban un nombre, el ángel de la muerte pasaría de largo. Ben, no por Benjamín, sino solamente «ben» —la palabra hebrea que significa hijo.
La nieve desapareció poco a poco de debajo de los árboles, dejando sombras mojadas. El detritus que llevaba escondido todo el invierno yacía desparramado en los jardines y flotando en las alcantarillas.
En las semanas que siguieron a la limpieza del apartamento de mis padres, empecé a rebuscar en el Humber, recogiendo de los bancos objetos que se habían erosionado, al principio de la primavera —una cucharilla de
souvenir
, el pomo de una puerta, un juguete mecánico herrumbroso. Los lavé en el río y los guardé en una caja en el maletero del coche. No encontré nada que yo recordase.
Un día la lluvia me empapó el abrigo, me puso ralas las mangas y la espalda. En casa vacié los bolsillos de lascas de porcelana, pequeñas como piezas de mosaico y lavé los platos rotos en el lavabo del baño. Me limpié debajo de las uñas los rastros del fondo del río. Me senté con la ropa mojada en el borde de la bañera vacía. Después de un rato me cambié y me fui al estudio. Ya se olía la cena —salsa de tomate, romero, hojas de laurel, ajo, en vaharadas procedentes del piso inferior. Permanecí sentado hasta que ya no alcanzaba a ver los tejados de la calle ni las verjas de los jardines, sólo mi propia lámpara y las estanterías reflejadas en la ventana.
Me fui al dormitorio y me tumbé. Oí a Naomi subir las escaleras, quitarse los zapatos. La sentí tumbarse a mi lado en su postura preferida, espalda contra espalda, sus pequeños pies con medias contra mis gemelos, un gesto de intimidad que me llenaba de desesperanza. La imaginaba con la mirada fija en su propia vista del dormitorio oscuro. Pude haberlo soportado, sin importar cuántas veces lo repitiera: pensaba que lo sabías, pensaba que lo sabías. Si sólo hubiera dejado de colocar sus pies contra mis gemelos —como si nada hubiera cambiado.
Sabía que no debía abrir la boca. La desgracia de unos huesos que hay que romper para poder colocarlos correctamente.
Al despertarnos en nuestra casita diminuta, en nuestra calle con los olmos y los castaños, sabía sin levantar las persianas, a veces incluso sin abrir los ojos, si llovía o nevaba. Sabía instantáneamente qué hora de la mañana o de la noche era por la calidad de la luz sobre la cómoda, la silla, el radiador, el cepillo de madera de Naomi en la mesilla de noche. Distinta en invierno, en marzo, en pleno verano, en octubre. Sabía que, de aquí a medio año, los dos arces del jardín cambiarían de color de manera diferente, uno más bronce que escarlata. Me enfermaba esta percepción. Los pálidos grados del cambio, el deterioro diurno.
Y luego hay días en que la atmósfera señala un aniversario del error. Un momento innombrado que sólo el clima recuerda. El lugar en el que estaríamos si todo fuera bien.
Pensé en mi padre, que solía olvidarse de su cuerpo. Que estaba vivo en la música, donde el tiempo es una instrucción.
Te moriste poco después que mi padre y no sé decir cuál de las dos muertes me hizo acercarme de nuevo a tus palabras. Sobre la mesa de Naomi estaba tu último libro,
Qué le has hecho al Tiempo
, y sobre la mía,
Trabajo de campo
.
Una tarde, mientras removía nerviosamente la cena en una cacerola, Naomi me sugirió que por qué no ayudaba a Maurice Salman y me ofrecía a traer tus cuadernos de notas de Idhra, ahora que él está demasiado mayor para viajar. Fue idea de Naomi: una separación.
Algunos días después, de pie en el umbral de la puerta de la cocina, le hablé a su nuca.
—He reorganizado mis asuntos para no tener que dar clase hasta enero del año que viene.
Naomi apretó las palmas de las manos contra la mesa de la cocina y se levantó. La silla le había dejado una marca en la parte de atrás de los muslos. Esto me entristeció tanto que tuve que cerrar los ojos.
—Pero estarás fuera por tu cumpleaños… hay que renovar pronto la hipoteca… ya te he comprado el regalo…
Un barco en medio del océano no puede percibir el
tsunami
; en las zonas de presión más baja hay ochenta y cinco millas entre las crestas. En ese momento debió haberme punzado el miedo, debí haber olido la oleada de éter, sentido el filo del cuchillo. Pero no. En lugar de eso derroché nuestra vida juntos y dije solamente: Te escribiré…
El cuerpo de Naomi era un mapa tan familiar para mí, doblado tan a menudo por los mismos sitios, rasgándose en las dobleces. Ya nunca la desenrollaba del todo; le abría sólo un cuadradito de cada vez, el distrito al que me dirigía en la oscuridad.
La noche de junio antes de partir hacia Grecia, hacía un calor sofocante. Naomi vino goteando de la ducha fría y se tumbó sobre mí. Fría como la arena mojada.
Unos años después de la muerte de mi madre, durante el breve tiempo que vivió con Naomi y conmigo, mi padre pareció renunciar al sueño por completo. Por la noche le oíamos vagar por la casa.
Finalmente le convencí para que viese a un médico que, para mi alivio, le recetó somníferos. Pero, encontrándose de pronto en situación de dar respuesta al dilema de hambre que le había atormentado durante tanto tiempo, se los tomó todos.
Vine a Idhra con el meltemi, el fresco viento ruso que se evapora de los Balcanes, que hincha las velas griegas y agita las camisas en las tardes de verano. Llegué con la intrépida pardela, que vuela miles de millas al sur del círculo ártico, blanca al desprenderse los pedazos de hielo de los glaciares y los icebergs. Rozan el mar revuelto sus alas afiladas, rasgan el envoltorio azul del cielo. El meltemi es un viento de cola de caballo, que impide que se asiente la humedad. Es un aire que frota y frota hasta hacer invisible la textura de una puerta de madera bajo la pintura; hasta hacer visibles los poros de la piel de un limón y la arruga del hielo en un vaso, en un café junto al puerto; hasta hacer visible la humedad del hocico de un perro que duerme a la sombra de un muro —y todo veinte minutos antes de aterrizar. Tengas la edad que tengas, el meltemi te estira la piel, alivia la frente del viajero desesperado, el viajero que no ha viajado aún lo suficiente como para haber dejado atrás su futuro. Si abres la boca en cubierta, el meltemi te restriega y te lava el cráneo, dejándotelo liso como un cuenco blanco; cada pensamiento será nuevo y te llenarás de un hambre de claridad, el tirón de músculos precisos, deseos precisos. Sentirás pellizcos de pasado como pan para los pájaros marinos, verás los trozos hincharse y hundirse, o cómo unos picos afilados los atrapan y los engullen en el aire.
Desde todos los puntos de vista menos uno, Idhra es roca azul desnuda, rebozada de líquenes como percebes, una ballena en una piscina poco profunda. El barco vira por última vez y la isla de pronto alza la cabeza, abre los ojos. Ramo de flores silvestres extraído de la manga de un mago. Durante cien años, ya fuera en una sakturia de quinientas toneladas o en una latinadika de vela latina de cincuenta, los marineros de esta ruta que cruza el golfo Sarónico —desde los puertos de Alejandría, Venecia, Trieste y Marsella— al tomar la curva hacia el empinado anfiteatro del muelle de Idhra, han escuchado el asombro de los recién llegados. Halan y tiran, ignorando el refulgente lamé dorado de las redes esparcidas por la cubierta, ignorando los tejados rojo lava, líquidos con la luz, las puertas saturadas de azul o amarillo de cien casas blancas brillantes como cubiertas de pintura mojada. Y el dolor en la garganta, el ansia de tus ojos, hacen que te sientas como un tonto.
Salman me advirtió de que el barco llegaría demasiado tarde como para que pudiera ir andando a tu casa el primer día. Antes de mi llegada escribió de mi parte a la señora Karouzos, cuyo silencioso hotel es la mansión de un almirante, rehabilitada, a cuyo cargo está su hijo, Manos. El hotel se halla a medio camino de tu casa; desde ahí, según Salman, el resto puede hacerse fácilmente por la mañana. La habitación da a un patio central, que es un comedor al aire libre. Probablemente sigue exactamente igual que como Salman lo recuerda. Una docena de mesitas. Farolillos colgando de los muros de piedra. Me lavé la cara y me acosté. Desde la cama, la ventana era un cuadrado de color poroso, un lienzo azul.
Me despertaron voces desde el patio, la ventana ahora estaba negra y salpicada de estrellas. Escuché el tintineo de cubiertos y platos.
Añadí agua a mi vaso y vi cómo el ouzo se trocaba en niebla.
Cuando llegué a Idhra estaba convencido de que tendría éxito por Salman, a quien le atormenta la idea de que tus cuadernos de notas estén languideciendo en algún lugar de tu casa. Te dolería ver a tu viejo amigo, que añora una última conversación. Esperaba recuperarse lo suficiente como para venir a rebuscar él mismo, a visitar Grecia otra vez. La señora Karouzos le envió tus papeles por barco, pero faltaban tus diarios. Así que Salman piensa que deben tener aspecto de libros, con tapas duras, porque él le dijo que no se molestara en mandar libros. Le prometí que excavaría con delicadeza.
Iba a pasar semanas dentro de tu casa, como un arqueólogo que busca de palmo en palmo. Indagué en cajones y en armarios. Tu mesa y tus cajones estaban vacíos. Entonces empecé a revisar tu biblioteca: inmensa tanto en tamaño como en lo que abarcaba, trepaba por casi todas las paredes de la casa. Libros sobre la aurora boreal, sobre meteoritos, sobre arco iris de niebla. Sobre bonsáis. Sobre las señales de semáforo marítimas. Sobre la vida social en Ghana, la música de los pigmeos, las chabolas marinas de los estibadores genoveses. Sobre ríos, la filosofía de la lluvia, Avebury, el caballo blanco de Uffington. Arte rupestre, arte botánico, sobre la peste. Memorias de guerra de diversos países. La colección de poesía más robusta que he visto, en griego, hebreo, inglés, español.
Me distraía lo marginal, pedazos de papel entre las páginas, trozos de facturas utilizados como marcalibros. Manejaba con cuidado libros que se estaban desintegrando, leídos y releídos; como la
Guía de Arquitectura Clásica
, una ruina en sí misma que estuvo a punto de desmigárseme en las manos.