Authors: César Vidal
La leyenda del judío errante se convierte en una atractiva y novedosa recreación de la trágica historia del pueblo judío. Un orfebre judío es sentenciado a la inmortalidad por Jesús cuando le niega un poco de agua en su camino al Calvario. De esta manera, el protagonista se convierte en un testigo de excepción de la odisea del pueblo judío, desde los tiempos de Jesús hasta la creación del estado de Israel. Un pueblo que ha sido expulsado de su tierra, perseguido por Europa, exterminado con saña. Su drama personal, la soledad que le acompaña hasta que la llegada de nuevo del Mesías le permita descansar, lo lleva a realizar un periplo apasionante desde el siglo I hasta nuestros días: un viaje en el tiempo salpicado de personajes tan relevantes como los Reyes Católicos, Oliver Cromwell, un «apestoso» Karl Marx o un «farsante» Sigmund Freud. En esta nueva novela, Vidal aporta su particular visión y originales anécdotas de un tema de candente actualidad —el pueblo de Israel, sus reivindicaciones, su polémico estado— y su gran conocimiento de temas tan apasionantes como la cábala o los falsos mesías.
César Vidal
El Judío Errante
ePUB v1.0
Sirhack30.09.11
Editoral: DEBOLSILLO
ISBN: 9788499081540
Año de edición: 2009
César Vidal (Madrid, 1958) es doctor en historia, filosofía y teología, así como licenciado en derecho. Ha enseñado en distintas universidades de Europa y América, y es miembro de prestigiosas instituciones académicas, como la American Society of Oriental Research o el Oriental Institute de Chicago. Actualmente colabora en distintos medios de comunicación como La Razón, Libertad Digital, Chesterton y Muy Interesante. Es autor de más de un centenar de libros, que habitualmente se sitúan en los primeros puestos de las listas de los más vendidos y que han sido traducidos a media docena de lenguas. Entre sus premios literarios destacan el de la Crítica «Ciudad de Cartagena» a la mejor novela histórica del año 2000, el premio Las Luces de Biografía 2002, el premio de Espiritualidad 2004, el premio Jaén 2004, el IV Premio de Novela Ciudad de Torrevieja (2005), el de novela histórica Alfonso X el Sabio 2005 y el Algaba 2006 de biografía. Sus éxitos literarios son numerosos, y pocos autores han logrado ventas tan altas de tantos títulos simultáneamente. Entre sus obras más recientes destacan Los ma sones (2004), Paracuellos-Katyn (2005), Bienvenidos a La Linterna (2005) y Jesús y Judas (2007), y las novelas históricas El médico de Sefarad (2004), El médico del Sultán (2005), Los hijos de la luz (2005), Artorius (2006) y El ju-dio errante (2008).
Con estas palabras, Jesús de Nazaret, yendo camino del Calvario, condenó a un joven orfebre judío a seguir vivo hasta que él volviera al final de los tiempos. La razón para imponerle ese destino fue que le había negado un instante de reposo cuando se encaminaba hacia su ejecución en la cruz. Durante los años siguientes, aquel «judío errante» padeció la guerra con Roma en la que fue destruido el Templo, se vio obligado a abandonar su amada Jerusalén, pero, por encima de todo, se convirtió en testigo de excepción de la trágica andadura de su pueblo. El verdadero significado del Apocalipsis, la sublevación del mesías Bar Kojba, los orígenes de la Cabala, los pogromos de 1391, el apoyo de Oliver Cromwell a los judíos, la predicación de Sabbatai Zvi, los primeros escritos de Marx, el surgimiento del sionismo de Herzl, el drama vital de Mahler, los inicios del psicoanálisis freudiano, la juventud oculta de Hitler o el Holocausto son tan sólo algunos de los jalones recorridos por el judío errante a lo largo de un vagar proyectado a través de los milenios.
El sol se lanzaba en ininterrumpidas oleadas amarillas y blancas sobre la Cúpula de la Roca. A decir verdad, tuve la sensación de que el edificio azulado era como una especie peregrina de bastión inexpugnable que sujetaba las embestidas del astro de tal manera que sus rayos descendieran mansos y casi embridados sobre la irregular explanada del Templo. En otro tiempo, buena parte de aquella extensión había estado cubierta por un santuario elevado al único Dios verdadero al que se oraba, pero, sobre todo, se propiciaba mediante los sacrificios rigurosamente señalados en la Torah que Moisés había recibido en el Sinaí. A pesar de que prácticamente nada quedaba de la grandeza de antaño —las dos mezquitas no eran un resto de aquel sublime pasado sino una muestra de una ulterior invasión, religiosa y política— no me resultó difícil dejarme llevar por la imaginación, mezcla de lecturas previas y de fantasías acariciadas, para pensar en cómo habría sido todo aquello en su era de mayor gloria. Se trataba de una manera como otra cualquiera de pasar el tiempo mientras esperaba a que llegara mi amigo Shai a recogerme. Era un buen sujeto, Shai. Hijo de una familia de judíos alemanes que, a inicios de los años treinta del siglo xx, había escapado a Argentina esperándose lo peor de la llegada de Hitler al poder. A decir verdad, no habían temido lo suficiente. Uno de los abuelos había llegado a la conclusión de que el político del bigote a lo Chaplin no iba a durar mucho en el poder y regresó a su amada tierra germana. Acabó sus días en Auschwitz. La vida de Shai era, no podía resultar de otra manera, una consecuencia de aquellas raíces. Un tiempo en Argentina y un tiempo en Alemania. Luego, la Aliyah, la subida a Israel, el solar histórico de los judíos, para participar en una de las guerras que habían amenazado la existencia del Estado desde su fundación en 1948. Ahora vivía a caballo entre España e Israel y se hallaba entregado a la tarea de que los gentiles conocieran a los judíos y se les fueran las ideas —falsas y nefastas— que al respecto ocupaban sus mentes desde varios siglos antes del nacimiento de Jesús. Por lo que a mí se refería, me resultaba especialmente útil a la hora de callejear por Jerusalén o de buscar por Galilea.
¿Qué tiempo pude estar entregado a aquella observación de la otrora explanada del Templo? No sabría decirlo. Menos de una hora con seguridad, pero ¿fue acaso más de diez minutos, de un cuarto de hora, de media? Sinceramente, no hubiera podido precisarlo. Sí me consta que, en algún momento nada fácil de determinar, me adormilé. Quizá cerré los ojos para sentir mejor una brisa acariciadora y tenuemente fresca que se había levantado. No lo puedo afirmar con certeza, pero el caso es que, de forma imperceptible, pasé de la vigilia al sueño.
Fue un dormitar dulce, suave, sin molestia ni agitación. El mentón debió descender y, apoyado en el tórax, perdí toda conciencia. Cuando me desperté, no pude precisar el tiempo transcurrido. Miré hacia el sol y por su posición me dije que lo más seguro era que no se hubiera tratado de más de unos instantes. Y entonces lo vi. Me estaba observando, eso era cierto, pero llevaba a cabo su comportamiento con discreción, casi me hubiera atrevido a decir que con sutil elegancia. Fisgaba, pero nadie hubiera podido acusarle de no someterse a las reglas más elementales de la obligada cortesía y de la indispensable buena educación.
—
Boker tov
(Buenos días) —dijo al fin.
—
Boker tov
—respondí de manera rutinaria. Suponía yo que el recién llegado que me había estado observando durante mi sopor no tenía intención alguna de entablar una conversación conmigo. Mi hebreo podía resultar pasable a la hora de leer y traducir, pero en el momento en que pretendía utilizarlo como lenguaje de comunicación, ponía de manifiesto unas deficiencias innegables.
—
Aní lo medaver ivrit tov...
—le dije con una sonrisa de excusa y añadí—:
Aní sefaradí...
(No hablo bien hebreo. Soy español.)
El hombre —me pregunté qué edad podía tener— me sonrió. No parecía sentirse molesto por mi revelación de manera que pensé que quizá también era un extranjero como yo.
—Puedo... hablar español. Con su permiso —me dijo a la vez que tomaba asiento a mi lado.
—Sí... —respondí ya tarde.
—¿Es su primer viaje a Jerusalén? —me preguntó.
Su acento me resultó peculiar. En Israel, viven centenares de miles de personas cuya lengua materna es el español aunque, por regla general, en sus versiones hispanoamericanas. No hubiera resultado extraño que fuera un judío argentino o uruguayo el que se dirigiera a mí. Sin embargo, aquel hombre no hablaba con acento del otro lado del Atlántico. ¿Podía tratarse de un sefardita cuya lengua materna era el castellano del siglo XV? Yo había tenido oportunidad de escuchar en varias ocasiones aquel acento entre aquellos judíos que defendían tenaz, casi encarnizadamente, aquella modalidad del castellano denominada ladino y no me había dado esa impresión. La gente que habla en ladino tiene, hasta donde sabía, un acento muy fuerte y la pronunciación de algunas consonantes resulta marcadamente distinta a la del español actual. Desde luego, jamás hubiera pronunciado aquellas jotas con esa resolución. Bueno, no tenía mayor importancia. Lo más seguro es que se tratara de alguien que había aprendido la lengua, como tantos otros en Israel, en los últimos años.
—No —respondí a su pregunta—. En realidad, he venido varias veces a Israel. Estuve aquí una temporada cuando trabajaba en mi tesis doctoral.
—Ah, ¿sí? Vaya... ¿Era sobre algo relacionado con la arqueología?
—Sólo de pasada —respondí—, pero sí, algo tenía que ver. —Bueno, al menos no era sobre los palestinos... —dijo el recién llegado.
«Sobre los palestinos...» Había escuchado a varios israelíes referirse al tema con el mismo tono de voz que aquel hombre. Era una mezcla de «usted no tiene ni idea». «¿Contempla con la misma simpatía a los terroristas que actúan en su país?» y «si tan bien le caen, ¿por qué no se los lleva a casa? Aquí hay de sobra.» Desde luego, yo no tenía el menor deseo de enzarzarme en una discusión sobre los palestinos.
—Fue una tesis sobre el período del Segundo Templo —respondí desviando la conversación.
—¿El Segundo Templo? —repitió arqueando las cejas—. Vaya... ¿es usted judío?
—No. No lo soy, pero durante años me he dedicado a la investigación sobre ciertos períodos de la historia judía.
—Interesante —dijo el hombre con un tono que me resultó imposible de interpretar. ¿Hablaba en serio o, simplemente, se mostraba cortés?
—Lo es —dije e inmediatamente me di cuenta de que acababa de decir una obviedad.
—¿Tiene usted un cigarrillo?
—No. Lo siento. La verdad es que no fumo.
—Ya... —dijo un tanto desilusionado.
Durante unos segundos se mantuvo en silencio. Puesto que parecía obvio que no era un ladrón, concebí la esperanza de que se marchara de un momento a otro. —Así que el Segundo Templo... —Pues sí...
—La verdad es que yo he conocido el Templo en mejores situaciones. Sí, recuerdo cuando estaba en pie.
Sus palabras me sorprendieron. ¿Este templo? Me dije que no podía haberle escuchado bien. El Templo de Jerusalén había sido arrasado por las legiones romanas de Tito en el año 70. Hacía casi dos mil años. ¿Cómo podría haberlo visto en mejores tiempos? Sentí una cierta inquietud. Jerusalén resulta una ciudad especialmente adecuada para la aparición de locos del más diverso pelaje. Se trata de gente que lo mismo anuncia el cercano fin del mundo que se proclama mesías o se presenta como profeta. Desde luego, lo último que me apetecía tener a mi lado en esos momentos era a un trastornado, fuera o no de carácter religioso. Decididamente, tenía que marcharme. Apoyé las manos en la piedra donde estaba sentado y me dispuse a incorporarme. Me encontraba a punto de hacerlo, cuando el hombre volvió la mirada hacia mí y me dijo: