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Authors: César Vidal

El Judío Errante (5 page)

BOOK: El Judío Errante
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Guardó silencio mientras yo me preguntaba por qué el enunciado de la condena podía haberle resultado tan doloroso incluso más que la visión de los condenados.

—Me pareció obvio que los romanos se estaban burlando de todos nosotros al ejecutar a aquel hombre. Nos estaban lanzando un escupitajo con aquella condena. Era como decir: «¿De modo que éste es vuestro rey? Pues mirad lo que hacemos con él. Lo escupimos, lo golpeamos, lo clavamos a una cruz». Era humillante. Insoportablemente humillante.

—Pero usted no creía que fuera el mesías...

—Pues más a mi favor —protestó el judío—.Ya era intolerable que los romanos nos trataran así, pero que además lo hicieran valiéndose de un impostor... ¡Vamos! Es como si se burlaran de toda su familia por el simple hecho de que una prima lejana a la que no ve desde hace años ha sido sorprendida en la cama con el marido de una amiga...

—No creo que el ejemplo... —intenté protestar.

—Me entiende usted de sobra —me cortó—. Sí, Roma había evitado un problema, pero lo hacía de mala fe, insultándonos, burlándose de nosotros, orinándonos en la cara. Volví a mi tienda llorando. Sí, llorando, pero Dorando de rabia, de coraje, de cólera. Por supuesto, podía haberme tomado el día libre. Mis asalariados se hubieran ocupado de todo, pero decidí que era mejor hundirme en el trabajo como si se tratara del estanque dedicado a las purificaciones. Sí, lo mejor era que me sumergiera en mis tareas cotidianas y dejar que borraran de mi corazón lo que había visto en aquella aciaga mañana.

—¿Y lo consiguió?

—Sí —respondió el judío—. No fue fácil, por supuesto, pero sí lo logré. Al menos eso creí. Verá. Cuando era como la hora sexta... sí, la hora sexta, noté que me faltaba la vista.

—¿Que le faltaba la vista? —repetí extrañado.

—Sí. Eso mismo. Al principio, temí que se tratara de alguna dolencia que había hecho acto de presencia de la manera más inadvertida. Estás bien, todo va de maravilla y, de repente, plaff, te quedas ciego. Me asusté, se lo aseguro, pero cuando escuché cómo uno de mis asalariados dijo que no veía... tengo que reconocer que me tranquilicé. Bueno, al menos, en parte. De un salto, abandoné mi mesa y me dirigí hacia la entrada y entonces. .. no sé... no sé cómo explicárselo. Es posible que le cueste creerlo, pero la tierra estaba cubierta de tinieblas.

—¿Se refiere usted a un eclipse?

—No —respondió el judío negando con la cabeza—. No fue un eclipse. Se trató de algo más fuerte, más poderoso, más... aterrador. Fue como si la noche irrumpiera en medio del día devorándola y además... además todo aquello duró mucho. Las tinieblas debieron iniciarse, como ya le he dicho, en torno a la hora sexta y se mantuvieron hasta la novena. Fue entonces cuando me asusté de verdad. Ya le he dicho que, al principio, sentí un cierto alivio al percatarme de que no me había quedado ciego, pero aquella... aquella... negrura, sí, negrura, se convirtió pronto en insoportable. Tuve la sensación de que me oprimía como una mortaja, y me privaba de aire, y me podía matar... No sé si alguna vez ha pasado usted por una experiencia semejante. Estás bien, totalmente bien, y, de repente, te percatas de que puedes morirte en el momento siguiente. Bueno, pues eso me pasó a mí. Aquella oscuridad espesa fue como si estuviera metido en un túnel a la espera de caer muerto y entonces... no se ría, entonces, me vinieron a las mientes las palabras del Nazareno, las que había pronunciado en mi puerta. —¿Se refiere a...?

—Sí, sí —me interrumpió alterado el judío—. Me refiero a las que me anunciaron que tendría que vagar hasta que él regresara. Las recordé. Sí, las recordé como si me las hubiera repetido en ese mismo instante y entonces tuve la seguridad de que no iba a morir en medio de las tinieblas y, poco a poco, me tranquilicé.

—Perdón, no sé si lo he comprendido bien. ¿Me está usted diciendo que creyó en el Nazareno?

—No... no... no es eso —respondió repentinamente desasosegado el judío—. No creí que el Nazareno fuera el mesías. Lo que supe, sí, supe, en esos momentos es que su anuncio era fidedigno y que yo no moriría.

—Pues reconocerá conmigo que no deja de ser un tanto extraña su posición —le dije—. ¿Cómo pudo confiar en alguien en quien no creía? Y disculpe usted lo enrevesado de mi pregunta.

—Es mucho más fácil de lo que parece. Verá, Dios se sirve de los medios más insólitos para hablar. Por ejemplo, usted recordará el relato de aquella burra que Dios utilizó para transmitir un mensaje a Balaam. El mensaje era bueno, pero de ahí no se deduce que debamos aceptar a los burros como profetas divinos.

—Ya... —dije nada convencido, pero, por otro lado, no me parecía que aquel hombre estuviera en condiciones de elevarse por encima de la contradicción. —No me cree, ¿verdad?

—No es que no le crea... —respondí intentando evitar una confrontación con un desequilibrado— pero no deja de ser curioso que diera usted por buena una advertencia de ese tipo y luego pensara que Jesús era un impostor. En fin, si eso le tranquilizó en aquel momento...

—Sí. En aquel momento me tranquilizó, pero luego... luego regresó la ansiedad.

6

—Aquel mismo día sepultaron a Jesús. Por lo que me contó después un sacerdote, hubo un hombre acaudalado que entregó con esa finalidad una tumba nueva. Al parecer, pero yo entonces no lo sabía, Jesús contaba con discípulos secretos incluso en Jerusalén. Le confieso que me molestó un tanto que un farsante pudiera contar con semejante descanso hasta la llegada del verdadero mesías, pero... bueno, a fin de cuentas, aquello zanjaba la situación. El Nazareno no sólo estaba muerto sino también enterrado. Se había terminado todo.

—O comenzaba todo, según se mire —me permití decir.

—Sí. Debo darle la razón. En realidad, tan sólo empezaba todo. De hecho, entonces sucedió lo inesperado. Sus discípulos comenzaron a decir que se había levantado de entre los muertos...

—¿Y no le parece una afirmación curiosa para unas personas que tan sólo unas horas antes habían corrido a esconderse? Quiero decir que usted mismo me ha contado que no había nadie al lado de Jesús cuando lo ejecutaron. Que gente que ha pasado tanto miedo de repente se ponga a anunciar que el crucificado se había levantado de entre los muertos... en fin...

—Sí —dijo el judío mientras inclinaba la cabeza—. Reconozco que no era normal. De hecho, aquello preocupó enormemente a las autoridades del Templo. No sólo por lo que hubiera significado de reivindicación del Nazareno o porque hubieran tenido un papel importante en su condena. No. Es que además las autoridades del Templo eran saduceas y los saduceos no creían en la resurrección. Y ahora aparecían personajes sin rango ni importancia que afirmaban: «Sí, ha resucitado, luego la resurrección existe, luego vosotros habéis rechazado los propósitos de Dios, luego vosotros sois culpables de haber entregado al mesías a los goyitn para que le dieran muerte». —Entiendo.

—No. Me temo que no entiende. Usted no puede imaginarse una ciudad en la que todo parece discurrir bien y, de repente, ese sosiego se ve quebrado por unos locos que afirman haber visto a un muerto que aparece y desaparece como por arte de magia. Porque la verdad es que los testigos se multiplicaron. Primero, fueron seguidores cercanos. Un tal Kefas...

—Pedro...

—Sí, es verdad. Todo el mundo lo conoce como Pedro, pero para nosotros era Kefas. Bueno, pues primero fue Kefas y Yohanan, o Juan si usted lo prefiere. Esos decían que habían visto al Nazareno resucitado y que no estaban dispuestos a callarse. Y, la verdad sea dicha, no mintieron. El Sanhedrín ordenó que los azotaran más de una vez y ahí siguieron aguantando todo el tiempo. Pero luego vinieron otros. Por ejemplo, había un grupo bastante considerable, los discípulos del Nazareno decían que más de quinientos, que afirmaban que Jesús se les había aparecido a todos a la vez. Y luego vino Shaul... Pablo.

—¿Conoció usted a Pablo... Shaul... de Tarso?

—De referencia. Por lo que contaba la gente del Templo, la familia era originaria de la Diáspora, de Asia Menor, pero a él lo habían enviado a Jerusalén desde muy niño para estudiar la Torah. De hecho, fue discípulo de Gamaliel, uno de los sabios más destacados de entre los fariseos. En fin, como puede deducir cualquiera, el tal Shaul creció como un fariseo convencido. Ya se imaginará usted. Estudio de la Torah mañana, tarde y noche; discusión con otros fariseos sobre la Torah mañana, tarde y noche, y enfrentamiento con los que no veían la Torah como él...

—Mañana, tarde y noche —concluí la frase.

—-Justo. Con los saduceos no se llevaba bien, pero, a fin de cuentas, controlaban el Templo y no era cuestión de chocar con ellos frontalmente, pero esos judíos que creían en el Nazareno como mesías... bueno, el tal Shaul no podía ni verlos. Y entonces, por difícil que pueda parecer, se produjo la alianza de saduceos y fariseos. Durante dos o tres años, los seguidores del Nazareno no dejaron de ocasionar molestias. Predicaban a todas horas que había resucitado y que regresaría para juzgar a los vivos y a los muertos, llamaban a abrazar aquel mensaje de salvación a través de la fe en el Nazareno, pero... bueno, no puede decirse que hicieran daño a nadie. Más bien... más bien todo lo contrario. Incluso establecieron unas mesas en las que daban de comer a los pobres todos los días, lo que no era poco esfuerzo porque los seguidores del Nazareno era gente muy humilde y nada sobrada de recursos. Pero, de repente, un día nos enteramos de que el gobernador romano había sido destituido. Por supuesto, contábamos con tener a otro nuevo tiranuelo exprimiéndonos todo lo posible, no vaya usted a creer lo contrario. Sin embargo, los romanos no esperaron a su llegada para ordenar al que todavía estaba en activo que partiera para Roma. Me da tristeza decirlo, pero aquel vacío de poder tuvo efectos terribles. Éramos todos judíos, pero resulta que nos llevábamos peor de lo que hubiéramos podido imaginar y entonces...

El judío guardó silencio. Resultaba obvio que ahora se sentía mal, agitado, intranquilo. Por supuesto, no le dije nada. Estaba convencido de que sus cambios de ánimo, como en el caso de tantos enfermos mentales, podían entrañar un cierto peligro. Pero ¿dónde estaba Shai? ¿Se podía saber qué le había pasado?

—Había... había un muchacho que se llamaba Esteban. Era judío, sí, pero no de Jerusalén. A decir verdad, se defendía muy mal con el arameo, aunque hablaba magníficamente el griego.

Pues bien, este chico, Esteban, creía que el Nazareno era el mesías y se dedicaba a debatir con otros sobre el tema. Imagino que las discusiones debían de ser acaloradas, pero nunca habían pasado de eso, de disputas teológicas sin mayor trascendencia. Pero un día... un día se produjo la enésima y Esteban, que quizá estaba bastante harto de la dureza de sus oponentes, les echó en cara que seguían la misma senda de incredulidad que, supuestamente, nos había caracterizado a los judíos a lo largo de milenios. «¿No creéis en Jesús? —les dijo—. Pues no es de extrañar por-que nuestros antepasados tampoco creyeron en Moisés cuando vino a liberarlos y además practicaron la idolatría en el desierto después de salir de Egipto. Al rechazar al mesías de Dios, no sois menos duros de corazón que aquellos hijos de Israel que fueron antepasados nuestros.» Estoy convencido de que, en circunstancias normales, la cosa no hubiera llegado a mayores, pero en ese momento, sin un gobernador romano que mantuviera el orden. .. bueno, el caso es que arrastraron a Esteban hasta las afueras de la ciudad y lo mataron a pedradas por blasfemo.

—¿Era una blasfemia herir su orgullo? —pregunté con cierta malicia.

—En aquel episodio —continuó el judío sin responderme— estuvo presente Shaul. No se encontraba entre los que lanzaban piedras, pero sí se ocupó de custodiar las vestiduras de los que estaban lapidando a Esteban. Bueno, el caso es que después de... de aquello, se creó una situación... Shaul se dedicaba a ir por las casas y a detener a los cristianos. La gente aquella huyó de Jerusalén salvo algunos de los primeros seguidores de Jesús... Por supuesto, no le oculto que a mí todo aquello me pareció muy desagradable porque, a fin de cuentas, todos éramos judíos. Sí, es verdad que podían estar siguiendo a un impostor, pero por nuestra historia han pasado muchos farsantes y por eso no nos hemos dedicado a apedrear a los que creían en ellos. Pero no nos desviemos. El caso es que un día voy a ver al sumo sacerdote, cosa de un pedido, y me paro a charlar con un conocido. Que cómo va tu familia (por aquel entonces ya me había casado con Esther), que cómo marcha el trabajo, lo normal, y entonces me dice que el tal Shaul había salido para Damasco con cartas del sumo sacerdote que lo autorizaban a detener a aquellos judíos que creyeran en el Nazareno. No le oculto que al sacerdote le parecía bien. A fin de cuentas, consideraba que todo aquel anuncio de que había resucitado, y más teniendo en cuenta que lo habían ejecutado los romanos, no iba a traernos más que complicaciones. Bueno, yo me olvidé de todo porque no me pareció que tuviera mayor importancia y entonces, mire usted por dónde, otro día que voy a casa del sumo sacerdote, me entero de que el Shaul de marras no sólo no había detenido a los seguidores del Nazareno sino que además iba por ahí predicando que Jesús se le había aparecido en el camino de Damasco.

El judío calló y se pasó las manos a los lados de la cara en un gesto extraño, como si deseara alisársela, o rascarse las palmas con la barba.

—Aquello... —dijo tras unos instantes de silencio— aquello causó un revuelo enorme. Imagínese. Confías en un personaje que además ha sido educado por uno de los mejores maestros de la Torah como era Gamaliel, le ves como alguien lleno de celo, crees que va a cumplir con su misión a las mil maravillas y ¿qué sucede? Pues que, de repente, empieza a decir que él también ha visto al Nazareno. ¡Que se ha levantado de entre los muertos! ¡Que es el mesías! Nunca le perdonaron aquello. Nunca. Varias décadas después, cuando regresó a Jerusalén, se las arreglaron para caer sobre él y a punto estuvieron de darle muerte. Se salvó por la intervención de los romanos que si no...

—¿Y a usted aquello no le dijo nada? —le interrumpí.

—¿A qué se refiere?

—Hombre. Creo que está claro. Según usted mismo me cuenta, cuando Jesús fue crucificado todos sus discípulos se habían escondido. Luego salieron a la luz, jugándose la vida, arriesgándose a correr la misma suerte, tan sólo para anunciar que, a pesar de que lo hubieran condenado las autoridades del Templo y el gobernador romano, era el mesías y así había quedado de manifiesto porque había resucitado. Nadie fue capaz de sacar el cuerpo a la luz para decir: «Aquí está. De resucitado, nada. Muerto y bien muerto». Y, para colmo, a esto se añadía el que hubiera centenares de personas que afirmaban haberlo visto resucitado. Testigos que incluían a antiguos perseguidores como Pablo. ¿Todo eso no le dijo nada? ¿No le llevó a pensar que Jesús era el mesías?

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