Authors: César Vidal
Chupó una vez más el cigarrillo y, suave y lentamente, expulsó el humo por la nariz. Fumaba de una manera especial. No podía decirse que disfrutara del tabaco. Más bien parecía que necesitara consumirlo de la misma manera que si se tratara de un fármaco, como un alérgico necesita un antihistamínico o un diabético, la insulina. De repente, entornó los ojos, como si pretendiera divisar algo situado muy a lo lejos, y continuó su historia.
—La mañana del día 17 del mes de Artemisión, docenas de sacerdotes recorrieron las calles de Jerusalén llamando a la sensatez y a la cordura. Para mantener la paz, apelaron a la necesidad de librar la Ciudad Santa de las profanaciones que irremediablemente le ocasionarían los romanos si tenían que reprimir una revuelta. Recordaron el carácter sagrado del Templo, el único de todo el orbe donde se rendía culto al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, e insistieron en la necesidad de librar a las viudas y a los huérfanos de una matanza que sería horrible. Antes de que llegara el mediodía, todos nosotros habíamos adoptado el firme compromiso de evitar la violencia y de intentar una vez más mantener la paz con Roma. La cosa llegó hasta tal punto que por millares salimos a las calles para aclamar a las cohortes romanas que regresaban de Cesárea. No lo hacíamos por afecto o, al menos, por admiración, como usted puede suponer, sino movidos por un deseo desesperado de mantener la paz, de que no se multiplicaran las crucifixiones, de que el yugo de Roma no se convirtiera en una carga aún más pesada. Al principio, todo iba bien. Les arrojábamos flores y los vitoreábamos. Insisto. No sentíamos entusiasmo, pero ansiábamos congraciarnos con nuestros amos.
Dio una nueva chupada al cigarrillo que ya había quedado reducido a poco más de un anillo de ceniza sobre el filtro.
—Eran los soldados extranjeros los que no deseaban otorgarnos la más mínima muestra de cercanía. A los gritos de afecto, a las flores, a los vítores, respondieron con unos rostros que parecían tallados en piedra. A lo mejor, alguno nos sonrió, pero yo, y créame si le digo que mi memoria es muy buena, sólo recuerdo muecas de desprecio. Y a pesar de todo, es posible que la actitud de los legionarios no hubiera tenido mayores consecuencias de no suceder algo que...
Aprovechó la última calada y dejó caer al suelo el pitillo. Luego lo pisó con la punta del pie y se quedó observándolo un instante, como si esperara no haberlo extinguido del todo.
—Pasaban orgullosos y altivos los romanos cuando, inesperadamente, de entre los que los observaban surgió un grito contra Floro. Es más que dudoso que los legionarios lo entendieran porque había sido pronunciado en arameo, pero uno de ellos se detuvo, salió de la formación en la que iba encuadrado y, tras dirigirnos una mirada de desprecio, se alzó la vestimenta que le tapaba el trasero y, acto seguido, soltó una ruidosa ventosidad sin dejar de observarnos burlonamente. La verdad es que esa grosería en otro contexto quizá habría carecido de consecuencias, pero aquel día desencadenó un vendaval. Antes de que los compañeros del legionario se pudieran percatar de lo que había sucedido, la gente se lanzó sobre ellos gritando. En apenas unos instantes, los habitantes de Jerusalén no sólo habíamos acabado con buena parte de los legionarios sino que además nos habíamos apoderado del monte del Templo y habíamos cortado las comunicaciones con la fortaleza Antonia. ¡ Ah, la fortaleza Antonia! Era el baluarte que Roma utilizaba para reprimir cualquier conato de sublevación en Jerusalén y ahora quedó totalmente aislada, impotente, incapaz de poder reaccionar.
Inesperadamente, el judío se volvió hacia mí y en el fondo de sus ojos me pareció percibir un cierto brillo, como si se encendiera nuevamente un rescoldo semiextinto.
—Lo que sucedió en las horas siguientes —dijo— habría resultado increíble incluso para aquellos de nosotros que éramos más optimistas. Gesio Floro, el orgulloso romano, cedió al pánico y procedió a retirarse de Jerusalén aunque, eso sí, insistiendo en que las autoridades judías debían hacer lo posible por restaurar el orden. No me cabe duda de que, seguramente, así lo habrían hecho de no ser porque buena parte de nuestro pueblo se había arrojado ya en brazos de la revolución. Por todas partes se podían escuchar los gritos que anunciaban que había sonado la hora de la liberación y se degollaba sin miramientos a cualquier legionario y a no pocos goyim que tuvieron la desgracia de caer en nuestras manos.
—¿Tan entusiasmados estaban? —indagué un tanto incrédulo.
—Verá —respondió con tono de cansancio—. En todas las revoluciones sucede más o menos lo mismo. Una pequeña minoría empuja a las masas recurriendo a pulsiones tan poco sanas como la envidia o el resentimiento. ¡Oh, sí, sí, sé de sobra que se hace referencia a la justicia y a la igualdad, e incluso a la fraternidad o a la imaginación, pero en pocos corazones alienta algo más del «quítate tú que me pongo yo»! Los más jóvenes en su mayoría se suman al desastre sin pensar en lo que podrá suceder y esperando alcanzar metas que si sólo se pararan a reflexionar un instante verían como algo totalmente imposible. En cuanto a los que forman la mayoría de la población... bueno, se dejan llevar. Así de sencillo. Los acontecimientos los arrastran y no hacen nada por evitarlos. Por supuesto, siempre hay alguien que ve venir la conclusión, que suele ser trágica, pero se calla por miedo y más cuando los disidentes empiezan a ser degollados. Ésa es la triste realidad.
Guardó silencio por un instante, apartó su mirada de mí y prosiguió.
—Yo... bueno, yo no sé exactamente qué sentía entonces. Supongo que me parecía que era joven de nuevo, que volvía a tener entusiasmo, que me había quitado treinta años de encima. ¡Qué estupidez! Sólo un majadero puede pensar que se puede quitar de encima treinta años por el simple hecho de participar en una algarada de gente que vocifera.
—¿Y sus hijos?
—¿Mis hijos? Bueno, a Sara le preocupaba que su marido, sus hijos, el resto de su familia sufriera algún daño. Era un tanto timorata. Como Esther, su madre. Sí, no se ría. Ya sé que estuvo muy gallarda con la ofrenda que entregamos a los romanos, pero, la pobre pasaba mucho miedo. Y no crea que lo digo como algo en su contra. Aquel temor, aquella inseguridad, aquella sensación de desprotección me provocaban una ternura que no sabría explicarle. De repente, sentía un deseo casi incontenible de abrazarlas, de estrecharlas contra mí, de besarlas y, sobre todo, de protegerlas. Protegerlas... Ja! Ojalá pudiéramos proteger de verdad a nuestros seres queridos y no estuviéramos situados con ellos en la corriente que acaba por sumergirnos a todos. Por lo que se refiere a Jacob y Shlomo... Le parecerá una locura, pero para ellos, los acontecimientos que vivía Jerusalén fueron el equivalente al cumplimiento de un sueño. No eran viejos y su vida, la que habían tenido que labrarse con sudor y lágrimas, había transcurrido a través de una sucesión de gobernadores romanos que, comenzando con Poncio Pilato y concluyendo con Gesio Floro, habían resultado cada vez peores. Ahora, por primera vez en toda su existencia, tenían la sensación de que el pueblo de Israel era señor de su destino, de que no debía inclinarse ante nadie, de que era libre. Poco se les puede reprochar que llegaran a esas conclusiones cuando en cada esquina se clamaba por la liberación definitiva de Israel y en los cultos religiosos se afirmaba sin rebozo alguno que la venida del mesías estaba cercana, tan cercana como la próxima cosecha, una cosecha que no se compartiría con Roma por primera vez en muchos años. ¡El mesías!
Guardó silencio y se llevó las manos al pecho palpándose como si estuviera persiguiendo una inexistente cajetilla de tabaco.
—¿Qué marca fuma? —pregunté.
—Cualquiera... —respondió sin dejar de mover las manos sobre el torso—. Camel...
Me puse en pie y me acerqué a un árabe que molestaba a los turistas intentando venderles una colección abigarrada de artículos que iba de carretes de película a postales pasando por diversas marcas de tabaco. Tenía Camel. Evitando el engorroso regateo, le compré dos cajetillas. Guardé una en uno de los bolsillos del chaleco y sujeté la otra con la mano izquierda. Desanduve entonces la distancia que me separaba del judío y volví a sentarme a su lado.
—Tome —le dije mientras le tendía el paquete de cigarrillos.
Abrió una esquina del paquete y extrajo un pitillo. Se lo llevó a la boca y lo sujetó entre los labios.
—¡Ah! Perdón... —dije mientras me llevaba las manos al chaleco y sacaba de uno de sus bolsillos un encendedor. Yo no fumo, pero siempre llevo uno encima por si acaso tengo que ofrecer fuego a una dama.
Encendió el cigarrillo y expulsó el humo con delectación. Luego hizo gesto de devolverme los cigarrillos.
—No —me opuse—. Los he comprado para usted.
—Pero... —protestó levemente. —Se lo ruego —insistí—. Quédese con ellos. —
Toda raba
(Muchas gracias.) —dijo.
Dio un par de caladas más al cigarrillo. Era obvio que disfrutaba de aquel vicio, pero lo hacía de una manera extraña, como si fuera un preso al que tenían racionado el tabaco o un enfermo al que se administraba un medicamento.
—El mesías... —prosiguió—. Durante mucho tiempo, no había pensado en el Nazareno. Entiéndame. Sabía que contaba con seguidores en Jerusalén y en otras partes de Judea, gentes humildes y piadosas que insistían en que se había levantado de entre los muertos y en que volvería un día como juez, pero la verdad es que aquello había dejado de interesarme tiempo atrás. Para ser sincero, en mi corazón el recuerdo de aquel encuentro a la puerta de mi taller se había ido convirtiendo en algo desvaído, informe, deshilachado, y ahora, de la manera más inesperada, había quien insistía en que el mesías podía estar a la vuelta de la esquina. A decir verdad, quien estaba a la vuelta de la esquina era el imperio... Me encantan estos cigarrillos.
Calló por un instante y se puso a mirar el pitillo como si se tratara de un recipiente minúsculo y prodigioso que contuviera un líquido mágico. No cabía la menor duda de que el tabaco ejercía sobre mi acompañante un efecto casi taumatúrgico.
—El imperio se comportó de una manera más práctica que nosotros —continuó tras dar una nueva calada—. El mesías le traía sin cuidado y trató, por supuesto, de responder a nuestro desafío. Sin embargo, por extraordinario que pueda parecer, no logró, al principio, articular una respuesta contundente. El gobernador de Siria, Cestio Galo, marchó finalmente contra Jerusalén con un ejército formado por la XII Legión, otros dos mil infantes procedentes de diferentes unidades, seis cohortes y cuatro alas de caballería. La superioridad técnica de los romanos era tan acentuada que no les costó apenas esfuerzo aplastar a un contingente nuestro que salió a su encuentro en Gabaón y llegar hasta las inmediaciones del monte del Templo de Jerusalén. Galo podría haberlo tomado con facilidad, pero decidió que no merecía la pena acometer un esfuerzo así en condiciones no del todo seguras y dio orden de retirarse. Difícilmente podía haber tomado una decisión más errónea. Envalentonados por la decisión de Galo, nuestros jefes optaron por perseguir a los legionarios. De esa manera, lo que había sido un mero repliegue se convirtió para ellos en un verdadero desastre o, al menos, eso pensaron algunos. Porque muertos hubo. Sin ir más lejos, Shlomo cayó precisamente en una de las incursiones contra las fuerzas de Cestio Galo. Sin embargo, a todos nos parecía por aquel entonces que eran los «dolores de parto» previos a la llegada del mesías. Está bien eso de los dolores de parto, sí, sobre todo, cuando quien da a luz es otra persona. El problema es si eres tú el que pare y además el resultado de los dolores es la muerte. Cuando supimos lo que había sucedido con mi hijo... bueno, no le sorprenderá saber que el golpe fue devastador. Sin embargo, no se puede vivir sumido en el pesar. Hay que encontrar algo con lo que vendar un corazón que se ha visto desgarrado. En aquel entonces, nosotros intentamos consolarnos pensando que el final de aquel mundo estaba ya muy cerca y que, cuando llegara el día de la resurrección, nuestro hijo sería de los primeros en alzarse de entre los muertos. Créame que no exagero si le digo que todo parecía entonces cargado de hermosura y que en el aire flotaba la alegría de creer que nos encontrábamos a punto de asistir al nacimiento de un cosmos nuevo y mejor.
El judío se detuvo como si reviviera de verdad una época que había estado cargada por el sabor cálido y embriagador de la dicha esperanzada. Por un momento, pensé que, abstraído en sus reflexiones, permanecería callado. Me equivoqué. De repente, arqueó las cejas y continuó su relato.
—Así fueron pasando los días y llegó la primavera del año siguiente y entonces, cuando las flores blancas de los almendros llenaban los campos de Israel de color y esperanza, la máquina de guerra romana se movilizó con todas sus fuerzas. A su frente se hallaba el general Vespasiano. Desde luego, era un personaje muy diferente de Cestio Galo. Más en días que en semanas, toda Galilea fue dominada por aquellas tropas que estaban sedientas de venganza. Cuando llegó el verano, y llegó con extraordinaria rapidez, Vespasiano pudo encaminarse hacia Jerusalén con la seguridad de tomarla con facilidad. Para aquel entonces, la Ciudad Santa se había convertido en un auténtico hervidero. Los jóvenes eran, como suele resultar normal en estos casos, el sector más entusiasta de la población y lo mismo quemaban los registros de la propiedad, una propiedad que ellos no tenían, que arrancaban la vida de aquellos que expresaban la más mínima duda en la victoria final. Tendría usted que haber visto la profunda euforia con que prendían fuego a la casa de un rico o se ponían a lanzar gritos afirmando que el triunfo estaba cerca. Creían de todo corazón hallarse en la recta final de la historia y esa fe henchía sus pulmones con una fuerza mayor que la del viento más impetuoso. Claro que, como en todas las guerras, el ejército enemigo también opinaba y los romanos distaban mucho de aceptar ese punto de vista. No sé si tiene usted alguna idea de cómo combatían...
Estuve tentado de contestarle afirmativamente, pero me contuve al suponer que podría causarle cierta frustración.
—¿Cómo combatían? —pregunté abriendo la puerta a que continuara el relato como deseaba.
—A diferencia de nosotros, los romanos luchaban siguiendo un orden extraordinariamente preciso. Cada legión contaba con una cifra de combatientes situada entre los cuatro mil quinientos y los seis mil, pero su éxito espectacular no derivaba tanto de su número como de su técnica de combate. Siempre iniciaba la batalla recurriendo a los velites, unos soldados de infantería ligera, cuyo principal cometido consistía en cubrir el avance de la infantería pesada. Esta se hallaba formada en tres líneas, en general de seis hombres de fondo la primera y de tan sólo tres, la tercera. La primera línea recibía el nombre de hastati ya que originalmente iba armada con la lanza denominada hasta; la segunda era conocida como principes porque inicialmente habían sido los primeros en combatir y la tercera se denominaba triarii. Las dos primeras líneas iban armadas con una espada y uno o dos pila, una lanza corta que podía lanzarse hasta una distancia de poco menos de cien pasos y que podía desclavarse con facilidad de los objetivos alcanzados permitiendo su reutilización. Una vez entablada la lucha, tanto los hastati como los principes habían sido entrenados para retirarse tras combatir durante un tiempo siendo relevados inmediatamente por los triarii. Esta forma de luchar tenía consecuencias directas sobre la capacidad militar del enemigo. El recambio continuado de las líneas romanas servía para agotar a los adversarios que no contaban con una estructura similar. Cuando se llegaba a ese punto del combate, se procedía a realizar una carga de los hastati que lanzaban una o dos nubes de pila para quebrar la resistencia de un enemigo ya muy cansado. En la lucha a espada que venía a continuación, las líneas de la legión seguían turnándose para desgastar a un adversario que no pocas veces se hallaba a punto de caer exhausto.