El Judío Errante (8 page)

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Authors: César Vidal

BOOK: El Judío Errante
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No pronuncié una sola palabra, pero reconozco que me sentí abrumado por la manera tan librescamente prolija en que aquel hombre conocía la táctica de las legiones romanas. ¿Dónde habría estudiado todo aquello? ¿Por qué tenía un judío tanto interés por Roma? ¿Se trataba quizá de un profesor de historia clásica? Por supuesto, me resultaba imposible saberlo, pero no cabía duda de que su exposición había resultado impecable aunque un tanto exagerada y fuera de lugar.

—Tuve ocasión de contemplar aquella extraordinaria mole militar. Incluso combatí contra ella.

—Perdón —le interrumpí—. ¿Cómo dice? ¿Que combatió? Pero por aquel entonces debería andar usted por los setenta años sobre poco más o menos...

—Sobre poco más o menos, pero ya presentaba el estado que tengo ahora y ¿verdad que no parezco tan viejo?

No, no lo parecía y, por otro lado, si estaba dispuesto a creer el inverosímil disparate de que tenía dos milenios de vida, ¿por qué no iba a creer que con setenta había luchado contra los romanos?

—Pues sí, como le decía, combatí en un contingente que salió de Jerusalén. No deseo entrar en detalles sobre aquello. Puedo decirle, sin embargo, que de la misma manera que las olas se estrellan contra el litoral, nuestras unidades chocaban con las diferentes líneas de combate romanas y se deshacían. Sin embargo, a diferencia de lo que sucede con la costa que permanece inmóvil, en un momento dado los romanos avanzaron contra nosotros, que ya estábamos agotados, y nos pulverizaron. Los que no estábamos heridos o tuvimos la fortuna de no caer prisioneros, nos desbandamos. Mientras huía apresuradamente hacia Jerusalén con los escasos restos supervivientes, mi corazón sólo abrigaba una seguridad: la de que sólo una intervención directa de Dios podría conseguir que nos alzáramos con la victoria. Y entonces...

Hizo una pausa y apuró el cigarrillo. Por un instante, lo sujetó entre el corazón y el pulgar, y luego lo dejó caer al suelo y lo aplastó con la punta del pie derecho.

—No puede usted ni imaginarse la situación en la que se encontraba entonces Jerusalén —continuó—. Cuando llegué, la ciudad se hallaba repleta de refugiados procedentes de todas las tierras. A esas alturas estaban convencidos de que sólo tenían dos alternativas: o entregarse a merced de los romanos o refugiarse tras los muros de Jerusalén a la espera de que todo terminara de la mejor manera. Entre aquella masa de gente atemorizada, sucia y hambrienta se encontraba lo que quedaba de mi familia. Esther no entendía nada de lo que sucedía a su alrededor y ya había contemplado los suficientes horrores como para no sentir el entusiasmo de la guerra. No sólo eso. Deseaba que todo concluyera para poder conservar a los dos hijos que aún le quedaban con vida. No era poco porque entre nosotros, entre los judíos, entre el pueblo de Israel, las disensiones no resultaban escasas. A decir verdad, seguramente, no podía ser de otra manera. ¡A cuántos de nuestros hermanos no habían robado o incluso asesinado los que también eran nuestros hermanos! Porque, para ser sinceros, todo se reducía a decidir quién mandaba y para qué. Ahora les gusta decir que todos nos alzamos ansiosos de libertad contra Roma. No los crea. Yo estuve allí y sé lo que sucedió. Cuando llegó el verano y con él las legiones se situaron ante las murallas de Jerusalén, llevábamos ya meses matándonos entre nosotros... ¿Me da fuego?

8

—Todo lo que le puedan decir sobre las legiones romanas es poco —dijo tras expulsar el humo azulado del cigarrillo por las ventanas de la nariz—. Las legiones romanas constituían un adversario excepcional en el campo de batalla, pero también eran el mejor ejército de la época a la hora de sitiar una población. No sé si lo sabrá, pero unos mil años antes, el rey David había elegido Jerusalén como capital de su imperio por dos razones. La primera era su posición geográfica, que le permitía controlar de manera centralizada el gobierno de la nación; la segunda era su capacidad para resistir un asedio. Como puede ver desde aquí, al estar situada en lo alto del monte Sión y encontrarse rodeada por elevados y fuertes muros, Jerusalén resultaba inexpugnable. De hecho, a lo largo de aquel milenio tan sólo una vez había caído en manos enemigas, las del babilonio Nabucodonosor, y aun en ese caso, los judíos siempre hemos atribuido la derrota al castigo de Dios por nuestra infidelidad y nuestros pecados y no a la especial capacidad militar de nuestros adversarios.

—Quizá ambas circunstancias no sean incompatibles... —me atreví a sugerir.

—Sí, quizá tenga usted razón —me concedió el judío—. En cualquier caso, se estuviera o no de acuerdo con esa interpretación, lo que admitía pocas discusiones era el hecho de que ningún ejército como el romano había llegado jamás hasta la cercanía de la Ciudad Santa. Tendría que haberlos visto. Parecían un enjambre, un banco de peces, una infinita bandada de aves que conociera a la perfección su tarea. Los legionarios fueron levantando en torno a Jerusalén su propia ciudad, una urbe cuya única finalidad era estrangular cualquier forma de vida y resistencia que pudiéramos utilizar para enfrentarnos con ellos. Ahora conozco el latín con cierta soltura...
Beati quorum remissae sunt iniquitates et quorum tecta sunt pecata...
Debo decirle, sin embargo, que mi aprendizaje de la lengua de Virgilio fue algo posterior. En aquella época, se trataba todavía para mí de una lengua extraña que rara vez había escuchado, pero cuyos términos comenzaron ahora a resultarme angustiosamente familiares. Me enteré de que las cubiertas utilizadas por los legionarios para acercarse hasta la murallas recibían nombres tan malsonantes como cattus, pluteus y vinea o que la formación de escudos que los protegía de manera prácticamente total recibía el nombre de testudo arietaria o tortuga. Asimismo descubrí con ansiedad creciente que aquellos bárbaros poseían un artefacto tan alto como una torre al que llamaban exostra y que les podría permitir lanzar el asalto contra Jerusalén que, previamente, había sido batida por máquinas de guerra como las catapultas. Recuerdo una mañana, cuando me acercaba a relevar a otro joven revolucionario, y descubrí que los romanos habían desaparecido. Parpadeé una, dos, tres, cuatro veces para asegurarme de que no estaba soñando. Incluso me pellizqué. Sí, no existía la menor duda. Las legiones habían levantado el campamento durante la noche, de manera sigilosa y subrepticia. No puede usted imaginarse lo que fueron las horas siguientes. Al principio, todo era sorpresa y estupor, pero pronto, muy pronto, nos embargó un torrente de entusiasmo al saber que los romanos se retiraban porque el cesar, el maldito Nerón al que Dios, sin duda, castigaría en las profundidades de la Guehenna, acababa de morir de manera sangrienta. ¿Podía existir una prueba mayor de que Dios respaldaba nuestra causa? ¿Acaso eran necesarias más demostraciones de que contábamos con la ayuda del Todopoderoso?

—-¿También los seguidores de Jesús veían así las cosas? —le interrumpí.

El ceño del judío se frunció, pero fue sólo un instante.

—No —respondió con frialdad—. No las veían así. Creían de todo corazón que Jerusalén sería objeto del juicio de Dios. Cuando Cestio Galo se retiró, aprovecharon para abandonar no sólo Jerusalén sino también toda Judea. A decir verdad, cruzaron el Jordán y se establecieron en una ciudad llamada Petra. Pero por aquel entonces no le vimos sentido alguno a ese comportamiento. Incluso llegamos a pensar que como resultaba obvio que la grandeza de Israel no estaba unida al Nazareno, a su mesías, se marchaban para ocultar la vergüenza que sentían. Una mañana, vi a uno de aquellos grupos de seguidores de Jesús que abandonaba la ciudad. No pude evitarlo. Pasaban por delante de mi taller. Estaban a punto de perderse de vista, cuando, de repente, uno de ellos se separó del grupo y me dijo: «El Hijo viene».

—¿El Hijo viene? —pregunté con la duda de si lo había entendido correctamente.

—Sí. Sólo dijo eso. El Hijo viene. Luego inclinó la cabeza, se reunió con sus compañeros y todos desaparecieron de la vista. No le di mayor importancia. Lo reconozco. A esas alturas, como creo que ya le he dicho, el Nazareno sólo constituía un recuerdo borroso, ni mejor ni peor que muchos otros y además todo parecía ir tan bien... Unos seis meses después, Simón bar Giora llevó a cabo su entrada en Jerusalén, y el sumo sacerdote Matías se apresuró a anunciar que se trataba del mesías prometido.

—¿Cómo era Bar Giora? —pregunté no porque creyera que aquel hombre lo hubiera conocido sino porque tenía curiosidad por comprobar hasta dónde llegaba la imaginación de su desvarío.

—¿Bar Giora? —repitió el judío con la misma calma con que hubiera respondido a una pregunta mía sobre la hora o sobre una dirección de Jerusalén—. La verdad es que no se puede negar la fuerza que irradiaba su mirada, y los gestos grandilocuentes con que acompañaba sus palabras eran impresionantes, pero... no es que quiera presentarme ante usted de una manera especialmente favorable, pero, bueno, se lo diré con claridad: yo no fui de los que creyeron que fuera el mesías. Los profetas habían anunciado que el ungido del Señor devolvería la vista a los ciegos, lograría que los cojos caminaran y otorgaría el habla a los mudos. Sin embargo, Simón bar Giora parecía empeñado en realizar acciones totalmente distintas. Durante su gobierno, muchos que habrían deseado hablar callaron; muchos que habrían ansiado huir se quedaron inmóviles en Jerusalén y no pocos se convirtieron en seres que sólo veían por los ojos del auto-proclamado mesías. Sé que a muchos no les gustaría lo que voy a decir, pero... ¿usted sabe lo que es una sica?

—¿Una sica?

—Sí —insistió el judío.

—¿Se refiere a ese cuchillo curvo capaz de seccionar un gaznate de un solo tajo?

—¡Exacto! -—respondió el judío a la vez que inclinaba la cabeza en gesto de aprobación—. Pues bien, se suponía que aquella arma especialmente letal debía ser empleada sobre el cuello de los ocupantes romanos, pero hacía ya varios meses que habían abandonado la tierra de Israel y las sicas caían únicamente sobre los judíos poco sumisos al mesías Bar Giora. Las cosas como son. A lo largo de las semanas siguientes, lo que vi fue cómo el entusiasmo y la fe desaparecían del rostro de mis correligionarios para verse sustituidos por el temor y la ansiedad. Las cosas como son. El enemigo ya no era el romano sino el judío que no estaba dispuesto a aceptar las proclamas de Bar Giora y para someterlo era lícita cualquier forma de terror. Si usted hubiera visto los letreros injuriosos en los muros exteriores de las casas, los incendios de hogares y comercios, las palizas al amparo de la oscuridad nocturna, la muerte incluso, se habría dado cuenta de cuál era la triste realidad cotidiana de los judíos que vivíamos en Jerusalén.

—Supongo que los partidarios de los zelotes... —comencé a decir, pero mi acompañante no me dejó concluir la frase.

—¡Ah! ¡Los zelotes! ¡Héroes! ¡Le dirán que son héroes! Hágame caso y no se lo crea. Eran revolucionarios que se comportaban como suelen comportarse la gente de su clase. Ni más ni menos. Mire, en aquellos días, y a pesar de que la ciudad ya no sufría el asedio de las legiones de Roma, no eran pocos los comerciantes que procedían a acaparar bienes. En algunos casos, buscaban realizar los negocios más pingües que imaginarse pueda; en otros, sólo pretendían garantizar que sus hijos dispondrían de un pedazo de pan en caso de que los romanos regresaran y la guerra estallara de nuevo. Pero, fueran cuales fuesen sus razones, Simón bar Giora, el mesías de Israel, no estaba dispuesto a tolerar semejantes comportamientos. Bajo el lema de garantizar la paz, los judíos descubiertos cometiendo acciones de ese tipo eran degollados de manera inmediata sin ningún tipo de proceso. Y a aquellos de los que se sospechaba, pero a los que no se podía acusar con pruebas, se les propinaba palizas, se les incendiaba las pertenencias o se les reclutaba a los hijos aunque fueran meras criaturas. Créame si le digo que la causa de la independencia justificaba a ojos de los seguidores de Bar Giora esas conductas y otras peores. Podría contarle muchos casos, pero... no, carece de sentido detenerse en ellos. Fueron muchos. Bástele lo que ha escuchado. Durante semanas, como le digo, aquella gente continuó proclamando a voces que ya había llegado la independencia y que Israel poseía la paz que había ansiado durante siglos. Lo hicieron degollando a los opositores, incendiando las casas de los sospechosos de tibieza y aterrando incluso a no pocos de los que compartían su fe. Seguramente por eso no podía extrañar que muchos pensaran con el corazón rebosante de amargura que ni siquiera los peores gobernadores romanos habían sido tan despiadadamente sanguinarios como el ungido Bar Giora. Y entonces, mientras los seguidores del mesías repetían su entusiasmo con sus voces y sus espadas y la población temblaba de temor, los romanos volvieron a hacer acto de presencia con el mismo sigilo con que habían desaparecido.

El judío hizo una pausa y volvió a sacar un cigarrillo del paquete de Camel. Estuve a punto de regalarle el mechero, pero resistí la tentación y me limité a ofrecerle lumbre.

—Durante aquellos meses —prosiguió—, el imperio había vivido también tiempos convulsos. En apenas unos meses, el cesar Nerón había sido sucedido por Galba, Otón y Vitelio, emperadores débiles que dejaron de manifiesto el cáncer que podía corroer el edificio del poder romano. Finalmente, Vespasiano, sí, Vespasiano, un militar experimentado y enérgico, se ciñó la diadema imperial y decidió acabar con el desorden. Nosotros, los judíos, formábamos parte de ese desajuste y para aplastarnos envió a Jerusalén un ejército a las órdenes de su hijo Tito. La verdad es que la llegada de las legiones a las inmediaciones de Jerusalén no pudo acontecer en mejor momento para los romanos. Nuestras disensiones crecían a cada día que pasaba y además la cercanía de la fiesta de la Pascua había concentrado en el interior de la ciudad a decenas de miles de personas que esperaban la liberación definitiva del pueblo de Israel. Tito, que era un zorro, esperó pacientemente a que Jerusalén se encontrara abarrotada de peregrinos y entonces, con la misma rapidez con que el cazador tapona la madriguera de su presa, cerró el cerco. De la noche a la mañana, al quedar embotellados en aquella ratonera, nos vimos enfrentados con la horrible perspectiva del hambre más absoluta. No crea. Los romanos estaban dispuestos a negociar las condiciones de paz. Sí, como lo oye. La situación resultaba tan desesperada que Tito nos ofreció la rendición convencido de que la aceptaríamos. Pero si muchos habrían deseado acabar de una vez con aquella guerra, desde luego ésa no era la posición de Simón bar Giora y sus seguidores. No sólo rechazaron la capitulación sino que procedieron a asesinar abiertamente a cualquiera que se atreviera a intentar abandonar la Ciudad Santa o que expresara la más mínima duda sobre la victoria final. Algunos pocos lograron burlar el bloqueo que habían establecido y salir de Jerusalén, pero los romanos los atraparon y los condenaron a la muerte en la cruz. Por cierto, ¿tiene usted algo de comer a mano? Cualquier cosa... no sé. Unas patatas fritas, unas almendras...

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