Authors: César Vidal
—Y... ¿de esta mujer sí se enamoró? —interrumpí su discurso.
El judío me sonrió con el gesto más parecido a lo risueño desde que habíamos iniciado, varias horas antes, nuestra conversación.
—Sí —dijo con un tono de voz suave, casi dulce—. Sería un embustero si le dijera que fue fácil. No lo fue, pero... Verá. Yo había llegado a la conclusión de que una esposa y unos hijos eran ya algo del pasado. Todavía, y no se ría, en la época en que fui esclavo del oficial romano tenía a veces un sueño peculiar.
—¿A qué se refiere?
—Verá. En mi sueño, yo regresaba del trabajo. Paseaba por una calle ancha y grata a la vista. Me dirigía a mi hogar y entonces, de repente, cruzaba al otro lado de la calzada y unos niños Pequeños, varón y hembra, de no más de dos o tres años, salían de una casa y se abrazaban a mis piernas. Yo sabía que eran mis hijos. No es que lo descubriera entonces en el sueño. No. L0 sabía. Y en ese momento dirigía la mirada hacia la puerta y aparecía una mujer, mi esposa, que se secaba las manos en un delantal. Durante años, los años en que iba reuniendo el dinero para comprar mi libertad, tuve ese sueño una y otra vez. Siempre era la misma calle, siempre eran los mismos niños y siempre era la misma mujer. Y, de repente, un día, cuando estaba dando forma a un pesado collar de plata, capté que aquellas imágenes carecían de sentido.
—No estoy seguro de comprenderlo.
—Verá. Mientras seguía siendo un esclavo, lo que había deseado era rehacer la vida que había conocido con anterioridad. Por supuesto, con otra esposa y otros hijos porque los que había tenido habían muerto todos en la guerra. No es que pensara que un ser humano se puede sustituir como pasa con un mueble o cualquier otra posesión, no. Pero yo, a diferencia de ellos, seguía vivo y deseaba que me devolvieran al menos algo de lo que me habían quitado. ¿No fue eso lo que pasó con Job tras sufrir sus terribles pruebas? ¿Acaso no dice la Biblia que tuvo una nueva esposa y siete hijos y tres hijas? ¿Por qué iba a ser mi caso diferente? Yo no aspiraba a tanto como Job. Sólo soñaba con la llegada a casa después del trabajo, el abrazo de los niños, la comida preparada por una mujer... En todo eso soñaba de manera continuada, inagotable, incansable y, sin embargo, ese tiempo había pasado para mí. No podía yo saberlo entonces, pero, para que usted me entienda, era como si el tren hubiera partido unas horas antes y yo apareciera ahora por el andén.
—¿Y qué pasó cuando llegó a esa conclusión?
—Para serle sincero, nada de particular. Quiero decir que no experimenté resentimiento ni amargura ni ira. No. Fue como percatarse de que uno ya no puede saltar las vallas de los campos porque ha llegado a la edad adulta y pensar que no puede ser de otra manera. Esa parte de mi existencia había terminado y no tenía sentido seguir esperando que volviera algo que sustituyera ahora a lo perdido tiempo atrás. Fíjese la tranquilidad con que cedió todo que, nada más comprenderlo, los sueños desaparecieron para no regresar jamás.
—Pero sí regresaron...
—No. Los sueños nunca volvieron. Lo que apareció fue una mujer. Verá. Yo había trabajado en unas ajorcas de oro para un comerciante de ganado de la zona. Se trataba de un sujeto muy acomodado, inmensamente acaudalado, que era capaz de sacar todo de cualquier cuadrúpedo. La lana, el cuero, la carne, la leche, hasta los excrementos, todo lo procesaba y lo vendía. Andaba a la sazón engatusado con una cortesana de lujo y deseaba agradecerle de alguna manera los favores que le dispensaba. La mujer había hecho referencia a una joya que había contemplado cierta vez exhibida por una compañera de quehaceres y el ganadero decidió complacerla obsequiándole una igual. Ahí entré yo. La cortesana era... ¿cómo decirle? Impertinente, grosera, desagradable y codiciosa.
—No está mal... —pensé en voz alta.
—Sí, sobre todo, codiciosa —dijo el judío como si no me hubiera oído—. Creo que no le importaba en sí la calidad del trabajo ni la delicadeza de la forja sino la cantidad, el peso de oro. A decir verdad, es muy posible que se hubiera sentido más contenta si le hubieran colgado del pescuezo un lingote. Sin embargo, era de una hermosura que suele atraer a la mayoría de los hombres y el ganadero la deseaba a todas horas. Bueno, a lo que iba. El caso es que, tras muchas idas y venidas, me puse a trabajar en las ajorcas y una mañana, cuando me encontraba a punto de rematarlas, apareció por mi taller. Les echó un vistazo y comenzó a protestar. Que si eran pequeñas, que si resultaban demasiado finas, que si no estaría escatimando metal, que si tal que si cual... el caso es que me descompuso los nervios y cuando se despidió yo estaba tan irritado que, mientras trabajaba, me corté en la mano.
—Vaya... —No le di importancia, pero se trataba de una herida fea que me cruzaba una buena parte de la palma. Mire. Desde aquí hasta... aquí. La lavé, la vendé, pero, al día siguiente, descubrí que no sólo no había mejorado sino que me dolía much0 más y que además me costaba mover la mano. Me asusté. L0 reconozco. Yo sabía ganarme la vida con aquel trabajo y ya no estaba para aprender un oficio que exigiera mayor esfuerzo físico y mucho menos para realizar las tareas de aguador o mandadero. Tras pasarme toda la mañana pensando en lo que debía hacer opté por visitar a un físico del que había escuchado referencias a uno de mis clientes. El hombre puso mala cara al ver la herida, pero me atendió de la mejor manera. Ya se imagina usted. La volvió a abrir, sacó el pus, la lavó... en fin todas esas cosas. Para colmo, yo le había dicho que me había hablado muy bien de él un amigo común y entonces se negó a que le pagara por sus servicios. Todo aquello me hizo sentirme muy contento no sólo por lo bien que había realizado su trabajo, sino, sobre todo, por la manera en que se había comportado conmigo. Al día siguiente, terminé las ajorcas de oro, y con algunos restos de plata que guardaba en el taller labré unas muy parecidas, aunque más pequeñas, para regalárselas al físico. Pensaba yo que se las entregaría a su mujer y todos quedaríamos satisfechos, pero no fue así.
—Fueron a parar a una cortesana... —me atreví a adelantar.
—No, por supuesto que no —negó el judío un tanto irritado por lo que acababa de escuchar—. Como le estaba diciendo, realicé las ajorcas de plata y se las envié a través de uno de mis asalariados. Luego me olvidé de todo. Pasaron dos o tres días y una mañana, muy temprano, cuando apenas acababa de levantarme, escuché que llamaban. Sorprendido, me dirigí a la entrada y miré por la puerta entreabierta. Al otro lado del umbral, se encontraba una muchacha que sujetaba una especie de bandeja de madera. Le pregunté qué deseaba y me respondió que traía un obsequio de parte del médico. Me sorprendió aquello, pero decidí franquearle la entrada. La joven entró en la casa y buscó con la dónde dejar el regalo, de manera que le indiqué una mesa cercana. Depositó la bandeja con cuidado, casi me atrevería a decir que con reverencia y, acto seguido, retiró un paño de lino blanco que la tapaba. Entonces pude ver una colección de comida especialmente atractiva. Había algunas frutas, leche, miel...
—No está mal.
—Desde luego que no lo estaba. Pedí entonces a la muchacha que esperara un momento, lo justo para pasar todo aquello a los recipientes que yo tenía en casa, pero me indicó que también eran un regalo del médico. «A mi padre —dijo— le han gustado mucho sus ajorcas.»
—Así que era la hija del médico... —observé.
—Le supliqué que esperara —continuó el judío sin hacerme caso— le ofrecí compartir parte de aquella comida, pero la muchacha bajó la mirada y negó con la cabeza. «No. Es para usted, me dijo y, antes de dirigirse hacia la salida, añadió: Buen desayuno.» Apenas tardó un instante en llegar a la puerta y entonces, después de abrirla, volvió el rostro hacia mí. Debo decirle que lo llevaba cubierto, algo bastante común entre nuestras mujeres siquiera para evitar encuentros desagradables por las calles, pero entonces, como si hubiera estado esperando a que saliera de mi casa, una ráfaga de viento sopló con una fuerza inesperada y el extremo del velo se desprendió dejando al descubierto su rostro.
—A eso se le llama un golpe de suerte.
—No lo sabe usted bien —reconoció el judío mientras sus palabras se teñían de una suave melancolía—. No se lo puede siquiera imaginar porque aquella muchacha era extraordinariamente hermosa. Su piel era un poco más oscura que la de las mujeres de Éfeso y se asemejaba mucho a la de mi gente en la tierra de Israel. Pero se habría quedado usted admirado de la delicadeza de sus facciones. La nariz ligeramente aguileña contaba con las proporciones justas, el mentón parecía modelado con una gracia especial y la boca... ah, mi buen amigo, he tenido ocasión de ver muchas bocas hermosas a lo largo de los siglos, pero puedo asegurarle que nunca me he encontrado con otra semejante. Era... era... ¿cómo le diría yo? Como una fruta madura que uno deseara morder, como una copa que invitara a ser bebida hasta el final, como la corola de una flor que albergara el aroma más delicado. Sí, no se sonría. Aquellos labios estaban dotados de una belleza incitante, carnosa, sensual que justificaba de sobra que se ocultaran de las miradas de la gente. Debo decirle, además, que todo aquello transcurrió apenas en unos segundos porque la joven, azorada al percibir que su cara había quedado al descubierto, se apresuró a tapársela inmediatamente y dio media vuelta con la intención de desaparecer de mi vista. —¿La siguió usted?
—Lo intenté —reconoció el judío mientras se encogía de hombros—. Corrí hacia la puerta, pero ya la había franqueado. Logré entonces verla caminando calle abajo. Me pareció que además había adoptado un paso rápido, grácil, acelerado, pero no estaba dispuesto a dejarla escapar. Le grité para que se detuviera, pero o no me escuchó o la amedrenté. Lo cierto es que, al final, no me quedó más remedio que correr tras ella. Sorteé a los que subían la calle y conseguí alcanzarla cuando estaba a punto de doblar la esquina. «Muchacha», le dije y se detuvo finalmente. Llevaba la cara tapada como creo que ya le he comentado, pero a mí me pareció que sus labios se dibujaban por debajo del velo y, en cualquier caso, los ojos, unos ojos negros, almendrados y profundos, parecían iluminar aquella calle con más fuerza que la luz del día. «Muchacha, le repetí, ¿cómo... cómo te llamas?» La joven pareció dudar durante un momento. No fue más que un momento. Estoy seguro, pero a mí me pareció largo, prolongado, casi eterno. Al final, me pareció que sonreía debajo de aquel trozo de tela que hurtaba su cara de miradas indebidas y me respondió: «María».
—¿María? ¿No Miriam?
—Sí, María. Pensará usted que es lo mismo, pero no lo es. Imagino que si su padre hubiera vivido en Judea o Galilea, el nombre habría sido Miriam, pero viviendo en una tierra donde la lengua era el griego...
—Entiendo. Es como los judíos que se llamaban Andrés o...
—-... o Pedro. Uno intenta adaptarse siquiera en los nombres para no llamar mucho la atención. ¡La de judíos que se llaman ahora Maurice cuando los padres les pusieron Moisés!
—Sí, es verdad —reconocí yo que conocía a más de uno en esas circunstancias.
—Como le he dicho, yo había descartado totalmente la idea de casarme, de tener hijos, de formar una familia. Ya había pasado por la experiencia de tener una y el hecho de perderla me había causado un dolor indecible. Luego, una vez establecido en Éfeso, no habían faltado algunas mujeres que aparecían por acá o por allá. No me refiero a cortesanas, no. Estoy hablando de viudas, incluso de casadas, que se me acercaban. No me malinterprete. Yo no andaba buscando aventuras. Nada más lejos de mis intenciones. Simplemente, se presentaban. Yo que pensaba que ésa era una situación del pasado, por supuesto, las rechazaba. Pero entonces, como le decía, el ver el rostro de aquella mujer removió algo en mi interior. Regresé a casa como... como envuelto en una nube. No le digo más que me senté y p0r un buen rato me olvidé no sólo de que debía comenzar mi trabajo cotidiano, sino incluso de que aquella joven me había traído comida para desayunar. ¿Usted sabe qué puede hacerse en un caso así?
—No tengo la menor idea —reconocí.
—Tampoco lo sabía yo. A fin de cuentas, mi matrimonio anterior había sido concertado. Lo pienso ahora y la verdad es que me da sonrojo, pero... bueno, me dediqué a hacer averiguaciones sobre la muchacha.
—¿Cómo dice?
—Lo que acaba de oír. Me comportaba de manera discreta, pero lo más eficaz posible. Llegaba un cliente a mi taller y le comentaba lo contento que había quedado por la cura que me había practicado el físico. Por supuesto, en la mayoría de los casos, la gente se limitaba a celebrarlo y a darle gracias a Dios. Pero en otros... ah, en otros, se daba la circunstancia de que conocían al físico y entonces todo era coser y cantar. «Se le ve un buen hombre, decía yo, señal de que tiene una vida feliz en su familia.» «Sí, claro, me respondían, sus dos hijos mayores son varones y tiene una hija pequeña.» «¿Una hija pequeña?, seguía yo hablando de la manera más inocente, el día menos pensado se le casa...»Y así, poco a poco, retazo a retazo, fui recogiendo toda la información que necesitaba. Y...
—Y... —intenté ayudarle a seguir porque el judío, inesperadamente, había guardado silencio.
—Y supe que estaba ya comprometida.
—Mala suerte —comenté lamentando de verdad lo que acababa de escuchar.
—Sí, puede verse de esa manera, pero yo... no sé cómo decirle. Cuando escuché aquello supe que aquel compromiso no llegaría a buen puerto.
—¿Cómo dice?
—Lo que acaba de oír. Sé que es difícil de entender. A decir verdad ni siquiera sé si puede comprenderse, pero yo sentí, sí, lo sentí, que aquel matrimonio nunca tendría lugar.
—¿Y qué fue lo que pasó?
—Pues verá. Aquel verano había sido yo invitado a Filadelfia, otra de las ciudades de Asia Menor en la que existía una presencia judía notable. Tenía allí a un buen amigo que no dejaba de insistirme para que visitara la ciudad y me estableciera en ella. Supuestamente, era no menos prometedora que Éfeso y además no estaba tan cargada de idolatría. Salí hacia Filadelfia una o dos semanas antes de que María debiera ser entregada en matrimonio. Pero créame si le digo que salí tranquilo, en la absoluta convicción de que el enlace no se consumaría. Bueno, el caso es que partí para Filadelfia, estuve allí en torno a un mes y regresé convencido de que mi sitio estaba en Éfeso por lo menos para una buena temporada. Nada más llegar comencé a indagar sobre la situación de María y ¿a que no sabe lo que había sucedido?