Authors: César Vidal
—Espero que esto... —comencé a decir a la vez que alargaba el recipiente al judío.
—Sí. Está bien. Claro —dijo mientras tendía la mano y agarraba la bebida.
Abrió la lata con un solo movimiento. Como si tuviera una enorme práctica, aunque, bien pensado, ¿por qué no iba a ser así? A fin de cuentas, por las apariencias y hasta donde yo podía imaginar, aquel hombre no había alcanzado la séptima década de su existencia.
Se llevó el refresco a la boca y bebió un trago largo, generoso y placentero. Calculé que debía haber vaciado no menos de la mitad cuando despegó los labios, chasqueó la lengua y me sonrió.
—Ha escogido usted bien. Está muy bueno. De verdad.
—Me alegro —dije a la vez que me disponía también a refrescarme la garganta.
Durante unos minutos, no dijimos una sola palabra entregados al disfrute inocente de aplacar la sed. La verdad es que se estaba bien allí. Hacía calor, era cierto, pero, a la vez, una brisa suave y fresca dulcificaba la temperatura convirtiéndola en placentera. Sin duda, era una de las ventajas de encontrarnos en las cercanías de la cuenca del Mediterráneo. En otra parte del mundo, incluidas las dos costas de Estados Unidos, en esos momentos habríamos tenido que huir del sol para buscar refugio en algún lugar cerrado y bien provisto de aire acondicionado.
Eché ahora una mirada furtiva sobre el judío. No cabía la menor duda de que estaba disfrutando. Consumió lo que aún había en la lata, le dio la vuelta para asegurarse, seguramente, de que no desperdiciaba una sola gota y la depositó cuidadosamente en el suelo, casi como si se tratara de un objeto de cristal.
—¿Le apetece otra?
—No. De momento, no —me dijo con una sonrisa y añadió—: Parece mentira lo agradable que puede resultar una bebida fresca en medio del calor.
—Sin duda —corroboré.
—¿Sabe? En la vida también hay refrescos que aparecen de vez en cuando. Un rato jugando con los hijos, una tarde de amor, un concierto memorable, una lectura sustanciosa... incluso una conversación como ésta.
—Me abruma —dije sinceramente.
—No. Lo digo en serio. De verdad. De todo corazón. Le agradezco mucho la atención con que me escucha.
Pensé que mi atención se debía más al temor a las reacciones inesperadas de un loco y a la ausencia de Shai -—pero ¿dónde estaba Shai, Dios santo?— que a mi cortesía, pero decidí que no tenía ningún sentido desilusionar al judío.
—En buena medida, el tiempo que viví con María fue también como llevarse a los labios una bebida fresca y dulce. Bueno, no. Es injusto, muy injusto lo que acabo de decir. Mi matrimonio con María resultó más bien un oasis entre extensiones desérticas. Antes de ella, había sufrido la pérdida de mi familia, de la ciudad en que había pasado toda mi vida y del Templo. Después de ella, volví a encontrarme con un desierto aún más prolongado porque había contemplado la incompetencia escandalosa de un falso mesías, había previsto, sin poderlo evitar, que Jerusalén volvería a ser arrasada por los goyim y además había perdido la esperanza de que se reconstruyera el Templo, el lugar que Dios había designado para que nuestros pecados pudieran ser expiados. Sí, créame, aquél era un páramo mayor si cabe y lo único que lo separaba del otro eran los siete años de dicha al lado de María.
—¿Por qué no intentó buscarla?
—¿Quién le ha dicho que no lo hice?
—Entonces, ¿la buscó? —pregunté al darme cuenta de que me había precipitado en mis conclusiones.
—No pensé en otra cosa desde que la acompañé hasta el puerto y la engañé para que abandonara la tierra de Israel sin mí —respondió el judío—. No creía que nada fuera a salir bien, pero estaba decidido a que si se daba tan inverosímil eventualidad, la haría traer a Jerusalén a cualquier precio y si, por el contrario, tal y como preveía, aquel levantamiento terminaba en un desastre, procuraría también reunirme con ella. Como le dije, llegué hasta Petra y allí me enteré de todo lo que había sucedido en Jerusalén. Adriano escupía fuego contra nosotros e intentar moverse por una temporada me parecía una imprudencia. No me costó mucho establecerme en Petra y lograr un cierto sosiego. De hecho, ya estaba a punto de abandonar aquel lugar cuando uno de los régulos de la zona se encaprichó con mi trabajo. Tenía cierta lógica, a decir verdad. Había tenido ocasión de ver un par de joyas que había realizado y se empeñó en que fabricara algunas para una de sus hijas que iba a contraer matrimonio. Le aseguro que de muy buena gana habría declinado aquellos ofrecimientos y me hubiera puesto en camino hacia Éfeso, pero, sinceramente, no deseaba correr riesgo alguno con aquella gente que lo mismo parecía civilizada que se entregaba a las peores manifestaciones de barbarie que usted pueda imaginar. Me sometí, por lo tanto, a sus deseos y me entregué al trabajo. Aquel goy, un sujeto de grandes barbas y risa estridente, quedó muy contento con el resultado, pero, en lugar de dejarme marchar, me pidió que me ocupara de su hijo mayor y, sobre todo, de su esposa y así mi permanencia en Petra se prolongó y después cuando concluí su último encargo, volvió a quedarse tan satisfecho que...
—¿Cuánto tiempo necesitó para salir de Petra? —le interrumpí.
—Casi tres años —respondió casi como si expulsara la respuesta envuelta en su aliento—. Casi tres años de mi vida se fueron en un intento frustrado una y otra vez de escapar de aquella parte del mundo y reunirme con María. Y no crea que fue fácil. Sólo lo conseguí después de asegurarle que regresaría cuanto antes y que sólo me ponía en viaje para ver unas piedras de especial valor cuya noticia había llegado hasta mis oídos. Le mentí. No estuvo bien. Lo sé, pero, sinceramente, no me sentía vinculado a un déspota que lo único que deseaba era anudar un trabajo con otro para tenerme siempre en su corte.
—Y llegó a Éfeso...
El judío levantó la palma de la mano derecha pidiéndome paciencia.
—Tardé casi cuatro meses. Sí, créame. Casi cuatro meses, pero llegué. Noche tras noche, fantaseé con el momento en que me encontraría con María, con la alegría que se apoderaría de nosotros, con la manera en que nos besaríamos y nos abrazaríamos cuando estuviéramos juntos y solos... Había imaginado tantas veces todo que puedo asegurarle que no abrigaba ninguna duda de que hasta el menor detalle se desarrollaría como lo había soñado. Me encontraba tan sólo a un día de camino cuando, de repente, me asaltó la idea de dar una sorpresa a María. Lo pienso ahora y me parece pueril, digno de un niño de diez años, pero entonces tuve la sensación de que era una ocurrencia extraordinaria, maravillosa, incluso bellísima. Decidí que me disfrazaría al llegar a Éfeso, buscaría a mi esposa y, sólo cuando estuviera delante de ella, descubriría la treta y los dos nos reiríamos antes de abrazarnos y devorarnos a besos.
La respiración del judío había comenzado a acelerarse como si su relato lo estuviera desgranando mientras corría. El mismo debió percatarse de la dificultad que experimentaba porque callo por unos instantes e inhaló hondo un par de veces. Luego se frotó el pecho y reanudó la narración.
—No me resultó difícil ocultar mi aspecto. A fin de cuentas, desde que había cambiado mis atuendos años atrás con el fenicio, siempre había procurado vestir de manera que no se me identificara con un judío. A decir verdad, sólo tuve que cubrirme el rostro y, tras dejar mi equipaje en el alojamiento que ocupaba, encaminarme hacia la casa en que vivíamos. No estaba allí. La vivienda la ocupaba una familia de judíos que eran originarios de Armenia. Por lo visto, la zona se había vuelto inestable y habían decidido salir de allí y establecerse en Éfeso. Sin embargo, a pesar de esas circunstancias, cuando les pregunté por María, la identificaron enseguida. Vivía con su familia, me dijeron, en una casita localizada en el otro extremo del barrio judío. ¿Cómo se lo diría yo? Me encaminé hacia aquella calle con toda la rapidez de que fui capaz. Hubiera deseado echar a volar, elevarme sobre aquellas calles interminables, atravesar el aire con la rapidez de un halcón para encontrarme con María. Pero, como puede suponerse, no lo conseguí y además fue como si todos los niños, todos los ancianos, todos los animales de Éfeso hubieran salido a la calle para retrasar mi caminar impaciente. ¡Ah, qué terrible es intentar llegar a un sitio donde nos espera la dicha! Sudé, trasudé, perdí el resuello, estuve a punto de caerme un par de veces y, de repente, sí... allí... en una esquina de la calle, alcancé a verla. —Menos mal —pensé en voz alta.
—No puedo expresarle el mar de sensaciones que atravesó mi cuerpo al distinguir su silueta —continuó el judío nuevamente presa de la emoción—. Sí. Era María. Caminaba charlando con otra mujer y, al volverse hacia ella, permitía que pudiera contemplar su rostro. Habían pasado los años, pero su cara era exactamente la misma. Morena, con algunos lunares, con una boca de incomparable hermosura... algo debió de decirle la mujer con la que iba hablando porque se detuvo y rió. Tendría usted que haber contemplado aquella risa... Estuve a punto de echar a correr, de descubrir a María quién era, de abrazarla allí mismo. Había adelantado mi pie izquierdo para alcanzarla cuando.. cuando... verá, las dos mujeres se despidieron y, para hacerlo, se volvieron la una hacia la otra y se abrazaron. Me pareció entonces... me pareció que... que María...
Los ojos del judío se cubrieron de una película acuosa al mismo tiempo que se le quebraba la voz. Me sentí intrigado. ¿Qué podía haber visto para que el recuerdo le siguiera afectando tan profundamente después de tanto tiempo?
—La vi... la vi con toda claridad. A la perfección. Sentí entonces que el suelo se abría para tragarme, que el cielo se hendía para caer en pedazos sobre mi cabeza, que el sol podía desplomarse de un momento a otro...
—Pero ¿qué vio usted? —pregunté confuso.
—¿No lo imagina? —me dijo el judío con una voz que casi me pareció suplicante.
—Pues no... no. Ni siquiera se me ocurre —le respondí.
—¿No? ¿De verdad?
No contesté. Por más vueltas que le daba no se me alcanzaba lo que podía haber contemplado aquel hombre. Sin despegar los labios, negué con la cabeza.
—María... María estaba embarazada.
Hubiera deseado decir algunas palabras, pronunciar alguna frase oportuna, estar a la altura de lo que acababa de escuchar, pero tuve la sensación de que algo había pasado por mi mente de la misma manera que un trapo húmedo que, al discurrir sobre el encerado, borra todo lo escrito.
—Intenté no creerlo —continuó el judío—. Me dije que había visto mal, que quizá era una mala postura, que el viento había inflado aquella vestimenta, pero no conseguí engañarme ni siquiera por unos instantes. Estaba encinta, vaya si lo estaba. Seguramente, le faltaban no más de dos o tres semanas para dar a luz. Hubiera deseado en aquel momento que un rayo descendiera del firmamento y me redujera a cenizas, pero Dios no me concedió ese favor. Regresé a mi alojamiento como si me hubiera quedado convertido en un pedazo de corcho seco e inerte. Caminaba a trompicones y la gente que pasaba tropezaba-conmigo, me empujaba, me golpeaba sin que yo le diera la menor importancia. Al final, después de vagar no sé cuántas horas, acabé llegando a la posada. Aquella noche, la pasé llorando sin un solo momento de reposo.
—Pero usted había tenido ya otras pérdidas...
—Es que aquello no era una pérdida —me respondió el judío.
—No sé si lo entiendo...
—Verá. Lo que hasta ese momento se me había ido de las manos sí podía calificarse de pérdidas. Había perdido mi ciudad, mi familia, mi vida pasada, mi asistencia al Templo... Todo eso había sido arrancado de mi vida, pero lo de María... No, lo de María no era una pérdida. Era una usurpación. Sí. No me mire así. Alguien se había apoderado de aquella mujer a la que amaba y que era mía, y la había poseído y la había dejado encinta.. Aquello era un robo, un saqueo, un expolio... Por supuesto, decidí enterarme de cómo había sucedido todo... Me dije que María no había podido traicionarme, pero si no lo había hecho ¿cómo se había llegado a esa situación? Durante los días siguientes me dediqué a indagar lo sucedido. No fue difícil porque la gente era locuaz y porque yo pagaba generosamente cualquier información disfrazando mi interés con la excusa de que deseaba cerrar unos negocios con la familia de María y, lógicamente, necesitaba saber antes si eran dignos de confianza. Fue así como acabé escuchando a un par de comerciantes, a un funcionario e incluso a un rabino que, por cierto, resultó especialmente locuaz cuando le conté lo que había pasado con Bar Kojba en la Tierra de Israel. Se trataba de un hombre sabio y, seguramente, debió de pensar que tan sólo intercambiábamos conocimientos que eran útiles para ambos. Supe así que, efectivamente, María había regresado en aquel barco procedente de la Tierra de Israel y que había corrido a refugiarse al lado de su familia. Contaba con que mi regreso no se dilataría e incluso me defendía de todos aquellos que ponían en cuestión mi comportamiento como esposo. Así pasó un año y luego otro y a continuación otro más. A esas alturas, los parientes de María y buena parte de la comunidad abogaban por que contrajera un nuevo matrimonio en la convicción de que, dada la diferencia de edad, es decir, que yo era un viejo, lo más seguro es que hubiera entregado el espíritu hacía tiempo y eso si mis huesos no estaban blanqueándose en algún campo de batalla.
—No era una suposición tan disparatada...
—Cierto. Lo reconozco, pero, fíjese, a pesar de todo, María se negó a creerlo. Siempre había dicho que yo no era un viejo, que la diferencia de edad no tenía importancia y ahora volvió a mantenerlo. Su familia la presionaba cada vez más, pero ella se resistió. Según me dijo el rabino, lo hizo de manera «encarnizaba». Sí. Ese fue el término que utilizó. Encarnizada. Se aferraba a la idea de que yo seguía vivo y ni siquiera cuando llegaron las noticias de que Jerusalén había caído en manos de Adriano o de que Betar estaba controlada por los romanos su ánimo se vino abajo. Todo lo contrario. Entonces más que nunca insistió en que, acabada la guerra, yo no tardaría en llegar. Sería cuestión de meses. Quizá únicamente de semanas.
—Tiene cierta lógica —me atreví a comentar.
—Sí, es cierto, pero, como usted sabe, yo no pude regresar en ese tiempo. Marché a Petra y allí...
—Lo recuerdo —le corté deseoso de que el judío no se entregara a divagación alguna que retrasara el final de la historia.
—María... bueno, por lo que me contó el rabino, su salud había comenzado a flaquear. Soñaba con mi regreso, pero, poco a poco, en su ánimo se iba abriendo camino la idea de que quizá yo había muerto. Nadie sabe cuánto habría podido soportar aquella tensión. En cualquier caso, acabó sucediendo algo inesperado.