El Judío Errante (13 page)

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Authors: César Vidal

BOOK: El Judío Errante
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—Ni la menor idea.

—Las bodas no se habían celebrado.

—¿Y eso? —dije sorprendido.

—El padre de María había muerto. Fue algo repentino, inesperado, casi increíble. Se encontraba bien, ésa es la verdad, pero, de pronto, empezó a perder el uso de los miembros y antes de que pudiera darse cuenta se desplomó y expiró. Por supuesto, no puedo asegurarlo, pero con las cosas que he visto después se me ocurre que quizá se trató de algo cerebral. Fuera como fuese, aquella desgraciada muerte, porque le aseguro que el físico era un hombre bueno, significó el inicio del período de luto y la suspensión de la boda. Le confieso que mis sentimientos estaban muy mezclados por aquel entonces. Por un lado, me sentía inmensamente dichoso pensando que María seguía siendo libre, que era soltera, que existía siquiera una posibilidad de casarme con ella; por otro, me apesadumbraba el percatarme de que si era así se debía al fallecimiento del físico que tan diestramente me había curado.

—Comprendo.

—Fui a visitar la casa. Deseaba rendir mis últimos respetos al difunto y, lo reconozco, intentar ver a María. —¿Lo consiguió?

—Por supuesto. Claro que sí. Allí estaba, acompañada de familiares a los que no había visto nunca y de su prometido. Se daba la circunstancia de que lo conocía. Sí. Algún pariente suyo había pasado por mi taller tiempo atrás y en alguna ocasión lo hizo acompañado por él. Era un muchacho formal, serio, quizá demasiado serio. Le confieso que incluso sentí una migaja de compasión hacia él porque yo estaba dispuesto a que María fuera mi mujer. Durante los días siguientes, multipliqué las visitas a la casa para ver cómo se encontraba María. Las excusas eran mil y una y no me costaba encontrarlas a cada paso. Pasaba por allí, venía del mercado, deseaba saber cómo estaba, le traía algunas frutas... Daba lo mismo. El caso era poder saludarla y verla durante unos instantes. Por supuesto, la muchacha se sentía azorada. Estaba comprometida y tenía miedo de que la vieran con otro hombre y dieran rienda suelta a la lengua. Sin embargo, al mismo tiempo, empecé a percatarme de que se sentía atraída por mí. Notaba cómo sonreía bajo el velo, cómo alargaba con cualquier pretexto mis visitas que, al principio, sólo duraban unos instantes en la puerta y cómo, poco a poco, me fue haciendo partícipe de sus inquietudes.

—Jugaba usted sucio —le dije.

—No. No es verdad. Verá. Cuando existe tanta diferencia de edad, siempre se cuenta con cierta ventaja. Por supuesto, se pierde si uno se deja llevar por el sexo, por la codicia, por el odio, pero si sabe controlar esos impulsos... Y además yo amaba mucho a María. La amaba tanto que usted no podría creerlo si se lo explicara y, por añadidura, sólo deseaba que ella también me amara.

—¿Y lo consiguió?

El judío guardó silencio por un instante, como si necesitara meditar la respuesta antes de dármela. Luego se pasó la diestra por la boca, como si deseara arrancarse algo de los labios y respondió:

—Sí, por supuesto que lo conseguí. Verá. Una tarde acudí a visitar a María. Supuestamente, le llevaba algo de comida, pero, no voy a ocultárselo, lo único que deseaba era charlar un rato con ella, sentirla sentada frente a mí, escuchar su voz. Iba a ser un encuentro normal, pero se prolongó durante horas y horas y cuando nos quisimos dar cuenta estaba amaneciendo. No, no me interprete mal. No hubo sexo, ni besos, ni caricias, ni siquiera le cogí la mano. De hecho, sólo una vez intenté retirarle un mechón de pelo que le caía sobre la frente y María se apartó como movida por un resorte, como si temiera algún comportamiento incorrecto.

—Debió de ser una noche muy larga para que no sucediera nada... —pensé en voz alta.

—Oh, no sea estúpido. Y además, ¿qué es eso de que no sucedió nada? Por supuesto que sucedió. María supo que la amaba, que la amaba como nadie la había amado ni podría amarla y yo supe que también ella me amaba a mí.

—O sea «
happy end
» —ironicé.

—No fue tan sencillo —dijo el judío, con tono irritado—. Verá. Existía un compromiso matrimonial y María sabía que tenía que cumplirlo. Su honor, o lo que era más importante, el honor de su familia, estaba comprometido en todo aquello. Sí, no ponga esa cara. En este siglo xxi todo eso suena arcaico, sin sentido, atrasado, pero ella creía, nosotros creíamos, en la palabra dada.

—Pero no estaba casada... —observé—. Quiero decir que no era igual que si ya tuviera un marido y lo abandonara.

—Es cierto, pero el compromiso, aunque fuera menor, existía y María no quería traicionarlo. ¿Cree usted que se la puede culpar por ello?

"—No, imagino que no —reconocí—, pero...

—Al final, nos escapamos —dijo el judío con la misma sencillez con que podría haberme dado la hora o comentado el estado del tiempo—. Fue una mañana fría, pero soleada. Quizá no se lo crea usted, pero desde aquel día es el tipo de tiempo que más me gusta. Fresco y con sol. Yo había liquidado mi negocio, quizá no todo lo bien que hubiera deseado, pero ¿qué más daba? Lo único que ansiaba era vivir con ella, estar a su lado, criar a los hijos que me diera.

—¿Adonde fueron?

—Regresamos a Israel. Sí. Sé que no era lo más sensato, pero ahora pienso que necesitaba mostrarme a mí mismo que era posible tener una vida feliz donde había sufrido otra tan desgraciada. Apenas encontré cambios, ¿sabe? Los caminos de Galilea, de Judea, de Perea eran muy similares a los que yo había conocido. Por lo que se refiere a Jerusalén... sí Jerusalén era muy diferente. Del Templo no quedaban más que los cimientos y esa explanada que, por supuesto, no tenía las dos mezquitas que se pueden ver ahora. Al contemplarlo todo, tras casi un siglo de ausencia, estuve a punto de echarme a llorar. Si logré contenerme fue porque María estaba a mi lado. Nos habíamos casado cerca de Tiberíades. Fue una boda solitaria, porque ni ella ni yo teníamos familiares cerca de nosotros y, sin embargo... sin embargo, tengo que decirle que no fue triste. No, en su inmensa sencillez, tuvo la misma belleza de una luna colgada en toda su desnudez de un firmamento sin estrellas o de una palmera que se cimbrea en la playa movida por una brisa suave. Aquella misma noche dormimos juntos. Ya sabe usted que no era la primera vez que estaba con una mujer, pero aquella... bueno, crea si le digo que fue muy especial. María no era alta, pero su cuerpo estaba dotado de unas proporciones muy hermosas. Creo que me he referido a su boca, pues bien, esa misma belleza inundaba, como si fuera el rocío que corre por una flor, sus manos, sus pies, sus senos... ¡Ah! Sus senos, sus caderas, sus muslos... Ha pasado mucho más de milenio y medio, pero, como si ahora la estuviera viendo, recuerdo a la perfección a María a la mañana siguiente. La cubría una sábana blanca, casi resplandeciente, y sólo asomaba por encima de ella su brazo izquierdo, sus hombros y su rostro medio adormilado sobre el que caía su cabello revuelto. Era hermosa, tan hermosa que en aquellos instantes de mi corazón salieron todos los horrores que había vivido antes. La familia que había perdido, las cruces con que los romanos cercaron Jerusalén, la destrucción del Templo, los pavores de la cautividad, los tributos de la esclavitud, las penurias del liberto, todo se disolvió viendo a María, la mujer a la que amaba y que me amaba.

El judío calló y yo me percaté de que sus ojos presentaban un aspecto desconsoladamente acuoso. Tuve incluso la sensación de que respiraba con dificultad como si temiera que una inspiración demasiado profunda llenara sus mejillas de lágrimas.

—Fuimos felices, muy felices. Tanto que yo decidí olvidar que no podía morir y resolví creer que envejecería como todos y un día, tras una vida plena al lado de María, mi espíritu regresaría al Creador que me lo había entregado. Sí, en ocasiones, para alcanzar la dicha hay que olvidar y no pensar. A mí me ayudaba el tacto de aquellas manos delicadamente pequeñas y hermosas; el contacto con una piel extraordinariamente suave; los besos de los labios más dulces que hubiera conocido... Y, sin embargo, fue todo tan efímero... Tan sólo siete años. ¿Se da cuenta? Siete años. Los mismos que duró la abundancia en la tierra de Egipto según reveló José al faraón.

—No está mal el símil —observé.

—En realidad, resulta totalmente inadecuado —dijo el judío—. Sí, totalmente. Por muy dichosos que pudieran sentirse los egipcios con las andorgas rebosantes, nunca habrían llegado a experimentar la bienaventuranza que yo tuve con aquella mujer. Me despertaba y sólo deseaba verla, me dormía y esperaba contemplarla al iniciarse el nuevo día... le diré que incluso pensé en enseñarle mi oficio tan sólo para tenerla cerca incluso en las horas de trabajo. ¡Dios! ¡Cómo la amaba! —¿Tuvieron hijos?

—No... no los tuvimos. Quisimos tenerlos, pero... bueno, es igual.

—¿Qué pasó después de esos siete años? —pregunté apartando la conversación de un terreno que sospechaba ingrato. —¡Oh! Después de esos siete años... ¿No lo sospecha? —Sinceramente, no. —Pues llegó el mesías.

13

—No estoy seguro de entender...

—¡Oh, vamos! —dijo el judío mientras alzaba las manos al aire—. ¿No creerá usted que el Nazareno es el único judío que ha pretendido ser el mesías?

—No. Por supuesto, no lo creo, pero déjeme pensar... Si estamos en el siglo n... Usted se refiere a...

—Sí. A ese mismo —cortó el judío—. La verdad es que hay ocasiones en que la historia se tuerce y da la sensación de que nada puede hacerse para enderezarla, pero, sobre todo, de que no había ninguna necesidad de que cambiara de rumbo cuando todo parecía ir bien. He vivido momentos como ése en infinidad de ocasiones. Se lo aseguro, pero entonces...

—Entonces tenía a María.

—Sí. Entonces tenía a María, pero no se trataba sólo de eso. Verá. Antes de conocerla yo era feliz. Sí, lo era. La paz había regresado a mi corazón, mi trabajo iba razonablemente bien e incluso contaba con cierta posición. Pero al convertirla en mi esposa, descubrí hasta qué punto todo aquello era pobre, pequeño, insuficiente. Fue como el salto del sosiego sereno y tranquilo al gozo no menos sereno, pero rezumante de dicha. Incluso... fíjese, incluso se hablaba de que el emperador de aquel entonces...

—Adriano, sospecho.

—Y sospecha bien. Sí, era Adriano. Pues bien de él se afirmaba que iba a reconstruir el Templo de Jerusalén. -¡>!

—Sí, puede usted reírse todo lo que quiera—observó el judío, algo amostazado—, pero entonces se decía y, lo que es peor, se creía. Mire, ahora han pasado casi dos milenios desde que el Templo fue arrasado, pero en aquel entonces... bueno, ni siquiera habían pasado setenta años desde su destrucción, ¿por qué no iba a suceder lo mismo que con el Primer Templo? A fin de cuentas entonces hubo un Ciro que nos permitió regresar a nuestra tierra y nos consintió reconstruir el Templo. Ahora ya estábamos en nuestro solar patrio, ¿era tan difícil creer que viviríamos lo suficiente para ver cómo se alzaba de nuevo el único lugar donde se podía ofrecer sacrificios al Dios verdadero? No lo creo, la verdad.

—Pero eso no fue lo que sucedió.

—Sé de sobra que no sucedió, pero habría sido tan hermoso... Entiéndame, a mí sólo me faltaba ver cómo volverían a alzarse aquellos muros, cómo cantarían los sacerdotes, cómo se ofrecerían de nuevo sacrificios al único Dios verdadero y entonces... entonces todo se... se torció, se alteró, se cambió de rumbo. Adriano, el emperador en el que habíamos puesto toda nuestra esperanza, al que veíamos como a un nuevo Ciro que restauraría la grandeza de Jerusalén, decidió que no tenía el menor interés por reconstruir el Templo. Ni el más mínimo. No sólo eso. En realidad, lo que deseaba era que fuéramos un pedazo más de su imperio, uno más, otro más.

—¿Acaso no lo eran ya? —pregunté sorprendido.

—Sin duda. Sí. Lo éramos, pero ¿resulta tan extraño que aspiráramos a ser algo distinto?

El judío guardó silencio y bajó la cabeza como si sobre sus hombros se hubiera descargado una pesada losa de mármol y no supiera si sacudírsela o comenzar a caminar con ella.

—Entonces —dijo al cabo de unos instantes— tuve la sensación de que todo iba a repetirse.

—¿A qué se refiere?

—A la guerra contra Roma —respondió el judío y tuve la sensación de que su frase estaba cubierta de ceniza—. Sí, a la guerra del Templo, a la guerra que se había llevado a mi familia y a la guerra que había aniquilado mi vida. Por supuesto, el Templo era ahora una ruina y ya no había zelotes, pero... oh, se trataba de la misma locura. En apenas unas semanas, quizá fueron tan sólo unos días, a la amargura de saber que Adriano no iba a ser un nuevo Ciro se sumó un anuncio sensacional. Esta vez, todo giraba en torno a un hombre que se llamaba Simón. Simón bar Kosiba, para ser exactos, aunque el rabino Akiva, un sabio que entonces estaba de moda, le cambió el nombre por el de Bar Kojba. Bar Kojba. ¡El hijo de la estrella!

—El mesías.

—Sí. El mesías. Bar Kojba. ¡Un guerrero descerebrado era el mesías! —exclamó el judío con amargura—. Y lo creyeron, vaya si lo creyeron. Enseguida a la voz de Akiva se unió la de multitud de rabinos. ¡Sí! ¡Es el mesías! ¡Ha llegado! ¡Vencerá a los covi'm y reconstruirá el Templo! Se ha cumplido la profecía...

Pronunció la última frase de manera casi ininteligible. Como si, de repente, se hubiera quedado sin aire para concluirla.

—Bueno. Todo el mundo sabe que Bar Kojba no era el mesías —me permití decir.

—Sí, claro. Ahora lo sabe todo el mundo. A buenas horas...

—¿Usted creyó... ?

—¿Que fuera el mesías? No. Ni por un solo instante. Como le he dicho, ya había vivido todo aquello. Una vez más, el mesías de turno, los fanáticos de turno, los locos de turno irrumpían en mi existencia y en ese entonces yo tenía a María y no quería... no quería que le pasara lo mismo que a Esther. La verdad es que no sé cómo llegué a la conclusión de lo que debía hacer. Cuando vi cómo Bar Kojba se alzaba en armas y comenzaba a tomar una guarnición tras otra, tuve la sensación de que estaba viviendo una vez más los primeros meses de la revuelta del Templo y temí por María. Pero cuando acuñaron una moneda en la que aparecía una leyenda que decía «La libertad de Israel» supe que me quedaría a luchar a su lado aunque antes tenía que sacar a María de aquel país para que no se viera sumergida en un baño de sangre.

—Era su esposa... —intenté argumentar.

—Por eso, precisamente —respondió el judío—. Por eso. Porque era mi esposa, porque la amaba y porque sabía lo que iba a suceder, decidí que María tendría que abandonar aquella tierra.

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