El Judío Errante (14 page)

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Authors: César Vidal

BOOK: El Judío Errante
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—¿Y ella qué dijo?

—Ella no dijo nada. Sí, no se extrañe. No dijo nada porque no sabía nada. Temía yo que, si le informaba de mis planes, insistiera en permanecer a mi lado. Puede que hubiera llorado para que la acompañara de regreso a Éfeso o puede que se hubiera empeñado en esperar conmigo la llegada de las legiones. No le di esa oportunidad. No. No diga nada. Hice lo que debía. Le dije que lo más adecuado sería regresar a Éfeso. Podríamos ver a su familia de la que no teníamos noticias hacía tiempo, podríamos pedirles perdón por lo sucedido, podríamos cambiar de aires e incluso podríamos recorrer aquellos lugares que habíamos visitado en nuestra huida siete años antes. Todo eso podríamos hacerlo al mismo tiempo que nos prodigábamos besos, caricias, abrazos... No fue fácil convencerla. De verdad, no fue nada fácil. Y no era por lo que pudiera decir su familia después de aquella ruptura de compromiso. No. Era porque amaba aquella tierra y amaba lo que habíamos vivido juntos y amaba la idea de prolongar aquella existencia hasta que el Ángel de la Muerte viniera a recoger nuestras almas. Pero yo no me dejé convencer. Dulce, pero persistentemente le dije que debíamos hacerlo. «Qué bueno eres y qué testarudo», me dijo un día después de una de nuestras conversaciones, sí, conversaciones, porque nunca, nunca, nunca llegamos a discutir. Y así partimos para la costa. La noche anterior, la amé convencido de que podía ser la última vez que la tendría entre mis brazos. Se durmió pegada a mí, como si tuviera mucho frío y necesitara absorber el calor que salía de mí. De buena gana, lo reconozco, hubiera roto a llorar durante aquellas horas. Si no lo hice fue porque no deseaba despertarla. Así fueron pasando las horas que conducían hasta el alba sin que yo pudiera liberar mi pecho de la carga que tenía acumulada y que temía que lo hiciera reventar en cualquier momento.

Guardó silencio un instante mientras intentaba atrapar una lágrima que había logrado escaparse de su ojo derecho.

—Aquella mañana, antes de dirigirnos al puerto, desayunamos juntos. Mientras masticaba sin ganas aquel pan y bebía la leche, todo me supo amargo, muy amargo. Recordaba aquella primera vez en que había llegado María hasta mi casa y me había deseado un buen desayuno...

—No es necesario...

El judío extendió la mano para que no le impidiera continuar su relato.

—El muelle hormigueaba de gente. Los muy inconscientes creían que de verdad Bar Kojba era el mesías y que les garantizaría la libertad. A mí toda aquella algarabía sólo me sirvió para acentuar el pesar que me desgarraba el corazón como si fuera un garfio de hierro. Sin embargo, fingí que también compartía aquella alegría ajena y no dejé de prodigar sonrisas a María. Así, llegamos al pie de la pasarela. María comenzó a subirla y, de repente, se dio cuenta de que no la seguía. Volvió el rostro, como si quisiera decirme: «Vamos. Date prisa», pero debió de captar algo en mi mirada y, de repente, su rostro se ensombreció. «No voy contigo», le dije. Han pasado... han pasado más de dieciocho siglos y me parece que puedo ver la manera en que sus ojos se llenaron de lágrimas al escucharme. «Pero...», intentó empezar a hablar y yo entonces le puse la punta de los dedos sobre los labios y le dije: «María, ahora no puedo explicártelo. Sólo te pido que confíes en mí. Yo debo quedarme, pero tú... tú tienes que marcharte». María apartó mi mano dulce, suavemente, casi como si no la tocara y sus labios se entreabrieron para decir: «Pero ¿por qué?». Estuve a punto de romper a llorar, se lo aseguro, pero supe contenerme. Le sonreí, deslicé mi diestra por su mejilla e incliné mi rostro para encontrar sus labios. La besé. La besé y luego la estreché contra mí. Con fuerza. Con todo mi corazón. Con más amor del que nunca había sentido por nadie.

Se detuvo un instante y respiró hondo, como si necesitara el resuello que le permitiera llegar hasta el final del relato.

—La separé de mí, pero se aferró con su mano a la mía. Me la llevé entonces a la boca, la besé y me di la vuelta. No quise mirar hacia atrás mientras caminaba hacia la salida del muelle. Sólo cuando la alcancé, me atreví a dirigir los ojos hacia el barco. María había subido a bordo y oteaba desde la nave. Acababa de ver que me había vuelto y su rostro se iluminó como el de un niño perdido que, de repente, descubre a su madre entre la multitud. Entonces alzó la mano y se la llevó a los labios para lanzarme un beso y luego la agitó despidiéndose de mí. Para siempre.

14

—Según me dice, usted sabía que todo aquello se parecía demasiado a lo que había sucedido en la guerra del Templo —le dije—. ¿Por qué decidió alejar a María y quedarse? Quiero decir que se trataba de una lucha a la desesperada, sin oportunidad de victoria.

—¿Quién sabe por qué se sigue luchando cuando la derrota es segura? —me respondió el judío con una sonrisa débil y cansada—. Supongo que algunos lo hacen porque, de verdad, creen que es posible alzarse con la victoria. Otros, quizá, se mueven por la desesperación que ocasiona el pensar que una derrota resultaría peor que la muerte. En mi caso, me decidió el tener la convicción de que no podía dejar solo a mi pueblo. No me había comportado así siete décadas antes y no iba a hacerlo ahora, pero esta vez no estaba dispuesto a cometer los mismos errores. Por eso, puse a salvo a María y, por eso, estaba dispuesto a retirarme antes de que los romanos entraran en Jerusalén aniquilando todo a su paso. Esas eran las únicas condiciones.

—¿Conoció a Bar Kojba?

—Sí, por supuesto que lo conocí. Como ya le he dicho, era un perfecto idiota.

—No puedo creerlo —señalé escéptico.

—Pues créalo. Era un sujeto grandullón y belicoso que se había creído que era el mesías.

 —Pero por algo sería... —intenté defenderlo.

—Sí, por supuesto. Se lo creía porque era un soberbio y un estúpido. Entiéndame. Aquel hombre ni conocía bien la Torah, ni era un ejemplo de piedad, ni nada de nada. Y, por supuesto, ni Elías lo había precedido predicando en el desierto ni había tenido una revelación de Dios ni cosa que se le pareciera. Tan sólo algunos rabinos tan soberbios y tan necios como él le habían calentado la cabeza con ese disparate y él lo había aceptado sin parpadear. Por supuesto, a medida que sus éxitos se multiplicaban, empezaron a engrosarse por millares las filas de sus partidarios. «Tiene que ser el mesías —-decían—, Dios lo bendice con la victoria.» ¡Paparruchas! Una y mil veces deseé gritarles que sólo estaban repitiendo un error que yo había presenciado tiempo atrás, pero ¿quién me hubiera creído? Nadie. Cuando la masa enloquece, nadie escucha y así nuestro pueblo se extravió en su inmensa mayoría yendo en pos de un falso mesías.

—Falso mesías al que todavía consideran un héroe nacional —me atreví a decir.

—Eso no va a cambiar la historia. Bar Kojba se limitó a rodearse de rabinos que lo adulaban continuamente infundiéndole una confianza de la que no era digno, pero, créame, no tenía la menor idea de cómo conducir una guerra. Exactamente todo lo contrario de lo que sucedía con los romanos. Adriano envió a combatirnos a Julio Severo, un militar avezado que había sido gobernador en Britania. Severo, que se libró muy mucho de rodearse de gente como la que continuamente estaba a la vera de Bar Kojba, comprendió a la perfección cómo debía actuar. Rehuyó el combate en campo abierto, sometió a asedio a algunos de nuestros enclaves más importantes y se preocupó de que no nos llegara un solo pedazo de pan. ¡Ah! ¡Cómo eran esos romanos! Al cabo de unos meses, no teníamos qué comer.

Las palabras del judío salían ahora de su boca como un pedazo de metal martilleado por la mano enfurecida de un herrero.

Me invadió la sensación de que tenía dificultades para contener la ira que lo invadía.

—Y entonces, cuando ya no había qué llevarse a la boca, Severo atacó. ¿Tiene usted idea de los lugares que arrasó en aquella campaña contra el mesías Bar Kojba? No, ¿verdad? Pues fueron cincuenta fortalezas y novecientas ochenta y cinco poblaciones. ¿Se da cuenta? ¡Cincuenta fortalezas y novecientas ochenta y cinco poblaciones! Eso es eficacia militar y no la torpeza de Bar Kojba. Por supuesto, cuando se llegó a ese punto, decidí salir de Israel.

—Esta vez no defendió Jerusalén... —pensé en voz alta.

—Esta vez Jerusalén no se defendió —me corrigió el judío—. Imagino que su población sabía que no serviría de nada. Lo cierto es que Adriano entró con sus tropas y demolió todo lo que encontró a su paso. Profanó, por supuesto, nuestros lugares sagrados, pero también los de aquellos que seguían al Nazareno. Imagino que debió de pensar que eran tan judíos como nosotros y que no tenía sentido llevar a cabo distingos. Luego decidió que Jerusalén había dejado de existir para convertirse en Aelia Capitolina. Por supuesto, yo no me quedé a ver la nueva ciudad levantada sobre la que yo había amado tanto. Antes de que comenzaran las obras, había cruzado el Jordán con la idea de llegar a Petra.

—Donde se escondieron los seguidores del Nazareno en la guerra del Templo —apunté.

—Sí. No me avergüenza decir que ésa fue la razón. La experiencia me había enseñado que a ellos les había servido años atrás y ahora yo me aproveché de su experiencia.

—Entiendo que favorablemente.

—Entiende bien. Por supuesto, no podía correr el riesgo de que me detuvieran por el camino, de manera que cambié mis vestimentas con un mercader de Tiro que pensaba regresar a su tierra y, por añadidura, le di una cantidad generosa de dinero y algunas joyas. Con lo que me quedaba, me adentré en el desierto y llegué a Petra. Fue allí donde me llegaron las noticias del final de la guerra. En las últimas semanas, desde el Sanhedrín a los jefes militares de Bar Kojba pasando por millares de los nuestros, se habían refugiado en una fortaleza situada en Betar. El lugar no estaba mal escogido porque dominaba el camino hacia Jerusalén y se hallaba situado en lo alto de una elevación que permitía controlar el valle de Sorek. Pero dio igual. Adriano sometió a sitio la ciudad con toda la capacidad extraordinaria que tenían los ingenieros de sus legiones. El 9 del mes de Av, justo el día en que los judíos ayunamos para conmemorar con pesar la caída y destrucción del Primero y del Segundo Templo, Betar fue tomada por los romanos.

—Parece simbólico —me atreví a decir.

—Sí. Supongo que lo es, pero no creo que los míos estuvieran para muchas interpretaciones en aquellos momentos. Por lo que llegué a saber, los romanos ejecutaron a todos los que cayeron en sus manos y luego dejaron que los cadáveres se pudrieran al sol por espacio de seis días. Claro que eso no fue lo peor. Adriano estaba harto de nosotros. Llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era borrar nuestra presencia de la faz de la tierra. En la ciudad pagana, en la Aelia Capitolina, que sustituía a Jerusalén, sólo se nos permitía la entrada el 9 de Av, justo para que pudiéramos llorar nuestras derrotas a manos de los goyitn y además... además prohibió que circuncidáramos a nuestros hijos, que leyéramos la Torah, que celebráramos nuestras fiestas...

—Les salió muy caro el creer en un falso mesías —sentencié y, al instante, lamenté haberlo dicho.

—Es cierto —reconoció el judío— y yo puedo decirlo porque nunca creí en él, pero, créame, no puedo reprochar a la gente que lo siguiera. Los rabinos, los maestros de la Torah, los miembros del Sanhedrín lo aclamaban. Y encima obtuvo algunos éxitos al principio... Además, aunque jamás acepté que fuera el mesías, aunque me resultaba inverosímil... La voz del judío se quebró como si le resultara imposible seguir hablando. Respiró hondo, se pasó la mano por la frente y, al final, dijo:

—Verá, después de la destrucción del Templo por primera vez, pasaron unas décadas y Dios permitió que volviera a alzarse ofreciendo a nuestro pueblo la posibilidad de expiar las faltas. ¿Le parece tan disparatado que la gente pensara que Dios iba a otorgarles ese don por segunda vez? A fin de cuentas, ¿cómo iban si no a ser perdonados sus pecados? No. Yo no pensé que Bar Kojba fuera el mesías, pero la idea de que el Templo fuera restaurado... ésa no me parecía tan absurda.

—Bueno, según se mire —comencé a decir encantado de repente con la idea de jugar por un rato al abogado del Diablo—. Durante el período del Primer Templo no vino ningún mesías que muriera por los pecados del pueblo...

—No sé si lo entiendo —dijo el judío mientras fruncía los ojos.

—Sí, verá. El Primer Templo tenía que ser reconstruido porque, efectivamente, Dios no había dispuesto otra vía para perdonar los pecados aparte de aquellos sacrificios expiatorios. Pero supongamos, tan sólo supongamos, que Jesús hubiera sido el mesías; que él, como el Siervo de Adonai profetizado por el profeta Isaías hubiera muerto por los pecados de todo el pueblo; que ahora bastara creer en él para recibir un perdón mucho más perfecto que el que proporcionaban los sacrificios de expiación del Templo. Si así fuera, insisto, se lo digo sólo como hipótesis, no tendría ningún sentido que el Templo volviera a levantarse. Es más. Lo que habría que esperar es que semejantes empeños fracasaran una y otra vez.

El judío me miró de hito en hito. Un par de veces abrió la boca como si estuviera a punto de pronunciar alguna frase, pero en ninguna de las ocasiones llegó a articular una sola palabra.

15

—Quizá tenga usted razón... —acertó a decir al final el judío—. Desde luego, le confieso que nunca se me había ocurrido.

—Es posible que sea así porque no cree en el Nazareno —me atreví a sugerir.

—Sí, es posible —concedió sin mucha convicción.

Por unos instantes permanecimos en silencio. Una nube se había situado entre el sol y nosotros oscureciendo la atmósfera. A pesar de que veía peor, me pareció obvio que mi acompañante no dejaba de dar vueltas a lo que acababa de escuchar sin que las diferentes piezas le encajaran de una manera que pudiera resultarle satisfactoria.

—Pensaré en ello —dijo al fin y añadió inmediatamente—: ¿Dónde nos habíamos quedado?

—Supongo que en lo que sucedió después de la toma de Betar y de su salida de Israel.

—Ah, sí, claro... claro... —dijo como si se desperezara de un sueño—. Es verdad que ahí es donde nos habíamos quedado. ¿Tiene algo de beber?

—No... no... espere.

Me puse en pie y me acerqué al puestecillo de refrescos que se encontraba tan sólo a unos pasos. Lo atendía un árabe con un bigote a lo Pancho Villa y una sonrisa que le discurría afable de una oreja a la otra. Como era de esperar, me pidió una cantidad exorbitante por dos latas de refresco. Seguramente no deseaba estafarme. Tan sólo daba por supuesto que yo entraría en el tráete obligado del regateo antes de pagarle. Pero yo, a esas alturas del día y tras escuchar durante varias horas a un hombre que pretendía ser el judío errante, no sentía la menor disposición a discutir por el equivalente a unos céntimos de euro. Para sorpresa, y quizá desilusión, del vendedor, le pagué lo que me pedía sin rechistar.

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