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Authors: César Vidal

El Judío Errante (34 page)

BOOK: El Judío Errante
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—Es una respuesta aguda —reconocí.

—Sin duda. Herzl intentó también convencer al gran duque para que intercediera ante el káiser apelando a su influencia, pero el noble le sonrió y le dijo: «Yo le doy consejos y él hace lo que le complace». Y así nos despidió amablemente.

—¿Y salió algo en limpio de aquel encuentro?

—Resulta difícil de decir —respondió el judío— pero imagino que sí.

—No estoy seguro de entenderlo —confesé.

—Verá. En esta vida no todo es mensurable por los resultados tangibles. De aquella entrevista, se podría decir que salió poco... o mucho. Herzl, desde luego, salió de ella como si caminara por las nubes. ¡Imagínese! ¡Un judío apenas conocido que acababa de tener la oportunidad de exponer su desconocido proyecto al consejero personal del káiser!

—¿Qué pensaba Hechler?

—Hechler... bueno, él tenía sus sueños particulares, los propios de una persona que entraba y salía de la Biblia con la misma soltura con que habría entrado y salido de un café.

—No sé si lo entiendo.

—No me extraña. Verá. ¿Sabe cuál era el sueño de Hechler? Me refiero aparte de que los judíos regresaran a su tierra y eso precipitara la segunda venida de Cristo.

—No tengo la menor idea —reconocí.

—Ah. Soñaba con que el sultán turco le cediera a Alemania un pedazo de Tierra Santa, el situado cerca del monte Nebo. Estaba convencido de que mis antepasados habían ocultado el Arca del pacto por allí y que en el interior se encontraban los cinco libros de la Torah.

—¿Y pensaba recuperar el texto original de la Torah?

—No sólo eso. Estaba convencido de que una vez que lo hubiera recuperado quedaría de manifiesto que aquellos que afirmaban que la Torah no se debía a Moisés se verían inmediatamente refutados.

—La verdad es que se trataba de un colaborador muy especial para un judío como Herzl... —reconocí.

—Sin duda, pero también fue el más noble, el más convencido y el más austero.

—¿El más austero?

—Sin duda —respondió el judío—. Mire. Hubo otra gente que, a medida que iba pasando el tiempo, se fue sumando a Theodor. Por ejemplo, Nevlinsky. Bueno, pues Nevlinsky gastaba dinero sin tino por el «bien de la causa». Yo mismo escuché a Herzl quejándose de que su «pobre Hechler» era un personaje mucho más modesto. Mucho más modesto y, desde luego, más eficaz. Sin Hechler nunca hubiera podido Herzl llevar a cabo el primer congreso sionista, el que se celebró en Basilea al año siguiente.

—Jamás lo hubiera pensado.

—Pues así fue. Me consta que se cuentan muchas cosas sobre el Congreso de Basilea, pero debe usted saber que casi todo es falso. Por supuesto, están esas podridas mentiras de los antisemitas que afirman que allí se decidió que los judíos conquistaríamos el mundo e incluso planeamos la Revolución rusa. Todo eso no pasa de ser una basura maloliente sin punto de contacto con la realidad. Pero tampoco crea a los que dicen que allí llegaron judíos de todo el mundo encantados con la idea de regresar a su tierra milenaria. Eso tampoco es verdad. Aquél fue un congreso fundamentalmente germánico.

—¿Cómo dice?

—Me ha oído a la perfección —respondió molesto el judío—. Los que dirigían el congreso, a excepción de Hechler, eran escritores alemanes. Puede usted decirme que no eran de primera fila y yo se lo aceptaré, pero escribían en alemán. La lengua del congreso no fue el hebreo. ¡Ni siquiera el yiddish! Fue el alemán y por lo que se refiere a la cultura de la que pro-cedían casi todos...

—Alemana —me adelanté.

—Exacto —asintió el judío—. Se lo confieso. Fiábamos todo en el káiser y en toda la faramalla de la aristocracia alemana. Si todos nosotros éramos de cultura germánica... sí, no se ría, incluso yo lo era a esas alturas... bueno, pues ¿en quién íbamos a confiar más que en Alemania?

Por un momento, mi interlocutor guardó silencio. Los ojos se le habían llenado de una agüilla brillante y las aletas de la nari2 comenzaron a dilatarse debido a una respiración inesperadamente agobiada. Me sentí tentado de tocarle el brazo, de pronunciar una palabra de ánimo, de intentar calmarle. Me contuve.

—Inicialmente —comenzó a decir el judío—. Se había pensado en una cervecería para celebrarlo... Menos mal que cambiamos de sitio... Acabamos alquilando el casino municipal, un edificio austero, pero no desprovisto de encanto. Allí colgamos la bandera sionista, una bandera azul y blanca que no era la que Herzl había señalado en su libro, pero que pensábamos que atraería a más correligionarios. A fin de cuentas, eran los colores del chai de oración, esa oración que muy pocos de los presentes practicaban. Claro que no era pensable el renunciar a los que acudían a las sinagogas ni tampoco había posibilidad de arriesgarnos a ser condenados por los rabinos. ¡Pobre Herzl! ¡Se vio obligado a acudir al culto de la sinagoga el sábado por la mañana! ¡Y pronunció las palabras de la bendición en hebreo! Se había pasado memorizándolas los días previos y sudaba al decirlas. ¡Llegó a decirnos que le habían costado más que un discurso previo! Y luego vino el congreso propiamente dicho. Para la sesión de apertura, Herzl se empeñó en que nos vistiéramos con frac. ¡Con frac! Créame si le digo que resultaba impresionante y... bueno, ¿cómo podría explicárselo? Karpel Lippe, uno de los delegados que venía de Rumania, el de mayor edad de todos si no se me cuenta a mí, pronunció la bendición y entonces Herzl subió al estrado para pronunciar su discurso, pero... pero no pudo hacerlo...

La voz del judío había temblado, primero, para cortarse a continuación. Se llevó las manos a la boca y las apretó contra los labios, como si deseara impedir que saliera una sola palabra.

—Los presentes se pusieron en pie —volvió a hablar visiblemente emocionado—.Aplaudían, lloraban y... y gritaban: «¡Larga vida al rey!». Estaban aclamando a Herzl...

 —... como si fuera el mesías —concluí yo la frase.

—Sí —reconoció con tono amargo el judío—. Lo aclamaban como si fuera el mesías de Dios... y entonces... entonces... yo recordé a Bar Giora y a Sabbatai Zvi y a tantos otros... y supe-- sí, le juro que lo supe, que los días de Theodor Herzl estaban contados.

36

No me atreví a decir nada tras escuchar las últimas palabras de mi interlocutor. Bastaba verlo para darse cuenta de que estaba sufriendo enormemente.

—Fue un congreso notable —volvió a hablar el judío con la voz empañada por la emoción—. Por supuesto, ahora algunas de las cosas que sucedieron entonces pueden parecer muy pobres... Por ejemplo, se aceptó que la finalidad del movimiento sionista era «la creación de un hogar para el pueblo judío en Palestina asegurado por la ley pública», pero no se insistió en que tuviera que ser un Estado independiente y Herzl dejó claro que las mujeres no podían votar. Pero ¿qué más daba? Rosa Sonnenschein, una delegada de Nueva York, le dijo a Herzl que si lo crucificaban, ella sería su María Magdalena.

—Es un comentario discutible...

—Sin ningún género de dudas —reconoció el judío—. Aquella gente estaba empezando a ver a Herzl como el mesías y no les importaba que asumiera incluso rasgos del Nazareno. ¡Cómo sería la cosa que el rabino jefe de Basilea llegó a proclamar su conversión al sionismo! El mismo Herzl estaba entusiasmado. Me confesó que en Basilea había fundado el Estado judío, aunque no lo decía para evitar que algunos se rieran de él.

—Se equivocó en medio siglo.

—Sí. Eso lo sabemos ahora, pero entonces... verá, Hechler, que había sido decisivo para que pudiera celebrarse aquel congreso, no dejó de trabajar durante los años siguientes. Seguía empeñado en encontrar el Arca del pacto, pero, a la vez, no deba de arreglar a Herzl entrevistas con los grandes. Déjeme recordar porque aquello fue un sin parar... Volvió a ver al gran duque, eso es seguro... luego... luego vino el conde Eulenburg. Casi nadie lo conoce ahora, pero por aquel entonces era un personaje extraordinariamente importante. Practicaba la homosexualidad y no lo ocultaba, pero, sobre todo, era amigo íntimo del káiser.

—¿Quiere usted decir que eran amantes?

—Lo ignoro, la verdad —respondió el judío—. Seguramente no, pero, en cualquier caso, el káiser tenía en alta estima a Eulenburg y confiaba plenamente en él. Bueno, a lo que iba. Hechler consiguió que Eulenburg recibiera a Herzl ¡y quedó impresionado! Como lo oye. Quedó... quedó anonadado al escuchar las referencias a las profecías de la Biblia. Quizá como homosexual había decidido que las enseñanzas de las Escrituras no podían ser verdad, aunque no fuera más que porque condenaban su forma de vida, y ahora, de repente, aparecía alguien que demostraba que todo aquello era cierto. Bueno, el caso es que le abrió camino para un encuentro con Von Bülov...

—El ministro de Asuntos Exteriores del káiser —musité recordando mis lecturas sobre la época anterior a la Primera Guerra Mundial.

—Exacto, exacto —dijo el judío seguramente sorprendido porque supiera quién era el alemán al que acababa de referirse—.Aquel encuentro... bueno, no tuvo desperdicio. Bülov dejó claro desde el principio que el káiser no era antisemita, Pero que no soportaba a los judíos «destructivos».

—¿Destructivos? ¿Qué quería decir con «destructivos»? —pregunté.

—Socialistas, obviamente —respondió el judío—. Así, al menos, lo entendió Herzl porque le insistió en que los judíos no eran socialistas de corazón. Bueno, no era del todo falso lo que acababa de decir. Los judíos que creían estaban horrorizados con las ideas socialistas y los que eran socialistas, como Marx, no pocas veces habían derivado hacia el antisemitismo. Fuera corno fuese, el caso es que al ministro le encantó escuchar esas palabras y le prometió que transmitiría todo al káiser. Lo prometió y 10 hizo. ¡Cómo serían las cosas que el káiser llegó a pedir al sultán que cediera un territorio en Palestina a los judíos! —Sin éxito.

—Cierto, cierto. Sin éxito, pero lo hizo y al poco tiempo anunció que iba a visitar Tierra Santa y Hechler convenció a Herzl para que emprendiera también ese viaje y se encontrara con el káiser en Jerusalén. Confieso que yo lo emprendí cargado de prevenciones. Temía que, igual que había sucedido con Moisés, Herzl no pudiera pisar aquella tierra prometida milenios atrás al pueblo de Israel. Pero no pasó nada de eso. Viajamos hasta Constantinopla donde subimos a bordo del Zar Nicolás II, un barco de vapor que hacía la ruta entre la capital turca y Alejandría, con escalas en Esmirna y Atenas. Comprenda usted que no me detenga en todos los detalles del viaje. A Herzl no le interesaba el pasado, sí, no se ría, le importaba una higa y el de Grecia aún le importaba menos. Así llegamos hasta Alejandría donde trasbordamos a un pequeño carguero ruso. Tardamos dos días en llegar a Jaffa. Era miércoles. Sí. Miércoles, 26 de octubre.

—¿Tuvieron problemas con los turcos? —indagué.

—Los turcos nos colocaron a un espía judío. Sí. Como lo oye. Judío. Se llamaba Mendel Kramer y estuvo siguiéndonos a todas partes e informando a la policía turca. No era el primer traidor de nuestra historia y, seguramente, no será el último, pero en esos momentos... bueno, en esos momentos, teníamos otras preocupaciones. Yo mismo me sentí embargado por una pesada tristeza al ver aquella tierra judía que ahora tenía tan poco de judía y tanto de territorio ocupado por los goyim. Aquella noche Herzl decidió que no nos alojáramos en el único hotel decente de Jaffa. Por cierto, regido por alemanes, y que nos guareciéramos en una modesta pensión. Se trataba de un lugar poco limpio, incómodo, pero, sobre todo, abrasador. Cuando se entraba en cU3lquiera de sus habitaciones daba la sensación de penetrar en un horno de panadero.

—¿En octubre? —pregunté extrañado.

—Sí. En octubre. ¡En octubre! Tendría que haber visto usted cómo sudaba Herzl. Por supuesto, no renunció a la chaqueta y a la corbata. ¡Qué va! Y durante los días siguientes, bajo un sol abrasador, nos obligó a visitar los enclaves judíos que ya existían en aquella tierra. Herzl y los otros estaban entusiasmados, pero yo...

Mi interlocutor hizo una pausa.

—Mire. Allí no había apenas judíos. ¿Cuántos podíamos ser en toda Jaffa? ¿Un cinco, un diez por ciento de la población? Eso como mucho... Por supuesto nos encontramos con judíos como nosotros en las colonias que se habían establecido con dinero de los Rothschild, pero ¿cuántas aldeas árabes tuvimos que cruzar para llegar hasta allí? Le juro que estuve a punto de romper a llorar docenas de veces. ¿Qué había sucedido con mi tierra, con la tierra en la que yo había nacido, durante todos aquellos siglos? No quedaba el menor rastro de la fecundidad, de la hermosura, de la belleza con que yo la había conocido. Ni la más mínima huella. Sólo había árabes, unos árabes que habían creado una espantosa pobreza y un omnipresente sopor. Sí, sopor, porque aquellos lugares parecían estar sumidos en un sueño de siglos que les impedía no sólo prosperar sino incluso vivir de manera digna. Eso es lo que yo alcanzaba a ver en cada lugar, en cada recodo, en cada esquina. Pero Herzl no vio nada de aquello. El pasado no le importaba y los árabes le resultaban invisibles.

El judío calló por un instante. Su rostro presentaba una apariencia reseca y pálida, como si estuviera hecho de yeso, de un yeso sucio y gastado.

—Era jueves por la tarde cuando regresamos a Jaffa. Herzl

estaba exhausto, pero accedió a celebrar una reunión con Hechler. El pastor rebosaba entusiasmo y, sin importarle el estado de agotamiento de Theodor, insistió en que al día siguiente no debía descansar sino dirigirse a Mikvé Israel, una de las colonias sionistas.

—¿Por alguna razón en especial?

—Ya lo creo. El káiser tenía que pasar por allí y Hechler consideró que sería el momento ideal para que Herzl pudiera abordarlo.

—Entiendo.

—A la mañana siguiente, a pesar de que apenas se mantenía en pie, Herzl se dirigió a Mikvé Israel acompañado de Hechler y de mí. Si las miradas pudieran convertirse en puñales, los administradores de los Rothschild hubieran descuartizado aquella mañana a Herzl. Debo serle sincero. Hasta ese momento, habían gastado las generosas subvenciones de los Rothschild a manos llenas sin mucho resultado, pero como nadie de la familia de los banqueros iba a visitar Palestina, aspiraban a seguir viviendo del cuento de manera indefinida. Se habían erigido en una especie de representantes oficiales del sueño sionista en aquella parte del mundo y, por si fuera poco, a la vanidad podían sumar el dinero obtenido con facilidad. Si el káiser pasaba por allí, e iba a hacerlo, sólo ellos debían saludarlo. Y entonces, cuando más felices se sentían en su disfrute combinado del oro y de la soberbia, aparecía Herzl. No. No podían considerarlo bien y, de hecho, procuraron mantenerse a distancia de él cuando se situaron a la vera del camino por el que debía pasar el káiser.

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