Authors: César Vidal
—Y si todo eso era de la manera que usted dice, ¿por qué esa referencia a sus raíces judías?
—Pues precisamente porque era un converso sincero. El que se deja echar unas gotas de agua para huir del pueblo de Israel y hallar un refugio en otra religión oculta lo más deprisa que puede que es judío. Es de esa condición de la que ansía escapar, de la que quiere esconderse, de la que busca con afán desprenderse pero el que piensa que ha sido tocado por el dedo de Dios para trascender de sus orígenes y sobrevolar con otras creencias... un amigo, ése no oculta el pasado. Lo muestra como diciendo: «Ahí estaba yo y la Divinidad me sacó para traerme al lugar que ahora disfruto». Por eso, una vez que lo bautizaron, Gustav no se dedicó a esconder sus orígenes judíos. Para sorpresa de muchos, se manifestaba como un judío aunque hubiera cambiado de religión. Seguía siendo judío y no se avergonzaba de ello, ¿me entiende?
Asentí con la cabeza.
—Gustav y yo trabamos una muy buena amistad. ¿Por qué? Quizá porque yo le confesé que también era judío, pero no de los que miran con aversión a aquellos que han decidido seguir al Nazareno; quizá porque yo también sabía el inmenso dolor que acompaña a la pérdida de un hijo; quizá porque me había acercado a él en un momento muy concreto en el que su sufrimiento pugnaba por salirle del pecho de la misma manera que el agua hirviendo que se desborda de una olla puesta al fuego. Durante los días siguientes, nos volvimos a encontrar varias veces tan sólo por el placer de charlar, de pasear, de tomar un café. Porque el gran drama de Gustav era la lucha con la soledad. No se trataba sólo de la pérdida de sus hermanos o de que la gente lo aislara. Por cierto, ¿sabe lo que solía decir al respecto?
—Pues no... —reconocí.
—Decía: «Soy apátrida por partida triple: en Austria me acusan de mi origen bohemio, los alemanes me consideran austriaco y todo el mundo me ve como un judío. En todas partes, resulto un intruso y en ninguna me dan la bienvenida».
—Me parece muy triste.
—Lo era. Lo era, sin duda, pero ¿sabe usted?, cuando uno se siente así de aislado, a veces, puede paliar su soledad con la esposa y los hijos y, a falta de éstos, con un amigo o incluso con una amante. Pero no era el caso de Gustav. A decir verdad, lo peor lo vivía en su matrimonio y sentirse solo al lado de alguien que duerme contigo todas las noches...
-—Eso es verdaderamente horrible —reconocí.
—...y eso que no hubo tanto tiempo para que se alterara aquella convivencia —continuó el judío ajeno a mis palabras—. Déjeme ver... debió de conocer a su esposa, a Alma... sí, a finales de 1900 o inicios de 1901.Se casó con ella... a principios de 1902. Poco antes de que acabara el año le nació una niña a la que pusieron de nombre María. Sí, María aunque todos la conocían como Putzi. Ya sabe usted lo que son esas estúpidas costumbres familiares que lo mismo deforman un nombre hermoso que atizan un mote idiota a una criatura para que lo arrastre hasta el momento de su muerte. Bueno, el caso es que Putzi, como ya sabe, murió y aquel matrimonio que, me sospecho, no debía de ir muy bien, entró en una crisis no creciente, sino galopante.
—-La muerte de un hijo...
—¿La muerte de un hijo? ¡Un cuerno! Alma. ¡Alma que era...! Bueno, me voy a callar.
Me desconcertó la ira que, de repente, se había apoderado de mi interlocutor. Apretaba los dientes, había semiguiñado un ojo y, de manera sorprendente, la punta de su zapato derecho había comenzado a golpear el suelo en un gesto de cólera mal reprimida.
—Mire —dijo al fin rompiendo el silencio—.Alma era una mujer que pensaba, en primer lugar, en ella; en segundo lugar, en ella y, finalmente, en ella. Gustav se había casado rebosante de ilusiones. Le parecía que todo en la vida sería una sucesión de dicha con tal de que Alma lo amara. No pedía más y, desde lue-8°> es para pensar que tampoco resultaba tanto. Pero Alma tenía… ¿cómo decirle? Una zona ciega.
—¿Una zona ciega?
—Sí. Eso he dicho. Una zona ciega. No sé si sabe que l0s carros de combate tienen un área en la que no pueden ver.
—¿Sabe usted también de carros de combate? —pregunté sorprendido.
—He combatido en una unidad de carros de combate, pero no me distraiga. Verá. Todos ellos, como le decía, tienen una zona que no pueden ver y que por eso es muy peligrosa. Un infante bien entrenado y con los redaños suficientes puede llegar hasta el tanque, pegarle una mina al blindaje y hasta ahí llegó la historia. Pues bien, Alma tenía esa zona ciega. Gustav podía sugerirle razonarle, suplicarle incluso y si lo dicho no entraba en la zona ciega, Alma podía, en su inmensa benevolencia, concedérselo con la misma displicencia con que un aya severa entrega un caramelo a un niño obediente. Pero cuando lo dicho por Gustav entraba en el terreno del egoísmo inmenso de Alma... ah, entonces no había más que hablar. Su mujer lo acusaba de no pensar en ella, de sólo ocuparse de sí mismo, de ser un egocéntrico, de todo. Aquel matrimonio había aguantado por la niña, pero al morir Putzi todo el edificio comenzó a desmoronarse.
—Pero a Alma también le dolería la muerte de su hija —me atreví a decir.
—Sí. No digo que no fuera así, pero con la pobre Putzi ausente de la casa llegó a la conclusión de que Gustav la agobiaba y de que tenía derecho a consolarse. Y vaya si se consoló. El consuelo se llamaba Walter Gropius.
—¿Gropius? —repetí sorprendido.
—Sí. Gropius, el arquitecto. Alma era muy exquisita a la hora de comportarse como una cortesana. Le dio por Klimt... —Supongo que se refiere al pintor.
—Supone bien. Le dio también por Zemlinski. Un compositor —añadió al contemplar mi desconcierto ante un nombre que no recordaba haber escuchado jamás— pero lo de Gropius resultó lo más grave. Quizá fuera discreta, pero lo cierto es que Gustav no tardó en enterarse y se hundió todavía más en la depresión- En esa situación, se encontraba cuando yo lo conocí. Y siendo católico, la idea de divorciarse...
—No creo que tampoco se hubiera divorciado de haber permanecido en el judaísmo o de haberse convertido en protestante. Quería mucho a Alma. A decir verdad, intentó salvar ese matrimonio. Lo intentó con todas sus fuerzas, pero su esposa seguramente lo daba por perdido si es que no se decía que había sido un gran error el haberlo contraído unos años antes.
—Entiendo.
—No. ¿Qué va a entender usted? Mientras mantenía el amorío con Gropius, Alma sugirió a Mahler que sería conveniente que lo atendiera un médico porque daba muestras, a su juicio, de estarse trastornando.
—¿Lo dice usted en serio? —pregunté con una sensación desagradable en la boca del estómago.
—Como lo oye. Gustav había perdido al ser que más quería en el mundo y su mujer, que lo estaba engañando con un personaje que no tenía punto de comparación con él, se permitía echarle en cara que era un pobre hombre a punto de perder la razón y al que sólo podría ayudar un loquero.
—Quizá necesitaba a un médico... —me atreví a decir.
—Lo que Gustav hubiera necesitado era otra esposa y no a Alma.
—¿Y le hizo caso? —indagué.
—Al principio, por supuesto, que no. Pero Alma insistía en que aquello no podía seguir así, en que aquel matrimonio iba a la ruina y en que la culpa era toda de Gustav que no aceptaba tratarse.
Respiré hondo. Las disputas domésticas siempre me han desagradado y la que me estaba relatando el judío parecía un ejemplo de sadismo conyugal especialmente repugnante.
—«Gustav», le dijo Alma un día, «lo que tú tienes es un problema muy grave y te lo tienes que tratar. Creo que sería bueno que me escuches alguna vez y vayas a un médico». Ese día, Gustav se encontraba más enérgico que de costumbre y se atrevió a preguntarle a quién debería visitar. Y entonces ella, fría como el hielo, según me contó Gustav, le dijo: «Al doctor Sigmund Freud. Pídele cita al doctor Freud».
—Me lo relató todo una tarde —prosiguió el judío—. A esas alturas, habíamos trabado buena amistad y departíamos sobre los temas más diversos. El arte, Austria, los judíos, el amor... ¡El amor! Gustav... Gustav era un hombre que podía parecer distante, ceñudo, frío, pero no lo era. Créame si le digo que no lo era. Comenzó hablando de cómo había conocido a Alma, de cómo se había enamorado locamente de ella, de cómo no había amado a nadie así. Me contaba todo y su rostro, tan adusto en ocasiones, se iluminaba de felicidad y entonces, de repente, rompió a llorar. Sí, como me oye. Empezó a sollozar como un niño y me contó lo de Alma. La muy... encima pretendía que Gustav acudiera a ver al tal Freud.
—¿Y fue?
—Me dijo que había pedido cita para encontrarse con él. ¡Pobrecillo! ¡Andaba de cabeza porque su mujer saltaba de cama en cama con otros hombres y encima era él quien tenía que ir al médico! ¡El colmo! Bueno, el caso es que le dije que no cometiera ninguna estupidez y que no se le ocurriera ir a ver a un médico porque no era eso lo que necesitaba. Pero Gustav estaba decidido, totalmente decidido. Iría a ver al tal Freud a ver si Podía ayudarle. Hablamos sobre el tema largo y tendido y al final le dije: «Mira, Gustav, haz lo que quieras, pero déjame enterarle antes de quién es». Gustav insistió en que si Alma lo había escogido, él estaba seguro de que era el mejor. Vamos, que no había más que hablar. Pero yo no estaba dispuesto a darme p0r vencido e insistí e insistí hasta que aceptó que llevara a cabo algunas averiguaciones sobre el tal Freud.
—¿Y llegó a tanto?
El judío sacudió la mano derecha como si acabara de quemársela al apoyarla en un perol ardiendo.
—Por supuesto. De entrada, debo decirle que nadie en toda Viena decía una palabra buena de Freud. Al principio, pensé que todo se debía a que era judío. Ya me entiende. Aquella ciudad en maravillosa, pero lo cierto es que el antisemitismo se encontraba casi tan difundido como el vals y no habría resultado extraño que arremetieran contra él simplemente porque no era católico. Sin embargo, esa impresión se me fue pasando a medida que la gente con la que hablaba incluía también a judíos y uno tras otro iban añadiendo detalles.
—¿Qué tipo de detalles? —pregunté intrigado.
—Verá —respondió el judío—. Freud era un personaje peculiar. Su familia venía del Este. No eran originalmente judíos de habla alemana aunque, seguramente, ésa era la única lengua que él conocía. Lo cierto es que el joven Sigmund se había adaptado a la perfección a Viena. A la perfección, pero sin éxito. En realidad, comenzó realizando estudios sobre las anguilas. Sí, no se ría. Bueno, reconozco que yo también dejé escapar una carcajada cuando me dijeron lo de las anguilas. Se tiró meses y meses observando el sexo de las anguilas para no sacar, al final, nada en limpio. Como no conseguía encontrar un empleo fijo en Viena, y no lo conseguía porque no tenía categoría científica, decidió marcharse a París a estudiar con Charcot. De Charcot hoy en día no habla nadie, pero por aquel entonces era... bueno, la última moda. No le digo más que utilizaba la hipnosis para intentar curar a las histéricas. Por supuesto, no obtenía resultados positivos con nadie. Absolutamente con nadie, pero las sesiones de hipnotismo siempre resultan espectaculares. Total que Freud anduvo perdiendo el tiempo por París durante una temporada y regresó con la idea de que iba a dedicarse a remediar las dolencias de los enfermos mentales.
—Bueno, eso es lo que hizo.
—Bueno, eso es lo que no hizo —me corrigió con firmeza—. No curó a nadie. Ni entonces ni en toda su carrera. No sólo eso. Como el hipnotismo no funcionaba, Freud se dedicó a experimentar con otros remedios hasta que un día dio con la cocaína.
—¿Cómo... cómo ha dicho?
—Me ha oído usted perfectamente. Cocaína. Por aquella época se había descubierto que algunos derivados resultaban útiles para anestesiar y, bueno, quizá no resulte tan raro, hubo quien pensó que podía tener también otras aplicaciones. Naturalmente, una vez que se llevaba a cabo una prueba, se abandonaba porque aquello no conducía a nada. Todos lo hicieron. Menos Freud. Freud se dedicó a administrar cocaína a sus pacientes como el que da un vaso de agua con azúcar. ¡Se ponían eufóricos! Eso decía él y no hay por qué no creerlo. ¡Claro, los drogaba! Llegó un momento en que el propio Freud empezó a consumir la droga convencido de sus virtudes. A lo mejor a él le sirvió de algo, pero lo que es a sus pacientes... Como puede usted imaginarse, en cuanto se corrió la voz de cómo estaba comportándose Freud quedó aún más desacreditado entre sus colegas médicos.
—Lo entiendo —me limité a asentir sin terminar de creer lo que me contaba.
—Y entonces —continuó el judío como si no me hubiera oído—. Freud decidió que había descubierto una nueva forma de terapia que garantizaba la curación de los que padecían una dolencia mental.
—El psicoanálisis.
—Debería haberse llamado el estafaanálisis —dijo el judío—. Según Freud, es posible descubrir las dolencias de una persona siempre que recurramos a instrumentos interpretativos como los sueños o la asociación de palabras. Se supone que el paciente habla y va uniendo conceptos que muestran la naturaleza de su dolencia y abren el camino para el diagnóstico y ¡a cura. Se supone porque, como ya le he dicho, Freud no curó a nadie en toda su vida.
—Le aseguro que nunca lo había escuchado antes de conocerle a usted —reconocí.
—Pues ya lo sabe. A nadie. Bueno. Da igual. El caso es que mientras iba recogiendo información sobre Freud comencé a leer sus libros. No escribía mal, eso lo reconozco, pero decía unas cosas... ¡Qué obsesión con la madre! ¡Qué obsesión!
—Supongo que se refiere usted al complejo de Edipo —me atreví a decir.
—Sí —reconoció el judío—. A esa majadería. A esa misma. Me sumergí en la lectura de todas aquellas vaciedades... —¿Vaciedades? ¿Freud?
—Vaciedades —insistió el judío mientras asentía con la cabeza de la misma manera que lo hubiera hecho al contemplar la estupidez cometida por un niño—. Una cosa que no pasa de palabrería, por muy bien escrita que esté, y que, por añadidura, no cumple su función, en este caso curar, es una vaciedad. Pero como le iba diciendo, me dediqué a leer aquello y saqué mis conclusiones. Este Freud, me dije, no le va a hacer ningún bien a Gustav. Le soltará que ve a su madre en su mujer, que tiene que liberarse del complejo de Edipo y lo mismo hasta remata el disparate relacionando todo con la muerte de su pobre hija. Pamplinas para liar más al pobre que lo único que necesitaría es un buen divorcio y casarse con una mujer decente.