Authors: César Vidal
—No tengo la menor idea —respondí cada vez más sorprendido de lo que estaba oyendo.
—Le siguió la corriente. Sí. Como lo oye. Le siguió la corriente. Le dijo que Alma se llamaba Alma María y luego, poco a poco, fue soltando todos los disparates propios del psicoanálisis de Freud. Fingió que descubría sorprendido cómo sus problemas con Alma derivaban de absurdas fijaciones con su madre. Incluso, en un momento determinado, se llevó las manos a la cabeza y le dijo que el dolor ocasionado por la muerte de su hija venía de que le recordaba también a su madre. Freud se iba sintiendo cada vez más contento e incluso llegó a confesarle que nunca se había encontrado con un caso como el suyo.
—¿En qué sentido?
—En el de la comprensión. Al parecer, Freud nunca había visto a alguien que entendiera tan bien las profundidades de sus teorías. Al final, se separaron muy satisfechos. Freud porque había encontrado a alguien que, supuestamente, le había confirmado sus tesis y Gustav porque se había quitado de encima a un charlatán con el que su mujer llevaba atormentándolo desde hacía varios meses. «Ya sólo queda por hacer una cosa», me dijo a los postres. Por cierto, que estaba muy contento.
—¿A qué se refería?
—No entiendo —me dijo el judío con cara de extrañeza. —Sí, ¿qué era lo que deseaba dar a entender Mahler al comentar que sólo quedaba una cosa por hacer?
—Informar a Alma —respondió con una sonrisa que pugnaba por convertirse en carcajada—. Lo hizo al día siguiente. Juntos enviamos un telegrama a la muy necia que decía: «Estoy lleno de alegría. Interesante conversación».
—No puedo creerlo —dije.
—Pues hará mal porque es la pura verdad. Eso fue lo que escribimos a aquel pendón de Alma y luego salimos a la calle y nos pusimos a reír a carcajadas. De hecho, no dejamos de desternillarnos en todo el viaje de vuelta. Estoy convencido de que todo aquello le hizo mucho bien a Gustav. Por primera vez en su vida, no había sido engañado por aquella mujer sino que era él quien había logrado burlarse de ella.
—¿Qué pasó después?
—Gustav falleció en mayo de 1911, unos nueve meses después. Era poca la vida que le quedaba, pero puedo asegurarle que, después de todo aquello, resultó tranquila y feliz. La pena es que no consiguiera liberarse de las cadenas de Alma mucho tiempo antes.
—¿Freud descubrió el engaño?
—¿Ese majadero prepotente? —preguntó el judío—. En absoluto. Vamos, ni por aproximación. Fíjese. El muy idiota, tiempo después, ya en los años treinta, tuvo la ocurrencia de escribir sobre el tema. Muy en su línea de inexactitudes interesadas, dijo que había tratado a Mahler en 1912 o 1913, es decir, años después de que se muriera, y que todo se debía a la fijación que sentía por su madre. Por supuesto, insistía en que la charla de cuatro horas había sido muy positiva y en que Gustav había entendido como nadie la teoría del psicoanálisis. Bueno, en eso quizá decía la verdad porque me costó mi trabajo el que la comprendiera. Lo que ocultaba es que Gustav nunca le pagó.
—Quizá Freud no quiso cobrarle... —me atreví a señalar.
—Freud era capaz de cualquier cosa por cobrar —me respondió el judío—. Lo intentó con Gustav, por supuesto, pero él se negó a darle un solo céntimo convencido como estaba de que no pasaba de ser un charlatán al que despreciaban con toda la justicia del mundo los médicos de Viena. Creo que si, al final, no contó la historia es porque no deseaba que la mala reputación que tenía Freud se extendiera ahora a otros médicos judíos que eran excelentes profesionales. Por un tiempo, Freud aguantó que Gustav no le respondiera siquiera, pero, a los cuatro o cinco meses de su muerte, escribió a Alma reclamándole sus honorarios «por los servicios médicos rendidos». ¡Qué desfachatez! —¿Y le pagaron?
—Por supuesto que no. Pagar a un hombre que creía en esas estupideces hubiera sido cuestión no de estar loco sino de ser idiota.
—Y no crea usted, necesidad de psiquiatras había en Viena —continuó el judío—. Eran más que precisos porque, a pesar de ser una ciudad maravillosa, era obvio que todo se iba desarreglando, deshilachando, disolviendo poco a poco hasta deslizarse de manera despreocupada en el caos, un caos que muchos pasaban por alto, pero que resultaba innegable.
—¿Se refiere usted al problema de las nacionalidades? —indagué un tanto confuso por lo que estaba oyendo.
—El problema de las nacionalidades era una realidad. No voy a negarlo, pero no era la raíz del mal sino únicamente uno de sus síntomas. Los checos, los eslovacos, incluso los húngaros tiraban cada uno para su lado sin percatarse de hasta qué punto aquella monarquía era necesaria. Quizá sólo los judíos nos dimos cuenta de ello porque no teníamos un pedazo de tierra que soñáramos con convertir en nuestra nación y porque éramos conscientes de hasta qué punto la libertad depende de un poder central fuerte. Pero, permítame insistir en ello, aquella sociedad, con todo lo bueno que tenía, que era mucho, se desplomaba fundamentalmente porque sus cimientos habían comenzado a quedar erosionados mucho antes.
—Le agradecería que me concretara un poco más lo que desea dar a entender.
—¿No le parece que está usted un poco torpe? —me espeto el judío apenas reprimiendo un gesto de enfado—.Verá, aquella sociedad se había desprovisto de fundamentos y corría el riesgo de quedarse sin base sobre la que sustentarse. Ya era eso suficientemente malo, pero además se añadía que la familia se deshacía. Esa es, a fin de cuentas, la clave de que todo se mantenga a pesar de los peores males o de que todo se desplome aun con los mayores logros.
—Ya... —dije sin mucha seguridad—. ¿Y por qué se supone que la familia se... deshacía?
El judío frunció el ceño molesto. Era obvio que aquel tema le molestaba sobremanera, pero no terminaba yo de dar con la razón. Una persona que había sobrevivido a dos mil años de historia, que había presenciado la destrucción del Templo de Jerusalén, que no creía ni en la Cabala ni en Marx ni en Freud y que había experimentado más de una vez la desilusión provocada por haber seguido a un mesías falso, ¿por qué se molestaba tanto por aquella conversación?
—Mire usted —comenzó a decir con el tono del profesor que intenta resolver la duda de un alumno, pero pensando que el muchacho estaría mejor empujando un arado que asistiendo a clase—. La naturaleza humana es la que es y no la que le apetece al último de turno. La familia fue creada por Dios mediante la articulación de un prodigioso mecanismo de equilibrio. La mujer da a luz a los hijos y eso le proporciona una relevancia extraordinaria sobre los nuevos miembros, PERO el hombre es el cabeza de familia y contrarresta, al alimentar y educar a los hijos, lo que sería un peso excesivo de la mujer. Cuando ese equilibrio se mantiene, la familia va bien y lo mismo sucede con la sociedad. Los hijos saben que han de respetar, cuidar y mantener a sus mujeres y a los hijos que éstas les den y las hijas, desde el primer momento, comprenden que han de respetar, cuidar y ocuparse de sus maridos, y tanto hijos como hijas respetan a sus padres y enseñan de la misma manera a comportarse a su descendencia. Pues bien, todo eso comenzó a romperse en el imperio por aquellas fechas. Para empezar, las mujeres daban muestras continuas de falta de respeto hacia los maridos. ¿Cómo le diría? Los criticaban en público sin rebozo alguno, comentaban despectivamente sus fallos entre ellas, intentaban utilizar a los hijos como armas contra los esposos y, por supuesto, consideraban que sus opiniones constituían una pesada carga para ellas. Alma Mahler era un caso, si se quiere acentuado, pero, desde luego, no excepcional. ¿Qué hacían los esposos? Pues lo mismo que hizo Asuero con la reina Vasti. Se buscaban una Esther que les diera consuelo, pero como el imperio era católico en lugar de divorcio se producía el adulterio. ¿Y los hijos? ¡Ah! Los hijos crecían sin los referentes adecuados. Las muchachas se iban convirtiendo en viragos y los chicos... cuando lo pienso ahora, me digo que quizá aquélla fuera la razón de que en Viena pulularan tantos homosexuales.
—No sé si lo entiendo —musité sorprendido por la última conclusión del judío.
—Pues es bien sencillo —dijo molesto—. Un niño necesita crecer con la ternura de la madre y, sobre todo, con el modelo del padre. Precisa poder mirarse en él para desarrollarse plenamente como un varón fuerte y decidido. Cuando le falta ese referente, cuando no sabe cómo crecer... bueno, echa mano de lo que tiene. Cuando eso es una madre fuerte, rotunda, masculina, el resultado suele ser que el crío crece mal y acaba entrando en el terreno de la homosexualidad. No lo hace por sí mismo, claro, pero es ya presa fácil de cualquier bujarrón mayor. Y además no le estoy contando nada que no se sepa. Si hubiera usted leído a Stefan Zweig y El mundo de ayer recordaría que se quejaba de que la Viena anterior a la gran guerra padecía una atmósfera insoportable de mariconería.
Pronunció la última palabra como si la masticara letra a letra y luego deseara escupirla con asco.
—No lo recuerdo, la verdad —confesé cada vez más sorprendido por aquello.
—Pues tendría que haber visto lo que era la capital. Muchos
¿e los albergues para indigentes, de los cafés, de los teatros, ¡de las esquinas incluso! se habían convertido en lugares donde se situaban hombres jóvenes que ejercían la prostitución y sobre los que caían los homosexuales veteranos como el halcón sobre la presa.
Hizo una pausa y se pasó la diestra dos, tres, cuatro veces por encima de los labios en un gesto mezcla de cólera y de nerviosismo.
—En aquella época, el antisemitismo estaba adquiriendo las formas más diversas —dijo al fin—. Por supuesto, existía ese viejo antisemitismo católico empeñado en echarnos la culpa de la crucifixión del Nazareno, como si éste no hubiera sido judío y, por supuesto, también era fácil encontrarse con ese antisemitismo propio de griegos y romanos que se sentía molesto porque se veía a los judíos por acá y por allá y encima ganando dinero. Ambos eran malos, pero resultaban primitivos, burdos, estúpidos. De hecho, casi nadie con cierta formación se hubiera dejado arrastrar por esas conductas. Pero junto a ellos habían aparecido otras formas más peligrosas. En primer lugar, estaban los que pretendían dar al antisemitismo un barniz científico. Habían leído a Darwin y se creían todas esas majaderías sobre la supervivencia del más apto y lo necesario que resultaba que el mejor, como marcaba supuestamente la Naturaleza, se impusiera sobre el peor. No hace falta que le diga que, por supuesto, el peor era el judío. Había que atizarlo allí donde asomara la cabeza. No, no la cabeza. La nariz. ¡Esa nariz ganchuda que se supone que todos los judíos tenemos! Eso se había convertido en obligación. En obligación científica. ¡La barbarie elevada a la categoría de descubrimiento!
—Sí, hay que reconocer que es bochornoso.
—Pero no era lo único —continuó el judío como si no me hubiera oído—. Además existía otro antisemitismo nuevo. El antisemitismo ocultista. Ser antisemita era la clave para conocer e interpretar adecuadamente los arcanos más profundos del universo. La brutalidad como camino hacia la gnosis. No está mal, ¿verdad?
Mi interlocutor estaba realmente alterado y su reacción podía resultar imprevisible. Decidí que lo más prudente era guardar silencio.
—Usted no se puede imaginar cómo comenzaron a proliferar revistas en las que, junto con referencias a los cuerpos astrales y a la quiromancia, aparecían artículos sobre la raza aria superior y el peligro que representaban los judíos. Citaban a madame Blavatsky...
—La creadora de la teosofía —dije.
—Sí. La misma. Una médium rusa embustera y antisemita que despotricaba contra los judíos y los cristianos y que se dedicaba a anunciar la llegada de una Edad de Oro protagonizada por los arios. Por esa época, la desenmascararon en el extranjero como una farsante que realizaba trucos en las sesiones en que, supuestamente, se comunicaba con los espíritus. No hace falta que le diga que dio igual. Lo crea usted o no, lo cierto es que sus discípulos continuaron profesándole un amor sin límites. Pero justo es reconocer que la Blavatsky no era la peor. De entre toda aquella basura ocultista, lo más asqueroso era una revista que se llamaba Ostara.
—Ostara... —repetí yo.
—Sí. Ostara. Como suena. Había escuchado hablar de ella con pavor a alguno de los judíos que conocía. Bien es verdad que, como se trataba de gente especialmente religiosa, no le di demasiada importancia. Si miraban con prevención a otros judíos, ¿por qué no iban a horrorizarse de lo que escribieran los gentiles? Comencé a considerar que el tema merecía la pena de ser examinado más de cerca cuando escuché hablar de la cuestión a Arnold Rothenberg.
—No me suena el nombre —comenté.
—No me extraña que no le suene. Era un buen abogado y judío por añadidura, pero no hizo nada digno de que su nombre pasara a la posteridad. Sí, porque ser honrado, competente y buen esposo y padre no ha servido a nadie para ocupar un puesto en la historia. En cambio si matas a centenares de miles, pues... bueno, no nos distraigamos. Un día, Arnold me comentó que había echado un vistazo a la revista. Fue pura casualidad. Se encontraba en un café, alguien se dejó olvidado un ejemplar en una mesa cercana, echó mano de ella y se puso a hojearla. Aseguraba con términos un tanto ásperos que nunca había visto «guarrería semejante».
—Guarrería... —dije sin poder contener una sonrisa.
—Sí y no es nada gracioso. Por supuesto, le dije que me gustaría comprobar por mí mismo lo que estaba contándome, pero Arnold se había desprendido del panfleto con verdadero asco. «Me lavé las manos nada más terminar de verlo», me aseguró y no tengo razones para pensar que me mintiera.
—Ya...
—El caso es que decidí mercarme un ejemplar de Ostara y comprobar por mí mismo si lo que Arnold me había dicho era verdad. No es que creyera que pudiera ser falso, todo hay que decirlo, pero siempre he sido hombre que ha preferido verificar todo personalmente y no depender del juicio de otros.
En ese momento pensé en felicitarle, pero opté por seguir callado. Conservaba aún su tono de irritación y no deseaba tentar a la suerte más allá de algún monosílabo.
—Durante unos días me olvidé de Ostara. Sinceramente, tenía muchas cosas en que pensar, mucho trabajo del que ocuparme y se me fue de la cabeza. Pero una mañana... verá, había quedado con un cliente para enseñarle una pieza única. Se trataba de una persona acomodada y decidí encaminarme a su casa personalmente para atenderle. En fin, charlamos, le mostré la mercancía, le gustó... total que cerramos el negocio y nos des-pedimos. Regresaba yo a casa tan contento cuando, de la manera más inesperada, los vi. Allí estaban.