El Judío Errante (39 page)

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Authors: César Vidal

BOOK: El Judío Errante
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—Lo ve usted todo muy fácil...

—Mire usted, algunas cosas son fáciles. Por ejemplo, darse cuenta de que Alma era de lo peorcito que te podía caer como esposa. Como amante, como compañera de tertulia, quizá incluso como anfitriona, no le digo a usted que no tuviera su encanto, pero como una mujer para compartir la vida, en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad y todo eso... vamos, hombre, Alma era una plaga bíblica. Bueno, el caso es que hablé con Gustav al cabo de unas semanas y le convencí para que anulara la cita que tenía con Freud. Yo mismo estaba a su lado mientras escribía una nota en la que le comunicaba que había decidido no acudir.

—Así que no llegaron a verse...

—Espere. Espere. No se apresure. Ni que tuviera complejo de Edipo —comentó sardónico el judío.

—¿Qué tiene que ver el complejo de Edipo con todo esto? —pregunté confuso.

—Amigo mío, si conociera usted a Freud sabría que el complejo de Edipo lo explica todo. Desde las neurosis hasta la caída de la bolsa pasando por la victoria electoral de Nixon —me respondió con sarcasmo—. Pero ponerme a hablar de todo esto nos entretendría demasiado. A lo que íbamos. Pasaron unos días. Yo me seguí ocupando de mis cosas y, de vez en cuando, me veía con Gustav. No puede decirse que estuviera bien, pero, hombre, tampoco se encontraba peor. De hecho, procuraba hacerse a la idea de que era un cornudo y de que lo más sensato era encontrar una salida. Así transcurrían las cosas, cuando, de repente, una mañana se me presenta y me dice que ha decidido ir a ver a Freud. «Pero ¿cómo?, le dije. Si es un charlatán... Si no te va a aclarar nada.» «Sí, me reconoció, pero Alma insiste. Piensa que podría ayudarme a salir adelante.» Ganas me dieron de decirle que para salir adelante lo único que tenía que hacer era librarse de esa desgracia que tenía por esposa, pero me callé. Gustav, como otros hombres y otras mujeres que he conocido, se empeñaba en encontrar algo bueno precisamente en el cónyuge que le estaba deshaciendo la vida. «No, me dijo. Tengo que intentarlo. Total, no me va a costar tanto.» Charlamos durante casi dos horas. Procuré ser paciente y no irritarle y tampoco perder los nervios. Dio resultado. Salió por la puerta decidido a no ver a Freud.

—Luego no lo vio...

—Por favor, le ruego que no se impaciente —me dijo incómodo el judío—. Pasaron dos o tres semanas. No creo que fuera mucho más. Yo seguía encontrándome con Gustav con regularidad. Hablábamos de la ópera de Viena, de las piezas que dirigía, de algún gentil especialmente estúpido que deseaba utilizar el hecho de que él había nacido católico y Gustav no para cargar contra él e intentar quitarle el puesto. En fin, lo de siempre Y un día, cuando ya estábamos para despedirnos, me dice: «¿Sabes? Creo que voy a ver a ese Freud». Me quedé de piedra. Desde luego, había que reconocer que Alma aparte de amargarle la existencia, tenía un poder de persuasión verdaderamente impresionante. En eso pensaba cuando me dijo: «Y voy a tener que ir a visitarlo fuera de Viena. Bueno, fuera de Austria». Me quedé de una pieza. Pero ¿qué era eso de que iba a visitarlo fuera de Austria? «Pues sí, me dijo. Resulta que el doctor Freud está de vacaciones en Holanda, en Leyden. Se ha mostrado dispuesto a recibirme, pero, claro está, me ha recordado que ya le he dado plantón en varias ocasiones y ha insistido en que sería mejor para mí ir a verlo a Leyden.» Aquello me irritó. ¿Cómo que mejor para Gustav? ¡Mejor para el sinvergüenza de Freud! ¡Gustav iba a tener que coger un tren y marcharse al extranjero y quién sabía cuántas cosas más para dar con él...! Debo decirle que en aquel momento, temí lo peor. Ahora sólo faltaba que se entrevistara con aquel charlatán, que lo enredara y que luego lo tuviera so-metido a un tratamiento eterno, sí, porque yo ya me había enterado de que Freud podía tenerte años entretenido aunque no sirviera de nada. ¡Y todo porque Alma había decidido que el daño que causaba a su marido acostándose con Gropius era un problema de Gustav! ¡Menuda desfachatez!

—Bueno. Usted ya había hecho todo lo que podía.

—No, amigo mío. No había hecho todo lo que podía. Aún faltaba lo más importante. Lo había evitado durante los meses anteriores, pero ahora no me quedaba otra salida. Le miré y le dije: «Gustav, creo que puedo decirte con exactitud lo que va a contarte ese Freud. Casi me atrevería a decirte que soy capaz de adivinar sus propias frases una por una».

—¿Y qué hizo?

—Pues el pobre se quedó mirándome con esa cara de despistado que se le ponía cuando pensaba. Me da la impresión de que no terminaba de creerse lo que le había dicho. Pero no me amilané. No. Ni un pelo. Le dije: «Mira, Gustav, no estoy bromeando. Debes ir a ese viaje. Debes ir porque si no te vas a quedar con la duda para siempre y además Alma no te va a dejar vivir. Márchate, pero yo mismo voy a acompañarte y ya te iré contando por el camino lo que te va a decir Freud». Y así, un par de días después partimos rumbo a Holanda.

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—Con bastante sensatez, Gustav no le dijo una sola palabra a Alma de que iríamos juntos a ver a Freud. Decidimos incluso encontrarnos ya en el interior del tren para respetar aún más la discreción. Pero en cuanto el vagón perdió de vista las cercanías de Viena, nos reunimos y comencé a revelarle lo que le esperaba. Le adelanto que, al principio, a Gustav le costaba mucho creer lo que le referí sobre las enseñanzas de Freud. Dicho sea de paso, no me extraña porque son verdaderos dislates, pero como los seguidores de la secta psicoanalítica se empeñan en decir que no se les cree porque la mente se resiste a ver la verdad, cualquiera discute. ¿Se imagina usted que yo le dijera que es un ladrón de cadáveres y que, cuando usted airado lo negara, yo le respondiera que sí que lo es, pero que no puede reconocerlo porque tiene resistencias inconscientes? ¡Pero hombre...! Bueno, el caso es que fui desgranando toda la teoría psicoanalítica ante un cada vez más sorprendido Gustav. ¡Pobrecito! ¡Qué caras ponía! No paraba de repetir: «Pero ¿estás seguro de que es así? Pero si eso no puede ser... pero... pero... pero... todo se le iba en peros».

—¿Y quedó convencido de lo que usted le decía?

—Sí —dijo el judío mientras esbozaba una sonrisa—. Sí. Claro que acabó creyéndolo. Cómo sería la cosa que antes de llegar a Holanda estaba empeñado en que emprendiéramos el camino de regreso... Ah, pero yo ahí sí que me planté. Le dije que ni hablar. Que ya que estaba en el tren, lo mejor que se podía hacer era seguir hasta el final. Además, ¿qué pensaría Alma?

Pensé que el judío rozaba el cinismo al mencionar a la esposa de Mahler, pero me callé.

—Puede parecer un tanto cínico —dijo como si hubiera leído mis pensamientos— pero es que se trataba del único argumento que siempre funcionaba con el pobre Gustav...

—Y entonces llegaron a Leyden —dije nada deseoso de entrar en el tema.

—Sí, efectivamente. Bueno, el caso es que fue tras muchas revueltas y revueltas. En Leyden estaba pasando sus vacaciones Freud. Bueno, de vacaciones o apartándose de Viena porque sabía de sobra la mala opinión que los médicos de la capital tenían sobre él. Con razón.

—¿Estamos hablando de qué fecha? —pregunté intentando desviar su atención de tal manera que no comenzara a despotricar de nuevo contra el padre del psicoanálisis.

—Agosto. No recuerdo bien el día, pero fue a mediados. El año era el 1910. Bien, a lo que íbamos. Llegamos al hotel en un coche de caballos que habíamos alquilado y ocupamos nuestras habitaciones. Gustav me dijo que iba a partir inmediatamente en busca de Freud, pero yo le indiqué que sería mejor que le enviara aviso y que le esperara. Puso alguna resistencia, pero acabó aceptando. Antes de que se hiciera de noche, le llegó la respuesta de Freud. Le anunciaba que acudiría a verlo a la tarde del día siguiente. Fue entonces cuando Gustav se puso muy nervioso. De repente, sintió que al cabo de unas horas se encontraría frente a frente con aquel sujeto y temió... fíjese usted bien, temió que le dijera que si su matrimonio con Alma era un desastre, la culpa era de él. ¿Se da usted cuenta? El pobrecillo se había plantado en pleno mes de agosto en Holanda porque se lo había dicho su mujer y ahora por añadidura temía que le echaran encima todas las responsabilidades de 9ue aquel sieso se acostara con Gropius... ¡el colmo! Tuve que dedicar buena parte de la tarde a tranquilizarlo y la noche estaba ya muy avanzada cuando terminé de repasarle los elementos esenciales del psicoanálisis. Y así nos fuimos a dormir. Hiz0 muy buen tiempo al día siguiente. Daba gusto de verdad. P0r la mañana, saqué a pasear a Gustav. Quería que se despejara que se animara, que no recayera en aquellas crisis de melancolía tan habituales en él. La ciudad... bueno, no me desagradó Era limpia, ordenada, tranquila y la gente parecía educada. En cualquier caso, aquel paseo le hizo bien. Cuando regresamos para comer en el hotel se encontraba de buen humor e incluso se permitió tararear alguna musiquilla y gastar bromas. ¡Pobre-cilio!

—Pero ¿se vio con Freud? —pregunté impaciente por la manera en que el judío dilataba la historia sin concluirla.

—Por supuesto —me respondió con una sonrisa—. Después de comer, yo me situé en el vestíbulo del hotel mientras Gustav subía a descansar un poco a su habitación. Sentía curiosidad por saber cómo era aquel Freud. Lo reconocí nada más entrar. Llevaba un puro enorme entre los labios que sólo se quitó de la boca al acercarse al mostrador de recepción y anunciar que deseaba ver a Herr Mahler. Había algo desagradable, pero poderoso en aquel hombre. Crea que no le exagero si le digo que parecía despedir un halo especial, pero, a la vez... ¿cómo explicárselo? Iba perdonando la vida a los demás. Sí. Eso es. Iba perdonando la vida a los demás.

—¿No cree que exagera?

—Ni lo más mínimo. Tenía que haber visto cómo se dirigió al empleado del hotel y luego cómo dio un par de vueltas por el vestíbulo mientras aparecía Gustav. Parecía un gallo altivo controlando el número de gallinas a las que había pisado en los últimos tiempos. ¡Hubiérase dicho que era el dueño del establecimiento! Bueno, cómo sería que cuando apareció Gustav, impecablemente vestido de blanco, no movió un músculo. Todo lo contrario. Se quedó parado mirándolo a la espera de que fuera a saludarlo. Incluso dejó que Gustav se acercara al empleado y preguntara quién era Freud.

—Seguramente tampoco Freud sabía quién era Mahler --alegué.

—Ja... Todo el mundo en Viena sabía quién era Gustav Mahler. Le paraban por las calles, le saludaban en los cafés, le aplaudían en la Opera. ¡Por supuesto que Freud lo conocía y debería haber ido a su encuentro! ¡Al que no conocía nadie era a Freud! pero ahí se quedó el charlatán esperando a que Gustav llegara a su altura. Le aseguro que cuando vi la manera tímida, modesta, sencilla en que mi amigo lo saludó y la forma orgullosa y distante con que Freud le respondió ganas me dieron de levantarme y armar un escándalo. No lo hice porque ya que estábamos allí, me pareció mejor seguir adelante hasta que concluyera todo.

—Bueno... ¿y qué pasó? —pregunté al ver que el judío se callaba.

—Salieron. Salieron juntos y, por supuesto, fue Gustav el que cedió el paso a Freud. Yo, tal y como habíamos acordado, me quedé esperando en el vestíbulo. La primera hora pasó casi inadvertida. Me había bajado de la habitación un libro y aproveché para leer. No me costó enfrascarme en el argumento y así no me di cuenta de que pasaba la segunda hora. Empecé a inquietarme cuando sentí que los ojos se me cansaban. Levanté la mirada de las páginas del libro y me di cuenta de que el sol estaba cayendo. Lenta, suave, casi dulcemente, pero ya había comenzado su descenso. Aquella tercera hora me resultó más pesada. Incluso, debo decirlo, me pareció excesiva. ¡Vamos! ¡Gustav no había tardado tanto en relatarme su angustia como al dichoso Freud!

—No me diga que tenía celos... —comenté sorprendido.

—No eran celos —respondió el judío masticando cada una de las palabras—. Es que todo aquello me parecía una pérdida de tiempo y además dañina. Bueno, el caso es que volví a abrir el libro e intenté distraer la espera, pero ya me resultó imposible.

Echaba mano continuamente del reloj para comprobar tan sólo que apenas habían pasado unos minutos y que Gustav seguía sin volver. Y así a la tercera hora, le sucedió la cuarta. —Y Mahler no regresó.

—Tardó casi una hora más, pero... pero, al final, lo hizo.

—Estaba radiante. Entró en el vestíbulo, miró para uno y otro lado hasta que dio conmigo y se me acercó con paso apresurado. «¿Cómo ha ido?», le pregunté preocupado, y entonces, bueno, no sé si se lo creerá, pero Gustav soltó una carcajada.

—¿Cómo? —dije sorprendido.

—Lo que acaba de oír. ¡Una carcajada! ¡Estaba radiante! Se sentó a mi lado y me dio una palmada en el muslo. Yo no podía creérmelo. Gustav siempre había sido correcto conmigo, me había entregado su amistad, incluso me había convertido en partícipe de sus secretos más íntimos, pero nunca, jamás, en ningún momento se había permitido un gesto de familiaridad como aquél. Aún estaba reponiéndome de la sorpresa, cuando se puso en pie de un salto y volvió a atizarme otra palmada, esta vez en el hombro. «¡Vamos a cenar!, me dijo. Estoy que me caigo de hambre.» Total que salimos del hotel y nos encaminamos a un restaurante cercano. Reconozco que me costó soportar la curiosidad mientras Gustav pedía la cena y el maitre tomaba nota, e incluso llegué a sentirme incómodo cuando insistió en que esperaran a que nos sirvieran para empezar a contarme lo sucedido. Tengo la sensación de que Gustav había captado mi estado de ánimo y había decidido bromear a mi costa porque no dijo ni palabra mientras consumía la sopa aunque, ocasionalmente, levantaba unos ojos chispeantes y divertidos y me sonreía. Sólo cuando había dado inicio al segundo plato, comenzó a relatarme todo. Me confirmó que Freud le había tratado con absoluta displicencia. Se le notaba molesto, de eso no había duda, quizá porque había tenido que interrumpir sus vacaciones o quizá porque le indignaba que alguien le hubiera dado plantón con anterioridad. Gustav comenzó a hablarle de la muerte

Je María y de cómo le recordaba a su madre y entonces Freud había empezado a experimentar un cambio en su actitud. Le preguntó cómo se llamaba su mujer. Gustav le había respondido que su nombre era Alma y entonces Freud le había comentado que le extrañaba que no se hubiera casado con una mujer que se llamara como su madre. «Ahí, mi querido amigo, me dijo Gustav, me percaté de que todo lo que me habías dicho era la pura verdad. Raro si se quiere, pero la pura verdad.» Y entonces, ¿sabe usted lo que hizo Gustav?

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