Authors: César Vidal
El judío se calló y me miró con un gesto que lo mismo podía significar «¿A que no te lo esperabas?» que «¿Y eso qué te parece?». Decidí salir de dudas.
—Temo que no entiendo. ¿A quién vio?
—A una panda de homosexuales jóvenes.
Dejé escapar un suspiro. No era la primera vez que me sucedía, pero ahora no podía evitar la sensación de que mi acompañante se había perdido y de que, lo que era peor, me había extraviado a mí.
—No sé si... —comencé a hablar, pero el judío alzó la mano para imponerme silencio.
—Eran chicos jovencitos. No sé. Quizá el menor anduviera por los quince años y el mayor no llegara a los veinte. Y se veía a la legua a lo que se dedicaban. Fingían mirar escaparates, entrar en un café, pasear, pero, a decir verdad, lo único que hacían era concentrarse entre cuatro esquinas de la calle como si fueran busconas. Sentí asco al verlos, pero también... no sé cómo decirlo. .. lástima. Sí, lástima. Ahí estaban, a la espera de que apareciera algún pervertido con más años y más dinero para poder venderse. Les eché un vistazo y entonces observé a uno de ellos que miraba furtivamente a uno y otro lado como si temiera que pudiera verlo alguien dedicado a ese infame comercio.
Me dije que lo más seguro fuera que el muchacho tan sólo anduviera oteando la aparición de un posible cliente, pero opté por guardar silencio.
—Se trataba de un muchacho de cabellos negros y lacios, muy delgado, con una mirada penetrante y atemorizada que procedía de unos ojos muy azules. ¿Qué años podía tener? No sabría decirle, pero le aseguro que el bigotito que llevaba seguramente pretendía proporcionarle una apariencia de mayor edad, aunque fracasaba a la hora de conseguirlo. Aparté la vista del joven y entonces, a unos pasos, distinguí un quiosco. El recuerdo de Ostara me asaltó de manera inmediata y no me pregunte usted por qué. Quizá es que mi mente deseaba apartarse como fuera de aquel bochornoso espectáculo o quizá simplemente obedeció a uno de esos juegos extraños que lleva a cabo nuestra mente más allá de lo que podamos desear o imaginar. El caso, corno le digo, es que pensé que podía hacerme con un ejemplar de la revista de la que me había hablado Arnold. Cubrí con rapidez la distancia que me separaba del establecimiento y le pedí al quiosquero un número de Ostara. Debo decirle que no pareció sorprenderle lo más mínimo mi petición. Todo lo contrario. Colocó ante mí el último número y, a la vez, me ofreció el anterior. Dudé por un momento. Tenía interés en la publicación, pero no sabía si tanto como para comprarla por partida doble. Al final, los pagué y me aparté del quiosco. Mi primera intención fue dirigirme a casa y leer allí con tranquilidad aquella bazofia impresa, pero, de repente, noté una gota de agua que me caía sobre la mano. Levanté la mirada y descubrí una acumulación de nubes que presagiaba un chaparrón. De hecho, ya había comenzado a descargar con fuerza cuando logré entrar en un café cercano buscando guarecerme. Me senté a una de las mesas y pedí un café y un coñac. Imaginaba que aquella lectura iba a resultar fuerte y deseaba afrontarla con una cierta sensación de placer en la boca. De hecho, no pasé una sola página hasta que el camarero me sirvió lo que le había pedido.
—¿Y fue para tanto? —le pregunté con la sensación de que el judío estaba exagerando.
—A decir verdad, para mucho más —respondió—. Hasta aquel entonces la propaganda antisemita que yo había leído no pasaba de las estupideces habituales. Que si el dominio de la banca, que si el control de las finanzas internacionales, que si la falta de lealtad al emperador, que si los asesinos de Cristo... en fin toda la sarta de majaderías sangrientas que se habían repetido durante siglos. Pero aquello era muy diferente, muy, muy distinto. ¿Cómo se lo podría explicar? De entrada, la revista tenía un diseño muy especial. Sus páginas estaban cuajadas de dibujos, de imágenes, de símbolos. Por ejemplo, se veía la esvástica por todas partes.
—¿La esvástica? —pregunté sorprendido—. ¿Está usted seguro?
—Sí, completamente. Crea que no le exagero si le digo que hasta que aparecieron los nazis nunca vi tantas esvásticas corno en aquella revista. Pero no se trataba sólo de eso. Además establecía una separación radical entre ellos, los arios, ¿me oye bien?, los arios, y nosotros, los judíos. Los arios aparecían dibujados como héroes altos, rubios, guapos, pero, por encima de todo, dotados de una majestuosidad especial. Parecían no sólo nobles, sino además gente destinada a mandar, como si se tratara de señores pertenecientes a una casta superior a la que debieran someterse los otros. Por lo que se refiere a nosotros los judíos... bueno estábamos retratados como seres bajos, viles, feos, negruzcos..
—¿Negruzcos?
—Sí, negruzcos, negruzcos. Eran hombres ataviados con largos caftanes, con narices enormes y ganchudas y un color de piel y de cabello no negro, sino de un tono oscuro y siniestro que gritaba «barbarie».
—Me parece muy burdo.
—No cabe duda de que lo era, pero es que ahí no terminaba todo. Aquello llamaba la atención, provocaba que los ojos se quedaran clavados en las páginas de la revista, se agarraba al cerebro como una garrapata. Sí, todo eso es cierto, pero no era lo peor. Lo peor, con mucha, mucha diferencia, eran los textos.
—Cuesta creerlo...
—Pues créalo. Leí uno tras otro los artículos. Parecían absurdos propios de mentes enfermas. Quizá incluso fuera así, pero el mensaje que transmitían resultaba mucho más coherente de lo que podía parecer a primera vista. Primero, como ya le he indicado, se marcaba esa horrible diferencia entre lo ario que era puro, bello, bueno y lo judío que era monstruoso, perverso, degenerado. Entonces, una vez que había quedado claramente establecida esa diferencia entre la bondad absoluta y la maldad completa se indicaba que el enfrentamiento entre uno y otro bando no sólo resultaba inevitable sino que constituía, en realidad, un deber sagrado. Los arios, al combatir sin un momento de descanso a los judíos, venían a cumplir con una misión elevada que lejos de beneficiarlos sólo a ellos era emprendida en pro de la humanidad al completo. Pero ahí no terminaba todo, no. Porque todo aquello no se basaba sólo en un posible análisis «científico». A decir verdad, arrancaba de un escrutar cuidadoso y profundo de realidades que no aparecían manifiestas para el ser humano corriente y vulgar. Al profundizar en los conocimientos esotéricos puestos al alcance de muy pocos iniciados en el correr de los siglos, era precisamente cuando uno se percataba de que la historia de la humanidad era el combate entre los arios y los judíos.
—No me parece muy esotérico algo que se podía comprar en un quiosco, la verdad.
—Y no lo es —reconoció el judío—, pero ¿se imagina usted el placer de un tendero, de una criada, de un empleado que quizá apenas sabía juntar unas letras y que, de repente, creía tener en sus manos la llave que abre los arcanos más ignotos del Cosmos? ¿Se percata usted del alimento tan dulce y goloso que eso significaba para la soberbia que anida en la mayoría de los corazones humanos? Sí, yo soporto a mi marido, pero sé más que él. Sí, yo aguanto a un jefe autoritario y tacaño, pero sé más que él. Sí, yo me he visto incapaz de superar los exámenes por culpa de un profesor severo, pero sé más que él. Aún le diría más: si la persona odiada es un judío, y se puede odiar no sólo por el mal recibido, sino también por el bien que se nos ha dispensado y que nos duele reconocer, ahora tenemos el motivo superior, supremo, sobrenatural para aborrecerlo.
—Entiendo —dije sobrecogido por lo que estaba escuchando.
—Pero no crea que ahí quedaba todo —prosiguió el judío—, Ostara no se perdía sólo en la descripción de lo que consideraba el Supremo Bien y el Abyecto Mal. Tampoco se quedaba en mostrar las supuestas raíces ocultas de esa pugna que se extendía a lo largo de los siglos. Ostara propugnaba además pasar a la acción. No se trataba sólo de odiar al judío o de saber p0r qué se lo odiaba. Por añadidura, Ostara proponía un camino para salir de esa injusticia milenaria que tanto daño causaba a los arios.
—¿Y cuál era?
—Un estado nacionalista —respondió el judío—. El nacionalismo debía permear, impregnar, empapar todas y cada una de las manifestaciones de la vida. Había que llevar a cabo un proceso de construcción nacional que, poco a poco, fuera agrupando a todos los arios para que pudieran cumplir con su destino. Pero el nacionalismo, mi buen amigo, nunca se ha sostenido en pie por si solo. Necesita un pilar sobre el que apuntalarse, un pilar que es una mezcla de odio y resentimiento, de agresividad y victimismo. En el caso de esta gente, el odio se dirigía contra los judíos, y las víctimas, las supuestas víctimas, eran los arios.
—Comprendo.
—No —me cortó el judío—. Usted no entiende. No puede entender. Aquella gente, detrás de toda aquella faramalla, de toda aquella farfolla sobre las razas y el conocimiento oculto y la lucha del Bien y del Mal, proponía un proyecto político que debía adquirir forma de Estado y que significaría el exterminio de los judíos.
—¿El exterminio? —repetí incrédulo—. Quiero decir... ¿está seguro de que llegaban a tanto?
—¿Qué le sugiere la expresión «cuchillo de castrar»? —me preguntó el judío a la vez que una sonrisa fría se asomaba a su boca.
—Creo... creo que se trata de un término muy gráfico...
—Era el que propugnaba Ostara para mostrar cómo había que comportarse con los judíos. Nosotros éramos culpables de haber seducido a bellas arias desde hacía generaciones, habíamos ennegrecido la noble sangre germánica, habíamos corrompido a una raza superior mediante un inmundo comercio sexual. La
¿nica manera de impedirlo era usar contra nosotros el cuchillo ¿e castrar.
El judío guardó silencio, apartó la vista de mí y volvió a perder la mirada en algún lugar indeterminado que se extendía frente a nosotros.
-—Acabé aquel número de Ostara —volvió a hablar el judío-— con una sensación opresiva sobre la boca del estómago. Como usted sabe, he asistido no pocas veces a la amargura padecida por mi pueblo. La he vivido en primera persona. He apurado hasta las heces una y otra vez la copa de hiel que nos obligaban a beber los goyim o incluso gente salida de entre nosotros mismos. Sin embargo... sin embargo, lo que acababa de leer era algo diferente. Más... más maligno, más impío, más perverso... Los antisemitas del pasado habían echado mano de la superstición o de la envidia, pero, a decir verdad, ahí se terminaba su arsenal. Sí. Ya lo sé. Se trataba de una panoplia mortal, pero limitada, muy limitada, casi me atrevería a decir que ridículamente limitada. Sin embargo, lo que mostraba aquella revista inmunda era algo cualitativamente diferente. No existía una sola pulsión, ¡ni una sola!, de las que puede abrigar el pecho de un ser humano que no hubiera sido retorcida en aquellas páginas. El deseo de saber, la defensa de la belleza, el amor a la patria, las raíces históricas, la cultura, el sexo... todo, absolutamente todo, quedaba recogido para, al final, lanzar un veredicto de culpabilidad sobre nosotros y anunciar que debíamos ser exterminados por el bien del género humano.
El judío calló por un instante. Respiraba con dificultad, como si acabara de subir una cuesta e intentara recuperar el resuello. De repente, inspiró con fuerza y expulsó a continuación el aire, con un vigor rayano en la violencia, por las ventanas de la nariz. Por un momento, temí que acabara de sufrir algún tipo de ataque, pero por la manera en que continuó hablando me Percaté de que mi inquietud carecía de motivo.
—Debía concluir lo que había comenzado. No podía dejarme amilanar. Así que tragué saliva y me dispuse a leer el segundo de los números que había comprado. No era mejor que el anterior. Incluso hasta puede que fuera peor. De hecho, ya no sólo tenía el estómago revuelto. Además me temblaban las manos y la vista se me nublaba. Me pasé la diestra por los ojos en el deseo de recuperar la visión correcta y, a la vez, de tranquilizarme. Y entonces levanté la vista. Y entonces lo vi.
—¿Qué vio? —pregunté mientras percibía cómo una desagradable sensación de malestar se iba apoderando de mí.
El judío sonrió, pero en su gesto no me pareció que hubiera ni un átomo de alegría o diversión.
—A quién vi —-me corrigió.
—Está bien. Se trataba de una persona —acepté.
—Sí. Era una persona. El muchacho de cabellos lacios y bigotito al que había contemplado antes de entrar en el café.
—Se refiere al que se...
—Sí. A ese mismo. Al que se prostituía —dijo el judío evitándome el desagrado de formular por entero la pregunta—. Era él. Sin ningún género de dudas. El mismo gesto, a la vez altivo, y temeroso. La misma sensación de fragilidad que ocultaba algo en su interior no tan débil como podía parecer a primera vista. Recorrió con la mirada el café seguramente a la busca de un sitio donde sentarse o quizá de un cliente que le salvara de la lluvia que no llegaba a amainar en el exterior. Le confieso que lo que menos deseaba ver en aquellos momentos era el espectáculo de un hombre joven y con fuerzas suficientes para trabajar entregado a la tarea de vender su cuerpo. Asqueado, bajé la mirada y fingí entregarme a la lectura de Ostara. Pasé las páginas mientras mis ojos se deslizaban distraídos sobre aquellas pilas de inmundicia impresa y entonces escuché una voz que se dirigía a mí y me decía: «La revista que está leyendo es sensacional. \Q no me pierdo un solo número». Levanté la mirada y allí delante de mí, esbozando una sonrisa tímida, se hallaba aquel joven que se ganaba la vida entregándose a otros hombres.
—¿Era lector de Ostara? —pregunté sorprendido.
El judío asintió con la cabeza.
—Así lo dijo y puedo asegurarle que no mentía —me respondió.
—¿Y cómo está tan seguro?
—Me pidió permiso muy educadamente para sentarse a la mesa. En otras circunstancias, se lo hubiera negado rotundamente. Incluso es posible que lo hubiera echado de mi presencia con cajas destempladas. Sin embargo, tras su entusiasta afirmación... bueno, he de reconocerlo. La curiosidad pudo conmigo. ¿Qué podía llevar a aquel muchacho, a aquel tipo de muchacho para ser más exactos, a disfrutar con la lectura de aquella porquería repugnante? ¿Qué encontraba en aquellas páginas que resultara tan de su agrado? Bueno, el caso es que le hice un gesto con la mano invitándole a sentarse.
—Y aceptó, por supuesto.
—Por supuesto. Tomó asiento con cierto temor. Como... como el extraño que entra en casa ajena y no sabe a ciencia cierta cómo comportarse. Entonces le sonreí, sí, le sonreí, aunque aquella sonrisa me doliera igual que si me la hubieran arrancado con una muela, y le pregunté por qué le gustaba tanto la revista.