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Authors: César Vidal

El Judío Errante (45 page)

BOOK: El Judío Errante
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—¿Creyeron de verdad que los acuerdos de Munich evitarían su estallido? —pregunté.

—Yo no, por supuesto, pero la mayoría, tanto si eran judíos como si se trataba de gentiles, quiso creerlo. Si le habían dado todo lo que había pedido, ¿por qué iba Hitler a ir a la guerra? Incluso cuando, en agosto de 1939, Hitler firmó un pacto con Stalin no fueron pocos los que auguraron que ahora la paz se extendería por el globo como si fuera una bendición del cielo. Como usted sabe, en apenas unos días Hitler estaba reclamando un trozo de Polonia.

—Sí. Lo sé y sé que así empezó la Segunda Guerra Mundial.

—Aquella guerra se pudo evitar, ¿sabe usted? Se pudo evitar. Si cuando Hitler quiso entrar en Austria le hubieran parado los pies o cuando pidió los Sudetes se hubieran enfrentado con él o cuando invadió Bohemia y Moravia no se lo hubieran consentido, la guerra no habría tenido lugar. No sólo eso. Es más que posible que los militares alemanes lo hubieran derribado hartos de su demagogia socialista. Pero Francia y Gran Bretaña decidieron que la paz debía preservarse por encima de todo y, al final, ni pudieron conservarla ni tampoco combatir con eficacia a Hitler. Es la historia de siempre. Pensamos que las amenazas que afectan a los demás nunca nos llegarán a nosotros y nos quedamos a la espera de que el mundo se adapte a nuestros deseos. Nunca sucede así. Créame, nunca sucede así y el mundo acaba pulverizando nuestras ilusiones. Porque no crea. También hubo quien pensó que Hitler se conformaría con Polonia y que no seguiría adelante v no faltaron los que se convencieron, porque querían dejarse convencer, de que sus apetencias territoriales estaban más que cumplidas y de que nunca atacaría a las potencias occidentales.

—No fueron muy certeros en sus previsiones... —pensé en voz alta.

—Por supuesto que no —dijo el judío mientras bajaba la cabeza—.Verá. Después del 1 de septiembre de 1939 en que Hitler invadió Polonia pasaron nueve meses. No va a haber guerra, se decía la gente en las iglesias, en los mercados y en las sinagogas, y si la hay, no alcanzará a Holanda. Recuerdo con bastante claridad el 9 de mayo de 1940. Fue un día tranquilo, normal, como tantos otros antes y después, pero con una diferencia: esa misma noche, las tropas del III Reich invadieron Holanda. No hace falta que le diga que les duramos bien poco. Tomaron por sorpresa la fortaleza de Eben-Emael y bombardearon Rotterdam y ahí comprendimos, como si despertáramos de un sueño profundo, lo que era aquella guerra. De repente, nos dimos cuenta de que había llegado hasta nuestra casa y de que no estábamos preparados para ella. El día 14, menos de una semana después del inicio de la invasión, el ejército holandés se rindió. A decir verdad, tampoco creo que hubiera podido hacer otra cosa. En esos momentos, claro. Dos años antes, incluso un año antes, hubiera podido plantar cara a los nazis aliado con otras gentes. La noticia de la capitulación nos tomó por sorpresa y, como no le costará imaginar, asustó sobre todo a los judíos. Recuerdo la angustia, el miedo, no, el pánico con que acogieron la noticia. Por centenares se lanzaron hacia la frontera con Francia pensando en llegar a España, a Portugal o a Suiza. Algunos lo consiguieron. Incluso no faltaron los que se las arreglaron para ser evacuados a Gran Bretaña, pero la mayoría no pensó que hubiera peligro. A decir verdad, no quiso pensarlo y mientras se engañaba, llegaron los nacionalsocialistas. —¿Por qué no huyó?

—Yo no puedo morir —respondió el judío—. ¿Acaso no recuerda que el Nazareno me condenó a vagar errante hasta el momento en que regresara? ¿Qué podían hacerme? ¿Encerrarme? No sería un encierro peor que el que sufro desde hace casi dos mil años. ¿Torturarme? No creo que exista un tormento mayor que el de contemplar lo que ha padecido mi pueblo durante veinte siglos. No. No estaba dispuesto a marcharme. Por supuesto, algo en mi interior me avisaba, me advertía, me gritaba incluso que aquel peligro era diferente, pero...

El judío realizó una pausa y se pasó las manos por las mejillas como si deseara asegurarse de que aún seguían pegadas a su cráneo.

—Los nacionalsocialistas consideraban arios a los holandeses —prosiguió—.A diferencia de lo que pasaba, por ejemplo, en Polonia, optaron por una administración que no sería militar sino civil a cuya cabeza se encontraba Arthur Seyss-Inquart. La reina de Holanda, el gobierno holandés habían huido a Gran Bretaña, pero los funcionarios, incluidos los que pertenecían a mi pueblo, se quedaron y decidieron colaborar con los nazis. No se trató únicamente del funcionamiento del país, un funciona-miento que los alemanes no hubieran podido mantener sin su ayuda, sino también de la manera en que íbamos a ser tratados. Seyss-Inquart explicó enseguida que nosotros no éramos holandeses, sino enemigos para los que no había ni armisticio ni paz. En julio, prohibió la shejita, ya sabe, la manera judía de sacrificar animales. La excusa fue humanitaria. La forma en que desde hacía milenios los hijos de Israel habían dado muerte a esos animales les causaba un dolor intolerable. Por supuesto, podíamos seguir comiendo carne y matando vacas, corderos o pollos, pero no de esa forma bárbara que nos caracterizaba. Seguramente, para muchos parecerá algo secundario, trivial, incluso ridículo, pero aquella medida llevaba en sí la esencia de lo diabólico. A los judíos se nos decía que no podíamos cumplir la Torah, lo único que, en realidad, nos define como parte de Israel. Si deseábamos seguir viviendo, sería privados de nuestra identidad de siglos. Por lo que se refería a los gentiles, se les anunciaba que, a pesar de nuestra apariencia civilizada, no éramos más que salvajes que no teníamos el menor inconveniente en maltratar animales. Y eso fue sólo el inicio. En octubre, cuando ya todos sabían de nuestra brutalidad, se nos comunicó que todos aquellos que teníamos un negocio o alguna participación en el de un gentil debíamos informarlo a las autoridades. El mensaje, una vez más, resultaba claro. Las autoridades alemanas en fraternal colaboración con los funcionarios autóctonos exponían a la luz pública la manera perversa en que chupábamos la sangre de los holandeses.

—Pero eso no era cierto... —dije.

—No sea ingenuo —me cortó el judío—. ¿Desde cuándo les importaba a los nacionalsocialistas la verdad? Eran fieles de una nueva fe en la que creían sin fisuras. Ahora sólo se trataba de encontrar los hechos que confirmaban aquellas convicciones tan sólidamente asentadas. Por supuesto, los encontraron. En unas horas, propalaron noticias sobre cómo controlábamos el mercado de diamantes, sobre cómo abríamos tiendas de casi cualquier cosa o sobre cómo nos permitíamos comprar obras de arte. Nada que no llevara a cabo un holandés gentil, por otro lado, pero fueron millares los que comenzaron a preguntarse si los alemanes no estaban haciendo un favor al pueblo llano. Porque usted lo sabe, los favores que se le brindan al pueblo llano siempre cuestan el sudor, si es que no la sangre, de otros. Pero no quiero desviarme. A pesar de la gravedad de todo aquello, apenas había comenzado a cerrarse el círculo. En noviembre, al mes siguiente, expulsaron a todos los judíos del funcionariado y de nuevo la máquina de la propaganda se puso a funcionar. Nos habíamos infiltrado en la administración para aprovecharnos de los holandeses. Nosotros que no éramos holandeses, nosotros que hacíamos negocios con todo, nosotros que dábamos muerte a los animales como no se atreverían a hacerlo los negros del África austral. Al considerar todo eso, ¿se podía negar la sabiduría, la bondad, la nobleza de lo que estaban haciendo los nacionalsocialistas' En poco menos de medio año, habíamos pasado de ser ciudadanos de pleno derecho a convertirnos en una minoría odiosa a la que se iba echando de todos los lugares, lugares, dicho sea de paso en los que, según los nacionalsocialistas, no debíamos haber entrado jamás. Y así terminó 1940, pero no pocos de los nuestros pensaron que no pasaría nada más porque, sobre poco más o menos, los nazis nos habían hecho lo mismo que a los judíos de Alemania o de Austria. Entonces llegó el año 1941. —¿Qué pasó en 1941? —indagué.

—Pues que los nacionalsocialistas siguieron dando vueltas de tuerca. Poco a poco, pero sin descanso y sin retroceder ni un palmo —me respondió el judío—. De momento, nos habían infamado restándonos la simpatía de la población, nos habían privado de una manera de ganarnos la vida y nos habían expulsado del aparato del Estado. Era mucho, pero no suficiente. Ahora tenían además que inmovilizarnos. Lo hicieron a finales de enero de 1941. Las autoridades, alemanas y holandesas, no lo olvide, ordenaron que acudiéramos a registrarnos en las oficinas locales del censo. Habíamos pasado a ser judíos a secas y ya no existía escapatoria como en otros tiempos. No se podía recurrir al agua del bautismo derramada por un sacerdote o a una confesión de fe pronunciada con más o menos convicción. Ahora bastaba con que dos de los abuelos fueran judíos y uno quedaba condenado. Condenados, sí, ésa es la palabra. Ciento sesenta mil personas quedaron sentenciadas de la noche a la mañana por pertenecer a ese pueblo de parias causa de todos los males del mundo. Buena parte de lo que vino después sólo podían contemplarlo los holandeses con alivio.

—¿A qué se refiere?

—Pues verá, durante el verano de 1941, se nos expulsó de cualquier sitio donde pudiéramos ser vistos por los demás. Sólo podíamos comprar entre las tres y las cinco de la tarde, por supuesto, si encontrábamos a alguien que nos despachara. No podíamos subirnos al transporte público salvo que contáramos con un permiso especial y, por supuesto, se nos excluyó de los museos, de las bibliotecas y de los mercados. Además, ningún judío podía ser periodista o actor o músico. En agosto, aprovechando la época del año, nos echaron de las escuelas y de las universidades.

—Me parece brutal —dije con amargura.

—Sin duda lo era, pero lo importante para los nacionalsocialistas no era la realidad sino lo que habían presentado como realidad. Si en los meses anteriores has llegado a la conclusión de que los judíos son unos parásitos y unos salvajes, no te molesta que dejen de sentarse al lado de tus hijos en el colegio o que no se crucen contigo en el mercado. Bien mirado, hasta te has librado de una buena. Es como cuando el camarero impide que un vagabundo maloliente se siente a tu lado en un café o cuando prohíben a una criatura con la cabeza llena de piojos que aparezca por la escuela hasta que lo hayan desinsectado.

—Lo que dice usted...

—¿Le parece exagerado? —me preguntó el judío con una sonrisa amarga—. No lo es. En absoluto. Se trata de un análisis lo más frío posible de lo que vivimos entonces en Holanda. Y no andábamos muy mal. En Polonia a esas alturas, ya habían recluido a nuestros hermanos en guetos y los fusilaban en la calle por una futesa. Por lo que se refiere a la Unión Soviética, existían unidades especiales dedicadas a capturarlos y asesinarlos en masa. No, créame, los judíos que vivíamos en Holanda éramos afortunados. Y eso que, en ese mismo mes de agosto, bloquearon todos los depósitos bancarios, las cuentas, los créditos y los bienes que poseíamos. Era grave, por supuesto, pero en el Este, los judíos llevaban años desplomándose a la vista de todos antes de morir de hambre. Durante casi un año, protestamos, alzamos los brazos al cielo preguntando qué iba a ser de nosotros, escuchamos clandestinamente la radio que era la única luz en medio de aquella existencia, pero créame, éramos unos privilegiados. Y además muchos estaban convencidos de que no pasaría nada fatal porque para eso contábamos con el Joodsche Raad.

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—¿El... qué? —pregunté yo que no estaba seguro de haber entendido la expresión.

—El Joodsche Raad. Es como Judenrat en alemán. ¿Cómo lo traduciría usted?

—Supongo que algo así como el consejo judío —me atreví a adelantar.

—Sí, algo así —dijo con amargura—.Verá, a los pocos días de ordenar que nos pasáramos por las oficinas del censo, las autoridades nacionalsocialistas nos aseguraron que verían con buenos ojos la formación de un consejo que tuviera como misión principal la defensa de nuestros intereses. Iba a tratarse de una especie de federación encargada de protegernos. Nunca se subrayará lo bastante que se trataba de todo lo contrario. En realidad, era una simple correa de transmisión de los nazis para mantenernos controlados y asegurarse de que no podríamos hacer nada para obstaculizar sus propósitos. Sin él, ¿cómo lo ha llamado usted?, consejo judío, las SS hubieran tenido enormes dificultades para llevar a cabo sus propósitos.

—Creo que es usted demasiado riguroso.

—¿Que soy demasiado riguroso? —preguntó ofendido el judío—. No, amigo mío, no soy en absoluto riguroso. Mire usted, Hitler y los suyos supieron desde el principio que no podrían ir muy lejos sin desactivar cualquier posibilidad de resistencia. No se trataba únicamente de aplastar ejércitos en el campo de batalla. Para eso, la verdad sea dicha, no necesitaban ayuda Eran únicos, quizá incomparables. No, era cuestión más bien de paralizar a todos aquellos que podían dificultarles el camino Fíjese bien. Hitler llega al poder. Es un furibundo antisemita y está decidido a crear un Estado nacionalista con todas sus consecuencias. ¿Con quién firma el primer acuerdo internacional? ¡Con la Santa Sede! ¿Era Hitler un piadoso católico? Bueno, le habían bautizado en esa religión, pero seguramente no había pisado una iglesia desde la infancia. Ahora bien, sabía que, en primer lugar, tenía que inmovilizar a los católicos siquiera porque su jefe contaba con una repercusión internacional. Y Pío XII cayó en la trampa. Seguramente no fue de manera desinteresada y además puede que tuviera las mejores intenciones, pero el caso es que firmó un acuerdo que salvó la cara de Hitler. Luego estaban los protestantes. Estos resultaban especialmente correosos porque no obedecen a una autoridad centralizada como los católicos sino que pretenden guiarse sólo por la Biblia. Pues bien, Hitler los infiltró. Utilizó la idea de que no deseaba que se sintieran preteridos en relación con los católicos, apeló a su sentimiento nacional, los llamó a manifestar su responsabilidad... Bueno, el caso es que antes de que pudieran darse cuenta se había formado el grupo de los Deutsche Christen, que aplaudía a Hitler hasta cuando estornudaba.

—Pero Bonhoeffer, Niehmoller, Galen... —intenté objetar.

—Fueron la excepción que confirma la regla. Un obispo clamando contra los nazis y dos pastores conspirando contra ellos. Sí, sin duda, su conducta fue ejemplar, pero, insisto en ello, aunque no estuvieron completamente solos, no pasó de ser excepcional. Pero a lo que iba. Esa capacidad de Hitler de inmovilizar a la gente llegó a su perfección, diabólica si usted quiere, pero perfección, con nosotros. Fuimos obedeciendo todas sus leyes, decretos y ordenanzas sin decir una palabra, confiados en que no podría venir nada peor, en que todo pasaría, en que, al fin y al cabo, quedábamos a resguardo bajo la ley por muy injusta que fuera y además como habíamos soportado ya tantas injusticias en el pasado... pero para rematar esa jugada nosotros mismos éramos necesarios. Sí, ciertas medidas no podían ejecutarlas las SS que además no tenían maldita la gana de andar tratando con judíos. No. Que fueran los propios judíos los que se ensuciaran las manos y además los que, majaderos, estúpidos, necios, creyeran que eran protegidos por un organismo formado por sus propios hermanos. Mire. El 3 de mayo de 1942, unos días antes de que se cumplieran los dos años de la capitulación de Holanda, las autoridades decidieron que todos los judíos de más de seis años llevaran una estrella de David amarilla con la palabra
Jood
escrita en negro. Había que colocársela en el brazo izquierdo, pero hubiera dado lo mismo si nos hubieran dicho que teníamos que llevarla en la frente o pegada al culo, en cualquier caso nuestra gente del consejo judío nos habría dicho que lo mejor era obedecer.

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