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Authors: César Vidal

El Judío Errante (48 page)

BOOK: El Judío Errante
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—¿Se quedó en Ámsterdam?

—Sí —respondió el judío—. Quizá... quizá me equivoqué, pero el caso es que permanecí en la ciudad. Mi negocio lo habían incautado durante la invasión, pero tuve suerte. Los nazis lo necesitaban y se habían preocupado de que continuara funcionando con mis antiguos empleados. Cuando salieron del país, todo siguió igual.

—¿Y qué dijeron al verlo?

—Hubo de todo —respondió el judío mientras arqueaba las cejas—. Algunos se alegraron y daban gracias a Dios porque seguía vivo; otros abrían y cerraban los ojos como si no pudieran creer lo que tenían delante y, sí, tampoco faltó alguno que no pareció nada contento. Quizá pensó que si no regresaba, todo aquello pasaría a los empleados. Por lo que se refiere a los judíos, a los especialistas que habían trabajado para mí... No regresó ni uno.

Descubrí que los ojos se le llenaban de lágrimas al pronunciar la última frase, pero tendió la palma de la mano como si quisiera apartar de su rostro humo o algún insecto y movió la cabeza indicándome que no deseaba escuchar ningún comentario.

—Está bien —zanjó—. Fue hace mucho tiempo y no tiene remedio.

Calló y respiró hondo, como si deseara librarse de un mal olor absorbiéndolo de una vez.

—Rose se portó muy bien conmigo. Se quedó a mi lado durante aquellos días y me ayudó a poner en orden la casa. Insistía en que no exigía nada, en que no quería nada, en que no me pedía nada, pero yo me daba cuenta de que deseaba casarse conmigo.

—¿Se casó?

—Por supuesto que no. No. No. Jamás. No deseaba tener hijos y volver a pasar por la experiencia de enterrarlos y además... además... bueno, Rose no era judía.

—Pero se había portado con usted mejor que muchos judíos —objeté.

—Cierto, pero tampoco pensaba casarme con esos judíos. No. Verá. Intente comprenderme. Hitler había dedicado más de una década a borrarnos del mapa y le había faltado muy poco para conseguirlo. Yo no estaba dispuesto a terminar su trabajo.

—Creo que no lo entiendo.

—Si me hubiera casado con una gentil; si, por casualidad que no por deseo, hubiéramos tenido esos hijos que no quería y que ya no habrían sido judíos sino gentiles a causa de su madre... ah, al final, Hitler hubiera conseguido su objetivo eliminándonos de este mundo.

Pensé en decirle que su planteamiento era excesivamente radical. Podía entender que no quisiera quebrantar los preceptos de su religión casándose con una mujer que no pertenecía a ella, pero ¿qué tenía aquello que ver con Hitler y más si, de todas formas, no iba a tener hijos? Sin embargo, decidí no discutir con él. No es que creyera que lo que me había contado era cierto, pero sí había alguna posibilidad de que fuera un superviviente del Holocausto. Quizá no como él decía, pero sí uno de los que había logrado conservar la vida a fin de cuentas y si era así, ¿qué sentido tenía debatir sobre algo que había pasado hacía más de medio siglo?

—Y además... bueno, además, había cosas que no me gustaban en Rose. Fumaba mucho, sí, fumaba mucho y... y por su vida habían pasado otros hombres, ¿por qué debía permitir que terminara sus días conmigo?

—¿Quizá porque le salvó la vida? Quiero decir que lo escondió...

—Amigo mío, por eso se puede guardar gratitud, pero no contraer matrimonio.

Sonrió como si le hubiera divertido su última observación.

—Siguió viniendo a verme a menudo, pero yo no hacía nada porque se quedara conmigo. Al final, dejó de acudir a mi casa, pero hasta que adoptó esa decisión pasaron dos o tres años.

—¿Y entonces fue cuando regresó a Israel?

—No vine a Israel hasta los años ochenta —dijo el judío mientras volvía a sonreír—.Justo para la guerra del Líbano.

49

—No es fácil decir esto y menos en este lugar, pero la idea de un Estado judío establecido por las Naciones Unidas... Le soy sincero: nunca me convenció del todo. Era cierto que el nacionalsocialismo de Hitler había dejado de manifiesto lo frágil que podía resultar nuestra supervivencia en un mundo hostil y, como en muchas otras ocasiones del pasado, parecía imperativo contar con un estado donde los judíos pudieran vivir libres sin el temor de recibir daño, de ser incluso exterminados, por el hecho de serlo. Pero, con el corazón en la mano, no se puede decir que lo hayamos conseguido.

—Tienen ustedes un Estado por primera vez en siglos —dije con convicción.

—Sí. Es cierto. Lo tenemos, pero ¿en qué condiciones? Primero, la ONU recortó nuestro territorio por el capricho de las grandes potencias. Reflexione usted, por favor. Belén, ¡Belén!, la ciudad del rey David, en manos de los goyim. Hebrón, el lugar donde están enterrados nuestros padres, enclavada en territorio palestino. ¡Y media Jerusalén! Aquel Israel de 1948 era una tierra capitidisminuida. Lo es incluso la posterior a la guerra de 1967.

—Pero no pretendería usted que los palestinos... —Los palestinos, amigo mío, no han existido nunca como pueblo. Ha habido egipcios y sirios y árabes, pero palestinos...

Los palestinos se han convertido en un ente distinto gracias a oponerse a nosotros y a que sus hermanos de raza y religión se han negado pertinazmente a admitirlos en su seno. Pero nosotros. .. ¡ah, nosotros llevamos casi dos milenios dando vueltas por esos mundos desde que los romanos decidieron arrasar nuestra Ciudad Santa y prender fuego a nuestro Templo! Y, créame, no se trata únicamente de una cuestión territorial. Además está el tipo de Israel en que vivimos. Mire usted esa explanada. ¿Se celebran sacrificios como en el siglo i? No. ¿Existe alguna posibilidad de que reconstruyamos el Templo? Ninguna a menos que estemos dispuestos a que mil millones de musulmanes se lancen sobre nosotros. Esta, y crea que lo digo con dolor, no es ni mucho menos la Jerusalén que yo conocí en los primeros años de mi vida. Lo digo con enorme pesar, pero no puedo cerrar los ojos a la realidad.

—Entiendo —reconocí, sin fuerzas para discutir con el judío.

—Y no se trata sólo del territorio o del Templo —continuó sonando amarga su voz—. Está también la seguridad. Puedo asegurarle que con los legionarios romanos patrullando por las calles, ésta era una ciudad muchísimo más segura de lo que pueda serlo ahora. Hace sesenta años, todas las naciones que nos rodean decidieron negarnos el derecho a existir como Estado. Sí, puede usted decir lo que quiera de las resoluciones de la ONU o recordar que la misma que creaba un Estado árabe creaba un Estado judío y que los palestinos, desde esa perspectiva, tienen derecho a existir como Estado porque lo tenemos nosotros. Todo eso lo puede gritar a los cuatro vientos, pero la realidad es que no nos han dejado vivir en paz ni un minuto en el curso de los sesenta años que existe el Estado de Israel. En ocasiones han sido ejércitos regulares como los de Egipto, Siria o Jordania; en otros, regímenes amenazantes como el iraní; siempre, los terroristas, pero no nos han dado un instante de respiro.

El judío hizo una pausa y bajó la cabeza. Parecía estar cansado, igual que si fuera un anciano que ha tenido que subir varios tramos de escalera o un hombre que ha concluido una prolongada carrera.

—Todo eso —dijo al fin—, lo temía yo cuando se fundó este Estado.

—¿Y por qué regresó?

—Al principio, como ya le he dicho, ni se me pasó por la cabeza. Me costó creer que las Naciones Unidas, una organización que agrupaba a estados que habían contemplado sin mover un dedo cómo Hitler preparaba y ejecutaba un plan de exterminio de nuestro pueblo, estuvieran dispuestos a echarnos una mano. Pero me equivoqué. Luego, cuando los ejércitos árabes atacaron aquel ente minúsculo que no contaba con protección alguna, pensé que todo concluiría como en otras ocasiones, como en el 70 o en la guerra de Bar Kojba contra Adriano. También entonces me equivoqué.

—Usted es un pesimista —me atreví a bromear.

—Quizá, pero en ocasiones erré por puro optimismo. Verá, cuando Egipto, Siria y Jordania decidieron acabar con Israel en 1967 y nuestro ejército les asestó una derrota fulminante en tan sólo seis días... bueno, pensé que esta vez... bueno, esta vez sí, aprenderían la lección y tendríamos paz. Incluso comencé a realizar los preparativos para trasladarme a Israel. Era una cuestión muy prolija, tenía que dejar atados muchos cabos sueltos y antes de que pudiera hacerlo, los sirios y los egipcios habían vuelto a atacarnos. Y qué precisión, oiga. Pillaron por sorpresa a nuestro ejército e incluso pasaron por debajo del mar para llegar al Sinaí. Les faltó un tanto así para igualar a Moisés.

—Exagera usted.

—A lo mejor —dijo el judío sin mucha convicción—, pero lo cierto es que aquellos a los que se había derrotado de manera aplastante un lustro atrás, consiguieron darnos un buen susto. En resumen, este Estado era mucho menos seguro de lo que pensábamos muchos.

—Y por eso no regresó...

—Aún pasaron algunos años —continuó hablando sin responder—. Fue cuando los palestinos de Arafat se establecieron en el Líbano. Nada más tener noticia de su entrada, supe que toda la zona estallaría en un torbellino de muerte y destrucción. Creo que no necesita que le demuestre que no me equivoqué. El Líbano era una nación maravillosa, pero llegó Arafat y los musulmanes vieron la ocasión de degollar a los cristianos y crear un nuevo régimen como el de Irán. La suma de Irán, de integrismo islámico y de terrorismo palestino me pareció mucho más preocupante que los ejércitos combinados del mundo árabe. Fue entonces cuando decidí regresar convencido de que, más pronto que tarde, habría una nueva guerra y que sería la peor de las sufridas por este Estado.

—No se equivocó —reconocí—, pero ¿qué podía usted hacer con... con casi dos mil años de edad?

—Alistarme, por supuesto.

Clavé la mirada en el judío. Sí, bien mirado, era posible que hubiera estado en la guerra del Líbano. Entonces podía haber tenido... ¿cuánto? Treinta o treinta y muy pocos años. Sí, quizá había estado allá arriba luchando contra los terroristas.

—¿Es tan fácil alistarse en el ejército de Israel? —pregunté con un tono suavemente incrédulo.

—Sí, si se tiene la edad adecuada —respondió el judío con una ironía que respondía directamente a la mía y añadió—: Yo, por supuesto, la tenía o más bien debo decir, podía fingirla. Sí, no me mire así. Hacerse con unos documentos... convenientes no es tan difícil y más si uno sabe dónde conseguirlos y más si la comunidad judía te conoce y puede respaldar tu aliyah, tu regreso a Israel.

—Pero esa comunidad siempre sabrá que usted no es un hombre joven, un hombre de... digamos, treinta años.

El judío me miró con gesto incómodo. Me dio la sensación de haber visto una reacción semejante en algún otro momento. Era justo la cara que ponían los locos cuando se desarmaba uno de sus argumentos y se descubría que no eran lo que afirmaban ser, ya se tratara de Napoleón o de Buda, siquiera porque, de repente, quedaba de manifiesto que no hablaba francés o era noruego.

—Esa comunidad lo único que sabe es que usted es un respetable judío —respondió con tono molesto—. No tiene ningún problema a la hora de entregar cartas, recomendaciones. .. Así, se llega a Israel. Luego se usa un pasaporte falso, por supuesto, con el mismo nombre aunque con una fecha... razonable.

—Ya... —dije nada convencido de lo que acababa de escuchar—. ¿Y combatió en el Líbano? —Sí. En carros de combate.

Me pasé la mano por los ojos como si deseara borrar de la vista lo que estaba contemplando. Tenía que reconocer que en algunos momentos aquel hombre me había parecido convincente y que incluso había conseguido que me olvidara de que todo era imposible y absurdo. Ahora esa sensación de verosimilitud, que, ocasionalmente, había acompañado el relato, se acababa de desvanecer y volví a acordarme de Shai y de su imperdonable tardanza. Claro que tampoco era cuestión de irritar a aquel loco en el último momento.

—Carros de combate... ¿eh?

—Sí, en el que yo iba era un vehículo americano adaptado, el M-l 13. Pesaba unas cuarenta toneladas e iba armado con una ametralladora de 0.5 antiaérea y otras dos laterales MAG.FN de 7.62 mm. Tenía un fuselaje débil, que no superaba los 19-20 mm y lo convertía en un vehículo muy vulnerable, pero su capacidad de maniobra era notable. Su locomoción era sobre orugas, impulsadas por un motor de unos 275 hp Diesel. Podía alcanzar los 50 km por hora. A mí, como conductor, me tocaba sentarme al lado del motor. La temperatura en el interior del vehículo superaba, por regla general, los cincuenta grados. Menos mal que sólo era un transporte que nos permitía llegar hasta primera línea.

Dentro del carro llevábamos hasta seis soldados y, por lo menos tres se asomaban en caso de ataque masivo, cubriendo los flancos y la retaguardia desde la torreta abierta. En caso de necesidad, se bajaba la rampa trasera y terminábamos el trabajo saliendo del carro y limpiando el terreno. Si, por el contrario, el peligro resultaba inminente, el blindado se cerraba hermética-mente y continuaba la marcha, sin que nadie asomara la cabeza, sobre todo si había sospecha de gases letales.

—Ya veo —dije siguiéndole la corriente.

—Aquélla fue una guerra... diferente. Sí, muy diferente. Yo había combatido, pero, como usted sabe, todo había sucedido siglos atrás. Fueron conflictos despiadados, duros, sin concesiones, pero, al menos, los que combatían eran soldados. Sabías que no te darían cuartel, que te crucificarían o que te convertirían en esclavo, pero lo que tenías enfrente eran militares con uniforme. En el Líbano... en el Líbano, sólo había terroristas, asesinos cobardes dispuestos a matarte por la espalda en cuanto te descuidaras. No deseo que me malinterprete, pero no he visto gente más asquerosa, más repugnante, más odiosa que los terroristas. Sé que hay gente que los considera luchadores por la libertad... ¡Libertad! Chusma que se esconde detrás de mujeres y niños para evitar que los soldados los persigan... Cuando, finalmente, se los alcanzaba, cuando se disparaba sobre ellos y caía alguna de esas criaturas tras las que se ocultaban, ah, entonces los israelíes éramos asesinos de niños. ¡Y eso nos lo decían a nosotros que tuvimos que ver cómo los musulmanes, los palestinos, las supuestas víctimas, violaban a las mujeres de aldeas enteras en el Líbano o ametrallaban a criaturas por el simple hecho de ser cristianos o nos asesinaban por la espalda a la menor ocasión, en especial, cuando íbamos a vaciar el vientre...

—Perdón, ¿cómo ha dicho?

—Lo que acaba de oír. En mi unidad... era una unidad curiosa, ¿sabe? Teníamos un montón de falashas, ya sabe, esos judíos procedentes de Etiopía cuya piel es negra como el carbón.

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