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Authors: César Vidal

El Judío Errante (47 page)

BOOK: El Judío Errante
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—Bueno, se negaron a aceptar la sentencia. Cohen removió cielo y tierra para que le quitaran aquel baldón de encima y, lo que son las cosas, lo acabó consiguiendo. En 1950 anularon su sentencia, aunque la verdad es que ya nunca volvió a tener ningún papel en nuestra vida comunitaria. Por lo que se refiere a Asscher... bueno, era más duro que Cohen. Gritó a los cuatro vientos que aquel tribunal carecía de legitimidad, que no tenía ningún derecho a enjuiciarlo y que además había arriesgado la vida para salvar a otros judíos. No sólo no buscó que anularan la sentencia sino que además rompió totalmente con la comunidad. Incluso lo enterraron años después en un cementerio que no era judío.

Callé sin realizar el menor comentario.

—¿Piensa usted que fuimos muy duros? —me preguntó con una sonrisa irónica el judío—. ¿Lo piensa? Mire. Más de sesenta mil judíos residentes en Holanda fueron deportados a Auschwitz. Regresaron poco más de mil. Cerca de treinta y cinco mil fueron enviados a Sobibor. Los que sobrevivieron no llegaron a la veintena. Poco menos de dos mil acabaron en Mauthausen. Sólo uno, ¡uno!, salvó la vida. En total, los deportados rondaron la cifra de los ciento siete mil de los que murieron unos ciento dos mil. A eso puede añadir otros dos mil muertos porque los asesinaron en Holanda, porque el hambre acabó con ellos o porque prefirieron quitarse ellos la vida antes de dar ese gusto a los nazis.

—Pero fueron los nazis los que...

—Los nazis con la colaboración indispensable de nuestro flamante consejo judío —zanjó mientras su rostro adoptaba un aspecto pétreo—-. Sinceramente, me cuesta creer que el resultado hubiera sido peor si se hubieran negado a obedecer sus órdenes.

—Pero no puede usted ser tan tajante...

—¿Que no? —dijo el judío mientras me clavaba una mirada de ira apenas contenida—. Precisamente soy yo... ¡YO...! el que puede hacerlo. Yo que sobreviví gracias a una gentil, yo que formé parte de los pocos judíos holandeses que llegamos al final de la guerra siempre gracias a los que no eran judíos, yo que vi cómo nuestro consejo nos engañaba y se preocupaba más de asentar su autoridad sobre nosotros que de resistir a los nacionalsocialistas.. . Yo sí que puedo, y debo, hacerlo. Es usted el que no tiene derecho a discutirlo.

48

—Recuerdo perfectamente la mañana que salí de la cueva que tapaba aquella trampilla—continuó el judío—.Es curioso, pero me acuerdo de todo. El sol pálido y tibio, el aire que me rozaba el cuerpo, la sonrisa, primero tímida y luego alegre, de Rose... Quería saber lo que había sucedido, temía saber lo que había sucedido y no podía imaginarme ni lejanamente la magnitud de lo que había sucedido. ¿Gas? Sí. Sabíamos que habían utilizado el gas, pero nunca hubiéramos podido imaginar que con esa profusión. ¿Muertos en Polonia, en Ucrania, en Rusia? Por supuesto, que teníamos conocimiento de ello, pero ¿cómo hubiéramos podido pensar que habían creado Einsatzgruppen, grupos de acción especial, que habían perseguido a los judíos para fusilarlos por millares? ¿Deportaciones? Sí, claro que estábamos al corriente de las deportaciones. Habíamos intentado escapar de ellas, pero ¿quién hubiera podido siquiera imaginar que cuando perdía la guerra y sus ejércitos se hallaban en retirada por toda Europa, Hitler prefería enviar judíos a las cámaras de gas que ayudar a su ejército a evitar ser embolsado y capturado o muerto? No yo, desde luego. Ni nadie. Y entonces las piezas comenzaron a encajar porque, por vez primera, se ofrecían ante mi vista. Comprendí que nuestro exterminio no sólo había sido masivo sino millonario. Lo sucedido en Holanda, por muy horrible que hubiera resultado, había constituido una minúscula fracción de aquella matanza. Auschwitz, que tantos han decidido convertir en un símbolo del exterminio, no fue sino uno de los episodios, uno más y nada más que uno más.

Guardó silencio el judío y no me atreví a interrumpirlo. Sin embargo, ahora parecía estar sumido en una especie de calma extraña. No reprimía ningún tipo de cólera ni tampoco contenía las lágrimas. Ni siquiera daba señal alguna de cansancio. Simplemente, exponía con sosiego lo que, al parecer, habían sido sus conclusiones de posguerra.

—Lo que se produjo no fue simplemente una manifestación de barbarie o la suma de numerosos actos de brutalidad, por así decirlo. Lo que tuvo lugar fue un esfuerzo consciente, pertinaz, único de erradicación absoluta de un pueblo. Lo mismo los judíos casi asimilados de Alemania y Austria, que los refinados judíos franceses, que los judíos fascistas de Italia, que los hasidim del Este de Europa empeñados en encontrar la clave para explicar la vida con la Cabala, que los judíos soviéticos entregados a Stalin... no se hizo diferencia alguna. Ni la más mínima. Todos tenían que ser asesinados. Comisarios políticos y niños, mujeres y abogados de Berlín, autores de teatro austríacos y comerciantes holandeses. Daba lo mismo. Todos, absolutamente todos, debían morir. Y comenzaron a acabar con ellos desde muy pronto. Primero, nos privaron de nuestro carácter humano comparándonos con los salvajes, con las bestias, con los animales más inmundos como las ratas o los piojos. Luego, nos señalaron para que cualquiera pudiera localizarnos por la calle. Después, procedieron a inmovilizarnos para que no tuviéramos la menor posibilidad de escapar. Finalmente, comenzaron a matarnos. Pero no nos moríamos con la rapidez deseada. ¡Tardábamos en desaparecer de la faz de la tierra! ¡Oh, sí! Por supuesto que en los guetos del Este la gente caía como moscas, pero no lo suficientemente deprisa. ¡Oh, sí! Por supuesto que en las llanuras de la Unión Soviética desaparecían por millares, por decenas de miles, ante los comandos destinados única y exclusivamente a exterminarnos, pero no con la suficiente rapidez. Al final, decidieron que los verdugos no irían a buscarnos sino que nos llevarían al lugar donde ya nos estaban esperando y, por añadidura, dieron con el método que permitía liquidarnos en masa. Y entonces comprendí que... que lo que me había sucedido a mí apenas había tenido importancia. ¿Qué punto de comparación podía haber entre el escaso alimento que me había podido conseguir la pobre Rose y la dieta de hambre de los campos? ¿Cómo podía encontrar punto de contacto entre la poca agua de que había disfrutado en mi escondrijo con las legiones de piojos que habían devorado a los judíos de los guetos? ¿Cómo iba a suponer que mis incomodidades en aquel lugar estrecho y oscuro eran parecidas a la negrura de las cámaras de gas o al horror de los hornos crematorios? No. Yo había sobrevivido y lo había logrado de manera... ¿cómo decirle? ¿Fácil? Sí, fácil. Yo me había salvado con cierta facilidad mientras millones de los míos desaparecían de este mundo.

Había pronunciado las últimas palabras con un hilo de voz, como si se hubiera ido quedando sin aire, como si se le hubieran escapado las fuerzas, como si fuera incapaz de llegar al final. Respiró hondo y se pasó las manos por los ojos como si deseara secarse unas lágrimas que no existían.

—Sólo sufrimos un desastre parecido cuando Roma dio muerte a las dos terceras partes de nuestro pueblo y arrasó Jerusalén con su Templo. Pero entonces soñábamos con que Dios tendría misericordia de nosotros, con que se volvería hacia nosotros, con que cuidaría, más tarde o más temprano, de nosotros. Seguíamos teniendo nuestra esperanza colocada en el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, y a los fariseos no les resultó difícil re-construir la vida de nuestro pueblo sobre el Talmud. Sí, acepto que era su interpretación, que arrojaron del seno de nuestro pueblo a muchos hermanos, que quizá no se caracterizaron por la humildad... de acuerdo, pero podíamos elevar nuestro rostro a Dios y decirle: hemos pecado, nos hemos merecido Tu justo juicio, perdónanos y ayúdanos a seguir adelante hasta que envíes a tu mesías. Nada de eso sucedió tras el Holocausto.

—No sé si entiendo lo que quiere decir.

—Pues debería entenderlo. Durante siglos, habíamos ido sobreviviendo gracias al pacto que Dios hizo con Moisés en recuerdo del que antes contrajo con Abraham. Pero en 1945, incluso en 1933, ¿cuántos de entre nuestro pueblo creían ya en el Dios que entregó la Torah en el Sinaí? A lo largo de siglos, nos habíamos ido distanciando de nuestro destino para creer en los absurdos de una Cabala creada en Castilla, para sustituir al pueblo de Israel por un proletariado que cambiaría de base el mundo, para intentar comprender nuestro sufrimiento no a partir del pecado sino del subconsciente, para pensar incluso en volver a nuestra tierra pero no porque el mesías nos condujera hasta ella sino porque las grandes potencias acabaran consintiendo que regresáramos. Y entonces, en medio de la incredulidad de no pocos (no, ya sé que no de todos, ya sé que no en todas partes), vino la desgracia y otra vez dos terceras partes de nuestro pueblo desaparecieron, pero ahora no teníamos a los fariseos que seguían a Hillel para darnos luz, ni esperábamos que Dios reconstruyera el Templo en Jerusalén ni creíamos en el mesías.

—Creo que exagera usted —le interrumpí—. Hay muchos, muchísimos judíos que todavía siguen esperando al mesías y que también se esfuerzan por cumplir los mandamientos.

—Amigo mío —me respondió el judío—. Usted vive en otro mundo. Ni siquiera en este Estado, el Estado judío, la mayoría de la población, no le digo todos, no, la simple mayoría intenta cumplir la Torah. Oh, por supuesto, se circuncida a los hijos y se recurre a los rabinos para contraer matrimonio y se hacen referencias aquí y allá a la Biblia, e incluso se vigila que en los hoteles los alimentos sean adecuadamente kosher, pero la búsqueda de Dios, de Sus propósitos, de Su luz... eso ha quedado relegado a una minoría a la que casi todos miran con malos ojos.

—¿Por qué está tan seguro de que no ha sucedido así siempre? —pregunté—. ¿Cómo sabe que todos creían en... el siglo xi o en el siglo xv?

—Porque viví en esos siglos —respondió convencido el judío— y sé que nuestra identidad no venía determinada ni por el Holocausto ni por el Estado de Israel, sino por la fe en el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, la fidelidad a la Torah entregada a Moisés y la espera de la redención que sólo traerá el mesías. Ja... fue Hitler el que decidió que ser judío no era una cuestión de identidad espiritual sino de genes. Ahora parece que hemos llegado a la conclusión de que ni siquiera los genes son importantes. Basta con apoyar al Estado de Israel y con lamentar el Holocausto deseando que nunca más tenga lugar, pero eso, eso, querido amigo, no puede definir a un judío como tal.

—¿Y por qué?

—Porque eso mismo lo puede sostener cualquier goy, incluso un goy ateo e impío, pero de la misma manera que el hecho de que defienda a Israel o que asista a una exposición sobre el Holocausto no lo convierte en judío, tampoco puede ser para nosotros la definición de nuestra identidad.

-—¿Por qué volvió entonces a Israel?

—Tardé en hacerlo mucho tiempo —respondió el judío.

—¿Lo dice usted en serio? —pregunté sorprendido.

—Totalmente. ¿Por qué iba yo a querer venir a este lugar del mundo después de todo lo que había pasado? Esto era un simple protectorado británico donde algunos judíos, socialistas y ateos en su mayoría, se las veían y se las deseaban para evitar que los árabes los degollaran. No. Yo no creía que aquí pudiera renacer un Estado desaparecido casi veinte siglos antes. No lo creía en absoluto y además tenía preocupaciones más importantes a las que dedicarme.

—¿Se refiere a rehacer su negocio? —pregunté e inmediatamente me arrepentí de haber pronunciado aquellas palabras.

—¿No le parece bien? —Me devolvió la pregunta en un tono frío—. Claro que los goyim nunca intentan después de la guerra reconstruir sus negocios... lo olvidaba.

—-Discúlpeme —dije—. No pretendía ofenderlo.

—No me ha ofendido —señaló el judío—, pero no por eso su pregunta deja de ser incorrecta.

—Lo siento —insistí.

El judío levantó la mano derecha como si deseara detener mis palabras.

—Como ya le he contado, gracias a mi amiga Rose logré escapar de las deportaciones y sobrevivir hasta que se fueron los alemanes. Habíamos soñado que la guerra pudiera concluir en 1944, pero los alemanes lograron derrotar a los ingleses y a los americanos en un lugar llamado Arnhem y así todo se alargó casi medio año más. Y cuando me vi fuera... no, no pensé en los otros, ni en Israel, pero tampoco en mis negocios. Sólo pensé en beber un vaso de leche. Fría. Y se lo pedí a Rose.

—Comprendo —dije mientras bajaba la cabeza todavía avergonzado.

—Y luego, después de paladear aquella leche, me puse a mirar el cielo. No era bonito, ésa es la verdad, pero con nubarrones y todo gris, a mí me pareció un cielo particularmente hermoso. Ahora que lo pienso, Noé debió de pensar algo parecido cuando salió del arca después del diluvio. Creo que me habría pasado todo el día con los ojos pegados al firmamento de no ser porque Rose insistió en que entrara en la casa. Sé, lo sé perfectamente, que sentarse a la mesa, comer con cubiertos o descansar en una cama son cosas normales, pero durante años no lo había sido para mí. Ahora tuve que acostumbrarme de nuevo a aquellos pequeños placeres. Le puedo decir que la silla era la cosa más modesta que imaginarse pueda. Desde luego, yo no la hubiera tenido en mi casa, pero entonces estuve a punto de dormirme sentado por lo cómoda que me parecía. Y luego... bueno, no merece la pena entrar en detalles, pero me pareció que, al cabo de casi dos mil años, volvía a redescubrir las cosas.

—¿Regresó a Ámsterdam?

—Sí, por supuesto que lo hice. Con Rose. A esas alturas, la ciudad estaba llena de banderas naranjas, las de la casa de Orange, y la gente se sentía feliz, entusiasmada, como si hubiera rejuvenecido. Ahora todo el mundo había estado en la Resistencia. Todos habían combatido a los alemanes. Todos habían ganado la guerra.

—¿Y los nazis holandeses?

—Hubo de todo. —El judío se encogió de hombros—. A algunos los detuvieron y los juzgaron, pero muchos se las arreglaron para salir con bien. A decir verdad, sólo los que habían estado muy implicados en crímenes especialmente escandalosos. .. Bueno, es igual, a lo que iba. Ámsterdam parecía una ciudad feliz, dichosa, pero a mí me resultó vacía. Algunos de mis conocidos gentiles habían muerto durante la guerra, pero los judíos... ah, amigo mío, los judíos habían desaparecido casi por completo. Era como si existieran dos ciudades, una alegre y dichosa y otra, simplemente, muerta y en esa ciudad muerta era donde yo había vivido durante años y ahora no sabía si podría permanecer.

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