Authors: César Vidal
—Sucedió lo mismo entre las naciones —dije con pesar.
—Sí, claro. Eso es verdad. En Francia estaban demasiado ocupados con su política del Frente Popular y su camino hacia el socialismo y las demás estupideces como para ocuparse de Alemania. Y en Gran Bretaña creían las promesas de Hitler y además pensaban que ellos también eran arios a fin de cuentas. Incluso Stalin se planteó que no estaba mal lo que sucedía. Como mucho, las potencias capitalistas se enzarzarían en una guerra que las debilitaría y abriría el camino hacia la revolución. Y así, entre unos y otros, cargados además de complejos y de mala conciencia, fueron cediendo a lo que Hitler les pedía.
Remilitarizó el país, ocupó Renania, entró en Austria... en mi querida Austria.
Sentí una nota de especial dolor en la última frase.
—Durante aquellos años —prosiguió el judío con un tono sombrío de voz— ni se me pasó por la cabeza la idea de visitar Alemania. No hace falta que le diga que no estaba dispuesto a pasar por el territorio de una nación que prohibía la entrada en los cafés a los perros y a los judíos. Estaba al corriente de lo que sucedía allí, pero ni lo había visto ni tenía la menor intención de verlo. Y entonces, una mañana, la mañana más inesperada, abrí los ojos en la cama y supe, sí, lo supe, que Hitler iba a entrar en Austria de un momento a otro. Por aquel entonces, hacía muchos años que no pisaba Austria. A decir verdad, durante todo este tiempo, había intentado olvidarla. La idea de que el imperio que yo había conocido hubiera explotado en multitud de estadillos y de que ahora sólo quedara un tocón pequeño en el que se asentaba Viena y, por encima de todo, el saber que de allí había salido Hitler para alcanzar el poder no me habían animado precisamente a regresar. Ansiaba conservar los buenos recuerdos y, al mismo tiempo, desarraigar cualquier mal pensamiento. Le confieso que sabía que estaba intentando engañarme. Lo que yo rememoraba con ternura eran situaciones y personas que ya no existían o que habían experimentado las suficientes transformaciones como para resultar irreconocibles y lo malo... bueno, eso era imposible de cambiar. Sin embargo, ahora estaba convencido de que los nacionalsocialistas pronto llenarían la vieja tierra de los Habsburgo de camisas pardas y decidí volver.
—No fue el mejor momento —observé estúpidamente.
—Regresé el 5 o el 6 de marzo —continuó el judío como si no me hubiera oído— y sí, sé lo que está pensando: podría haberme ahorrado el viaje o podría haberme vuelto nada más entrar en Viena porque resultaba obvio lo que iba a suceder. El día 11, Himmler, el factótum de las SS, llegó a Viena con la única intención de organizar las detenciones de todos los que pudieran oponerse a los nacionalsocialistas. El 12, después de comer, Hitler cruzó la frontera de Austria. Primero, se dirigió a Linz, la ciudad en la que había pasado buena parte de su infancia. A juzgar por lo que se escuchaba en las más variadas emisoras de radio, los austríacos habían recibido a su paisano totalmente enfervorizados. Se hubiera dicho que llevaban años, hasta décadas, esperando su regreso y que, una vez que éste había tenido lugar, la felicidad había irrumpido en sus vidas como un torrente. Me pregunté si Viena resultaría una excepción y si cuando Hitler llegara, la gente se lanzaría a la calle para vitorearlo con el mayor entusiasmo. Y sí, el 14 de marzo, el avión de Hider tocó tierra en el aeropuerto de la capital. Surgió de entre las nubes como un ángel caído que conservara buena parte de la gloria que había rodeado su figura antes de alzarse contra Adonai. Yo también acudí a verlo. Recuerdo... ¡Vaya si lo recuerdo! ¡Como si hubiera sucedido ayer! Recuerdo que la gente abarrotaba la Helden-platz y el Ring de tal manera que el simple hecho de desplazarse resultaba absolutamente imposible. No le exagero lo más mínimo si le digo que se trataba de decenas, quizá centenares, de miles de personas. Sin embargo, parecían más bien las distintas células de un solo organismo, de un cuerpo único que se moviera al unísono. Habían emergido de mil y un lugares para ocupar calles y plazas, paseos y avenidas. Mientras intentaba respirar oprimido por aquella inmensa masa de gente y a pesar de que en las jornadas anteriores los camisas pardas habían ocupado todos los edificios oficiales y no habían dejado de marchar por las calles, me decía una y otra vez que no podía ser que pudieran apoderarse de Viena de aquella manera. Por supuesto, sabía que la suerte de la capital estaba echada, eso sí, pero con tanta facilidad, con tanta seguridad, con tanta... alegría... Aquello superaba lo que era capaz de asimilar porque, la verdad sea dicha, la urbe se había transformado en una inmensa marea humana que sólo sabía aclamar a Hitler. Comencé a lamentar en mi interior la estupidez que me había arrastrado hasta Viena, pero no resultaba posible escapar de aquel océano de cuerpos y voces. Pensé entonces que quizá lo mejor que podía hacer era esperar a que terminara aquel acto de masas y la gente se marchara a su casa. Sí, eso es lo que iba a hacer y luego me dirigiría a mi hotel para abandonar Viena a la mañana siguiente. Y entonces, cuando apenas acababa de llegar a esa conclusión, la muchedumbre que me rodeaba se vio sacudida por una fuerza tan sólo semejante a la de la electricidad o a la de una magia siniestra e irresistible. Escuché entonces algunas voces que gritaban: «
Er ist! Ist er der Führer
!» (Es él. Es el Führer) y antes de que pudiera darme cuenta cabal de lo que acontecía, contemplé cómo los brazos de los presentes se erguían rígidos trazando el saludo romano a la vez que de miles de gargantas surgía un rugido que gritaba: «
Heill
».
El judío guardó silencio. Respiraba con dificultad. Como en otras ocasiones, daba la impresión de que llevaba corriendo un buen rato, y de repente se hubiera detenido y ahora necesitara recuperar el resuello. De buena gana le hubiera suplicado que se callara, que no siguiera hablando, que abandonara incluso aquel relato, pero no me atreví. Parecía tan desamparado, tan débil, tan repentinamente envejecido que se habría dicho que sobre él había caído el peso de los siglos, de esos siglos que, según sus propias palabras, había vivido. Al contemplarle así, el simple hecho de decirle algo me pareció una profanación. Durante unos minutos, permaneció callado con aquella tonalidad de yeso cubriendo su rostro. Luego, como si la sangre volviera a inyectársele en la cara, en los brazos, en las manos, comenzó a recuperar el color y, al fin y a la postre, volvió a hablar.
—Fue entonces cuando lo vi —dijo el judío—. Se acercaba en un coche descubierto, de pie al lado del conductor y vestido con un impermeable y una gorra militar. Rígido como una estatua, su brazo derecho estaba echado hacia atrás hasta el punto de que los nudillos casi rozaban el hombro. De repente, bajó la diestra, la llevó hasta el pecho y nuevamente la desplegó trazando el saludo romano. Un coro ensordecedor de gritos acogió aquel gesto mientras el automóvil pasaba por delante de mí. Era él. Aquel muchacho que se vendía a los hombres y que se entusiasmaba con la revista Ostara. El mismo. Sin ningún género de dudas. Sólo el paso del tiempo le había hecho perder el aspecto frágil para sustituirlo por otro rechoncho y adusto. Durante un buen rato, aquel cuerpo formado por miríadas de brazos alzados y gargantas fanatizadas se mantuvo compacto. Luego, como si obedeciera a una orden que nadie salvo aquellos adeptos podía escuchar, se disgregó con una extraña celeridad. Es posible que le cueste creerlo, pero al cabo de cinco, ocho, doce minutos, la calle quedó sembrada de banderitas de papel, de guirnaldas caídas y de restos de mil materiales. Mientras aquellos grupos se deshilachaban perdiéndose por esquinas y callejas, experimenté un sentimiento opresivo de soledad, como si el mundo entero huyera hacia un lugar adonde yo no podía marcharme. Un sudor frío comenzó a deslizárseme por la espalda y tuve que apoyar las manos en un muro para no caerme contra el suelo. Pegué la espalda contra la pared y cerré los ojos. Así, me quedé un rato esperando recuperar la calma, pero no lo conseguí del todo. Al final, cuando tuve la sensación de que respiraba de una manera casi normal, abrí los párpados y reemprendí el camino de regreso al hotel. Salvo algunos grupos reducidos con los que me crucé, se hubiera podido pensar que Viena estaba desierta. No conservaba la ciudad la alegría, el bullicio, el ánimo que habían sido normales hasta ese momento. Tan sólo se veía en sus calles residuos, desechos, detritus de aquella manifestación del triunfo del nacionalsocialismo.
El judío volvió a interrumpir el relato, pero esta vez se limitó a respirar hondo, como si necesitara una ración adicional de aire para continuar su narración.
—Necesité casi una hora para alcanzar mi destino. Me sentía algo menos aturdido, ésa es la verdad, pero llevaba el corazón rebosante de todo lo que había contemplado. Me parecía que me perseguían esvásticas y brazos alzados, gritos y aclamaciones niños enfervorizados y mujeres enloquecidas, jóvenes entusiasmados y hombres que lloraban de emoción y entonces, al final, llegué al hotel y crucé el umbral. Forzándome para no desplomarme, pedí la llave de mi habitación. Cielo santo, me pareció que el empleado tardaba una eternidad en entregármela. Apenas la sentí en la mano, me apresuré a subir la escalera como si en ello me fuera la vida. Sin poder controlar el temblor, abrí la puerta y me precipité en el interior, cubrí la distancia que había hasta la cama y me dejé caer en ella. Luego sólo pude llorar.
—No sabría decirle el tiempo que estuve sollozando. A decir verdad, ni siquiera podría decirle por qué lloraba exactamente. ¿Por Hider? ¿Por los austríacos? ¿Por nosotros, los judíos? ¿Por el género humano? ¿Por mí quizá? No podría asegurarlo. De verdad que no. Lo único que sentía era una sensación de enorme desconsuelo, de inmenso pesar, de terrible desamparo. Era como si, de la manera más inesperada, el mundo se hubiera convertido en una masa envolvente y hostil y yo me encontrara perdido en medio de ella sin saber qué hacer. Al final, agotado, me quedé dormido. Me despertó la luz del sol estrellándose contra mi rostro. Me incorporé con torpeza sobre la cama y me sentí pesado, abotargado, con la boca pastosa. Me puse en pie y me dirigí hacia el baño. Abrí los grifos y me eché agua a la cara una y otra vez como si deseara no lavarme, sino, más bien, purificarme; como si todo lo que había visto hubiera sido algo que ensuciaba hasta la médula y ahora intentara arrancármelo. No me afeité. Tampoco me cambié. En el espacio de una hora me encontraba en la estación y antes de que acabara el día había salido de Viena. De Viena, que no de mi desazón porque en todos los lugares por donde atravesaba el tren se podía ver aquel despliegue de banderas rojas, de esvásticas, de muchachos uniformados. No sabría decirle si fui capaz de tragar bocado hasta que salimos de Austria. Sí, puedo asegurarle que mi respiración no volvió a ser normal hasta que me encontré en mi casa de Ámsterdam.
Reparé en que hasta ese momento, el judío no me había dicho una sola palabra del lugar donde había vivido durante todos aquellos años. Había mencionado Holanda, eso sí era cierto, pero era la primera referencia a Ámsterdam.
—¿Llevaba usted mucho tiempo en esa ciudad? —pregunté no tanto por curiosidad como por proporcionarle un respiro cambiando de tema.
—Desde 1914 —me respondió—. Es una ciudad muy hermosa como, seguramente, usted sabrá, pero lo más importante era que me permitía vivir con otros judíos y contar con trabajo asegurado. Claro que el número de judíos fue aumentado considerablemente en aquellos años. Vino gente de Alemania y luego fueron apareciendo los austríacos y los que procedían de Bohemia y Moravia. Calculo que debíamos de ser unos ciento cincuenta mil a finales de 1938.
—¿Ciento cincuenta mil? ¿A qué equivaldría eso? ¿Un uno por ciento de la población?
—Entre el uno y medio y el dos por ciento —me respondió—. Realmente, la proporción de judíos era muy pequeña, pero para muchos holandeses resultaba agobiante. No es que fuéramos muchos. Es que les parecíamos demasiados.
—¿Conoció usted a la familia Frank? —pregunté dispuesto ya a escuchar cualquier cosa.
—¿A los Frank? Sé que vinieron de Alemania. De Francfort si no me equivoco, pero no, no los conocí. Y eso que vivían también en Ámsterdam, pero es que en la ciudad debíamos de ser unos setenta y cinco mil si es que no más y los que ya llevábamos tiempo no manteníamos mucha relación con los extranjeros.
—¿Extranjeros? —dije sorprendido—. Eran judíos como ustedes...
—No. Ahí se equivoca. No eran judíos como nosotros. Bueno, quizá en el caso de los Frank o de los que venían de Alemania y de Austria, la diferencia era mínima. Se trataba de gente educada, no excesivamente practicante, con cierta capacidad profesional, pero los pobrecitos de Polonia, de Ucrania, de Ru-tenia... en fin, no adelantemos acontecimientos. Como le decía, pasé unos días extraordinariamente agitado. Intentaba concentrarme en mis ocupaciones, pero no había manera. Me repetía que Holanda era una nación neutral, que si estallaba una nueva guerra pasaría como en 1914, que no había nada que temer y debo decirle que en algunas ocasiones lograba calmarme. Incluso hasta pasaba ratos agradables escuchando música o acudiendo al teatro o leyendo incluso. Pero, de repente, cuando menos lo esperaba, algún hecho, alguna idea, alguna imagen me traía a la mente lo que había contemplado en Viena y se apoderaba de mí una desazón difícil de describir. —Lo comprendo —le dije.
—No, en realidad no lo comprende —me cortó el judío—. Sólo cree que lo comprende, que es muy distinto. Bueno, el caso es que a finales de 1938 en Alemania tuvo lugar la noche de los cristales rotos. Un desdichado llamado Grynzspan disparó sobre un diplomático de la embajada del III Reich en París. Como a otros judíos, a sus padres los habían expulsado dejándolos en tierra de nadie frente a la frontera de Polonia. Y entre la Alemania nacionalsocialista y la católica Polonia nadie quiso acoger a aquellos desdichados. No sé lo que pasó por la mente de Grynzspan, pero el caso es que echó mano de una pistola e hizo que sufriera las consecuencias un simple funcionario. Se trató de un comportamiento estúpido y criminal, pero habría sido posible que no tuviera consecuencias. Por desgracia, Goebbels se percató de que aquélla era una oportunidad de oro para «dar una lección a los judíos». Los nazis quemaron, saquearon y destrozaron infinidad de propiedades judías en Alemania. Eso sin contarlas palizas, los homicidios e incluso las violaciones, que fueron excepcionales, pero que también se perpetraron. He leído después que Hider no tuvo nada que ver con aquello y que incluso se irritó al pensar en la mala prensa que aquel episodio acarrearía para su régimen Puede que sea verdad, pero llevaba décadas lanzando leña a la hoguera del odio contra los judíos y entonces bastó una chispa para que el incendio se extendiera por Alemania. Por supuesto, le supongo conocedor de que, al fin y a la postre, más de veinticinco mil judíos fueron encerrados en campos de concentración y de que las pérdidas materiales debieron pagarlas las propias víctimas para evitar ocasionar daños a las compañías de seguros. Hitler socializó las pérdidas, pero como siempre que se socializa algo, el beneficio no es para todos. Unos se benefician y otros pagan. Bueno, como le iba diciendo. Todo aquello tuvo una terrible repercusión, pero los judíos de Holanda nos dijimos que si había guerra, y no era seguro, no nos alcanzaría.