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Authors: César Vidal

El Judío Errante (20 page)

BOOK: El Judío Errante
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—¿Entonces lo ayudó?

El judío bajó la cabeza como si de manera inesperada y repentina hubieran arrojado sobre su cerviz un oneroso fardo. Luego, con voz apenas audible, susurró:

—Sí, lo ayudé.

21

—Lo que Pichón pretendía era que, valiéndome de mis relaciones, buscara el apoyo de otros judíos adinerados, pero... y esto es lo importante, que se tratara de gente que se habían labrado una fortuna por sus propios medios y no apoyándose en la aristocracia de nuestras comunidades. A José no se le escapaba que si los suyos lo envidiaban, los goyim no iban a ser menos y deseaba forjar un grupo de gente eficaz y competente que sirviera a la Corona y, a cambio de sus logros, pudiera exigir protección del rey.

—Sospecho que no se equivocaba... -—pensé en voz alta.

—Ni lo más mínimo. La diligencia de Pichón y de la gente a la que convirtió en sus colaboradores dio unos resultados muy positivos y, lo que es casi más importante, inmediatos. Como había supuesto, todo aquello sirvió para llenar de satisfacción al rey Enrique II, pero... pero los goyim... bueno, primero se quedaron desconcertados y luego no quisieron reprimir la cólera que experimentaban. Para que se haga usted una idea, en 1367, las Cortes de Burgos, donde se daban cita los representantes no sólo de la nobleza y del clero sino, de manera muy especial, del pueblo, lanzaron un ataque en toda regla contra nosotros. Su finalidad no era asegurar la pureza de la fe o librar a los más humildes de una imaginaria opresión. No, ¡qué va!, lo que solicitaron del rey fue que nos apartara de cualquier función pública.

¿Se da usted cuenta? Ni siquiera se plantearon si Pichón y Sü gente, toda muy eficaz, por cierto, estaba sirviendo dignamente al reino. No, lo que a ellos les interesaba era que se quitara a l0s judíos de sus puestos para ocuparlos ellos. Eso era todo. —¿Y qué hizo el rey?

—El rey admitió, y tampoco sé cómo hubiera podido negarlo, que había judíos en la corte y que desempeñaban cargos. Sin embargo, rehusó prescindir de ellos y articuló la excusa de que no competían con sus súbditos católicos ni tampoco les causaban daño alguno.

—¿Y los convenció?

—No. Por otra parte, si deseamos ser justos, no sé cómo hubiera conseguido hacerlo. Tenga usted en cuenta que aquella gente se ocupaba de la recaudación de impuestos en una época en que los gastos bélicos exigían esfuerzos especiales.

—Sí —reconocí—. Es muy difícil pensar bien del que viene a tu casa a quedarse con el producto de tu trabajo.

—El caso es que poco después la suerte pareció volverse en contra de Pichón. Al año siguiente de aquellas cortes, Pedro I volvió a entrar en Castilla apoyado por Inglaterra y Enrique II partió hacia Francia. Pichón y sus colaboradores, entre los que me veía incluido muy a mi pesar, tuvimos que huir. Fueron unos meses bien desagradables lo que pasamos en Aragón. No voy a extenderme, pero puedo asegurarle que nada más llegar nos odiaron por partida doble. Por supuesto, porque éramos judíos, pero además porque suponían que, para ganarnos el pan, íbamos a competir con la gente de la tierra. Yo, desde luego, decidí no trabajar allí y confiar más bien en que el dinero me durara el tiempo que tuviera que quedarme.

—¿Tan mal vio la situación? —pregunté un tanto sorprendido.

—La vi peor. Por un lado, yo sospechaba que la guerra no podría durar mucho, pero, por otro, me decía que no podía vivir indefinidamente en Aragón a la espera de que se solucionaran los asuntos de Castilla. Le aseguro que había empezado a pensar en la posibilidad de trasladarme a Francia o a alguna ciudad italiana cuando las cosas cambiaron. ¡Ah, la vida es así! Estás convencido de que todo anda fatal y, de repente, se produce un cambio. Es... ¿cómo le diría yo? Como la rueda de una noria. Sí, eso es. Estás arriba, crees que vas a tocar el cielo y, de repente, te precipitas hacia abajo, hasta caer en lo más hondo. En aquella ocasión, nos sucedió, sin embargo, lo contrario. Al año siguiente de su regreso a Castilla, Pedro I fue derrotado en Montiel. Bueno, a decir verdad, lo asesinaron vilmente. Según me dijeron, se estaba entrevistando con su hermano Enrique cuando la discusión se caldeó y Pedro acabó mencionando a la madre del bastardo en los términos que se puede usted imaginar. Enrique era ilegítimo, sin duda, pero una cosa es serlo y otra que te guste que te lo recuerden. El caso es que sacó la daga y se dirigió hacia Pedro. Antes de que nadie pudiera impedirlo, se habían enzarzado en una lucha cuerpo a cuerpo en la que acabaron rodando por el suelo y donde pronto pareció que iba a prevalecer don Pedro, pero, justo en ese momento, intervino Du Guesclin, el mercenario francés, y dio la vuelta a los combatientes.

—Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor —musité.

—¿Cómo dice?

—Que mientras Du Guesclin daba la vuelta a los dos hermanos para que Enrique pudiera matar a Pedro dijo: «Ni pongo ni quito rey, pero ayudo a mi señor».

—Sí... —reconoció el judío pasajeramente desconcertado por mis palabras—. Sí... eso era lo que contaban.

—No deseo interrumpirle —señalé temiendo que detuviera su relato.

El judío respiró hondo, como si hubiera llevado a cabo una pausa en el camino y se dispusiera a seguir andando.

—Sí, claro, claro. Bueno, como era fácil imaginar, el asesinato de Pedro I en Montiel abrió la puerta para nuestro regreso. ¿Se da usted cuenta de la ironía? Pedro fue, primero, un amigo; luego, tuvimos que salir de Castilla porque Pichón se había acercado a Enrique y, finalmente, con su muerte, regresamos. Debo decirle que no pocos de los nuestros nos vieron volver con muy malos ojos. A fin de cuentas, habían apoyado al rey asesinado habían tratado pésimamente a Pichón y se temían que ahora José descargara sobre ellos una venganza terrible. Me temo que lo pensaron fundamentalmente porque ellos sí que se habrían comportado de una manera tan miserable. Pichón, sin embargo, no era como ellos. No conocía lo que era el rencor y, sobre todo, no estaba dispuesto a consentir que las mezquindades de los que se sentían desplazados dividieran a nuestro pueblo. Recuerdo una noche en que cenamos juntos y me dijo que su tarea principal iba a ser la de cerrar las heridas abiertas en las juderías. A mí, que llevo siglos dando vueltas por el mundo, aquellas palabras me parecieron nobles, pero, a la vez, necias. Sé que hay gente que acepta el perdón y la cercanía, pero también me consta que no pocas veces la clemencia sirve tan sólo para colocar un puñal en manos de los que desean degollarnos. Intenté mostrárselo así aquella noche. Le insistí en que no todos éramos iguales, en que, por supuesto, podría atraerse a algunos si no por sensatez sí por interés, pero, al mismo tiempo, machaqué una y otra vez la idea de que otros debían ser apartados lo más lejos posible porque no cejarían hasta librarse de él. No lo convencí. Estaba demasiado entusiasmado con su regreso, con las distinciones que Enrique le había devuelto, con la recepción calurosa que se le había dispensado en no pocas juderías. Y entonces José cometió un error, un error muy grave. Me separó de su lado.

—¿Quiere decir que dejó de ser su amigo? —pregunté sorprendido.

—Quiero decir que muchos hombres poderosos confunden la lealtad con el servilismo. Aprecian la colaboración de los demás, incluso buscan a los mejores para tenerlos cerca, pero no están dispuestos a escuchar la menor crítica. Es más. Interpretan los consejos que no coinciden con sus deseos como una deslealtad. ¡Deslealtad! Pero ¿acaso existe una lealtad mayor que la de no ocultar la verdad, que la de presentar los hechos con veracidad por muy desagradables que puedan resultar?

—Sí, creo que tiene usted razón —reconocí.

—Pichón no escuchó con agrado lo que le dije y no lo hizo porque no coincidía con sus deseos de unir a todos... ¡Como si todos fueran iguales! Al final, me apartó de su lado y pidió la colaboración de Samuel Abarbanel. ¡Ah, Samuel! Seguro que hay algunos eruditos que se pasarían horas hablando de él y con toda certeza no les faltarían motivos, pero, ay, le gustaba mucho la cercanía del poder. Apoyó a Pichón porque vio una oportunidad de medrar, de ascender, de colocarse por encima de otros. Y así José y Samuel y algunos otros de los nuestros subieron en la noria hasta casi tocar las nubes y quedaron convencidos de que nada se resistía ya a lo que pudieran planear y acometer. ¡Pobres!

El judío calló por un instante. Hubiera esperado yo encontrar en su rostro pesar, quizá incluso compasión, pero lo único que descubrí fue una ira reprimida, embridada, sujeta, pero innegable.

—El éxito de Pichón —dijo al fin— y el de los judíos sumados a él sólo sirvió para provocar envidias aún mayores.

—Sí, el éxito contribuye a labrar mucho el camino del antisemita —añadí yo.

—No sea usted ingenuo —me respondió el judío—. Los envidiosos no se hallaban sólo en el campo de los católicos. A decir verdad, los enemigos más encarnizados de Pichón eran otros judíos. Los años siguientes no fueron fáciles. Tenga en cuenta, por ejemplo, que las Cortes de Toro, déjeme ver..., sí, debió de ser sobre 1371... bueno, como le iba diciendo, las Cortes de Toro aprobaron por primera vez la obligación de que los judíos lleváramos una divisa distintiva que permitiera a la población reconocernos y, dicho sea de paso, atizarnos con más facilidad si llegaba el caso. Habían tardado más de setecientos anos, pero, al final, habían adoptado la misma práctica que los musulmanes. En una situación así lo normal habría sido que nos hubiéramos unido todos frente a la amenaza común, que hubiéramos visto la manera de parar los golpes y que incluso hubiéramos aprovechado la influencia de Pichón para conseguirlo. No fue así. Los enemigos que Pichón tenía entre nosotros no cejaron a la hora de sembrar insidias sobre su gestión y sobre sus relaciones hasta que lograron que el rey lo destituyera y lo encarcelara.

—¿Eso hicieron los propios judíos?

—Así es y disculpe si no entro en detalles. Me da demasiado asco.

—Pero era una estupidez... —alegué.

—Pocas cosas hay tan estúpidas como la maldad —respondió el judío—. Es cierto que esa realidad queda a veces oculta, pero resulta difícil de negar. Aquellas gentes lo único que llegaban a ver era que habían sido importantes en otro tiempo y que ahora un hombre que no había salido de ninguna de sus familias los había pasado por delante. Todos y cada uno de ellos hubieran dado cualquier cosa por ser el judío del rey, llevaban generaciones ambicionándolo y ahora un personaje que no estaba emparentado con ellos alcanzaba esa posición simplemente porque tenía el talento del que ellos carecían. Tenía usted que haber visto la alegría con que acogieron las noticias del prendimiento de José. Créame si le digo que esperaban con todo su corazón que Enrique II ordenara su ejecución o, como mínimo, lo enviara al destierro. Sí, lo único que ansiaban era que desapareciera de su vista y que no volviera a hacer acto de presencia en Castilla.

—¿Y qué hizo Pichón?

—José era un combatiente nato. Por supuesto, no se dio por vencido. Con una firmeza y una seguridad que causaban pasmo, rebatió uno tras otro los cargos presentados contra él y, pásmese usted, recuperó las funciones de contador mayor. Es cierto que se vio obligado a entregar cuarenta mil doblas, pero no cabe engañarse al respecto. Los funcionarios del rey, que tampoco destacaban por verlo con simpatía, no lo consideraron un estafador porque, de haber sido así, no hubiera salido tan bien parado del episodio. Fíjese. El rey Enrique II falleció no mucho después. Debió de ser... en 1378. No, no.... en 1379. Sí, seguro, en 1379. Bueno, pues cuando el príncipe Juan fue coronado como su sucesor en el verano de ese mismo año, no apartó a Pichón del favor regio.

—Resulta significativo.

—Sin duda lo es. Sí, sin duda. Sin embargo, los enemigos de Pichón, los que eran de entre los nuestros, los que afirmaban obedecer la Torah, consideraron que ahora sí que había llegado el momento de derribarlo. No sólo eso. Después de ver cómo José había logrado librarse de sus asechanzas previas, llegaron a la conclusión de que la solución debía ser definitiva. Final.

—¿A qué se refiere? —indagué inquieto.

—¿No lo entiende?

Sacudí la cabeza en señal de negación.

—¿De verdad que no lo imagina?

Volví a repetir el movimiento.

—Pues es bien sencillo. Decidieron darle muerte.

22

—Por supuesto —continuó el judío—. El asesinato de Pichón resultaba impensable y hubiera tenido terribles consecuencias. Si no haciendo nada malo podían arremeter contra nosotros, imagínese lo que hubiera sucedido si hubieran encontrado a algún judío culpable de homicidio. Precisamente por eso decidieron recurrir a la ley para acabar con la vida de José. Verá, las comunidades judías que había en Castilla, y también las de Aragón, dicho sea de paso, disfrutaban por aquella época del privilegio de dar muerte a los judíos malshinim o malsines, es decir, a aquellos que hubieran delatado falsamente a sus correligionarios. Ahora se puede pensar lo que se quiera de aquel privilegio legal, pero lo cierto es que la institución había nacido de la necesidad que tenían las juderías de defenderse de las amenazas externas y de mantener una cierta cohesión interna frente a los agresores. Bueno, a lo que iba... varios judíos de la corte, entre los que se hallaban personajes como don Zulema, don Zag y don Mayr, se las arreglaron para que algunos rabinos condenaran a Pichón como malsín.

—¿Pichón un malsín? —pregunté sorprendido—. Pero... pero ¿cómo?

—No fue difícil de conseguir por increíble que parezca —respondió el judío—. No citaron a Pichón para que pudiera defenderse y además se basaron únicamente en las pruebas suministradas por sus enemigos.

—Pero... pero ¿cómo pudieron encontrar rabinos que se prestaran a esa burla? —insistí, incrédulo.

—¡Qué más da! ¿Variaría mucho si se comportaron así por codicia, por envidia o por estupidez? El caso es que lo hicieron y las demás discusiones son... inútiles. Mire, es obvio que aquel procedimiento constituyó una flagrante violación de nuestra Torah. A decir verdad, se trataba de un asesinato apenas encubierto con los ropajes de la legalidad. El problema mayor era que los judíos no podíamos ejecutar la sentencia de muerte por nosotros mismos. Si deseábamos la muerte de alguien, teníamos que recurrir al rey.

—¿Y el rey? —pregunté con una sensación incómoda de angustia.

—Oh, el rey andaba absorto en los festejos de su coronación. Cuando los enemigos de Pichón se le acercaron solicitando el privilegio de ejecutar las sentencias contra los malsines sin necesidad de que él las sancionara, Juan accedió.

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