Authors: César Vidal
—¿Y qué hizo el nuevo rey?
—¡El nuevo rey! Bueno, la verdad es que nadie se esperaba el fallecimiento de Juan y como nadie había pensado nada y tampoco nadie había previsto nada, se produjo una crisis institucional de unas dimensiones que no puede usted ni imaginarse. Bueno, a fin de cuentas es lo que sucede siempre que los que gobiernan se niegan a mirar hacia el futuro y se ocupan de otras cuestiones llamémoslas cercanas. Por resumirle la cuestión, le diré que la Corona fue a dar en la testa de un príncipe de once años.
—Mal panorama... —pensé en voz alta.
—Y tanto —aceptó el judío—. Además, como una criatura de esa edad difícilmente puede defenderse, no fueron pocos l0s que se frotaron las manos pensando en lo que podrían sacar de beneficio aprovechándose de un rey débil. De esa manera, en contra de lo establecido en las Partidas, el monarca instituyó, por supuesto, por presiones externas, un consejo de tutores y gobernadores formado por seis prelados y magnates, y seis ciudadanos elegidos por las ciudades de Burgos, Toledo, León... déjeme ver sí, sí... Sevilla, Córdoba y Murcia.
—No veo qué tiene eso de malo...
—No me extraña. Por regla general, la gente de tradición europea rara vez se percata de que cuanto más crece un Estado es peor para los ciudadanos. Nosotros los judíos lo hemos tenido claro desde la época de la instauración de la monarquía, cuando el profeta Samuel nos advirtió que el aparato del poder iría creciendo y creciendo y que los principales perjudicados seríamos nosotros, pero no quiero desviarme. Verá. A finales de 1390 tuvo lugar la destrucción de las sinagogas que se encontraban situadas en el territorio del arzobispado de Sevilla. No resulta extraño porque, a fin de cuentas, el arcediano llevaba mucho tiempo predicando que a los reyes les encantaría nuestra muerte y ahora ya no había un arzobispo que pusiera freno a su maldad. No voy a entrar en detalles, pero le adelanto que ni una sola de las sinagogas se salvó de quedar inservible. Ni una sola. Se dice pronto porque Sevilla no era un poblacho de zafios sino una ciudad magnífica. Aterrados, como es lógico, por lo que había sucedido, nuestros hermanos de Sevilla acudieron a presentar sus pro-testas al consejo.
—¿Y qué hizo el consejo?
—De momento, actuar conforme a la legalidad —respondió el judío—. De hecho, enviaron a Córdoba y Sevilla a dos caballeros para que detuvieran aquellos desmanes. Se temían, y no les faltaba razón, que todo aquello derivara en un tumulto generalizado. El caso es que los legados del consejo llegaron a la ciudad de Guadalquivir y vieron el panorama. Hay quien me cuenta que todavía se podía percibir el olor a quemado de nuestras sinagogas. Ignoro si efectivamente fue así, lo que sí puedo asegurarle es que los caballeros descubrieron que las autoridades no se habían atrevido a detener al responsable de lo sucedido. —¿Y qué hicieron entonces?
—Depende de quien lo cuente, por supuesto. Para algunos, imagino que se trató únicamente de un ejemplo de prudencia que tan sólo pretendía detener de la manera más sensata la marea. Para mí, no pasó de ser un acto de cobardía y además de ese tipo de cobardía que se acaba pagando muy caro porque espolea, de forma especial, la maldad de los inicuos. Si un delincuente sabe que puede obligar a recular a los que deben imponer la justicia, ¿qué sucede?
—Que todo va a peor —respondí.
—Por supuesto. Llega a la conclusión de que es invulnerable y de que todos sus actos quedarán impunes. La consecuencia es que su comportamiento se encanalla por completo. Fue lo que pasó entonces. El 6 de junio de 1391 (recuerdo la fecha exacta a la perfección), los sevillanos, a los que el arcediano don Ferrán venía agitando desde hacía tiempo, asaltaron la judería. ¡Ah! No debo olvidarlo. Don Ferrán en persona dirigió aquel ataque.
—¡Qué locura! —exclamé sobrecogido.
—No. No fue una locura. No se equivoque. Fue una maldad, una maldad indescriptible que, de forma demoníaca, se disfrazaba bajo el nombre de Dios. ¿Sabe cuántos inocentes pagaron aquello? Más de cuatro mil. Sí, me ha oído usted bien, más de cuatro mil judíos fueron asesinados. A decir verdad, los únicos habitantes de la judería que consiguieron salvar la vida fueron unos pocos que se hincaron de rodillas suplicando que los bautizaran. Los edificios no podían recibir el bautismo de manera que todos fueron saqueados y arrasados. Pero se trataba únicamente del principio.
—¿Del principio?
—Sí. ¿No me cree? Lo entiendo. Se supone que cuatro mil muertos después de la quema de las sinagogas y de la destrucción de toda la judería debería ser bastante para satisfacer incluso al antisemita más repugnante. La verdad es que la historia demuestra que una vez que han comenzado a derramar la sangre de los judíos nunca se sienten satisfechos. Aquella matanza de la ciudad de Sevilla se convirtió en la chispa que encendió una hoguera en toda la provincia. Durante los días siguientes, gentuza como aquélla atacó las juderías de Alcalá de Guadaira, de Carmona, de Écija, de Santa Olalla, de Cazalla, de Fregenal... En todas partes se produjo el mismo espectáculo: palizas, violaciones, saqueos, incendios y, por supuesto, asesinatos. Pero tampoco se detuvo ahí el horror. De Sevilla, el incendio pasó a Córdoba. En la capital fueron asesinados más de dos mil judíos y, por supuesto, no se hizo excepción alguna con los ancianos, las mujeres o los niños. Y luego se repitió lo de Sevilla. De la ciudad, las matanzas pasa-ron a localidades como Montoro y Andújar, llegando a Jaén... y luego se propagaron a Úbeda y Baeza, y alcanzaron Villa Real... creo que la ciudad se llama ahora Ciudad Real...
—Sí, así es —dije abrumado por la exposición que llevaba a cabo mi interlocutor.
—Entonces, como ya le he dicho, se llamaba Villa Real. Bueno de allí saltó a Cuenca. Creo que fue más o menos por aquel entonces cuando me llegaron las primeras noticias de lo que estaba sucediendo. Nos lo contó todo un muchacho de Baeza que había podido escapar a la desesperada. Regresaba de un viaje de negocios y vio subir las humaredas de la zona donde había estado la judería. Imagino que una persona normal hubiera corrido a enterarse de cómo se encontraban sus parientes, a cerciorarse de si alguien había sobrevivido o simplemente a comprobar si podía ayudar. Pero aquel muchacho era un cobarde y lo único que se le ocurrió fue salvar la vida y no, no crea que lo censuro; gracias a su miedo, algunos pudieron salvar la vida. Fue recorriendo todas las juderías que se cruzaban en su camino anunciando el desastre. No hace falta que le diga que la mayoría de los nuestros no lo creyeron. Palizas, robos, incluso violaciones o algún asesinato... bueno, eso se podía aceptar como verosímil, pero que estuvieran asesinando a la gente en masa... no, eso no podía ser. No hace falta que le diga que sólo los que aceptaron la realidad tuvieron alguna posibilidad de escapar. Yo fui uno de ellos.
El judío guardó silencio un instante. Bajó la cabeza, respiró hondo y luego se volvió hacia mí clavando sus ojos en los míos.
—Yo sabía de sobra que no podían darme muerte. El Nazareno me lo había anunciado y yo había recibido pruebas más que sobradas a lo largo de más de trece siglos de que no me había mentido. Pero, créame, también era consciente de que podían causarme un enorme dolor antes de dejarme por muerto y no estaba dispuesto a consentírselo. Mientras el resto de los habitantes de la judería gritaba como cluecas que temen por sus polluelos, pero a las que inmoviliza el terror, intenté imponerles silencio. No fue fácil, pero lo conseguí y entonces les dije lo que pensaba y que lo mejor que podíamos hacer era ponernos a salvo cuanto antes. Le ahorro detalles sobre la reacción de aquellas pobres gentes. La muerte se acercaba a pasos agigantados ¡y ellos se lamentaban por la pérdida de un negocio o el abandono de una casa o unas tierras! Parece mentira lo necio que puede resultar el ser humano cuando da un valor a las cosas materiales que éstas ni lejanamente poseen. Insistí, grité, incluso creo que llegué a llorar, pero no me hicieron caso. Se empecinaron en que eran gente inocente y sin culpa, y en que no podían perder el fruto del trabajo de toda una vida. Me convencieron, desde luego, pero no para que me quedara con ellos, sino para marcharme cuanto antes. Abandoné apresuradamente la sinagoga en la que nos habíamos reunido y me dirigí a casa. Le confieso que no dejé de suspirar al ver los libros que había ido reuniendo con los anos. Sabía con certeza que serían pasto de las llamas, pero prefería que ardieran ellos a que me prendieran fuego a mí. Escogí una muda, una navaja de afeitar, jabón, calzado adecuado y, si era indispensable, los diamantes mejores, justo los que podían esconderse en el interior de un bastón y debajo de la silla de la muía sin que el animal se sintiera molesto. Apenas perdí unos minutos en todo aquello. Luego aparejé a la bestia y salí de la casa. Lo hice con sosiego, como si me dirigiera a dar un paseo. Llegué a pasar por delante de la sinagoga y distinguí los gritos de confusión que salían de su interior. Luego, poco a poco, fui dejando atrás las calles de la ciudad vacías a causa del sol abrasador que las calcinaba. Crucé el puente del Tajo y aun, a lo lejos, le dirigí una última mirada, intensa, pero rápida. Entonces monté la muía y me alejé a toda la velocidad que pude. Por el camino, sin detener al animal, di un tirón de la divisa que llevaba cosida en la ropa y la arrojé contra el suelo. Al día siguiente, me afeité en un arroyo la barba para despojarme de un aspecto que llevara a cualquiera a pensar que era un judío. Ahora sólo me quedaba salir de Castilla.
—Yo no lo sabía y no recuerdo si entonces lo sospeché siquiera, pero a esas alturas, a la corriente homicida desencadenada por el arcediano y abrazada con entusiasmo por el pueblo ya se habían sumado los propios funcionarios de los concejos, precisamente aquellos que debían haber servido de mecanismo de contención contra la barbarie. Como ve usted, cuando la locura homicida se apodera de una sociedad no suele haber muchas excepciones y más si los primeros que predican el odio son aquellos que deberían dar ejemplo. Como le he dicho, mi intención era salir cuanto antes de Castilla y ver desde fuera y a cubierto lo que sucedía.
—¿Y su gente? Quiero decir... ¿los otros judíos no le preocupaban?
—Por supuesto que me preocupaban, pero ya le he contado lo que habían dado de sí. Todos ellos estaban empeñados en no creer lo que estaba sucediendo y en salvar cosas que, en momentos como éstos, queda de manifiesto que carecen de valor real. Les había advertido. Pero yo no era un profeta y no tenía ninguna obligación de permanecer a su lado para contemplar cómo caía sobre ellos la catástrofe que les había anunciado. Ahora sólo me quedaba ponerme a salvo.
No le repliqué. Se le podía acusar de pragmatismo, pero, difícilmente, era refutable su punto de vista.
—Por desgracia —continuó—, la oleada de sangre cruzó las fronteras de la Corona de Castilla para adentrarse en el territorio de la de Aragón. A inicios de julio, se produjo la primera matanza que tuvo como escenario la ciudad de Valencia. Por lo que me refirieron, la carnicería fue, en verdad, escalofriante. Con todo algunos se salvaron porque un fraile dominico llamado Vicente Ferrer detuvo la matanza. Eso sí, para que aquellos pobres judíos pudieran salvar la vida, tuvieron que apostatar de la fe de sus padres y pedir el bautismo.
—Cuando se refiere usted a que la matanza pasó a Aragón, ¿quiere decir que se detuvo en Castilla?
—No hubiera resultado poco avance en medio de aquel mar de sangre, pero no fue así. Mire. El 5 de agosto fue arrasada la judería de Toledo, la de más rancio abolengo de España, la que conocía yo mejor. Pues bien, ese mismo día destruyeron la de Barcelona. Por cierto, que en esta ciudad de la Corona de Aragón, se repitió lo sucedido en Valencia. Sólo salvaron la vida aquellos de los nuestros que suplicaron ser bautizados.
El judío frunció las cejas y clavó la mirada en algún punto perdido en lontananza. Daba la impresión de que deseaba percibir con más claridad algo que se escapaba de mi visión seguramente porque se hallaba situado en un lugar perdido varios siglos antes.
—Aquel mes de agosto fue terrible. Las matanzas no se limitaron a Toledo y Barcelona. Volvieron a repetirse en Lérida, en Gerona..., déjeme ver... sí, también en Mallorca y Burgos, y Logroño y Zaragoza y Huesca y Teruel, y sí, también, Palencia y León. Todo ello antes de mediados de mes. Cuando se detuvieron, ya no quedaban apenas juderías. Todo duró tan sólo unas semanas, pero el resultado fue similar al anunciado por el profeta. Una tercera parte de los nuestros había sido sacrificada como ovejas, no, no arrastrada hasta el matadero, sino degollada en cualquier lugar. Otro tercio se había convertido al catolicismo. En otras palabras, dos terceras partes de nosotros, en uno o en otro sentido, habían desaparecido en apenas unas semanas.
-—Estamos hablando de...
—De unos cincuenta mil muertos. Sí, no ponga esa cara. En números redondos, ésos fueron los asesinados. Otros cincuenta mil más se convirtieron por miedo a la muerte. Y, por supuesto, no le hablo de las pérdidas materiales... los negocios, la industria, la cultura... todo se transformó en humo. Literalmente en humo. Claro que, al final, los que lo hicieron también lo pagaron...
—¿A qué se refiere?
—Es bastante sencillo. El pueblo había decidido acabar con todos sus males asesinando a los judíos. Sí, por supuesto, hubo demagogos como el arcediano de Sevilla que los había instigado, pero don Ferrán no estuvo en Valencia, ni en Barcelona, ni en Palma. Era el pueblo el que había llevado a cabo todo aquello y cuando se dedicó a matar a la gente, hasta los funcionarios regios se sumaron a la degollina. Pero... pero, al fin y a la postre, el pueblo llano fue el sector más perjudicado por su propia y cruel necedad.
—No sé si lo entiendo...
—Verá. Los judíos desaparecieron. ¿Hasta ahí me sigue?
—Sí —respondí un poco molesto por el tono con que me había formulado la última pregunta.
—Bieeeen. Pues se da la circunstancia de que éramos nosotros, NOSOTROS, los que proporcionábamos una parte bien generosa de los ingresos de no pocas instituciones benéficas que estaban relacionadas con la Iglesia católica. Los frailes daban la sopa, sí, pero el dinero para pagarla venía de los judíos. No pocos obispos disfrutaban de un privilegio especial para obligarnos a pagarles impuestos. ¿Me sigue?
—Creo que sí —dije conteniéndome.
—Lo celebro. Pues bien, de la noche a la mañana, aquellas instituciones que se dedicaban a practicar la caridad con los más necesitados se quedaron sin dinero porque esos fondos salían de nuestros bolsillos. En buena parte de los casos, se vieron obligadas a reducir sus servicios. En otros, y no fueron pocos, incluso desaparecieron por falta de recursos. Así que el pueblo, que, de vez en cuando, se vuelve loco y echa mano de la tea y del hierro, recogió lo que había sembrado. Pero ahí no acabó todo. Algunas iglesias, catedrales y obispados dependían para el desarrollo normal de sus actividades de las rentas judiegas, las que pagábamos los judíos. Como éstas habían desaparecido, para sobrevivir a la consunción sólo les quedaba el recurso de acudir a los monarcas. Y ahora yo le pregunto: ¿de quién cree usted que sacaron el dinero los reyes? —Del pueblo.