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Authors: César Vidal

El Judío Errante (25 page)

BOOK: El Judío Errante
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—Exactamente. Del pueblo. Insisto en ello. No deseo parecer despiadado, pero fue ese pueblo el que asesinó, violó y saqueó. ¿Le parece injusto que recibiera siquiera una parte de las consecuencias de lo que había perpetrado con tanta injusticia y con tanta saña?

Guardé silencio. Las palabras del judío estaban llenas de razón, pero se me hacía difícil aceptarlas. Me resultaba antipática y difícil de digerir la idea de que el pueblo pudiera ser cruel, asesino y estúpido y de que, al final, acabarán recayendo sobre él las consecuencias de sus actos.

—Le cuesta tragarlo, ¿verdad? —dijo el judío como si hubiera podido adivinar mis pensamientos—. Pues es la verdad objetiva. Destruyeron y mataron y pagaron, por lo menos en parte, lo que habían arrasado. Porque no crea usted que nadie se arrepintió de aquellas atrocidades. Durante los años siguientes, no se escuchó una sola condena oficial de lo sucedido. Desde luego, no entre los representantes elegidos por el pueblo. Ni las Cortes de Madrid de 1393, ni las de Segovia de 1396, ni las de Tordesillas de 1401 condenaron los hechos o protestaron contra ellos.

—Pero a alguien culparían...

—Culpar, culpar... La gente de aquel entonces atribuyó la responsabilidad al arcediano Ferrán Martínez, pero eso era una verdad a medias. Por supuesto, la culpa de don Ferrán era innegable, pero su ejemplo fue seguido con entusiasmo por el pueblo, por algunos sectores del clero, especialmente los más cercanos al pueblo, y por los funcionarios de los concejos, institución tan del pueblo. Todos ellos comulgaban con las tesis de don Ferrán y estaban convencidos de que sus males concluirían con el exterminio de los judíos o con su conversión al catolicismo. Dado que sus males no desaparecieron y además surgieron otros no menores, el convertir a Ferrán Martínez en el único responsable resultaba tentador. Era el chivo expiatorio, no inocente, pero sí conveniente, de un mal que aquejaba a toda una sociedad comenzando por sus estamentos más humildes. Y no crea, a pesar de todo lo que le he dicho, hubo que esperar todavía cuatro años para que Enrique III ordenara detener a don Ferrán por «alborotador del pueblo». —¿Lo castigaron?

—Por supuesto que no. Sobre aquel océano de sangre se las arregló para sobrenadar y emerger de la mejor manera. Apenas unos años después fundó, con el respaldo del cabildo sevillano, el hospital de Santa María. Acabó sus días venerado como un santo...

—No está mal... —dije con amargura.

—No, desde luego.

—Al menos, los judíos superaron el desastre. —Yo no estaría tan seguro.

—¿A qué se refiere? —pregunté sorprendido por su afirmación.

—Mire, en enero de 1396, el rey, lejos de intentar restituir a sus legítimos propietarios sus bienes y derechos, donó a sus magnates y favoritos todas las sinagogas, tierras y casas de los judíos sevillanos. La regla de siempre. El pueblo se mancha las manos de sangre y, al final, unos pocos se benefician de su sanguinaria estulticia.

—¿Y en la Corona de Aragón?

—¿En la Corona de Aragón? Bueno, a decir verdad, su rey no fue más justo y, si me apura, la situación incluso resultó peor. En 1403 se concedió un indulto general por todos los crímenes cometidos contra nosotros. Pero además... además aquel clérigo del que le hablé, Vicente Ferrer, quedó entusiasmado por los resultados que había obtenido en Valencia y se dedicó a desatar una oleada de predicaciones entre nosotros. Se convirtieron a millares, incluyendo a rabinos ilustres como Salomón ha-Leví que se bautizó con el nombre de Pablo de Santa María.

El judío hizo una pausa.

—Sé que muchos no estarán de acuerdo, pero después de aquellas matanzas, los judíos en España entramos en una situación agónica. Nuestra desaparición ya estaba más que decidida. Fíjese que en las Cortes de Valladolid de 1405, se anunció que podíamos quedarnos en los reinos de la Corona de Castilla, pero, según declaración expresa, porque así lo mandaba la Santa Iglesia y teníamos que volvernos a la fe. A la suya, por supuesto. Insisto. Nuestro futuro había quedado más que determinado en España. La cuestión era qué iba a ser de aquellos que tardaran en aceptar semejante destino.

27

—A decir verdad, que haya judíos que creen en el Nazareno como mesías no es nada nuevo —dijo con la misma frialdad con la que hubiera podido señalarme la hora—. El mismo era un judío. Lo eran sus discípulos más cercanos. Lo era Pablo. ¡Lo fue su madre! Pero cuando los seguidores del Nazareno se convirtieron de forma mayoritaria en goyim, cuando prohibieron cumplir con la Torah, cuando comenzaron a acusarnos de todo tipo de males, el número de judíos descendió. Creer en el Nazareno dejó de significar seguir al mesías, fuera o no esa identificación correcta, y se transformó en una manera de negar al pueblo de Israel. Sí, sí, no ponga esa cara. Esa es la triste realidad. En aquellos días de finales del siglo xiv, en los primeros del siglo xv, no podía caber duda alguna. Se aceptaba el bautismo para dejar de ser judío y así salvar el cuello. Estoy convencido de que muchos clérigos, por no decir los católicos de a pie, contemplaron todo aquello como un regalo de la Providencia. No se percataban, desde luego, de la amargura que les esperaba simplemente por no haber sabido respetarnos. De todas formas, lo peor estaba por llegar.

—¿Se refiere a la expulsión de 1492?

—No. Creo que ya le he dicho que la expulsión de 1492 equivalió simplemente a cortar un miembro ya medio muerto y arrojarlo lejos. En realidad, el mal se había iniciado más de un siglo antes y se prolongaría yendo cada vez a peor durante las décadas siguientes. Para empezar, estaba el problema de los que se habían bautizado. Aquella pobre gente necesitaba tener seguridad. Ansiaba aferrarse a aquella nueva tabla de salvación en la esperanza de que les permitiría conservar la vida y la hacienda. Quizá no resulte tan extraño que desearan ganarse la condescendencia de los que afirmaban ser sus nuevos hermanos. Creo que eso explica que aquellos nuevos conversos no sólo revelaran datos sobre algunos pasajes del Talmud que injuriaban al Nazareno y a su madre sino que además, ayudados por las nuevas órdenes religiosas que nacían del seno del mismo pueblo, se embarcaran en controversias cuya finalidad era expurgar el Talmud y obligarnos a reconocer nuestro error y a apostatar.

—Es verdad lo que usted dice, pero me reconocerá que el Talmud sí tiene esos pasajes en los que se insulta a Jesús y a su madre.

—¡Ah, el Talmud, el Talmud! El Talmud es una obra de rabinos vencedores. Sí, no me mire así. Como ya le he dicho, nació de aquellos que se salvaron de la destrucción del Templo y pasaron a regir a nuestra nación. Es una visión parcial. En el Talmud no se recogen los puntos de vista de los saduceos, de los esenios o de los judíos que creían en el Nazareno. Ni siquiera aparecen los de todos los fariseos. Si lo sabré yo que viví cuando el Templo aún estaba en pie... pero ¿qué esperaba aquella gente? ¿Entra en cabeza humana que el Talmud iba a hablar bien de Jesús? ¿Qué pretendían? ¿Que dijera que su madre quedó encinta virginalmente? ¡Oh, vamos! Si ése fuera el caso, aquella gente habría seguido al Nazareno y no a Hillel y a otros rabinos... Sí, las matanzas de 1391 fueron nuestro final. Por un lado, el que desaparecieran en apenas unos días, por muerte o conversión, dos terceras partes de los judíos constituía un acontecimiento verdaderamente extraordinario, terrorífico, de acuerdo, pero inusitado, sin parangón, sin igual. Por otro, aquella gentuza había asistido a conversiones masivas debidas, sin duda, a la violencia, pero que habían venido acompañadas y, desde luego, precedidas por otras que habían nacido de la convicción y que habían estado relacionadas con nuestra propia decadencia. Aquella combinación resultó letal porque no pocos personajes comenzaron a plantearse que, en efecto, nuestra asimilación podía ser una meta relativamente fácil de alcanzar... por primera vez en la historia.

—Hay que reconocer que tenía cierta verosimilitud...

—Cierta verosimilitud... usted lo ha dicho. Porque la cuestión, sin embargo, no era tan fácil como podían pensar algunos. £n primer lugar, tenga usted en cuenta que los judíos que aún seguíamos siéndolo, estábamos más convencidos que nunca. No, no me mire así. ¿Podía ser de otra manera después de sobrevivir a la tormenta? Eso fortaleció nuestra resolución. Además, no pocos de los conversos al catolicismo, una vez que les habían apartado el cuchillo del cuello, lamentaban de todo corazón su debilidad y volvían a sus prácticas, eso sí, en secreto. Así surgió un judaísmo secreto, un criptojudaísmo, del que iba a brotar una enorme amargura y que dejaría de manifiesto hasta qué punto el uso de la fuerza, lejos de solucionar un problema, había terminado por provocar otros peores. Pero, dígame usted llevándose la mano al corazón, el problema de los judíos ocultos ¿era culpa nuestra, de aquellos de mis correligionarios que habían tenido que elegir entre el bautismo y la vida, o lo era más bien de los que no les habían dado otra alternativa?

—Lo que llama la atención es que esperaran que aquello diera buenos resultados...

—Tampoco todos fueron tan ingenuos —respondió el judío—. Verá. Vicente Ferrer, que, como ya le conté, fue uno de los personajes clave en las conversiones masivas, no había sido tan optimista, o tan inocente, como para creerse que todas eran sinceras o iban a perdurar. No. Era mucho más inteligente que eso. Ya sabe. Ves a un primo, a una hermana, a tu madre y te recuerdan que ellos siguen siendo judíos y tú has renegado de todos. Sin un peligro de muerte inminente o sin una convicción muy firme, resulta muy difícil mantenerse en la nueva fe. Temeroso de las consecuencias de episodios así, Vicente Ferrer había defendido que los conversos debían estar separados de sus antiguos correligionarios. Así, dos años después de las matanzas, el rey de Aragón ordenó la separación de judíos y conversos, y prohibió que rezaran o comieran juntos. Y si al menos los conversos hubieran podido tratarse con sus hermanos católicos... Pero tampoco. Los habían sacado a golpes de un lugar y ahora no les permitían entrar del todo en otro. Las ordenanzas de Valladolid de 1412 prohibían, por ejemplo, que tuvieran cargos o que vivieran en el mismo lugar que los católicos. Para remate, ese mismo año, el papa Benedicto XIII, un aragonés cabezón que acabó excomulgado por otro Papa rival, decidió que los judíos tuvieran que discutir en Tortosa con algunos de sus teólogos. No es que la idea fuera original porque ya se habían producido encuentros semejantes en París y Barcelona, pero en esta ocasión la disputa duró casi dos años.

—No está mal para ser una discusión teológica... —pensé en voz alta.

—No, si, efectivamente, se hubiera tratado de eso. Verá, por la parte católica, habló, sobre todo, un judío de Alcañiz que se presentaba como Jerónimo de Santa Fe, pero que, antes de su bautismo, se había llamado Yehoshua ha-Lorqui. Por la judía, había doce rabinos y personalidades judías de Aragón.

—Parece un poco desequilibrado...

—Sí, lo parece, pero, en la práctica, no lo fue tanto. Entiéndame. Yo no niego la sinceridad de Yeho... de Jerónimo. Había dedicado unas dos décadas a estudiar comparativamente ambas religiones y había llegado a la conclusión de que el cristianismo era la verdad. ¿Cómo logró conciliar, por ejemplo, el precepto de no rendir culto a las imágenes con las que abarrotaban las iglesias? Lo ignoro. ¿Cómo logró conciliar el mandato de rendir culto sólo a Dios con las prácticas entusiastas de culto a María y a infinidad de santos? Lo ignoro. ¿Cómo logró conciliar las promesas formuladas por el único Dios a Israel con aquella sañuda persecución que habíamos sufrido a manos del clero y de los fieles? Lo ignoro. Pero, a pesar de todo, concedamos que creía en lo que decía y que estaba convencido de que el Talmud contenía errores y que le parecía que había algo de bueno en sacar a sus antiguos correligionarios de la religión de sus padres... sí, concedamos todo eso y mucho más. Pues bien, con todo eso, los rabinos no podían ganar la disputa. No, no porque no tuvieran razón, que en eso no entro, sino, simplemente, porque no se lo hubieran consentido. A decir verdad, demasiado buen papel hicieron los pobres... Imagínese cuando llegaron a los textos del Talmud en que se denigra al Nazareno... ¿qué juez iba a admitir siquiera por vía de hipótesis que María era una adúltera y que Jesús era un bastardo? ¿O cómo iban a entender que ésa era una opinión no necesariamente vinculante? Al final, ni Jerónimo de Santa Fe fue vencido ni los rabinos resultaron derrotados, pero el resultado para nosotros fue muy malo. Nos obligaron a expurgar los pasajes del Talmud donde se hablaba mal del Nazareno y de su madre, y, sobre todo... me duele decirlo, pero...

—Pero ¿qué? —pregunté, sorprendido por la inseguridad que parecía haberse apoderado del judío.

—Pues... bueno, Jerónimo se había pasado dos décadas estudiando las dos religiones y le sobraban argumentos para creer que el Nazareno era el mesías. El resultado fue que no pocos de mis correligionarios se sintieron persuadidos al escucharlo y solicitaron recibir el bautismo...

—¿Cree usted que lo hicieron forzados?

El judío movió la cabeza en sentido negativo, pero no despegó los labios.

—Yo no estaba entonces en España —dijo al fin—. Me libré de aquellas disputas, de la oleada de obras escritas para vapulearnos, de las nuevas medidas para hacer la vida imposible no sólo a mis correligionarios sino también a los conversos, de las acusaciones terribles como la de que nuestros rabinos sacrificaban niños cristianos para utilizar la sangre en ritos repugnantes...

Eran dramas terribles que sólo servían para allanar el camin0 hacia el destierro de 1492. Cuando tuvo lugar hacía ya tiempo que habían dejado de expulsarnos de otras naciones y mis hermanos de España creían que no podría producirse otro drama semejante, pero, si se observa con cierta perspectiva, no se puede negar que aquello se venía anunciando y cualquiera con sentido común se percataba de que iba a suceder más tarde o más temprano. El pueblo lo pedía y el clero, especialmente el más relacionado con el pueblo, lo respaldaba. Fernando e Isabel, los reyes, sólo aceptaron el veredicto popular sin discutirlo. Claro que gracias a Dios, hacía mucho que yo me encontraba lejos.

—Comprendo que no estuviera en España.

—Por supuesto. ¿A usted le parecería razonable quedarse en aquellas tierras después de lo que había pasado en 1391?

—Millares de judíos lo hicieron...

—Sí. Es verdad, pero se equivocaron. Se equivocaron muy gravemente. Creían que todo pasaría, que allí acabarían sus días ellos y sus hijos, que volverían los años dorados de Sefarad... ¡Pobres! Yo, yo sabía que los años, buenos o malos, nunca regresan. Simplemente pasan. Y eso fue lo que sucedió. Consciente de que lo más sensato era poner tierra por medio, lo hice. Llegué a Francia con relativa facilidad. A fin de cuentas, ni llevaba divisa de judío ni iba ataviado como un judío ni tenía aspecto de judío o, por lo menos, de lo que la gente pensaba que era la apariencia de un judío. Una vez allí, pude moverme con más sosiego. No me puse en contacto con nuestras comunidades. En realidad, si el salvajismo había pasado de Andalucía a Castilla y de Castilla a Aragón, ¿qué me aseguraba que no sucedería lo mismo con los Pirineos? Creo recordar que el campo tenía un hermoso aspecto en esa época, pero no podría asegurarlo. Viajaba deprisa, muy deprisa, como para poder detenerme a ver el paisaje.

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