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Authors: César Vidal

El Judío Errante (26 page)

BOOK: El Judío Errante
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—Y al final, ¿dónde se quedó? ¿En Francia?

—Continué hasta llegar a los Países Bajos. Sé de sobra los inconvenientes que tienen esas tierras. Están situadas por debajo del nivel del mar, hace frío, llueve, la luz es variable... sí, todo eso es más 1ue cierto» pero..  bueno, cuando yo llegué, los pintores estaban descubriendo todo y cuando digo todo, quiero decir todo- El óleo, la luz, la perspectiva... créame si le afirmo que lo que luego llevaron a cabo los italianos... bueno, no era mucho en comparación con lo que ejecutaban ya entonces los flamencos.

—No habla usted en serio... —señalé incrédulo.

—Por supuesto que sí. Claro que sí —protestó el judío—. Ah! Tendría usted que haber conocido todo aquello... ¡Qué gente! Los Van Eyck... El Bosco, que fue un gran amigo mío...

—¿El Bosco fue un amigo suyo?

—Por supuesto que lo fue —respondió el judío asintiendo con la cabeza—. De hecho, yo aparezco en uno de sus cuadros y... bueno, no nos distraigamos... Llegué a los Países Bajos. Me establecí allí. Viví la revuelta contra los españoles. Celebré el triunfo de los rebeldes porque sabía que los protestantes nos concederían libertad de religión a todos, sin excluir ni a católicos ni a judíos. Y lo hicieron. Vaya si lo hicieron. ¡Ah! ¡Aquellos re-formados.. .! Eran... ¿cómo le diría yo? Bueno, creo que se parecían mucho a algunos de los estadounidenses actuales. Desconfiaban del poder, creían en la iniciativa privada y el espíritu de empresa, eran celosos de sus libertades, trabajaban con la convicción de que su labor tenía una impronta sagrada y, sobre todo, rezumaban fe. Creían todas y cada una de las palabras contenidas en la Biblia. Precisamente por eso nos trataban bien a los judíos y nos permitían incluso disfrutar de un régimen especial. Sabían, ¿lo entiende bien?, sabían que las Escrituras estaban repletas de anuncios de bendición dirigidos a nosotros. A los judíos. Bueno, imagino que no le costará entender por qué me sentía mejor, muchísimo mejor en aquella Holanda reformada, que en 'a España que había asesinado en masa a los judíos en 1391 para expulsarnos un siglo después.

No. Supongo que no —acepté.

Fui feliz —continuó—. Fui muy feliz en aquella época.

cuatro papas fulminando condenas entre sí. Algunos judíos encontraron aquello divertido. A fin de cuentas, resultaba casi una confirmación de que los seguidores del Nazareno eran unos bárbaros sumidos en el desconcierto y en la superstición. Pero yo n0 lo veía así. Temía que si aquel proceso de descomposición proseguía, al final, como casi siempre, lo acabaríamos pagando nosotros. ¿Se imagina usted lo que habría pasado si de pronto dos papas a la vez nos hubieran pedido ayuda? ¿Qué hubiéramos podido hacer? Ayudáramos al que ayudáramos, el otro se habría sentido mal dispuesto hacia nosotros... No. A mí aquella crisis de la Iglesia católica ni me divirtió ni me gustó. Y se trató sólo del principio. Muy pronto en Bohemia se desató la rebelión de un grupo que pretendía seguir las enseñanzas del Nazareno y que abogaba por separarse de una Iglesia a la que consideraba apartada de la Verdad. Antes de que acabara el siglo xv a los griegos, los rusos, los búlgaros y tantos otros que se negaban a reconocer la supremacía del obispo de Roma se sumaron los checos. Al poco estalló la Reforma. Como usted se imaginará, aquella disputa entre cristianos a nosotros los judíos nos pillaba muy a trasmano, pero al cabo de unos años, pocos, nos dimos cuenta de que no nos daba lo mismo vivir en un sitio que en otro. En la mayoría de las naciones católicas, o habíamos sufrido la expulsión o nos miraban con suspicacia pensando que podíamos ser agentes enemigos, pero en aquellas donde triunfó la Reforma... no, no es que fuéramos iguales, pero aquellos hombres se habían puesto a leer la Biblia y habían descubierto, fíjese usted, que éramos protagonistas de buena parte de las Escrituras. Sí. Sé que parece una ridiculez, pero así era. De repente, se encontraron con que David y Moisés y Salomón eran de los nuestros y hasta descubrieron esa promesa de Dios a Abraham en la que anuncia que bendecirá a los que bendigan a los judíos y maldecirá a los que los maldigan. Sí, así era. Habían descubierto lo que sabe cualquiera que se moleste en leer las primeras páginas de la Biblia.

El judío sonrió aunque, esta vez, no me pareció descubrir en su sonrisa ni el menor indicio de sarcasmo.

.—Aquella gente no creía en autoridades humanas sino en la

autoridad divina de la Biblia —prosiguió—. Fíjese. Cuando Lutero, un Lutero a punto de morirse, propuso que se nos expulsara siguiendo el ejemplo de Isabel y Fernando en España, nadie le hizo el menor caso empezando por su príncipe y siguiendo por sus discípulos. No nos expulsaron. De ningún sitio.

Los ojos del judío brillaban de una manera extraordinariamente viva, como si en lo más profundo de las cuencas se hubiera encendido una luz que se filtraba a través de las pupilas.

—Habían vuelto a leer la Biblia y eso... bueno, eso produjo un cambio radical. En Holanda, donde había triunfado una forma de protestantismo que creía que la soberanía de Dios se expresaba fundamentalmente mediante una elección realizada según Sus designios, decidieron que resultaría una bendición para la nación, por cierto, recientemente independizada de España, el acogernos. Aquélla fue una época maravillosa de libertad. Ahora puede parecer que no tiene mayor relevancia, pero entonces... ah, que en un mismo lugar pudieran convivir católicos, protestantes de todo tipo, judíos... era sinceramente increíble. ¡Constituía un verdadero milagro! No puedo describirle lo que fue aquella Holanda, pero sí puedo decirle que yo, personalmente, no recordaba haber disfrutado de una libertad semejante en mi vida. Ni siquiera cuando existía el Templo y Jerusalén no había sido arrasada por los romanos.

—Me llama la atención lo que usted dice —le comenté sorprendido ante aquel retrato idílico de la Holanda calvinista.

—Creo que no exagero en absoluto —dijo el judío—. Pero el ser humano, y nosotros los judíos no somos una excepción, tiende a no estar a gusto con lo que posee. Ambiciona más. Suena con más. Ansia más. Algunos comenzaron a pensar que cabía mejorar nuestra suerte si nos trasladábamos de aquella Holanda calvinista a la Inglaterra de los puritanos.

—Pero los puritanos eran también calvinistas... —me atreví a comentar.

—Pues por eso mismo —me dijo el judío mientras me miraba con cierta suficiencia—. Holanda, de repente, se nos había quedado pequeña. Cierto, cierto, en ningún sitio estábamos mejor, pero Inglaterra... ah, Inglaterra ya comenzaba a apoderarse de los mares. De allí nos habían expulsado antes que de España. ¿Se imagina usted lo que podía ser para nosotros conseguir que nos dejaran entrar de nuevo en aquella isla? Durante años, no pensamos en otra cosa y, de repente, uno de los nuestros que se llamaba Menasseh ben Israel escribió un libro donde suplicaba que se permitiera a los judíos asentarse en Inglaterra. A la nueva potencia puritana, podíamos aportarle laboriosidad, conocimiento especializado, talento para el comercio... vamos, si casi parecía que iban a salir más beneficiados los ingleses que nosotros. Por un tiempo pudo parecer que nuestras esperanzas eran vanas, que nos habíamos excedido en nuestros sueños, que una cosa eran los calvinistas holandeses y otra los que ahora gobernaban en Inglaterra, por cierto, tras decapitar al rey. Y entonces, no sé si lo va a creer, pero en el momento menos esperado, Menasseh recibió una carta invitándole a visitar Inglaterra, y ¿a qué no sabe usted quién la firmaba?

—No —reconocí un tanto perdido en medio de aquel relato vertiginoso en el que la vida de los judíos se entrecruzaba con la de los puritanos.

—El mismísimo Cromwell —respondió el judío con satisfacción.

—¿Oliver Cromwell? —pregunté escéptico.

—Exactamente. El lord protector. El parlamentario que había derrotado a los ejércitos regios de Carlos I y después, al saber que planeaba traicionar a sus súbditos aliándose con las potencias extranjeras, había logrado que el Parlamento lo condenara a muerte.

—¿Y Cromwell tenía interés en hablar con los judíos holandeses?

—Cromwell... Ah, Cromwell era un personaje muy especial—me dijo el judío como si lo tuviera ante sus ojos en ese mismo momento—. Sé que lo han criticado mucho y que los irlandeses lo aborrecen, pero... pero créame, hombres como ése nacen uno cada dos o tres siglos y es muy difícil no ver en ellos la mano de Dios.

—No era judío... —me atreví a decir.

—No lo era. Es cierto, pero conocía las Escrituras mejor que la mayoría de los judíos que he visto a lo largo de mi más que dilatada vida. Además sus ideas no podían ser más claras. Estaba a favor de la libertad religiosa; es más, consideraba que era el primer derecho que los gobiernos debían respetar, pero no tenía la menor intención de consentir que ninguna Iglesia fuera oficial ni tampoco que intentara acabar con la libertad de otros. De ahí derivaba su oposición al catolicismo. Por supuesto, aborrecía muchos de sus dogmas, especialmente los que no se encontraban en las Escrituras cristianas, pero, por encima de todo, lo que no podía soportar era que se tratara de una potencia política dispuesta a controlar el mundo y a levantar las hogueras de la Inquisición para imponerse. Cromwell ansiaba ayudar a los protestantes de Italia, de Francia, de Holanda, a todos los que buscaran defender su libertad de conciencia, pero, a la vez, soñaba con extender ese apoyo a otros que desearan simplemente adorar a Dios conforme a sus convicciones personales como era nuestro caso.

—Creo que entiendo.

—Mire, los puritanos tienen ahora muy mala prensa. La misma palabra se ha convertido en una especie de insulto que parece definir a gente de mentalidad estrecha y corazón fanático. Pero eso no pasa de ser una caricatura injusta e interesada. Los puritanos, a decir verdad, se parecían mucho a nosotros. Deseaban obedecer la ley de Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente. Incluso respetaban el sabat aunque lo guardaran, como buenos cristianos, el día primero de la semana, el domingo. Eran trabajadores, austeros, ahorrativos. Su palabra valía su peso en oro y no le temían a nadie salvo a Dios y, por supuesto, no se arrodillaban ante una imagen de madera o de metal —¡Dios santo! Parece usted un converso... —dije en tono jocoso.

—Bien sabe usted que no lo soy, pero no puedo cerrar los ojos ante aquella gente que, por primera vez, en muchos siglos no consideraba que éramos réprobos a los que había que perseguir. Bueno, no deseo desviarme. Menasseh mantenía una relación de amistad conmigo. En Holanda había comenzado a surgir una fructífera industria del diamante y esa circunstancia me había permitido desde hacía algún tiempo mantener relaciones con los ingleses. El caso es que me pidió que lo acompañara y accedí.

—¿Así? ¿Sin más?

—No creo que fuera necesario más —respondió el judío con un tono que parecía dejar de manifiesto que mi pregunta parecía sorprenderle—. Como le he dicho, conocía algo a los ingleses; me lo pidió como un favor y acepté. Bueno, sí, y además me había indicado que, en caso de que nos permitieran regresar a Inglaterra, yo sería de los primeros que podría establecerme en la isla.

—No era mal plan. Lo reconozco.

—No. No lo era. Pero créame si le digo que me movía más la curiosidad que otra circunstancia. En fin, a lo que iba, el cruce del Canal resultó verdaderamente terrible. Yo había navegado en otras ocasiones, pero no recuerdo un viaje tan espantoso. Las olas se levantaban y parecían dispuestas a tragarnos; la espuma nos llenaba la cara impidiéndonos respirar; la nave cabeceaba y daba la sensación de que se hundiría en el abismo en cualquier momento. .. La verdad es que tengo la sensación de que la boca se me seca y me sabe a sal tan sólo de recordar todo aquello. Y eso sin tener en cuenta que no dejé de vomitar. Hubiera deseado entregarme a la oración, como otros que venían con nosotros, pero no, ¡qué va!, la bilis que salía en unas madejas que iban de r

aquí hasta allí no me dejaba articular una sola frase. Desde luego parece mentira lo que puede acumular la vesícula... En fin, no deseo perderme en detalles. Cuando ya no podía creer que en mi interior quedara el menor líquido, la niebla comenzó a disiparse y vimos la costa.

—Supongo que sería un consuelo...

—No sé qué decirle. Creo que el único alivio habría sido el de morirme y reposar, pero aquello resultaba impensable. Bien, sigamos. La Inglaterra que vimos entonces era como una mezcla de cuartel e iglesia. Había soldados del Parlamento por todas partes. Se trataba de hombres vestidos de negro o de castaño, austeros, como espartanos o como monjes, que continuamente cantaban sobrios y conmovedores himnos religiosos y que nunca rondaban por las tabernas o los burdeles. Los llamaban el Ejército santo y debo decirle que, si alguna vez existió una tropa que mereciera ese apelativo fue la de Cromwell. Aquella gente no robaba, no juraba, no mentía, no buscaba prostitutas. El mismo Cromwell... usted tendría que haberlo visto. Nos recibió vestido casi, casi como un mendigo. Entiéndame. Iba muy limpio y aseado, sin suciedad alguna, bien rasurado, pero... pero sus vestimentas eran impecablemente negras, casi como si se tratara de un sacerdote e insisto en lo de sacerdote porque cualquier obispo o cardenal, incluso el más modesto, hubiera parecido un potentado comparado con él. Nos dio la bienvenida de una manera muy cortés y nos preguntó en qué podía servirnos. Menasseh comenzó a hablarle de nuestro deseo de poder regresar a Inglaterra. Le señaló muy hábilmente que de esa manera el faro del protestantismo se distinguiría claramente de la negrura del catolicismo, es decir, de España, de donde habíamos sido expulsados siglo y medio atrás. El argumento puede parecer un tanto pueril, pero telendo en cuenta el orgullo puritano de Cromwell y la manera en que temía una contraofensiva católica tenía su lógica. Cromwell nos escuchó con atención y me atrevería a decir que con enorme respeto. Esto ahora parece lo más normal, pero entonces... entonces ya podíamos dar gracias los judíos de que alguien se dignara no bajarnos de la acera de un empujón o no nos diera un codazo o una patada en el mercado por el mero gusto de divertirse. Bueno, el caso es que llevaba ya un buen rato escuchándonos, cuando, de repente, Cromwell nos dice: «¿Están ustedes seguros de que Inglaterra es el destino al que deben aspirar?». Le confieso que sentí un escalofrío, y seguro que no fui el único, cuando escuché aquellas palabras. ¿Nos había estado escuchando para respondernos ahora que no? ¿Iba a decirnos que debíamos encaminarnos hacia otro país? Me formulaba todas estas preguntas cuando Cromwell, como si hubiera adivinado nuestros pensamientos, añadió: «Por supuesto, pienso hacer todo lo que esté en mi mano para que el Parlamento revoque la expulsión y puedan ustedes regresar a Inglaterra, pero si me lo permiten, creo que debo señalarles que su tierra es la de Israel».

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