Authors: César Vidal
—Lo celebro —dijo el judío—.Todos los que seguíamos la Torah de Moisés sabíamos entonces (cualquiera se atrevería a decir lo que sabemos ahora) que la única manera de poder evitar ese justo castigo que Dios debía descargar sobre nosotros a causa de nuestras transgresiones era los sacrificios expiatorios; en otras palabras, el ofrecimiento de animales sin mancha ni tacha que nos sustituyeran a nosotros los pecadores cargando con nuestros pecados. Cualquier judío sabía que «sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados». Vamos, así lo afirma la Torah de la manera más tajante. ¿Dónde se llevaba a cabo esa ceremonia de expiación?
—En el Templo de Jerusalén —respondí aunque me resultaba obvio que su pregunta no dejaba de ser retórica.
—Efectivamente, en el Templo de Jerusalén, luego, desaparecido el Templo...
—... no había posibilidad de expiación de los pecados —concluí su razonamiento.
—Así es —subrayó con un gesto de asentimiento el judío.
—Reconozco que no es poco problema...
—Cómo que no lo es —remachó el judío con un brillo especial en sus pupilas—. ¿Se imagina lo que es vivir sujeto a una norma moral siendo consciente de que no existe forma de hallar el perdón para cualquier quebrantamiento en que incurra? Sí, la verdad es que las cosas cambiaron mucho tras la destrucción del Templo. Sólo aquellos judíos que creían que Jesús era el mesías, que había muerto ofreciendo su vida como sacrificio expiatorio y que esperaban el perdón por la fe en su muerte en la cruz tenían certeza de perdón. Los demás... los demás nos con-solábamos pensando que el Templo sería reconstruido cuanto antes y que Dios no tendría en cuenta la manera en que nos comportábamos mientras tanto.
—La verdad es que escuchándolo su tono resulta apocalíptico —pensé en voz alta.
—Sí —reconoció el judío—. Nunca se ha utilizado la expresión con más propiedad. Verá. Yo no creía que Jesús fuera el mesías. Ni podía ni quería creerlo, pero... bueno, creo que antes debo referirle lo que pasó conmigo al caer Jerusalén.
—Se lo ruego.
—Los romanos no mostraron la menor compasión para con nosotros. Habían tenido bajas considerables, algo lógico porque se habían encontrado con una resistencia encarnizada, pero ninguna de esas circunstancias los llevó a mostrarnos el respeto que, en ocasiones, se otorgan entre sí los combatientes. Por el contrario, creo que nos contemplaban como a un parásito que se resiste a desaparecer a pesar de los esfuerzos denodados de aquellos que desean erradicarlo. Habían arrasado la tierra de Israel, nos habían derrotado, habían crucificado y esclavizado a buena parte de nosotros. ¡Habían muerto no menos de las dos terceras partes de nuestro pueblo! Y ahí seguíamos. De hecho, los habíamos obligado a tomar la Ciudad Santa palmo a palmo. Y ahora nos tenían en sus manos... No recuerdo que hubiera muchas violaciones, quizá porque nuestras mujeres tenían un aspecto penoso después de tanta hambre, pero se hartaron de matar. Podían habernos vendido como esclavos, pero prefirieron vernos colgar de cruces. Gritábamos, gemíamos, llorábamos, aullábamos de dolor, pero no les importaba. En realidad, creo que nos hubieran matado a todos más que a gusto y que si no lo hicieron se debió a que no quedaron árboles en los alrededores de Jerusalén. ¿Se imagina? ¡Salvados por falta de materia prima para exterminarnos! —Pero usted...
—Yo no las tenía todas conmigo. Es cierto que mi edad era muy avanzada. Es cierto que seguía vivo mientras que decenas de miles de hombres jóvenes y fuertes habían muerto. Es cierto que me sentía, dentro de lo que cabe, bien. Pero ¿qué significaba aquello? ¿Que las palabras del Nazareno se iban a cumplir? Eso lo sé ahora. Vaya si lo sé, pero entonces... entonces sólo veía aquel bosque de cruces que rodeaba Jerusalén y me decía que iba a morir de la misma manera que aquel que me había anunciado que vagaría hasta su regreso. Sería una muerte horrible, dolorosa, prolongada, en la que el acompañamiento de millares de cuerpos agonizantes en otras cruces semejantes a la mía no me haría sentirme menos solo.
—Pero usted sigue vivo...
—Sí... eso es cierto —dijo el judío como si en ese momento se hubiera percatado de tal circunstancia—. Sigo vivo, pero... verá, nos habían reunido en una especie de corral de donde nos sacaban para darnos muerte. Ya ni nos clavaban a la cruz. Simplemente nos maltrataban y dejaban que el hambre, la sed, el calor y las moscas se ocuparan de echarnos de este mundo, lenta, pero eficazmente. No sé el tiempo que llevaríamos sin comer ni beber.
Dos días como mínimo, pero la verdad es que nos hallábamos sumidos en una sensación tal de anonadamiento, de desolación, ¿c final sin esperanza que no recuerdo que experimentara aquellas necesidades de manera especial. Puede también que el desgaste físico hubiera amortiguado mi capacidad de sentir. Y entonces fue cuando me morí.
—¿Perdón? —dije sorprendido.
El judío sonrió y en su rictus me pareció percibir un tono de ternura, como el que nos aparece en la cara cuando escuchamos a un niño aplicar su lógica infantil y llegar a resultados absurdos y cargados de comicidad.
—Sí. Creo que merece usted una explicación. Como le digo, llevábamos sin comer ni beber varios días. Incluso varios de mis compañeros de cautiverio murieron con la lengua convertida en una bola negruzca que les llenaba la cara. Y entonces yo mismo sentí que había entrado en la agonía. Fue una sensación... no sé muy bien cómo explicársela. Se trató de algo similar a esas bajadas de tensión en medio de las que vamos perdiendo la fuerza, la capacidad de respirar e incluso bordeamos la inconsciencia. Yo sentí cómo la debilidad se apoderaba de mí, como una masa de calor que fuera desapareciendo de mi cuerpo a la vez que me sumía en un sopor frío y pesado. Y entonces... entonces...
El judío guardó silencio por un instante a la vez que los ojos se le humedecían.
—Primero, ante mi empezaron a pasar imágenes de mi existencia. No era como una película, sino más bien como una sucesión de diapositivas, de instantáneas, que me mostraban retazos de juegos infantiles, de besos, de caricias... luego apareció mi padre enseñándome el oficio, y mi boda, y la noche nupcial, y la circuncisión de mi primer hijo... y entonces, al cabo de más y más pedazos de mi vida, sentí cómo si me absorbieran...
—¿Como... si le absorbieran?
— Sí. Exactamente, como si me absorbieran, como si me succionaran, como si una fuerza superior me aspirara y arrancara mi alma del interior del cuerpo.
—¡Dios santo! —apenas acerté a decir.
—Entonces fue como si cruzara un túnel oscuro a una velocidad imposible de calcular y, de repente, de la manera más inesperada, vi una luz. Sí, no me mire así. Fue una luz blanca, cálida, casi... casi me atrevería a decir que dulce.
Era la primera vez que escuchaba adjetivar de esa manera la luz, pero no consideré oportuno realizar ningún comentario.
—Me pareció entonces ver algunos rostros familiares. No podría decirle exactamente de quién se trataba. Quizá amigos de la infancia olvidados tiempo atrás, rabinos, artesanos... no podría decírselo con seguridad. Dudaba entre dirigirme a ellos o esperar a que fueran a mi encuentro, cuando... cuando lo vi.
:—¿A quién?
—Al Nazareno.
—¿Está usted seguro? —pregunté sobrecogido.
—Sin el menor género de dudas —contestó con firmeza—. Era el mismo que se había dirigido a mí el día de la crucifixión. Bueno, no exactamente...
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a que las facciones eran idénticas, eso no se puede negar, pero, al mismo tiempo, de su cuerpo parecía brotar ahora una luminosidad especial, como... como si estuviera entretejida de la gloria que desprenden los astros, como si irradiara...
—¿Le dijo algo?
El judío bajó la mirada.
—Sí —respondió—. Me miró con aquellos ojos que parecían estar forjados en bronce bruñido y dijo: «Tu camino no ha concluido. Deberás continuarlo hasta que yo regrese. Vuelve a tu cuerpo».
—¿Eso le dijo?
Asintió con la cabeza un par de veces sin levantar la mirada del suelo.
—Lo que sucedió entonces... Volví a sentirme absorbido, pero esta vez, fue en la dirección inversa. Cuando abrí los ojos, me encontré de nuevo en el interior del cuerpo y supe entonces que no moriría, que lo que me había dicho el Nazareno era cierto que tendría que seguir existiendo indefinidamente. Y entonces perdí el miedo a la muerte y sólo me quedó la angustia, no continua sino intermitente, de vivir por los siglos de los siglos.
—¿Y qué sucedió entonces?
—El caso es que cuando nos dieron orden de salir ni me resistí ni se me pasó por la cabeza hacerlo. Con la cabeza baja, arrastrando los pies, dejé que me condujeran al lugar de la matanza y entonces... ¿cómo... cómo explicárselo? Entonces, sin observar, ni mirar, mis ojos dieron con un oficial romano que hablaba con un soldado y se señalaba un anillo que tenía en el dedo. Capté enseguida cuál era su problema. Algún objeto, una espada, una piedra, un proyectil, se lo había rayado hasta el punto de casi partirlo y ahora, como es natural, se dolía.
—¿Era una joya valiosa?
—Mucho más de lo que usted se imagina —señaló el judío—. En ese momento, de manera maquinal, como... como si alguien me empujara salí de la fila y le dije al oficial romano: «Puedo arreglar su anillo». Me lanzó una mirada desconcertada. Me había dirigido a él en griego y era obvio que no había entendido mis palabras. Yo entonces le indiqué el anillo y le hice señas de que podía repararlo. Debió de sospechar lo que quería decirle porque le hizo un gesto al soldado con el que hablaba y éste pronunció unas palabras en latín. Entonces el oficial me miró con interés, como si hubiera descubierto algo que le interesaba y tiró de mí para apartarme de la fila.
—¿No dijeron nada sus guardianes?
—Por supuesto. Sí, uno de ellos vino a protestar, pero el oficial le dio cuatro gritos y el legionario se apartó amedrentado. Aquél era un ejército verdaderamente disciplinado. Las órdenes de un superior no se discutían. Simplemente, se obedecían. Bueno, el caso es que el oficial me apartó de aquel lugar y, en compañía del soldado que estaba hablando con él me llevó hasta algo que parecía un acuartelamiento. No quiero aburrirle diciendo cómo eran los campamentos de los romanos, pero la verdad es que impresionaban. Había un orden, una pulcritud, incluso una simetría que, tras contemplarlos, a nadie podía sorprender que nos hubieran aplastado militarmente. El caso es que me ordenó sentarme, me dio un trozo de pan, un cubilete con vino y me dijo que comiera y bebiera. Ya puede usted imaginarse que en dos mil años he comido pan infinidad de veces, pero creo que muy pocas me supo tan sabroso como aquél. Era una verdadera delicia. Por lo que se refiere al vino... me limité a mojarme los labios. Me sabía débil y no deseaba que el alcohol me privara de la pericia necesaria para ocuparme del anillo. Resultó muy fácil.
—¿Arreglar la joya?
—Todo. Sí, todo. Reparar aquel corte, que era muy feo, pero que resultaba más aparatoso que difícil, granjearme la gratitud del romano... Bueno, no deseo prodigarme en detalles. Salvé la vida. Tenía que haber muerto. Debía haberme convertido en un montón de huesos resecos cuyo único futuro es deshacerse transformados en un polvo blanquecino. Sí, eso era lo que tenía que haber sucedido, pero me salvé. ¿Comprende usted? En medio de centenares de miles de cadáveres, incluidos los de gente más sana y más joven, yo sobreviví.
—Como había dicho Jesús... —pensé en voz alta—.Tuvo usted mucha suerte.
—Según se mire —me dijo con tono molesto—. De lo que yo había amado no quedaba nada y, por añadidura, me convertí en un esclavo. Ah, bien, sí, todo hay que decirlo, no fui un esclavo cualquiera, sino uno de primera categoría.
—¿Y había tanta diferencia?
—Puede usted apostar el cuello a que sí y, la verdad sea dicha, no me costó adaptarme a la nueva situación. Acabé aceptando no sé si la inmortalidad, pero, desde luego, sí la continuación ¿e Ja vida a pesar de todo. Y además... comía bien, descansaba, me vestía decentemente... En ocasiones, he pensado que vivía incluso mejor que cuando tenía asalariados y dos negocios. Bueno, el caso es que la vida pasa y pasa. Por resumir las cosas, el oficial envejeció, murió y me dejó a uno de sus hijos, un perfecto botarate.
—¿A qué se refiere usted?
—Verá. Se trataba de uno de esos paganos supersticiosos que no tenían moral alguna, pero que luego intentaban obtener la protección sobrenatural hincándose de rodillas ante la imagen de un dios o yendo en la procesión de una diosa. Es como si dijera: a fin de cuentas, no está tan mal que mienta, que robe o que cometa adulterio y además la diosa, clemente y misericordiosa como son las mujeres, se las arreglará para ayudarme. De gente con esas ideas se puede esperar cualquier atrocidad, no se lo oculto, pero también las mayores ridiculeces. Por ejemplo, este sujeto comenzó a decir que yo no envejecía.
—¿Cómo dice?
—Lo que acaba de escuchar. Una mañana se quedó mirándome y dijo: «Judío, tú no envejeces».
—No puedo creerlo —le dije escéptico.
—Pues fue así y el colmo es que se dedicó a vigilarme cada vez más obsesionado. Por ejemplo, recuerdo una vez en que se acercó a mí, comenzó a tocarme la cabeza y a decir que no me salían nuevas canas.
—Se burla usted de mí —comenté sonriendo.
—Le estoy diciendo la pura verdad. Le confieso que llegó un momento en que comenzó a asustarme. Un día... bueno, es que es increíble, un día me despierto por la mañana y, al abrir los ojos, le veo de pie, a mi lado, observándome con los ojos entornados. No pude evitar dar un respingo al descubrirlo y entonces me lanzó: «Si tú posees el secreto para no envejecer, ¿por qué no se lo diste a mi padre, que era tu señor?». Al escuchar aquellas palabras, se me cortó la respiración. Temí que quisiera arrancar de mí una fórmula inexistente y que para conseguirlo estuviera dispuesto a someterme a tormento. ¿Y qué hubiera podido yo decirle? ¿Que el Nazareno me había maldecido condenándome a vivir hasta que él regresara? ¿Cómo iba a creer que alguien ajusticiado por un gobernador romano pudiera tener semejante poder y que además convirtiera en beneficiario a un miserable como yo?
—¿Y le dijo algo?
—No. Nada. Durante una semana, más o menos, no dejó de mirarme furtivamente, y crea que no le exagero si le digo que en todas y cada una de las ocasiones percibí en sus pupilas el miedo, un pánico cerval, terrible, insoportable. Al final, me vendió a un griego que se dedicaba también a las joyas y que me llevó a Éfeso. Imagino que el hijo de mi antiguo dueño se sintió extraordinariamente aliviado al perderme de vista. Lo más seguro es que pensara que yo era portador de un poder maléfico y que cuanto más alejado me encontrara de él resultaría mejor. Bueno, fuera como fuese, yo me vi en Éfeso y allí... prométame que no se va a reír. ¿De acuerdo? Allí me enteré de que el Apocalipsis, ese libro que ha dado lugar a tanta novela mala y a tanta película absurda no era una profecía del futuro sino que se había cumplido décadas antes.