Authors: César Vidal
—Hay que reconocer que los argumentos son de peso —pensé en voz alta—. De acuerdo con esos textos de la Biblia, o Jesús fue el mesías que llegó en el momento adecuado o el tiempo del mesías se pasó sin que hiciera acto de presencia.
—Lo que decía Rabinowitz era impresionante —reconoció el judío—.A decir verdad, a lo largo de los siglos, yo había tenido ocasión de escuchar argumentos a favor de que el Nazareno era el mesías a varias personas. En ocasiones, como en la España medieval, se trataba incluso de antiguos judíos convertidos en frailes, pero nunca, ni una sola vez, había oído aquel razonamiento que, lo confieso, impresionaba. Recuerdo que, al oírlo, uno de los nuestros se puso en pie. Tenía el rostro pálido, como si le hubieran extraído toda la sangre del rostro. La verdad es que parecía tan agitado y tan entregado al esfuerzo de controlarse que temí que pudiera desplomarse de un momento a otro. «Ha pasado mucho tiempo desde entonces, dijo con voz ligeramente temblorosa. Si lo que dices es cierto, ¿dónde está el mesías? ¿Por qué n0 se ha dado a conocer hasta ahora? ¿Cómo ha podido permanecer pasivo ante el destino de los hijos de Israel? ¿Cómo ha consentido que nos persiguieran, que nos marcaran, que nos arrancaran la hacienda y la vida?» -—¿Y qué dijo Rabinowitz?
—Lo miró con serenidad, con una serenidad que parecía irradiarse de la misma manera que se extendía la luz por la habitación y dijo: «El mesías Yeshua fue fiel, pero lo mataron. Lo mataron conforme a las Escrituras. ¿Acaso no fue el ángel Gabriel el que le dijo al nabí Daniel: «Pasadas las setenta y dos setenas matarán al mesías aunque no es culpable de nada»? Y, al hablar de esa manera, Gabriel confirmó el oráculo transmitido por el nabí Isaías acerca del mesías, al que llamó Ebed Adonai, cuando escribió: «Fue arrancado de la tierra de los vivos, por las rebeldías de su pueblo fue herido y se dispuso su sepultura entre los malhechores aunque su tumba estuvo con los ricos». Sé que muchos de nosotros hemos escuchado que ese pasaje se refiere al pueblo de Israel, a nosotros mismos, pero esa interpretación no puede ser correcta. El nabí Isaías afirma que el Ebed Adonai llevó sobre sí los pecados de nosotros, los hijos de Israel, luego no puede ser Israel. Además así lo vieron algunos de nuestros sabios. ¿Acaso no recoge el tratado Sanhedrín del Talmud el testimonio de Yehudah ha-Nasí, el autor de la Mishnah, cuando dice, citando a Isaías, que está escrito que «el mesías ha llevado nuestras dolencias y cargado con nuestros dolores; y lo hemos contemplado como herido, golpeado por Dios y abatido?»
—Debía de ser todo un carácter ese Rabinowitz... —pensé en voz alta, pero, una vez más, el judío no pareció escuchar mis palabras.
—Rabinowitz acababa de terminar la frase cuando desde otro extremo de la sala se escuchó a alguien que decía: «Los ciegos siguen sin ver, los cojos continúan sin poder andar y los mudos aún están privados del habla, y los muertos, desde luego no han resucitado». Pero Rabinowitz no se inmutó. Seguramente había escuchado aquella objeción más de una vez y no le tomó por sorpresa. Sin dar la menor seña de alteración, dijo-«Tras su injusta ejecución mediante la cual llevó nuestros pecados, el mesías Yeshua fue resucitado y Dios lo elevó hasta Su diestra en los lugares celestiales. ¿Acaso no recuerdas cómo el rabí Berekiah dijo en nombre del rabí Leví: "El futuro redentor, el mesías, será como el primer redentor, que fue Moisés. Al igual que el primer redentor se reveló a sí mismo y más tarde fue ocultado de los hijos de Israel, así el redentor futuro será revelado a los hijos de Israel y después será ocultado de ellos"»? Le confieso que aquellas palabras me impresionaron. Rabinowitz podía o no convencerme, pero no era uno de aquellos conversos descreídos, temerosos o ignorantes que había conocido en el pasado. Tampoco destilaba resentimiento hacia nosotros ni parecía ansioso por marcar distancias. No. Rabinowitz creía en lo que estaba diciendo y además no era un mero repetidor de argumentos o alguien que hubiera cambiado la autoridad del Talmud por la eclesial. Era alguien que conocía las Escrituras y que había logrado ver, con razón o sin ella, a Yeshua detrás del Jesús de mil rostros de los goyim. No sólo eso. Seguía amando a Israel. Para él, los demás judíos no éramos extraños ni mucho menos seres odiosos. Éramos sus hermanos, a los que nos anunciaba, con razón o sin ella, insisto, que el mesías había llegado hacía casi mil novecientos años y que nos esperaba para devolvernos a nuestra tierra. Y entonces, Rabinowitz comenzó a relatar cómo seguía siendo un judío, cómo amaba la Torah, cómo respetaba el sabat y las fiestas, cómo ansiaba regresar a la tierra y, a la vez, en su sinagoga se leía el Nuevo Testamento. Porque él no había dejado Je ser judío. En realidad, era un judío meshihí.
—¿Quiere usted decir un judío mesiánico?
—Sí. Supongo que ésa sería la traducción más adecuada. Era un judío que creía que el mesías ya había llegado y que, lejos de abandonar a Israel, seguía tendiéndole las manos.
—¿Qué fue de Rabinowitz? —pregunté intrigado.
—La verdad es que no sé mucho. Me consta que viajó por Inglaterra y Escocia en otras ocasiones y que también llegó a hablar en el imperio austríaco y en el Reich. Pero acabó sus días en Rusia y nunca llegó a regresar a la tierra que tanto amaba y donde había llegado a la conclusión de que Jesús, Yeshua como él gustaba de llamarlo, era el mesías. Yo tuve más suerte. Poco después regresé a la tierra, aunque cuando conocí a Rabinowitz no hubiera podido ni pensarlo.
—Imagino que no fue debido a la influencia de Jesús...
El judío me miró de hito, se encogió de hombros y dijo:
—La verdad es que no sabría qué decirle.
—Me temo que no lo comprendo —confesé un tanto desconcertado por la respuesta.
—Sí, es normal. Para que pudiera entenderme, tendría que hablarle de la época en que marché a Viena.
—¿A Viena? —dije totalmente sorprendido.
—Sí, Viena —respondió el judío como si se tratara de lo más natural del mundo—.Ahora pueden decir lo que quieran, pueden hablarle de los antisemitas como el alcalde Luger, pueden intentar minimizar lo que fueron esos años, pero... pero Viena resultaba, lisa y llanamente, maravillosa. Por supuesto, no voy a negar que no era perfecta y que había mucha gente que nos aborrecía en mayor o menor medida. Eso no tiene vuelta de hoja, pero, a pesar de esa gentuza, puedo asegurarle que no existía otra ciudad de Europa donde hubiera más y mejores judíos. ¿Ha oído usted hablar de Johann Strauss, el autor del Danubio azul.
—Sí —respondí sin saber muy bien adonde quería dirigirse.
—Su padre era un judío que se había hecho bautizar en Budapest. ¡Cómo lo odiaba Richard Wagner! ¡Cómo lo odiaba! Y, sin embargo, no ha habido nunca música tan alegre hasta llegar a... a...
—¿A Elvis Presley?
—Sí. Tiene usted razón. Hasta ese chico que se llamaba Elvis. Y no sólo estaba Strauss... Fíjese. Por allí andaban Franz Marc, que era pintor; Ludwig Wittgenstein, que era filósofo... Luego vendrían escritores como Stefan Zweig Joseph Roth... ¡Ah! Créame si le digo que aquello para nosotros fue un verdadero siglo de oro. Apenas duró unas décadas, pero se trató de una época incomparable.
Sí —reconocí—. Y también estaban Freud y Mahler... .—Mahler era un genio —se apresuró a decir el judío— pero Freud... Freud era un simple farsante. ¡Menudo déspota sinvergüenza!
Reconozco que me quedé sorprendido al escuchar las últimas palabras. Desde hacía décadas, me había encontrado con judíos, en la mayoría de los casos totalmente secularizados, que sentían por Freud verdadera adoración. La manera en que hablaban de él, en que colgaban sus retratos en sus hogares y gabinetes, en que repetían sus enseñanzas, hubiera podido llevar a pensar que habían sustituido una divinidad en la que ya no creían por otra surgida —y muerta— hacía tan sólo unas décadas. No pude dejar de preguntarme lo que habrían pensado aquellas personas de escuchar las palabras del judío.
—¿No le parece que es usted un poco... severo?
—¿Severo? —repitió indignado el judío—. Ni lo sueñe. Sigmund era un cuentista pretencioso. Si quiere luego le contaré algunas cosillas de él, pero antes he de referirme a un personaje mucho más importante.
Reprimí el deseo de preguntarle a quién se refería. Su voz había adquirido una velocidad nueva y animada y, a fin de cuentas, era obvio que no iba a tardar mucho en saberlo.
—Esto debió de ser... déjeme pensar... sí... 1896. Sí. Seguro. Fue en 1896. Yo me había establecido en Viena hacía unos años y no me había resultado difícil adaptarme. Había muchos judíos, pero no eran en absoluto puntillosos en lo que al cumplimiento de la Torah se refería. A decir verdad, los que no se habían bautizado, como era el caso del propio Mahler, hacían todo lo posible para que no se supiera que eran judíos.
Confieso que a mí esa conducta me pareció vergonzosa. Era un verdadero preludio a la asimilación, pero, a esas alturas, me encontraba más cansado que nunca y no me sentía inclinado a discutir ya con mis correligionarios. Usted... usted es un goy No puede entenderlo, pero ¿se imagina lo que es comprender de repente que tu pueblo puede desaparecer? Porque hasta ese momento yo había visto cómo mis hermanos habían sufrido todo tipo de desgracias. La destrucción del Templo y el arrasamiento de la ciudad de Jerusalén, la pérdida de la vía establecida por Dios para recibir el perdón de nuestros pecados, la expulsión de nuestra tierra, el intento desesperado de mantenernos vivos espiritualmente a través del Talmud, más expulsiones de muchas otras tierras, las hogueras, los guetos, nuevas expulsiones... sí, todo eso lo había visto y sufrido, pero... sí, querido goy, pero siempre habíamos seguido siendo judíos. Por supuesto, sé que muchos apostaban por convicción, por miedo o por interés. Todo eso es verdad, pero los que seguían siendo judíos eran eso: judíos. En Viena descubrí un mundo diferente. Había judíos que ya no tenían nada de judíos o, a lo sumo, como decían muchos de los nuestros que vivían en las fronteras de aquel imperio, eran un quinto de judío por cada cuatro quintas partes de alemán. Reflexionaba yo en todo esto con enorme dolor; me imaginaba lo que pasaría en dos o tres generaciones más, cuando, de la manera más inesperada, me di de manos a boca con un libro colocado en el escaparate de una librería. Seguramente había muchos otros, pero ni entonces me llamaron la atención ni los recuerdo ahora. Sólo tenía ojos para aquel volumen. Se llamaba El Estado judío.
—¿Se refiere usted al libro de Theodor Herzl? —pregunte sorprendido.
—Entré en la librería inmediatamente y pregunté por el libro —continuó el judío como si no me hubiera escuchado. Crea que le digo la verdad si le cuento que el librero apenas acertó a reprimir un gesto de desagrado. La verdad es que siempre han llamado la atención esos Ubreras que venden libros que no ^es agradan y que se sienten molestos cuando alguien los compra-
—También tienen que vivir —intenté defenderlos.
—Sin duda —reconoció el judío—, pero entonces lo menos que debería pedírseles es que sepan fingir. ¿O pretenden que el libro no se venda y que queden confirmados sus prejuicios?
Renuncié a entrar en la conversación. Estaba demasiado interesado en esos momentos por su relato.
—Bueno, el caso es que el Ubrera sacó el volumen del escaparate con gesto de sentirse molesto y me lo tendió. Le pregunté cómo se estaba vendiendo y me reconoció, aún más violento, que bastante bien. A decir verdad, era el último ejemplar que le quedaba. Leí el nombre del autor en voz alta. Theodor Herzl. Sí; acertó usted. Se trataba de Herzl. Por aquella época, me sonaba, pero no terminaba de identificarlo. Algo debió de sospechar aquel tendero, porque me dijo con tono despectivo que se trataba de un periodista. «Fíjese. Un periodista. Corresponsal en París durante tiempo y tiempo y se pone a escribir sobre los judíos.» Me sentí tentado de preguntarle qué tenía de malo aquel tema, pero me controlé. Carecía de sentido enzarzarme en una discusión con semejante mentecato. Le pregunté el precio del libro y me apresuré a depositarlo sobre el mostrador. A decir verdad, aquel comercio comenzaba a resultarme agobiante. Había ya pagado y me disponía a abandonar la tienda con el libro bajo el brazo, cuando la puerta se abrió y lo vi entrar.
—¿A Herzl?
—¿A Herzl? ¿A Herzl? No, por supuesto que no. ¿Por qué iba a aparecer Herzl por aquel lugar? No, era un hombre... ¿cómo le diría yo? Verá... Tenía una barba blanca grande y unos ojos oscuros y penetrantes, pero... bueno, yo, por supuesto, no conocía Amos o a Isaías, pero sí a algunos de los grandes rabinos y... y aquel hombre tenía un halo similar. Como si lo rodeara una atmósfera espiritual en la que nadie podía penetrar, pero que nadie con un mínimo de honradez se habría atrevido a negar. Quizá usted no me entienda, pero... bueno, es igual. Por un instante tuve la sensación de que una paz intangible me rozaría obligándome a detenerme a mitad de camino entre el mostrador y la puerta. El hombre inclinó la cabeza saludándome y Se dirigió al librero. «¿Tiene usted el libro de Theodor Herzl £| Estado judío?» El muy estúpido abrió la boca un par de veces sin dejar escapar una sola palabra. Debía de estar muy sorprendido de que en apenas unos minutos dos personas quisieran llevarse el mismo libro, un libro que, por añadidura, aborrecía. Al final acertó a decir: «Este señor acaba de comprar el último ejemplar que me quedaba...». El hombre de la barba blanca se volvió hacia mí, se llevó la mano al ala del sombrero y me sonrió. ¡Me sonrió! ¡Dios mío, cuánto tiempo debía de hacer desde que alguien me brindaba una sonrisa como aquella que ni siquiera entonces conseguí acordarme de cuándo había sucedido por última vez! «Me consta que se trata de un atrevimiento, comenzó a decirme, pero ¿estaría dispuesto a permitir que me quedara con su libro? Por supuesto, le abonaré lo que haya podido costarle.» «Seguramente, usted no tendrá problema en atender a lo que le dice Herr Hechler...», terció el librero. Terció mal porque yo, que quizá le habría cedido el volumen de buena gana, me sentí totalmente en contra de hacerlo desde ese momento. Balbucí que sentía un enorme interés por el libro y que no deseaba desprenderme de él. El librero volvió a intervenir para decirme que el tal Herr Hechler era un bibliófilo que compraba todo lo que se refería a los judíos. Lo dijo como si eso le concediera algún tipo de derecho sobre mí y con ello sólo consiguió que me aferrara aún con mayor decisión al libro. «Disculpe que le importune, dijo Herr Hechler, que había captado lo violento que me sentía. Puedo esperar perfectamente a que vengan más ejemplares.» Habló de una manera tan cortés, tan educada, tan exenta de esa detestable altivez con que en ocasiones se dirigen a nosotros los goyim que sentí un extraño pujo de simpatía. «Si no le molesta, comencé a decirle, podríamos llegar a un acuerdo.» ¡Pobre Hechler! Abrió los ojos totalmente sorprendido al escucharme. Usted dirá», comentó. «Bueno..., le dije, déjeme leer el libro. 5eguramente no me llevará más de un par de días. Si para entonas no han llegado nuevos ejemplares, yo le cederé gustosamente el mío.»