Authors: César Vidal
—No le veo muy entusiasmado con el programa de…
—¿Entusiasmado? Pero... pero ¿cómo iba a estarlo? Tenía usted que haberlo escuchado. A aquel sujeto le interesaban tanto los proletarios como a mí los geranios cordobeses. Lo único que ansiaba era mandar, mandar, mandar y quería hacerlo sobre un mundo nuevo en el que todos los que ahora tenían algo hubieran desaparecido de forma sangrienta de la faz de la tierra para dejarle lugar a él. Y entonces, convertido en tirano omnipotente podría someter a todos a una dictadura a la que denominaba del proletariado, pero que, en realidad, era la de su partido socialista y, en última instancia, la suya. Aquello no era sino un despotismo destructor y carente de frenos morales apenas oculto tras una palabrería cursi sobre la lucha de clases, la opresión o la burguesía. En aquel mismo momento, supe que si sus planes se convertían en realidad podrían costar la vida a millones de seres humanos porque las dimensiones gigantescas del océano de sangre no le importaban a aquel socialista una higa. Por supuesto, le pregunté cuándo sucedería todo aquello.
—¿Y le respondió?
—Ya lo creo —dijo el judío—. Me dijo que estaba a punto de estallar; que en unos meses, los proletarios de toda Europa se alzarían en armas contra sus opresores; que la victoria resultaría innegable en Inglaterra y Alemania y de ahí se extendería al resto del mundo... Se lo voy a decir con claridad: tenía la misma fe ciega y sectaria que había tenido ocasión de contemplar en los seguidores de Bar Giora y de Bar Kojba y de Sabbatai Zvi. Si quiere que le sea sincero, no sé cómo pude soportar todo aquello. Al final, después de que el empresario pagara la cuenta, salimos a la calle. Hacía frío, mucho frío, pero acogí aquella gelidez nocturna como una especie de ducha que me librara de la peste que desprendía aquel profeta del socialismo. No recuerdo bien el pretexto que di, pero el caso es que me despedí de los dos personajes ^ emprendí el camino de regreso a casa y entonces, cuando había caminado, no sé, seis, ocho pasos, escuché un ruido de cristales.
—¿Un ruido de cristales?
.—Sí. Eso he dicho. El mismo que se oye cuando se rompe una botella o un frasco. Me volví y... bueno, no se lo va a creer. Aquel sujeto, el socialista, estaba preparándose para lanzar una piedra contra una farola. La hizo añicos en un instante y entonces me percaté de que era la segunda que había destrozado aquel gamberro fétido. Debió de cargarse media docena antes de que el empresario, que intentaba interponerse entre él y sus blancos, lo convenciera para largarse de allí antes de que apareciera la policía. El angelito se reía a carcajadas cuando desaparecieron totalmente de mi vista.
—Bueno —dije sin mucha convicción—.Al menos, había dejado de tomarla con los judíos.
—No estoy tan seguro. Me da más bien la sensación de que simplemente había descubierto un objetivo mucho mayor sobre el que lanzar sus profecías de muerte y destrucción. A fin de cuentas, ¿a él qué más le daba? Su amigo, el dueño de las fabricaste aseguraba un buen pasar y hasta le permitía emborracharse a su costa y destruir el mobiliario urbano para divertirse.
—¿Volvió a saber de ellos?
—Ocasionalmente. La revolución estalló en 1848, pero, en contra de lo que ellos pensaban, no condujo al triunfo del socialismo, si acaso a un cierto avance del liberalismo y gracias. Por supuesto, mi cliente siguió ganando dinero con sus fábricas y su patrocinado continuó viviendo de él. Me llegaron a decir que, en un momento determinado, aquel teórico del socialismo dejó encinta a una criada...
—¡Qué comportamiento más burgués! —exclamé fingiendo horrorizarme.
—Y si sólo hubiera sido eso... El caso es que, tras dejarla embarazada, consiguió que mi antiguo cliente inscribiera al hij0 como suyo.
—Siempre se puede pensar que le encontraba un padre mejor...
—Sin duda, pero no creo que lo hiciera por eso. Simplemente, no tenía la menor intención de cargar con sus responsabilidades y consideró que aquella pobre... proletaria no merecía destino mejor. Mi conocido, el empresario, le echó una mano. Eso es todo.
—Por cierto —dije reparando en algo que había pasado por alto hasta ese momento—. ¿Resultaría muy indiscreto si le preguntara el nombre de aquel empresario entregado a financiar la llegada del socialismo?
—No, por supuesto —dijo el judío sonriendo—. Se llamaba Engels.
—¿Engels? ¿Friedrich Engels?
El judío asintió con la cabeza apenas capaz de reprimir un rictus divertido que se balanceaba en sus labios.
—Entonces... —balbucí— entonces el escritor... el intelectual era...
—Sí —reconoció reprimiendo a duras penas la risa—. Era Karl Marx.
Me sentí ridículo al escuchar las últimas palabras del judío. Sí, claro, Karl Marx. Tenía que haberme percatado antes. Me había despistado la referencia a su antisemitismo —¡en él que era judío y pariente de rabinos!— y, sobre todo, el que se refiriera a la causa del socialismo y no a la del comunismo, pero... sí, había estado claro desde el principio.
—Nunca hubiera pensado que pudiera ser tan repugnante —dije intentando dominar el efecto que me había ocasionado la sorpresa.
—¿Se refiere usted a sus ideas o a sus modos? No respondí.
—Como mera persona, era de lo más asqueroso que he tenido ocasión de ver y no se puede decir que me hayan faltado ejemplos; como ideólogo... ¿qué quiere que le diga? Estuvo a un pelo de crear el nuevo antisemitismo. Si lo hubiera combinado con su socialismo posterior, habría sido el fundador del nacionalsocialismo.
—Supongo que será una de las paradojas de la historia...
—Más bien de la época —me corrigió suavemente el judío—. No faltaban judíos extraños por aquel entonces. Los había normales, por supuesto, pero también había millares entregados a las locuras de la Cabala o a los dislates del socialismo, incluso a…Verá, fue en Londres a inicios de la década de los ochenta.
—¿Del siglo XIX?
—Sí, claro, del siglo XIX. No sé si habrá oído alguna vez hablar del pogromo de Kishiniov...
—¿En Rusia?
—Sí.
—Pues si no me falla la memoria —respondí— fue un pogromo horrible que acabó determinando la aprobación de las leyes de mayo en Rusia, unas leyes que, supuestamente, protegían a los judíos, pero que, en realidad, restringían su capacidad de acción a lugares determinados.
—Sí, más o menos, eso es. El pogromo de Kishiniov constituyó el inicio de una serie de estallidos de violencia que obligó a millares de judíos a emigrar de Rusia. En su mayoría, se dirigieron a Estados Unidos y a Argentina. Otros decidieron quedarse, por supuesto, e incluso no faltaron los que comenzaron a viajar por el extranjero para pedir ayuda para nuestros hermanos de Rusia. Ese fue el caso de Joseph Rabinowitz.
—No creo haber oído hablar de él —reconocí.
—No es muy conocido, aunque por aquel entonces sí que la gente deseaba escucharlo. En Londres estuvo dando conferencias en varias ocasiones y también en distintas ciudades del Reich alemán y del imperio austríaco. Yo estuve presente en la primera que pronunció en Londres. Alguien, supongo que un cliente o un miembro de la sinagoga a la que iba entonces, me dijo que un judío procedente de Rusia iba a hablar de lo sucedido en Kishiniov y de la redención de Israel. De buena gana hubiera desechado la idea de ir a escucharlo, pero, a fin de cuentas, a pesar de todos los siglos que había vivido, mi conocimiento de mis hermanos de Rusia era bastante superficial. Nunca había visitado aquella nación y, lo reconozco, estaba cargado de prejuicios contra ella. Eran los locos ocupados en la Cabala, los más atrasados de entre nosotros, etc., etc., etc. El caso es que, finalmente, decidí acudir.
El judío se detuvo y clavó la mirada en el horizonte. Como si pudiera leer, en algún punto al que no alcanzaba mi vista, los detalles de la historia.
—La sala estaba llena. Me bastó echar un vistazo para percatarme de que se hallaba reunido todo tipo de gente para escuchar a Rabinowitz. Me refiero a que, por supuesto, había judíos, pero no faltaban los goyim, incluidos algunos clérigos de distintas confesiones cristianas. No recuerdo muy bien quién lo presentó, pero creo que nunca olvidaré el aspecto de Rabinowitz. Estaba muy calvo, y el color blanco de sus escasos cabellos causaba la impresión de que no le quedaba apenas pelo en la cabeza. Al mismo tiempo, tenía una barba alba, grande, venerable. No era como la de Marx, agresiva y sucia, sino como la de un sabio que se ha pasado estudiando casi toda la vida. Rabinowitz comenzó a hablar de manera sosegada y tranquila. Se expresaba con mucho acento y, ocasionalmente, alguna palabra carecía de la pronunciación adecuada, pero su tono era correcto y no costaba entenderlo. Habló, primero, de la situación de los judíos en Rusia, de cómo su vida había quedado reducida a vivir en zonas de reclusión donde la pobreza y la ignorancia constituían su porción cotidiana. Luego indicó cómo las leyes de mayo, lejos de acabar con el antisemitismo, le habían otorgado una cierta legitimidad. Por supuesto, el zar veía mal que se robara, violara o asesinara a sus súbditos judíos, pero prefería tenerlos confinados en áreas concretas, con lo que daba a entender que era mejor que no mantuvieran el menor contacto con los rusos. Puedo asegurarle que todo esto lo fue refiriendo de manera muy sosegada y calmada. Me refiero a que no utilizó el dramatismo ni intentó enardecer los ánimos de la gente. Sin embargo, relataba todo con tal convicción, con tal seguridad, con tal grado de sinceridad que nos conmovió. Y entonces, cuando había llevado nuestro espíritu hasta ese punto, anunció que sólo había una salida para los judíos y era el regreso a su tierra. ¿Era un sionista?
No lo era —respondió el judío moviendo la cabeza—. A decir verdad, todavía no había sionistas, ni nadie pensaba regresar a Israel. Como ya le he dicho, por aquella época, cuando los hermanos de Rusia optaron por el exilio se dirigieron a América y no a nuestro solar patrio. Por eso, al escuchar aquellas palabras todo el mundo contuvo su aliento. «Nuestra única salida, la única salida para los judíos —dijo—, es regresar a nuestra tierra.» «¿Cómo?», escuché que musitaban a unos pasos de mí «Sí, ¿cómo?», se hizo eco otra voz. Y entonces Rabinowitz dij0. «Si el Hijo os liberta, seréis verdaderamente libres». —¿Cómo dice?
—Lo que acaba de oír —respondió el judío—. «Si el Hijo os liberta, seréis verdaderamente libres.» Fue pronunciar aquellas palabras y por la sala se difundió un rumor de confusión y estupor. Confusión porque muchos de los presentes no entendían a qué se refería y otros no terminaban de creerlo. Entonces Rabinowitz levantó las manos con suavidad para pedir silencio y dijo: «Yo soy judío como muchos de vosotros. Crecí como judío y desde mi infancia me he caracterizado por cumplir con los preceptos de la Torah que Dios, el único Dios verdadero, entregó a Moisés. Hace cuatro años decidí visitar la tierra que Dios pro-metió y dio a nuestros padres. Una tarde, subí al monte de los Olivos y desde allí contemplé la ciudad donde había estado la capital de Israel y el sagrado Templo. Me sentía agobiado por la pena de contemplar cómo ya no era una ciudad judía y cómo no existía el reino que existió en el pasado y cómo todo lo que quedaba del Templo era un muro y entonces... entonces, hermanos, Dios me lo mostró».
—¿Qué le mostró? —pregunté sobrecogido por el relato, pero el judío no pareció escucharme y continuó su narración.
—Se hubiera podido escuchar el vuelo de una mosca en aquel instante. Todos nosotros estábamos ansiosos por ver lo que decía a continuación, por saber a qué se referiría, y entonces dijo: «Nuestra única esperanza como pueblo está en regresar a nuestra tierra, pero ese regreso sólo será feliz si lo lleva a cabo el mesías. La llave para Tierra Santa se encuentra en las manos de nuestro hermano Jesús».
—Cómo? —exclamé sorprendido.
—La llave para Tierra Santa se encuentra en las manos de nuestro hermano Jesús —repitió el judío—.Eso fue lo que dijo creo que por muchos siglos que puedan pasar no podré olvido Como usted puede imaginarse, aquella afirmación provocó un revuelo en la sala que resultó difícil de contener. Los cristianos no podían creerse lo que acababan de escuchar y por lo que se refiere a nosotros... Bueno, tampoco puedo decir que pensáramos nada concreto. Más bien estábamos... confusos, trastornados... era como si nos hubiéramos golpeado contra una puerta y no supiéramos todavía si nos dolía o no, si nos habíamos roto la nariz o la conservábamos incólume. Rabinowitz acabó por imponer silencio y entonces terminó de relatar su experiencia en el monte de los Olivos. Allí había descubierto no sólo que nuestra única salida como pueblo era regresar a la Tierra, no sólo que la clave para un regreso pacífico y perdurable estaba en las manos de Jesús sino que además ese Jesús era el mesías prometido en las Escrituras.
—Sospecho que el ambiente se caldearía...
—No sé si ésa es la palabra adecuada —musitó el judío—. Por lo que a mí se refiere, puedo decir que sentí cómo una emoción inmensa se apoderaba de mí. Verá. Había épocas en que me olvidaba del Nazareno, en que dejaba de recordar su anuncio, en que simplemente vivía una existencia sin sobresaltos y tan sosegada que casi parecía normal. Sí, normal, normal, normal... por difícil que pueda parecer. Y ahora, de repente, aquel hombre que iba a hablar de la redención de mi pueblo me decía que nuestro futuro estaba en manos del Nazareno porque era el mesías. Acá y allá se levantaron algunas voces exclamando: «¿Qué dices?» o «¿Estás loco?». Y Rabinowitz, con una calma absoluta, respondió que el mesías ya había venido y que lo había hecho de acuerdo con lo profetizado en el Tenaj. «Está prohibido hacer cálculos sobre la venida del mesías», escuché que decía entre dientes una persona cercana a mí. Y entonces Rabinowitz, como si hubiera previsto cualquier objeción, dijo: «Nuestro patriarca Jacob, según dice el libro de Bereshit, el primero de la Torah señaló que el Shilo, el mesías, llegaría cuando la tribu de Juci¿ hubiera perdido el cetro, es decir, cuando sobre Israel hubiera un rey no nacido de los hijos de Israel. Eso sucedió en el siglo i de esta era cuando un idumeo llamado Herodes fue coronado rey sobre Israel. Jesús... Yehoshua, nuestro hermano, nació cuando Herodes gobernaba Israel. Pero no se trata sólo de eso, hermanos. Recordad lo que el ángel Gabriel le dijo al nabí Daniel: «Setenta setenas han sido fijadas para tu pueblo y para la Ciudad Santa para acabar con la transgresión, limpiar los pecados y expiar la culpa; para establecer la justicia eterna, sellar la visión y la profecía y consagrar el santo de los santos. Desde que se dé la orden de reconstruir Jerusalén hasta la llegada del príncipe mesías pasarán siete setenas y sesenta y dos setenas...». Fijaos bien. Todo eso constituye un total de cuatrocientos ochenta y tres años a contar desde la reconstrucción de Jerusalén cuando nuestros antepasados regresaron del destierro de Babilonia. Eso fue en la época en que los romanos gobernaban la Tierra de Israel apenas unos años después de la muerte de Herodes. De nuevo, las Escrituras señalan a Jesús».